miércoles, 20 de julio de 2011

Vistas desde el balcón

1.- Unos amigos me habían cedido por unos días un apartamento muy coqueto en un bloque cercano a la playa de una ciudad turística. El único inconveniente era que carecía de aire acondicionado y estaba haciendo un calor sofocante. Aunque estaba fuera la mayor parte del tiempo, por las noches trataba de descansar acostándome desnudo y con todo abierto. En una de éstas, desvelado por el sofoco, salí un rato al balcón. Aunque sólo había una baranda de barrotes separados, la oscuridad preservaba mi intimidad. Como los bloques tenían una arquitectura irregular, me quedaba muy próximo el balcón de otro apartamento. Cuando empezaba a quedarme adormilado, me sobresaltó un ligero ruido proveniente de aquel. Al mirar, vi que había salido una pareja de hombre y mujer. Por la cercanía y la luz de la luna, percibí claramente que ambos se hallaban también completamente desnudos. Ellos se percataron de mi presencia y hasta me hicieron un leve saludo con la mano, pero, sin sentirse en absoluto cohibidos, se pusieron a besarse y abrazarse. Incluso pude apreciar una evidente erección en el hombre, de mediana edad y bastante corpulento.

Al poco rato volvieron al interior y, para mi asombro, encendieron la luz. El volvió hacia el ventanal y pensé que correría la cortina. Sin embargo, en lugar de eso, me mostró deliberadamente su perfil excitado y me dirigió una sonrisa. Visto así y a la luz, el tío quitaba el hipo, con su buena polla y su culo generoso. Tampoco le debió pasar desapercibida la animación que habían experimentado mis bajos, ya que su ventanal me iluminaba.
 
Parecía que quería darme el espectáculo, pues se dirigió a la cama, de la que yo tenía una vista completa, y se tumbó. Se puso a meneársela hasta que volvió a aparecer en mi ángulo de visión la mujer, más menuda y joven que él. Entró por los pies de la cama y empezó a chupársela. Lo curioso, y que más alterado me ponía, era que el muy provocador no dejaba de mirar hacia donde estaba yo. Debía ser de los que prefieren que le vayan haciendo pues ella, tal vez siguiendo sus instrucciones, se incorporó y se puso a acariciar el vello de la barriga y el pecho, para, a continuación, volverse a inclinar y lamerle los pezones. Entretanto él se mantenía pasivo con los brazos abiertos.

De pronto entró en acción, aunque sólo para hacer que ella se girara y se le montara encima. De espaldas a él, se acomodó sobre su polla, que se fue metiendo. Subía y bajaba, al tiempo que se excitaba con una mano, y su expresión era de placer. El hombre volvía a no hacer el más mínimo esfuerzo, aunque tuvo el descaro de saludarme agitando un brazo. Le correspondí cogiendo mi polla tiesa y mostrándosela. Estaba seguro que ella también debía ser consciente de mi cercana presencia, pero no percibí la menor señal de ello.
 
Tras un rato de follada clásica, el asunto dio un vuelco inesperado. La empujó para salirse y se puso a cuatro patas sobre la cama. Entonces ella comenzó a acariciarle y besarle el culo. La abría la raja y daba intensas lamidas. Luego alcanzó un grueso consolador, que debía estar en la mesilla de noche, y lo untó con abundante crema. Ya listo, se lo centró en el culo y lo fue introduciendo poco a poco. Él tensaba los antebrazos y los muslos sobre la cama mientras el aparato llegaba al tope. La mujer, hábilmente, inició un mete y saca aplicando diversas cadencias. Cuando ya tenía cogido el ritmo, con agilidad pasó la mano libre bajo la barriga de él para masturbarlo. No me extrañó ya que tuviera la cara vuelta hacia mí, sonriendo complacido al ver que yo también me la estaba meneando.
 
Creo que nos corrimos casi simultáneamente. La mujer desapareció por una puerta del fondo, probablemente el baño. Él aún se quedo unos instantes boca abajo sobre la cama luciendo su espléndida trasera. De pronto se giró y se tocaba la polla como comprobando su estado y, por supuesto, volvía a mirarme. Me había quedado como petrificado apoyado en la baranda, hasta que se apagó su luz. La sorpresa final fue que salió al balcón y me susurró: “Otra vez te animas y vienes”. Entró y se esfumó en la oscuridad.


2.- Un par de noches después, cuando intentaba conciliar el sueño, me sorprendió un reflejo de luz. Movido por la curiosidad, me acerqué subrepticiamente al ventanal y, en efecto, el dormitorio del vecino estaba iluminado. Esta vez me dio corte salir por las buenas al balcón y preferí apostarme  con más disimulo en una ventanita del baño, que también permitía una visión completa del escenario. Pero la situación se presentaba radicalmente distinta. Ahora se trataba de dos hombres: el mismo de la otra noche y uno algo más bajo pero también de aspecto macizo. Ambos estaban vestidos con pantalones cortos y camisas veraniegas. Debían llegar de fuera. Pues enseguida, en medio de la habitación, se pusieron a abrazarse y meterse mano. Iban quitándose la ropa uno al otro y pronto quedaron en cueros.

