martes, 28 de junio de 2011

Un trío que acaba en dúo

(A petición de una amigo)

No suelo incorporar mujeres a mis relatos, pero en esta ocasión hago una excepción. Un amigo me sugirió la idea y me pidió que la desarrollara. Se basa en hechos reales, más o menos…

Tenía una conocida con la que trataba con frecuencia por razones profesionales. En torno a los cuarenta años y de muy buen ver, era bastante extrovertida y con un tic de mandona. Sabía que estaba casada, pero era de esas mujeres que piropean con frecuencia. Me trataba siempre con mucha familiaridad y creía que intuía mis inclinaciones, si no homosexuales en exclusiva, al menos bisexuales, lo que al parecer me hacía más interesante a sus ojos.

Insistía mucho en que le gustaría que conociera a su marido, aunque yo no  estaba interesado en acceder demasiado a su vida privada. Pero una vez iba yo paseando por la playa –textil, para mayor precisión– y la vi en una hamaca. Ella también me vio y me hizo señas para que me acercara. No le cohibió en absoluto estar en topless, mostrando  unas tetas generosas y bastante firmes. Al tiempo que me saludaba, estampándome un par de besos, llamó a un hombre que estaba un poco más apartado hablando con otras personas. Al acudir él, me lo presentó como su marido, diciéndole a éste que yo era el amigo que tanto interés tenía en que conociera. Palabras de la mujer aparte, resultó que el individuo era un cincuentón impresionante, robusto y bastante velludo. Tenía además una cara muy agradable, pero se le notaba algo tímido. Aunque ella se mostraba exultante por el encuentro logrado, quise disimular el efecto que me había producido y me despedí alegando unas prisas inexistentes.


Al cabo de poco tiempo, ya de nuevo en el ámbito laboral, volvió a las andadas, pero ahora añadiendo la buena impresión que le había causado a su marido. Utilizó un tono tan pícaro que podría parecer que casi me lo estaba ofreciendo. Me quedé tan cortado que volví a mis evasivas. No obstante, un par de días después recibí una llamada del propio marido. Con una inflexión de voz apurada, me decía que su mujer la había pedido que, ya que ella no lograba convencerme, fuera él quien me invitara a su casa. Y remató en un tono casi inaudible: “Lo podemos pasar bien”. A pesar del mensaje tan al dictado, el recuerdo de su visión en la playa, hizo que se venciera ya mi resistencia y quedamos para la tarde siguiente. Aunque la última frase no dejaba de darme vueltas en la cabeza por su insinuante ambigüedad. Si ella metía por medio al marido y éste hacía de intermediario, parecía claro que buscaban un trío. Pero barajaba las múltiples posibilidades: Que a la pareja le excitara follar con alguien mirando. Que el marido fuera un muermo, por muy bueno que estuviera, y prefiriera que le contentaran a la mujer. Que ésta quisiera ver poseído al marido. Que ambos buscaran una nueva experiencia conjunta…

Llegó la hora de la cita y me presenté en la casa, hecho un mar de dudas. Tardaban en abrir la puerta y eso me puso aún más nervioso. Al fin abrió ella la puerta y la recepción fue de todo menos convencional. Llevaba un albornoz, con la apariencia de habérselo puesto deprisa y corriendo, y, mientras me hacia pasar a la sala, farfullaba la excusa, que sonaba a falsa a todas luces, de que habían dormido la siesta y se les había ido el santo al cielo. Acudió el marido también en albornoz y, aunque me saludó con cordialidad, me pareció que estaba bastante cortado. Lo que quedó claro desde el primer momento fue que la esposa era quien llevaba la voz cantante.
 
“Anda, ve a ponerte algo más presentable. Luego lo haré yo”, fue su orden al marido. Querría quedarse a solas conmigo para darme instrucciones. En efecto: “¿Verdad que te gusta? A ver si entre los dos lo animamos”. “¿Y yo le gustaré a él?”. “A mí me gustas…”. Y no dio tiempo a aclarar más porque volvió el marido en pantalón corto de deporte y camisa medio abierta. Debió seguir instrucciones, pues su azoramiento era evidente, sobre todo cuando ella marchó. Se sentó en una butaca frente a mí y la visión de sus muslos reafirmó mi buena impresión. Por decir algo comenté: “Ahora el que va a quedar demasiado formal seré yo”, refiriéndome a mis tejanos y mi polo. “Te puedo dejar algo más fresco. Ven”. Se puso de pie e hizo que lo siguiera al dormitorio. “Ella está en el baño”, me aclaró. Abrió el armario y rebuscó. Sacó primero un pantalón como el que llevaba, pero lo desechó: “Te iría un poco grande”. Se decidió por un traje de baño tipo boxer y me lo alargó: “Éste te quedará bien. Ya me venía estrecho. …Y de paso esta camiseta”. El caso es que se quedó allí sin perder su seriedad. Debía querer aprovechar para echar una ojeada a lo que pronto habría de tener entre manos. Así que sin remilgos, para infundirle confianza, me quité el polo y los tejanos. Como el bañador tenía braga interior, me pareció inadecuado dejarme el slip. Quedé pues en cueros unos segundos ante su escrutadora mirada. Cuando me hube puesto las prendas prestadas, le pregunté: “¿Estoy más presentable?”. Como respuesta una media sonrisa, pero la primera que le veía. Porque ya oímos abrirse la puerta del baño.
 
Apareció la mujer con unos shorts y una camisa coquetamente anudada sobre el vientre. Mostró su sorpresa al verme: “¡Vaya transformación!”. Y al marido: “Veo que le has hecho lo honores”. Hizo que me sentara a su lado y él volvió a la butaca de enfrente. Señalándolo, hizo un comentario de intimidad familiar: “Siempre le digo que tenga cuidado cuando se pone esos pantalones tan anchos”. En efecto, por una pernera asomaba parte de un huevo. “Pero ahora no hay problema, ¿verdad?”. Anda, ven”, ordenó al cónyuge. Éste se levantó y se acercó dócilmente. Entonces ella le subió la pernera indiscreta y descubrió no sólo un huevo entero, sino también la polla. “¿A que no está mal?”, me comentó con soltura. El pobre, sintiéndose ridículo, se apartó y volvió a quedar cubierto. “¡Qué soso eres, hijo!”, fue la reprimenda. Y dio un estirón haciendo caer el pantalón entero. “La camisa también fuera. Si seguro que eres del tipo que le va a nuestro amigo. ¿A que sí?”. Espontáneamente me salió un gesto afirmativo con la cabeza. “Pero ahora te toca a ti y, para que os cojáis confianza, te lo va a hacer él”. Ante el tono perentorio, los dos asumimos nuestro papel. Me levanté y me ayudó con la camisa. Sin  la brusquedad de la esposa, fue bajando el bañador hasta sacármelo por los pies. Los acontecimientos me habían llegado a provocar una media erección y, en tal situación, quise neutralizar el comentario irónico sobre el estado de la otra polla que sin duda la dama se disponía a soltar, pues además, justo es decirlo, aún en reposo, su envergadura era más que estimable. “¿Y tú qué?”, la interpelé.
 
Se repantigó en el sofá y dijo zalamera: “Ahora es cosa vuestra”. Preferí ocuparme de la parte superior y desanudé la camisa, surgiendo las tetas que ya había visto en la playa. El marido se afanó quitándole los shorts, pero ella lo detuvo al ir a sacarle también el tanga floreado. Reservaría su tesoro para más adelante. Se adelantó en el asiento y cogió las dos pollas. “Os quiero bien juntitos”, e hizo que nos apretáramos. Yo le pasé un brazo por detrás de la cintura y él lo hizo por mis hombros. Ella se puso entonces a chupar alternativamente, e incluso trataba de juntar las pollas para hacerlo a la vez. Era experta y la mía completó el endurecimiento. La de él alcanzó una buena dimensión. Al menos en mi caso –y probablemente también en el suyo– influyeron las caricias que, bajando la mano, le daba en el culo, cuyos efectos, por lo demás,  se reflejaban en la tensión de su mano sobre mi hombro. “Así me gustan mis hombrecitos”, exclamó ella cuando dio por concluida su labor. “Y como habéis sido buenos os llevaré a la cama”.
 
Pasábamos pues al segundo acto y, cogida del brazo de los dos, nos dirigió al dormitorio. Para irme haciendo a la idea de lo que iba a pasar allí, y de paso ganar tiempo, se me ocurrió una petición: “Me daría mucho morbo y también me serviría para integrarme luego mejor, si primero folláis vosotros a vuestro estilo”. Se aceptó la propuesta y los tres nos subimos a la amplia cama: Ella boca arriba con las piernas abiertas; él arrodillado frente a ella, y yo asimismo arrodillado al lado y meneándomela para mantenerla en forma. Ahora sí dejó que el marido le quitara el tanga, apareciendo un triángulo de pelo oscuro y espeso. Levantó un poco las rodillas y fue la señal para que él se inclinara hacia delante y se pusiera a lo que vulgarmente se dice “comerle el coño”. Al intensificar las lamidas, ella daba grititos, que se intensificaron cuando yo, para cooperar, le sobaba las tetas y pellizcaba los pezones. Pero la posición del varón era muy tentadora y no pude resistir desplazarme para contemplar su culo levantado. Es más, metí una mano por debajo y, tras tantear los huevos colgantes, le froté la polla deliciosamente dura. A mi contacto, se levantó ligeramente, y ella aprovechó para atraerlo hacia sí de forma que quedaron al mismo nivel. Certeramente se la metió y me excitaba muchísimo ver cómo entraba y salía, bamboleando los huevos y tensando los músculos del culo.
 
Ella debió pensar que yo  le estaba dejando de prestar atención y recuperó sus dotes de mando. Hizo parar al marido y me espetó: “¿Ya habrás tenido bastante, no?”. Luego se dirigió hacia él: “Cariño, me gustaría que te atrevieras a chupársela”. Bien porque sus deseos eran órdenes, bien porque no le desagradaba la idea, él mismo me ayudó a tenderme de través en la cama y. tras cogerme la polla como tomándole medidas, empezó primero la lamerla y luego a engullirla. Lo hacía a la perfección y yo aumentaba mi placer tocándole los pechos y la barriga que tenía a mi alcance. Cuando llegaba casi al cenit, de nuevo intervino el destino en forma de mujer. Lo hizo apartarse y de un salto se me sentó encima. Dirigió mi aparato hacia su coño y se lo metió. Daba saltos sin que yo tuviera que hacer nada y, entre lo logrado por la boca de él y el calorcillo que iba sintiendo, la corrida me vino sola. Mis resoplidos me delataron. “Vaya, hombre, con todo lo que nos falta todavía. En resistencia te gana mi marido”, fue su reacción.
 
El hombre, después de la mamada, se había tomado un descanso plácidamente tumbado mientras me follaba a su esposa, o más bien ella me follaba a mí, lo que presenció sin inmutarse. Por su parte la mujer, una vez realizado su capricho histórico de joder conmigo, aunque para ello hubiese seguido una estrategia de lo más retorcida, pareció centrarse ahora en estrechar las relaciones entre los dos varones. Como yo necesitaba un período de recuperación, me sugirió que me distrajera jugando con el cuerpo de su hombre. Y la verdad es que éste, allí a mi disposición, me resultaba tremendamente apetitoso. Bajo la atenta mirada de ella, que ocupó un segundo plano, estimulándose entretanto el chichi, como lo había llamado, me afané en un minucioso repaso del que se me ofrecía lánguidamente.
 
Lo primero que atrajo mi interés de su peluda delantera fueron sus pechos de copa resaltada y pequeños pezones, que chupé hasta notarlos duros en mi boca. Cuando los retorcía y mordisqueaba, el gemía con los ojos cerrados pero me dejaba hacer. Levantaba un brazo para buscar asidero en la zona de mi cuerpo que alcanzara. Aproveché para pasarle la lengua por el costado, desde la axila hasta la cadera y las cosquillas lo hacían estremecer. Fui bajando poco a poco por el vientre y hundí  la cara en la pelambre dando suaves soplidos. La polla se me presentaba ya en toda su opulencia, pero antes de centrarme en ella, quise enardecerla aún más repasando golosamente con la lengua ingles y huevos. Se le notaba ansioso y me cogió la cabeza llevándola al nivel adecuado. Aún así actué con parsimonia. Lamía la polla de abajo arriba y con una mano subía y bajaba la piel sobre el capullo. Por fin me la fui metiendo en la boca, poco a poco y con suaves succiones. Aunque su presencia casi se me había borrado de la mente, la esposa se puso entonces bocabajo a escasa distancia, con la barbilla apoyada en las manos, para tener un primer plano de mi actuación. No me inmuté y seguí con la mamada dosificando la intensidad. Él resoplaba y palmeaba sobre la cama, haciéndome surgir la duda de si procedía llegar hasta el final. Opté por apartar la boca y, como no recibía indicaciones de parar, froté la polla bien ensalivada, hasta que la leche a borbotones se escurrió sobre mi mano. “¡Ummm, cómo me ha gustado!”, dijo ella. “Seguro que a vosotros también, pillines”. Al mismo tiempo limpiaba con una toallita el vientre del marido, cuyos resoplidos iban decreciendo.
 
“Enseguida vuelvo. A ver cómo os portáis”. La mujer bajó de la cama y salió del dormitorio. Quedamos medio entrelazados en sana camaradería. “¡ Uff, cómo me has puesto!”, exclamó él. “Pues anda, que tú a mí…”, fue mi respuesta. A poco más dio tiempo, pues ya estaba aquí ella con una jarra de limonada y vasos en una bandeja. “Os merecéis un respiro”. Frase que daba a entender que todavía tenía planes para nosotros. En efecto, una vez refrescados sentados sobre la cama, me soltó como si nada: “¿Te gustaría darle por el culo?”. Por lo visto sólo yo tenía que opinar al respecto. Miré la cara del afectado, que reflejaba sofoco y pánico.  Insistió: “Ya que habéis empezado no lo vais a dejar a medias. Además, tú sabrás hacerlo muy bien, ¿verdad? “, dando por descontado que yo era un experto en la materia. E impertérrita marcó la hoja de ruta: “Primero os pegáis un buen lote, luego unos azotitos y ya estará ablandado”. Debía ser una consumidora compulsiva de cine porno variado.
 
Lo del lote no me pareció mal, pues cada vez me gustaba más aquel hombre, y serviría para ponerme a tono de nuevo. La continuación ya se vería. Con carta blanca pues, me giré hacia él y lo abracé estrechamente. Él correspondió pasando los brazos alrededor de mi cintura. Probé algo que me apetecía mucho: Junté mi boca con la suya y traté de abrir paso con la lengua. Los dientes, al principio  apretados, fueron cediendo y me permitieron recorrer toda la cavidad. Chupé su lengua, que fue entrando a su vez en mi boca. “¡Eso, eso!”, oímos decir. Pero mis sentidos se centraban ahora en el progresivo engorde de las dos pollas en contacto. Como sincronizados nos sobábamos los culos y nos apretábamos más. También hacíamos hueco para meter por en medio una mano y tantear los bajos. Espontáneamente fue deslizándose hasta encararse con mi polla, que empezó a chupar de nuevo. “¿Ya sabes a lo que te expones?”, le susurré. Y respondió con la boca llena: “No hay quien me libre”.
 
Hice que se diera la vuelta y me restregué por su espalda. Lo impulsé hacia arriba por los muslos para que mantuviera el culo elevado. Me recreé con éste antes del sacrificio. Acariciaba su suave pelusa y lo amasaba con delectación. Estiré por los lados para abrirle la raja y pasé varias veces la lengua. Él se removía, acusando el húmedo roce. “¡Pégale, pégale!”, medio gritó ella exaltada. Excitado al máximo como estaba, me puse a darle palmadas a dos manos con creciente fuerza. Él las soportaba con estoicismo e, incluso, afirmaba las rodillas para no caer. Vi la piel enrojecer a través del vello y empecé a disminuir los golpes. La mujer entonces metió una mano en la que había echado crema y me embadurnó la polla. “Déjame hacer a mi”, la atajé cogiéndole el frasco. Vertí un poco al vértice de la raja y fue resbalando por ella. Él se estremeció por efecto de frío. Extendí la crema con un dedo y, cuando di con el agujero, metí la punta. Puse un poco más y fui ahondando. Entraba bien, aunque provocaba tenues gruñidos. Probé con dos dedos para una mayor dilatación y, ante su “¡Huyyy!”, decidí cortar por la tangente. Enfilé mi polla y fui entrando lentamente agarrado a los costados. Ni siquiera me turbó la mirada de la mujer a dos palmos de distancia. Y el dócil varón había quedado como paralizado. Empecé a moverme y, a medida que aceleraba, notaba una mayor distensión y hasta los bufidos se dulcificaban. Pero la segunda corrida en poco tiempo me iba a costar algo más, así que la sacaba y me la meneaba un poco. Volvía a meterla y ya la cosa iba viento en popa. “¡Córrete ya!”, me interpeló el follado. Eso me enardeció y no tardé en vaciarme dentro. Cayó aplanado y yo me derrengué a su lado.
 
La esposa se mostraba entusiasmada con la experiencia e, insaciable, conminó al marido: “Con todas las vivencias que hemos acumulado necesito que me poseas cuanto antes”. No me apetecía ya presenciar una nueva follada conyugal, por lo que diplomáticamente me excusé: “Creo que ahora será mejor que recuperéis vuestra intimidad. Además se ha hecho tarde y aún he de acabar un trabajo para mañana”. Y sin admitir réplica recuperé mi ropa y adorné más la despedida: “También para mi ha sido algo inolvidable. Pero quedaos aquí bien a gusto y no perdáis el clímax. Ya conozco la salida”. Besé a ambos y me escabullí.

Pocos días después, volví a encontrarme con ella. Me sonrió radiante, pero la atajé con cierta frialdad: “Ya conseguiste lo que querías. Espero que no haya trastocado demasiado vuestra vida”. Hizo un mohín como diciendo “¿Qué sabrás tú?”, y ahí quedó la cosa.

En unos días más, recibí una llamada del marido: “Me gustaría que nos encontráramos tú y yo solos. ¿Qué te parece?”.

miércoles, 15 de junio de 2011

El patricio y el esclavo

Desde muy joven me gustaba pasear por el mercado de esclavos. Pero mi atención no se fijaba en las muchas mujeres, de las más diversas razas, que se ofrecían a la lascivia de posibles compradores. Tampoco me interesaban los efebos ni los jóvenes fuertes y musculosos aptos para la lucha o bien para prestar quién sabe qué servicios a sus amos. Mis preferencias se decantaban más bien por aquellos hombres más entrados en años y  en  corpulencia, la mayoría de ellos destinados a los trabajos más rudos.


Por otra parte, en las fiestas que tenían lugar en nuestra villa, tras saciarse de manjares y vino, observaba cómo algunos patricios se dispersaban por las estancias acompañados de las esclavas más atractivas. No pocos lo hacían sin embargo con siervos jóvenes y, en más de uno de estos casos, envidiaba no poder ser yo el elegido.
 
Mis padres tenían puestas en mí grandes esperanzas de emparentarnos, por matrimonio, con alguna de las familias más poderosas de Roma. Por ello, no dejaba de suponerles una preocupación  mi desinterés por ir conociendo los secretos del amor con las diversas esclavas que ponían a mi disposición. Solía despacharlas pagando su discreción con algunas monedas, y sólo la destreza que con la boca empleaba alguna de ellas conseguía de mí una expansión, si bien sin inflamarme con ningún deseo. Tampoco me unía de buen grado a los juegos a los que los jóvenes de mi edad se entregaban  en las termas. Por el contrario, apartado de ellos, me extasiaba con la visión de los cuerpos de ciertos patricios, anhelando ser yo quien les aplicara ungüentos y masajes.
 
Ciertamente, en mi casa había también servidores de mayor edad y aspecto robusto, aunque ocupados en trabajos más alejados de la vida doméstica. Desde luego que varios de ellos no me resultaban indiferentes y tenía bien inculcada la idea de que un esclavo no tiene más voluntad que la de su amo. Pero a efectos prácticos me resultaba difícil concebir que pudiera reclamar que alguno satisficiera mis deseos. ¿Cómo explicar que quisiera traerlo a mi lecho en lugar de lo que mis padres me ofrecían?

Sin embargo, un día en que me dirigí a las caballerizas, pues quería elegir un caballo para dar un paseo, tuve ocasión de ejercer mi dominio. Estaba examinando varios ejemplares, cuando observé que en un rincón un esclavo se vertía por encima un balde con agua. Solo con un sucinto taparrabos de cuero, las formas de su cuerpo despertaron mi lujuria. No muy alto, pero robusto y bien proporcionado, sus marcados pechos descansaban sobre una oronda barriga. Con las piernas entreabiertas para mantenerse firme en sus abluciones, los gruesos muslos quedaban más resaltados e incitaban a desear conocer lo que aún permanecía velado. El vello mojado que se repartía equilibradamente  brillaba sobre una piel de tonos rojizos.
 
Ante mi presencia se detuvo, soltó el balde y mantuvo baja la mirada. Le interpelé: “No te conocía. Debes ser nuevo”. Se limitó a asentir con la cabeza. “Acércate. Me gusta examinar la mercancía que llega a casa”. Dio unos tímidos pasos hacia delante y exclamé: “Me desagrada el olor de ese cuero mojado ¡Quítatelo!”. Obedientemente soltó la cuerda que lo mantenía sujeto y cayó al suelo. Por fin tuve a la vista su pene, flácido pero voluminoso, que brotaba entre la espesa pelambre y se apoyaba en gruesos testículos. Giré a su alrededor y percibí en su espalda la señal de antiguos latigazos. La remataba un trasero poderoso cubierto de suave pelusa. No me resistí a palpar su contorno e instintivamente se le produjo una contracción de la raja. “Seguro que habrás sido penetrado”, le reté, y se atrevió a responder: “Cuando era más joven, algunos amos se sirvieron de mí, pero mi cuerpo fue dejando de ser atractivo para ellos”. Denotaba un cierto alivio al pronunciar la última frase y repliqué: “Eso no eres tú quien tiene que decirlo”.
 
Volví a tenerlo de frente y, con la excusa de leer la inscripción en la argolla  que rodeaba su cuello, la así con una mano tirando de él hacia mí. La otra mano la reposé en la zona en que los pechos reposaban sobre la barriga y capté el calor que desprendía. “Así que te llamas Vesto”, aunque su nombre era lo que menos me importaba. Sin soltar la argolla seguí manoseándolo hasta dar con su pene. Lo agarré mientras preguntaba: “¿Y con esto has hecho disfrutar a algún amo?” Soportando mi presión, confesó: “También hace tiempo de eso. Un amo hacía que una esclava me estimulara con su boca y luego él se sentaba encima para obtener placer”. “¿Quieres decir que sólo una mujer es capaz de espolearte?”, replique, “Eso habría que cambiarlo… Compruébalo tú mismo y aprende”. Le agarré una mano y la llevé con brío al bulto endurecido de mi túnica. “Ya ves que no necesito que nadie me ayude”. Entonces, con rostro cabizbajo, se dio la vuelta y apoyó los codos en un travesaño. Pero no era lo que yo pretendía en ese momento. Ni el lugar ni la posibilidad de ser vistos resultaban favorables para un sexo satisfactorio. Además de que mis fantasías no se colmaban con la obtención de una relación sólo impuesta por mí. Así que, sin mediar más palabra por mi parte, me retiré, ya olvidado el paseo a caballo.
 
El encuentro con el esclavo de las caballerizas no dejaba, sin embargo, de perturbarme. Impulsivamente, con una insensatez propia de mi juventud, quise aprovechar la ausencia por unos días de mis padres y usar mis prerrogativas de amo y señor transitorio. Ordené que lo sacaran de los establos y, tras ser lavado y adecentado, fuera conducido a mis dependencias. El mandato no dejó de causar perplejidad e, incluso, alguno de los servidores de mayor prestigio me advirtió de lo inadecuado de introducir a un individuo de tan baja extracción en las zonas nobles de la villa, aparte del peligro que podía suponer para mi seguridad. Ante mi insistencia, no se atrevieron a contradecirme y, a regañadientes, cumplieron mis instrucciones. Exaltado por mi novedosa autoridad, me recluí en mi aposento e insistí en que no necesitaba a nadie de mi servicio.

Cuando lo trajeron a mi presencia, cubierto con una limpia y corta túnica, volví a experimentar la atracción que me causaba. No obstante, como prevención, sus manos a la espalda y sus tobillos estaban ceñidos por cinchas unidas por tramos de cadena. Una ve solos, noté en u rostro una expresión de recelo temeroso. Tal vez barruntaba si, en nuestro anterior  encuentro, me habría ofendido de alguna manera y lo requería para usarlo como diversión a saber de qué grado de crueldad. Casi temblaba cuando me dirigí a él esgrimiendo un estilete. Pero lo que hice fue ponerme detrás de él y cortar las ligaduras de sus muñecas. Como ante todo quería que se tranquilizara y confiara en mí, puse en su mano el estilete para que él mismo liberara tus tobillos. Sentado en el suelo con las rodillas levantadas, la túnica resbaló por sus muslos y sentí una corriente de deseo al ver su bajo vientre descubierto. Más confiado ya, me devolvió el estilete y se puso de pie. Aún usé el instrumento para cortar las tiras que sujetaban en los hombros su vestidura y ésta se deslizó hasta el suelo. Volví a recrearme en la contemplación de ese cuerpo que anhelaba hacer mío. Pero su inerte disponibilidad no llegaba a colmar mis apetencias. No sólo deseaba,  también necesitaba sentirme deseado. Por muy esclavo que fuera y aún sabiendo que haría todo cuanto le exigiera, el recuerdo de lo que me había contado sobre el amo que recurría a una esclava para vigorizarlo no dejaba de perturbarme. Traté de dar un giro positivo a mis pensamientos: Yo era joven y bien parecido. Conocía el sentido de las miradas de otros jóvenes e, incluso, de algunos hombres maduros. ¿Iba a ser menos que una esclava en capacidad de seducción?
 
Decidí actuar con cautela y le dije: “¿Sabes para qué te he hecho venir?”. “Sí, mi señor. Aunque no podía imaginar que al cabo de tanto tiempo fuera de nuevo requerido para ello. Temo llegar a defraudarte”. “Sea como sea, no pienso llamar a ninguna esclava para que goces de ella”. Su curtido rostro denotó un cierto rubor mientras le sostenía la mirada, que luego desplacé ostensiblemente a su miembro flácido. Titubeante se atrevió a decir: “Tal vez la rudeza de los amos que me usaban impedía que pudiera darles placer de mejor forma”. Me salió el impulso autoritario y exclamé: “¡Vaya! Osas criticar a tus amos”. Pero enseguida rectifiqué al comprender el margen de confianza que se encerraba en esa reflexión: “No creo que lo mío sea la rudeza, así que conmigo no tendrás ese obstáculo”. Ansioso ya de gozar de él, empecé a tocarlo por todas partes, como si quisiera convencerme de su corporeidad. El calor que transmitía a mis manos y su olor viril me embriagaba. Se dejaba hacer e incluso facilitaba mi manipulación alzando los brazos y separando las piernas. De pronto esbozó una tímida sonrisa y me susurró: “Mi señor, ¿no desearías que te despojara de las vestiduras?”. Me sentí un poco ridículo, pues en mi excitación ni siquiera me había percatado de que seguía con mi túnica ante su desnudez. Me detuve entonces y permití que procediera. El contacto, por primera vez, de sus toscas manos, que sin embargo usaba con gran delicadeza, me encendió todavía más, lo que atestiguaba la fuerte erección que mostré cuando por fin quedé despojado de toda mi ropa. Se permitió bromear: “Mi señor no va a necesitar ninguna esclava que lo anime”.
 
La verdad es que, en el punto al que habíamos llegado, me sentí de pronto confuso. Por una parte, mi orgullo me impedía reconocer mi inexperiencia y confesar que era la primera vez que me disponía a practicar el sexo con el que tanto había fantaseado. Pero por otra, necesitaba de su guía en un camino para mí desconocido. Así que tomé como pretexto su última frase irónica y le reté: “Habrás de hacer algo mejor que lo que puede hacer una esclava”. Entonces fui retrocediendo lentamente hasta que quedé tendido con la espalda sobre el lecho. Se arrodilló frente a mí y tomó mi miembro con una mano, extendiendo el jugo transparente que brotaba de la punta. El goce que sentí sólo fue superado cuando se lo metió en la boca y contornándolo con los labios se afanó en una suave succión. Nada que ver con lo que alguna vez había recibido de una enviada por mis padres y con la que sólo quería desahogarme cuanto antes. Como éste no era ahora mi objetivo y aunque habría deseado que el momento se eternizase, hice un esfuerzo de voluntad y le pedí que parara: “No pretendas que me vacíe ya con tu primer truco”.  Se detuvo, no sin antes darme otros pases de mano como queriendo limpiar su saliva.
 
Repentinamente me sobrevino el deseo irrefrenable de saborear las delicias que tenía a mi alcance. Sabía que, si una tal conducta trascendiera, de lo menos que me haría acreedor sería de la vergüenza pública. Un ciudadano no podía hacer de puta de un esclavo. ¿Pero acaso los cuerpos de un amo y de un siervo no estaban hechos de la misma sustancia? Además, ¿quién había de enterarse de lo que sucediera en la intimidad de mi alcoba? Y el mismo esclavo se guardaría muy mucho de delatarme, pues podría resultar aún más severamente castigado que yo. Así pues me incorporé y lo obligué a tomar mi posición. Desconcertado no se atrevió a resistirse y dócilmente se entregó a mi lascivia. Me volqué sobre él restregando mi cuerpo contra el suyo, y todo lo que hasta ahora había sido poseído por mis manos se convirtió en el objetivo de mis labios y mi lengua. Sorbía y lamía los pezones, metiendo en mi boca cuanto cabía en ella. Iba bajando y mi saliva humedecía el tapizado de su vello. Al llegar al vientre y espesarse la maraña, me maravilló que aquello que sólo había conocido en un estado inerte aumentaba en volumen y turgencia. Me lo introduje en la boca queriendo imitar lo que hacía poco me había proporcionado tanto placer. El receptor se agitaba y bufaba a medida que mi cavidad trataba de contener la dureza creciente. Me agarraba la cabeza para atemperar mi vehemencia y, cuando intentó apartarme, resistí hasta que una lava ácida y dulce a la vez estalló y se deslizó por mi garganta.
 
Cuando finalmente me desprendí, miré su rostro, a medias satisfecho y avergonzado. “¿Qué te dije?, nos hemos bastado solos”. Permanecimos quietos el uno junto al otro respirando aceleradamente. Vesto –no había olvidado su nombre– se puso a tantear hasta dar con mi verga que seguía erecta y ansiosa. Se incorporó y alcanzó un frasco de aceite. Vertió unas gotas sobre la punta y fue extendiéndolas con un suave masaje. Creí que pretendía rematar lo que antes había quedado inconcluso, con un punto de disgusto porque no fuera a emplear la boca. Pero atajó mi pensamiento: “Hace mucho tiempo que no soy penetrado. Así obtendrás más placer, mi señor”. Se puso bocabajo y mansamente se me ofreció. Arañé su espalda jugueteando con el vello que la adornaba. Ante su espléndido culo, me recreé amasándolo y abriendo la raja. Hizo un movimiento de distensión y apunté mi lanza al oscuro objetivo que parecía latir. Efectivamente el aceite facilitaba la entrada y pronto nuestros cuerpos quedaron pegados. Se removió invitándome a la acción y ya me entregué a un frenético bombeo. Mi inexperiencia provocó que, falto de mesura, con una sacudida que me erizó de pies a cabeza, enseguida me fuera derramando en varios espasmos. Caí derrengado sobre él, alarmado por la fuerza de los latidos de mi corazón. Debía sentirlos transferidos a su espalda. Fue zafándose con mucho cuidado de debajo de mi cuerpo e hizo que me tendiera. Cogió de nuevo el frasco de aceite, pero esta vez lo utilizó para darme un masaje calmante por toda la parte superior de mi cuerpo. Quedé adormecido envuelto en sus caricias.
 
Cuando salí de mi sueño me cabeza reposaba sobre su pecho. La calidez que desprendía me tranquilizó de que estaba viviendo algo real. Deslicé una mano por su vientre y vino a dar con su pene en reposo. Pero al tenerlo asido fue creciendo hasta desbordar mi puño. Me llenó de orgullo y, a la vez, inflamó en mí un deseo. Si haber entrado en su interior me había dado tanto placer, ¿por qué no recibirlo también dentro de mí? En mi ignorancia, le pregunté si debía sentarme sobre él, como hacía el amo del que me había hablado. Consciente de mi virginidad, se mostró preocupado de que pudiera causarme daño. Ante mi insistencia accedió, pero aconsejando una postura más controlable y cómoda para mí. Pidió que me tumbara bocabajo en el lecho y metió un grueso almohadón bajo mi vientre. Derramó un poco de aceite en mi raja y lo fue extendiendo con la mano. Uno de sus dedos empezó a hurgar poco a poco en el agujero. Noté una extraña sensación y mi esfínter se fue distendiendo con la frotación. Con la otra mano empapada no dejaba de embadurnarse la verga para conservar su firmeza. Cuando sentí que me tanteaba con ella, mi respiración se aceleró. Centró la punta y apretó ligeramente. Algo diferente a lo que había sentido al meterme el dedo empezó a arderme en las entrañas cuando quedó traspasado el umbral. Reprimí un grito para no crear alarma y Vesto paró asustado. Pero me repuse y le insté a que no se detuviera. Con todo el duro miembro ya dentro, empezó a moverse, despacio primero y luego de forma más acelerada. El dolor inicial se fue transformando en un ardiente placer que recorría todo mi interior. Se agarraba a mis hombros para coger más impulso y le pedía que siguiera así. Pero de pronto, algo fluido y denso se abrió camino mientras las embestidas iban menguando con un temblor de muslos sobre mis flancos. El esclavo se retrajo entonces y quedó arrodillado. Me fui girando despacio y mi sonrisa hizo que su expresión asustada se serenara. Aún así se excusó: “He hecho lo que me has pedido, señor”.  “¿Sólo eso? ¿Tú no has gozado?”, insistí.  “¿Debe importar al amo el goce del siervo?”. Esta respuesta me hizo volver a la realidad. Había usado a un esclavo y éste había obedecido para satisfacerme. Ya no quedaba más que, aprovechando las sombras de la noche, volviera discretamente al lugar de donde había ordenado que lo sacaran.
 
Por la mañana acudieron mis servidores con mucha cautela y me encontraron plácidamente dormido. Mandé que me prepararan el baño, en el que me estuve recreando con el recuerdo de lo ocurrido. No me atreví, sin embargo, a volver a las caballerizas. La idea de ver al esclavo reducido de nuevo a su verdadera condición me horrorizaba. Pocos días más tarde regresaron mis padres y sin duda recibieron información de mi extraño comportamiento, aunque afortunadamente no me interrogaron al respecto. Pero, cuando al fin me decidí a preguntar a un siervo de mi confianza por el esclavo de los establos, supe que había sido vendido.


jueves, 9 de junio de 2011

Secuestrado en sueños

Seguramente provocado por los mensajes calenturientos que, cuando estamos separados, me mandas con tus fantasías sobre tu disposición a entregarte conjunta y sumisamente a mis amigos, tuve un sueño cuya nitidez aún conservo  y que, a buen seguro, te ha de resultar excitante.

Te vi andando desenfadadamente por una calle bastante concurrida. Lo curioso es que a ratos ibas vestido, con pantalón y camisa de verano claros, y a ratos completamente desnudo, pero sin ningún cambio en tu actitud ni en la de la gente que pasaba por tu lado. De pronto, y de nuevo vestido, te desviabas por un callejón solitario, ahora con un cierto recelo. Avanzabas dubitativo como si no supieras a dónde te conducía. Repentinamente dos sombras surgidas de un portal te abordan por la espalda y, sujetándote los brazos hacia atrás, te cubren la cabeza con una capucha. A empujones te hacían retroceder y entrar en el portal del que habían salido. La ventaja de tratarse de un sueño es que yo veía todo lo que a ti se te ocultaba, así que te encontraste en una especie de bodega iluminada por antorchas. En la zona más oscura se movían varias sombras susurrantes.


Tus captores, aún cubiertos por negras capas, sin soltarte te llevaron al medio de la estancia y ligaron tus manos con unas esposas. Quedaste unos instantes desorientado e indefenso, mientras ellos se despojaban de las capas y mostraban unos cuerpos desnudos, robustos y peludos. A continuación bajaron una maroma acabada en un gancho que se deslizaba por una polea adherida al arco de piedra que delimitaba el espacio. Te colgaron de las esposas y, tirando del otro tramo de la cuerda, fueron subiendo hasta dejarte con los brazos en alto. Fijada la elevación a un soporte lateral, empezaron a arrancarte la ropa. Pronto estuviste tan desnudo como ellos, sólo con la capucha. Pero también manipularon ésta, pues la fueron enrollando para dejarte libres boca y nariz, ajustándola sin embargo para mantenerte privado de la visión.
 
Empezaron entonces a restregarse contra tu cuerpo y a tocarte por todas partes. Uno de ellos, agarrado a tu espalda, apretaba la polla sobre tu culo, mientras el otro te estimulaba por delante. El sobeo surtió efecto por la erección que mostrabas. Concluida su misión se retiraron de repente y quedaron expectantes a un lado, bien excitados también ellos.
 
Los susurros provenientes de la zona oscura aumentaron de intensidad, entremezclados ahora con risitas entrecortadas. Lentamente fueron saliendo a la luz varios hombres que, a medida que se iban desprendiendo de sus capas, lucían cuerpos de los más diversos tipos y edades. Se pusieron a girar alrededor de ti en una especie de danza ritual entonando una confusa melopea. Algunos exhibían ya una fuerte erección y sus caras reflejaban un morboso deseo. Entretanto tú te tensabas desconocedor de lo que se fraguaba en torno a ti. Pronto empezaste a sentir que muchas manos recorrían todo tu cuerpo en un tanteo preliminar traspasándote su calidez. Unas iban subiendo por tus piernas, desde los pies hasta abrazarte los muslos. Otras se arrastraban por tu espalda y se centraban en el culo, amasándolo y abriéndote la raja. No faltaban las que, por delante, te apretaban los pechos y resaltaban los pezones, o bien te circundaban la barriga. Tu bajo vientre era objeto de especial solicitud. Había quien enterraba los dedos en la pelambre, quien sopesaba los huevos y, por supuesto, quien te sobaba la polla que, a pesar de tu desconcierto, se mantenía erecta.
 
Las manos fueron siendo sustituidas por lenguas que te fueron cubriendo de humedad. Las que te pasaban por los sobacos hacían que te estremecieras y los pezones se te endurecían al contacto. Una hurgaba en tu ombligo y las que se afanaban con tu sexo lamían la polla, sin engullirla, y  cercaban los huevos. Simultáneamente tu espalda iba quedando mojada a lametones, que se acentuaban sobre tus glúteos. Una más incisiva profundizaba en la raja y te llenaba de saliva el agujero.
 
Se singularizaron dos tipos, que apartaron al resto. El primero, barrigón y peludo, te agarró por delante y, al tiempo que refregaba su polla con la tuya, metió la lengua en tu boca. En realidad estaba haciendo de tope, ya que el segundo, musculoso y con una verga fina y larga, te ensartó por detrás agarrándote por las caderas. Mientras bombeaba y se removía en tu interior, el primero apretaba su boca contra la tuya ahogando tus gemidos. Cuando al fin salió la polla goteante, se separaron y te derrengaste colgado como seguías.
 
Los dos cancerberos que te habían aprehendido, y que se mantenían expectantes y excitados por el espectáculo, volvieron a entrar en acción. Liberaron la maroma que se deslizó por la polea y te permitió bajar los brazos entumecidos que, con las esposas, se te desplomaron al frente. Aún te tambaleabas cuando, presionándote por los hombros, hicieron que cayeras de rodillas. Así se inició un desfile de pollas en busca de tu boca. Las que estaban bien duras se te metían hasta la garganta y se movían como si te follaran. Eran desplazadas por otras más reblandecidas, que demandaban tu succión e insistían para adquirir consistencia. Algunos repetían y tú no dabas abasto para atenderlos a todos.
 
Pero la ronda cesó y volviste a ser enganchado y alzado. Ahora colocaron ante ti una especie de camilla y te hicieron caer de bruces sobre ella. Las manos esposadas fueron enganchadas a una argolla en la cabecera, de modo que de cintura para abajo quedabas fuera y obligado a mantener las piernas separadas. Para tu sorpresa, un individuo pequeño y gordo se metió bajo la camilla y, como tus órganos sexuales colgaban, se dedicó a lamerlos y chuparlos. Cuando tu polla acusaba los efectos de tales estímulos, una nueva prueba aguardaba a tu culo tan golosamente expuesto. Las vergas más embravecidas de los concurrentes se aprestaban a someterte a sucesivas penetraciones. Si alguno se recreaba más de la cuenta era desplazado ansiosamente por otro. Así ibas recibiendo pollas largas que entraban y salían con facilidad y otras más gruesas que requerían mayor presión. Según fuera la envergadura de ataque, de tu boca salían gemidos o murmullos de placer. Por otra parte, si la turgencia de tu polla se retraía por el dolor causado por algún embate, el que se mantenía bajo la camilla la revivía con sus mamadas.
 
Súbitamente quedabas liberado de ataduras y, recuperadas las fuerzas, te ibas incorporando hasta quedar de pie sobre la camilla. Se formó un corro de tus hasta entonces atacantes, pero ahora con expresiones reverenciales. Erguido sobre sus cabezas, te mostraste en todo tu esplendor viril. Con una manipulación suave al principio pero cada vez más enérgica te masturbabas hasta que un chorro de leche –en una abundancia sólo posible en un sueño– fue derramándose sobre los que te rodeaban.


Me desperté con una excitación tan impresionante que necesité alivio inmediato.

lunes, 6 de junio de 2011

A vueltas con el persianero


Cómo no, tenías que disfrutar también de los efectos secundarios de la renovación de persianas. El caso es que, estando en casa y después de la opípara comida que te esmeraste en preparar, nos calentamos a base de bien en el sofá mientras saboreabas tus imprescindibles copa y puro. Ya nos habíamos despelotado y, aprovechando que tuviste que responder una inoportuna llamada a tu móvil, te hice una mamada que casi provocó que te temblara la voz. Metidos en faena nos desplazamos por fin a la cama, donde fuiste tú quien se abalanzó sobre mí mordisqueándome por todo el cuerpo y rematando con una chupada de polla que me la puso al rojo vivo. Los dos sabíamos lo que vendría a continuación y, para ello, te tendiste bocabajo para ofrecerme tu hambriento trasero. Te extendí aceite de masaje por la espalda e hice resbalar un buen chorro por tu raja. No me costó nada penetrarte  de un solo impulso y bombearte con vehemencia alentado por tus demandas y gemidos de placer. Alargué lo más posible la maniobra de la que te muestras siempre insaciable, hasta que me corrí desplomándome sobre tu espalada. Pero tu excitación también reclamaba un desenlace, así que, ayudándote con mis lamidas, besos y caricias, te masturbaste hasta quedar exhausto.
 
No había pasado ni un minuto y tus resoplidos indicaron que caías en el habitual sopor post-revolcón. Yo también estaba relajado a tu lado cuando, al poco rato, sonó el interfono de la portería, de lo cual ya ni te enteraste. Acudí para averiguar de qué se trataba y resultó ser el de la persiana que preguntaba si no era inoportuno subir un ratito. Por unos instantes dudé entre lo más sensato –que sería decirle que me cogía en  un mal momento, no sólo porque ya estaba en compañía, sino también porque, después de la descarga que acabábamos de tener, iba a ser más complicado hacer frente a la calentura que sin duda  había arrastrado al visitante, totalmente de refresco, hasta mi puerta– y lo más arriesgado de provocar un encuentro inesperado. Me decidí por la segunda opción, dominado por la curiosidad de lo que pudiera resultar del experimento. Le di pues libre acceso, no sin tomar la precaución de dejar algo encajada la puerta de la habitación, donde dormías a pierna suelta desnudo sobre la cama.
 
Me puse los shorts que habían quedado abandonados sobre el sofá para abrir la puerta con un poco de decencia. No esperé a que llamara al timbre y allí estaba él con un indubitado aspecto de salido, ya con la camisa casi desabrochada. Sin mediar palabra me bajó los shorts y se arrodilló para chupármela. Puso tanto énfasis que no tardó en ponérseme contenta, mientras me afanaba en despojarle de la camisa. Me reafirmé en lo bueno que estaba y tiré de él para que se levantara y así poder quitarle los pantalones, dándole de paso un buen sobeo. No me olvidaba, sin embargo, de lo que se ocultaba en el dormitorio, así que traté de proceder con un cierto sigilo. Lo conduje hacia la habitación, lo cual él, en su ignorancia, entendería como el paso directo a la cama. Pero antes de empujar la puerta semicerrada, le dije en un tono tranquilizador: “A ver si te gusta lo que tengo ahí”. Abrí del todo y la visión que ofrecías, despatarrado  bocabajo y casi en diagonal, hizo que casi diera un salto atrás. No obstante, la mirada con que te recorría expresaba de todo menos desagrado, lo que corroboró el gesto instintivo de llevarse una mano a la polla. Para mayor lucimiento tú, que debiste percibir algo extraño, aunque sin recobrar la conciencia, de pronto te giraste presentando el panorama de toda tu delantera. Aproveché entonces para empujar por el culo al sorprendido hacia los pies de la cama. Me miró con ojos cargados de deseo y, con un gesto, lo animé a servirse. Tímidamente fue entonces adentrándose en la cama y, al llegar al nivel adecuado, tomó con la boca tu polla con mucho cuidado. Fue el efecto cálido y húmedo de la mamada lo que te hizo abrir los ojos. Tu creencia inicial de que sería yo quien te hubiera abordado se disipó al verme de pie a vuestro lado. Así que enseguida captaste la sorpresa y me sonreíste complacido. Como confirmación, asiste la cabeza del recién llegado animándolo en su labor.
 
Ante el satisfactorio desarrollo de los acontecimientos, también me entoné, dispuesto a tomar parte en el festín. Después de besarte y pellizcarte los pezones para aumentar tu excitación, pasé a ocuparme del que seguía afanoso alegrándote la polla. Dada la postura que había adoptado, arrodillado sobre la cama y agachado, su apetitoso culo, del que guardaba un grato recuerdo, le quedaba bien resaltado. Cogí aceite del frasco que antes habíamos usado y se lo extendí por toda la grupa. Me volqué sobre él restregándome y agarrándole las ricas tetas. Resbalosa mi polla por su raja, no pude evitar la tentación de empujar hasta tenerlo ensartado. Dio un respingo y paró momentáneamente la felación, pero enseguida afirmó las rodillas y recibió complaciente mi bombeo. Tú y yo nos mirábamos excitados, y pronto comprendí que también querías tener tu oportunidad. Me salí, pues, y apartándolo quedaste liberado para tomar posiciones. Así, tendido él bocabajo, le caíste encima y, con un certero golpe de caderas, lo penetraste. Sus murmullos de satisfacción no dejaban dudas sobre lo a gusto que estaba con la doble follada. Recalentado como ibas por la intensa mamada previa, no tardaste en correrte y quedar tumbado a su lado. Aunque te había cedido el turno, mi animación no había decrecido sino que, al contrario, se había incrementado al verte en acción. Ante la oferta de los dos culos a mi disposición, opté por metértela a ti, tan relajado que estabas. El otro entonces se incorporó y se puso a meneársela frenéticamente mientras nos miraba. Como se le había puesto bien dura y jugosa, lo invité a sustituirme. Algo indeciso –tal vez porque lo suyo era más tomar que dar–, no rehusó sin embargo mi oferta. Una vez sobre ti, te la clavó con precisión –lo que recibiste con gusto– y ya no paró hasta correrse. Me puse a abrazarte y besarte, y entonces él debió tomar conciencia de haber violado cierta intimidad, porque le entró la prisa y se excusó con que ya debería marcharse. Se vistió en un santiamén y lo despedimos con un “hasta la vista”, ¿Por qué no?
 
Mientras nos duchábamos preguntaste: “Este debe ser el de la persiana, ¿verdad?”.

miércoles, 1 de junio de 2011

No solo suben las persianas

Me llevé un susto cuando, al ir a bajar la persiana de la sala, cuyo ventanal es bastante grande, se desplomó con gran estrépito, dejándome sumido de repente en la oscuridad. Rápidamente hice indagaciones para contactar con un profesional que pudiera reparar el entuerto y, tras una llamada telefónica, cité para el día siguiente al que me habían recomendado.

A la hora convenida llegaron persianista y ayudante. Este último, joven y agraciado, sin duda habría hecho las delicias para los que gustan de este tipo de varón. Pero yo quedé impactado por el jefe, que colmaba con creces mis fantasías acerca del desconocido que cruza el umbral de mi puerta. Próximo a la cincuentena, no muy alto y robusto, con el rostro rasurado y cabello muy corto. Los tejanos y la camiseta realzaban su silueta, dejando descubiertos unos brazos fuertes con vello suave. La cordialidad con que se me dirigía, propia de un buen comercial, y el ser ese tipo de persona que se acerca mucho para hablarte, creando una cierta intimidad, contribuían a incrementar la atracción que ejercía sobre mí, con la barriga casi rozándome y la puntita de los pezones bien marcadas. Y sólo atribuí a mi imaginación calenturienta la idea de que él no pareciera insensible a mi interés.


Mientras su subalterno bregaba con la persiana, él lucía de moderno tomándome los datos con su iPad. Además aprovechó la ocasión para sugerirme que, si bien la persiana quedaría ahora arreglada, me convendría una renovación  para más adelante de todas las del piso. Su capacidad de seducción hizo que no me llegara a parecer mal la idea y, quedamos en que, en breve, me enviaría por correo electrónico un presupuesto aproximado. Una vez acabada y pagada la reparación hubo de acabar la visita, que me había resultado tan excitante.

Ya al día siguiente recibí el correo anunciado pero, junto a unos cálculos provisionales,  añadía que, si seguía interesado, le convendría volver a pasar por mi casa para tomar medidas y comprobar con más detalle el montante de las persianas. Así que me llamaría para concertar una nueva cita. Esta propuesta me pareció de lo más atractiva, pues además suponía que, en este caso,  no necesitaría traerse al ayudante. No es que pensara ni por asomo que iba a caer rendido en mis brazos, pero el mero hecho de volverlo a ver, y en solitario, me apetecía muchísimo.

Frenado por mi timidez, me negué a mí mismo la posibilidad de un recibimiento que pudiera insinuar algo más que una mera transacción comercial. Como hacía poco que había vuelto de la calle, ni siquiera me permití cambiarme con ropa más casera. Así que, cuando llamó a la puerta, traté de dejar a un lado cualquier emoción, y fue mucha la fuerza de voluntad que necesité cuando volví a tenerlo ante mí. Su aspecto era similar al del otro día, sólo que, en lugar de la camiseta llevaba una camisa de verano. Si bien no se marcaban tanto las prominencias delanteras, la generosa abertura dejaba entrever el vello de su pecho. Se mostró con igual cordialidad aunque, probablemente por el hecho de venir solo, percibí un tono más confidencial y risueño, pasando incluso al tuteo, al que me adherí con gusto. Pero de ahí a pensar que pudiera tener segundas intenciones era algo que me resultaba artificioso.
 
Después de revisar la persiana que había sido reparada, pasé a enseñarle las de las otras habitaciones. Me tomé la licencia de coger su codo para conducirlo por el pasillo, sin percibir el menor signo de extrañeza (De lo contrario, la vergüenza que habría sentido me hubiera dejado inoperante para los restos). Al entrar en el despacho mostró su admiración por la cantidad de libros que cubrían las paredes, tomó medidas de la ventana y me pidió una escalera para acceder a la caja de la persiana. Al volver, me llamó la atención (y me dio un subidón de adrenalina) que entretanto se había sacado la camisa por fuera del pantalón, y tampoco me escapó que habían quedado desabrochados los últimos botones (No seas iluso, me decía, será sólo para tener más soltura si ha de levantar los brazos). Y en efecto la tenía, pero al encaramarse y empezar a manipular la tapa hizo una exhibición de barriga de lo más seductora. No pude menos que arrimarme lo más posible en un amago de ayuda, que no parecía muy necesaria. La sonrisa que lució cuando, al mirar hacia abajo, sorprendió mi vista fija en su pilosa esfera, hizo que me ardieran las mejillas, por no decir lo que me corría por dentro del cuerpo. Mi imaginación hacía el resto…
 
Todo quedó ahí y, salvada la situación, lo dirigí hacia el dormitorio (Esta vez ni me atreví a rozarlo). Pero hete aquí que, al pasar frente al baño, con la excusa de que llevaba varias horas yendo de un lado para otro, me pidió permiso para usarlo. No se molestó en cerrar la puerta, así que, discretamente desde fuera, oía su larga meada e, incluso, lo veía de espaldas reflejado en el espejo, con enérgica sacudida final incluida.
 
Cuando se puso a lavarse las manos, me habló para comentar lo que le gustaba la nueva ducha que sustituía la clásica bañera. Aproveché ya para entrar y de paso darle una toalla limpia, pero para ello tenía que salvar su culo salido. Y él no hizo el menor gesto de retraerse para facilitarme el paso. Esos segundos de restregar mi bragueta empezaron a agrietar mi forzado escepticismo. Al recibir la toalla, no se limitó a secarse las manos sino que, con lo que se me antojó voluptuosidad, se la fue pasando por el cuello y la parte descubierta del pecho, con el “accidente” de que se soltaran nuevos botones. Sin abandonar la contemplación de la ducha, soltó la frase, no por manida menos insinuante: “Aquí caben más de uno y más de dos…”. Tal vez cortado por su propia osadía (si es que aún tenía dudas acerca de mi receptividad), cambió de tercio y, tras soltar la toalla, entró en el dormitorio con renovado ánimo laborioso.
 
Pero yo no estaba ya dispuesto a echar en saco roto aquello que me parecía rondaba por su cabeza tanto como por la mía. De manera que, mientras él volvía a encaramarse en la escalera y lucía todavía más su apetitosa delantera, dije, como el que no quiere la cosa, que me iba a poner cómodo. Como si estuviera solo, y sin mirar a las alturas, me fui quitando con parsimonia zapatos, pantalón y camisa. Notaba que sus manejos se ralentizaban y me excitaba sentirme observado. Abrí el armario y saqué unos shorts y una camiseta que dejé sobre la cama. Yendo a por todas me desprendí del slip, aunque girándome levemente para disimular lo que resultaba evidente. No me había dado tiempo a coger los shorts, cuando de forma sorpresiva un ruido metálico me obligo a dar la cara –y todo lo demás-. La escalera se estaba tambaleando y hube de acudir en auxilio del que perdía el equilibrio. Sujetándolo por las piernas –con gran placer por mi parte, todo hay que decirlo–, lo ayudé a estabilizarse e irse bajando. Pero el destino aún tenía dispuesto un nuevo percance, pues una presilla de su pantalón se había enganchado en el lateral de la escalera y, al alcanzar el suelo, le produjo un descosido en la parte trasera. Trabado con la camisa, ésta salió afuera y así nos encontramos, yo en cueros y con la polla medio tiesa, y él casi en mis brazos tratando de comprobar la magnitud de la tragedia en su pantalón.
 
Si bien había quedado claro que el hombre tenía ganas de marcha, el incidente un tanto humillante lo había descolocado por el momento. Pero yo no quise desaprovechar la situación creada por el azar y, so pretexto de ver la forma de reparar el desgarro, le sobaba el culo por encima del slip. Le insté a quitarse el pantalón para hacer un arreglo provisional con algunos alfileres imperdibles. Me senté en la cama y miré cómo, dócilmente, se quedaba sólo con el slip. Fue entonces cuando retomó la conciencia de mi desnudez, al clavar la mirada en lo que volvía a crecer entre mis muslos. Por mi parte, con su sobresaliente paquete a un palmo de mis ojos, no pude reprimir el impulso de ir bajándole el slip, mientras su polla iba asomando y tomando la horizontal.
 
Se sacudió la prenda por los pies –para evitar una nueva trabazón inoportuna– y se sentó junto a mí en la cama. Nuestros muslos se rozaban y las manos de los dos se entrecruzaron para acariciar la pierna del otro. De ahí subimos a abrazarnos e ir cayendo poco a poco hacia atrás. Ya relajados, nos besábamos saboreando nuestras salivas. Él restregaba su mejilla contra mi barba disfrutando del cosquilleo. Quise recrearme con el cuerpo que tanto había deseado y le sujeté los brazos para ir repasándolo con mis labios y mi lengua. Degustaba los picudos pezones, ya no velados por la camiseta como el primer día, y resbalaba hacia su vientre velludo. Su polla, centrada sobre unos rotundos huevos, vibraba de excitación. La lamí con ternura y, a medida que la engullía, provocaba murmullos de placer. De repente hizo un gesto para detenerme y se fue girando hasta presentarme el culo. Empecé a acariciar su suave pelusa, pero él me pidió que subiera y me colocara frente a su cabeza. Pasé las piernas sobre sus hombros y ahora fue él quien se afanó con mi polla, sobándola y chupándola para darle la mayor consistencia. El muy pillo ya le había echado el ojo al condón y al tubo de crema colocado discretamente en la mesilla. Alargó un brazo, cogió ambos, abrió el tubo y puso en un dedo un buen pegote. Se lo llevó hacia atrás y se untó con destreza la raja. Acto seguido me calzó el condón.
 
No necesité nada más para volver a mi posición inicial. Le abría la raja bien lubricada y deslizaba por ella mi polla. Él se removía incitador. Enfilé por fin el agujero y con golpes de pelvis fui abriendo camino. Gemía pero al tiempo se alzaba sobre las rodillas para facilitar una penetración más intensa. Hasta que casi me suplicó que parara. Salí y él se giró, meneándosela frenéticamente. Me arranqué el condón y su leche y la mía se esparcieron sobre su barriga. Me desplomé sobre él y nos fundimos en un abrazo. Comentó con sarcasmo que habría preferido llegar a lo mismo sin tantas peripecias. Nos reímos al evocar su pantalón recompuesto con alfileres. Al fin y al cabo se había tratado de un accidente laboral. Entre tanto, nos íbamos recuperando sin dejar los sobos y las caricias.
 
Puesto que antes le había llamado la atención, le propuse que tomáramos juntos una ducha. Y bien que la disfrutó –la disfrutamos–, jugando con los distintos chorros y enjabonándonos mutuamente. Me encantaba que él, ya desinhibido del todo, adoptara poses provocativas e incitadoras. Acumulaba espuma en los bajos e iba asomando la polla bien tiesa de nuevo. Entonces yo se la enjuagaba y le hacía una mamada hasta que le temblaban las piernas. Cambiamos de turno y se afanó en ponerme en forma con sus manoseos jabonosos y chupadas. No desperdició la ocasión de echar mano a un condón y dejarme equipado, ofreciéndome el culo a continuación apoyándose en la pared. Entré con toda facilidad y, abrazado a él, lo masturbé enérgicamente. Al mezclarse en mi mano su leche con la espuma, con una contracción expulsó mi polla. Pero me compensó quitándome el condón y meneándomela mientras se restregaba contra mi cuerpo. Lo besaba con pasión, bajo los chorros de agua, hasta que, vaciado, me derrengué en sus brazos.
 
Una vez secados mano a mano, recuperó su seriedad profesional y tomó rápidamente los datos que le habían faltado por la pintoresca interrupción. El pantalón, incluso con los arreglos, había quedado bastante impresentable, y los míos que hubiera podido dejarle no le iban a cerrar por la cintura. Pero él tenía que hacer aún algunas visitas y se le ocurrió una solución de emergencia. Bajó a su coche y volvió con un mono de trabajo. Le quedaba muy sexy, y me di el gustazo de cerrarle la cremallera, con cuidado de no pellizcarlo.
 
¿Acabaría aceptando el presupuesto que recibí a los pocos días?