El que ya conocía –y que estaba tan bueno, aunque el segundo no se quedaba muy atrás– se sentó en la cama y atrajo a su colega para chupársela. Éste se dejaba hacer sujetándole la cabeza, hasta que lo empujó hacia atrás y desapareció de mi vista. El tumbado en la cama fue subiendo para adoptar una posición central y abrió brazos y piernas en aspa, luciendo una polla bien tiesa ya.
 
Reapareció el otro cargado con varias cuerdas que dejó caer sobre el cuerpo tendido. Llevaba además un antifaz negro, que le colocó antes de recoger las cuerdas, con las que empezó a atar muñecas y tobillos. Luego las estiró sujetándolas a las cuatro patas de la cama.
 
Una vez lo tuvo así inmovilizado, se subió y se sentó en cuclillas sobre su cara. Desde allí se echó para adelante y se puso a pellizcarle los pezones. Debía hacerlo con fuerza, pues el yaciente se tensaba y le oscilaba la polla. Pero aún más, cogió unas pinzas y se las dejó apretadas. Con movimientos que recordaban a un gorila, se desplazó y, acto seguido, se dedicó a liar los huevos y la base del pene con un cordel más fino. Las dos bolas parecía que se hincharan y la polla adquiría una mayor verticalidad. Iba dando golpecitos con una varilla por todo el conjunto y el ligado respingaba y trataba de elevarse cuanto le permitían sus ataduras. Atenuados podía oír sus gemidos. Esta faceta de mi vecino me tenía sobrecogido.
 
El gorila cambió de posición y se sentó sobre la verga. Tuvo que apretar bastante hasta tenerla dentro y, en lugar de moverse, se dedicó a menearse la suya. Pero no se corrió, sino que, con la inquietud de que estaba haciendo gala –pensé que deliberada, para crear desconcierto–, volvió a cambiar de tercio. Se encaró con la polla liada  y le dio varias chupadas. Luego paso a las manos, que iba alternando con distintas intensidades de frotación. Cuando el otro daba señales de que le subía la excitación, presionaba con un dedo la punta del capullo y detenía la masturbación. Así procedió varias veces hasta que la agitación del pajeado fue imparable. Entonces fue tirando del extremo del cordel que ligaba el paquete y la atadura se fue deshaciendo a medida que surgían los borbotones de leche.
 
Tras unos momentos de calma, el oficiante soltó las cuerdas de las patas de la cama, pero no las de brazos y piernas de mi vecino. Pues éste, sin ni siquiera desentumecerse apenas, sólo aguardó a que le quitaran las pinzas de los pezones, lo que le arrancó una expresión de dolor, para enseguida girarse y volver a ponerse en aspa, boca abajo ahora. De nuevo las cuerdas se tesaron y comenzó la segunda parte de la sesión. A estas alturas, mi espionaje me mantenía con el corazón palpitante.
 
De momento, la única variante era un almohadón colocado bajo la barriga, que dejaba bien resaltado el culo. Pero el verdugo ya se había arrodillado entre las piernas y esgrimía un látigo de varias tiras cuyo material no llegué a captar. Lo revoleaba  y descargaba repetidamente sobre la espalda. Sólo podía ver cómo el azotado apretaba los puños. Luego bajó de la cama y, de pie, sustituyó el látigo por una tablilla. Golpeaba el culo alternando ambos lados, y ahora sí que pude captar el progresivo enrojecimiento. Me admiraba el estoicismo con que mi vecino soportaba las agresiones.

Por fin quedó solo por unos instantes, y enseguida reapareció el otro portando un consolador más contundente que el de la otra noche. Éste además iba conectado por un cable a un aparato que supuse sería de vibración. Primero cogió crema de un frasco y la esparció por el culo, insistiendo con brusquedad en la raja. A continuación fue introduciendo el pene artificial hasta que sólo quedaron fuera los falsos huevos. Mientras con una mano mantenía el aparato apretado, con la otra manipuló la pieza conectada. La vibración debía ser intensa porque el culo se agitaba como un flan. Paraba de repente y activaba de nuevo. Así varias veces, hasta que el receptor empezó a dar tirones convulsivos a las ligaduras de sus brazos. Estas actividades debían provocar una gran excitación al gorila, pues cada vez que mi vista alcanzaba su delantera la polla seguía mostrándose bien inhiesta. Por ello no hubo de extrañarme que, una vez extraído el consolador, se abalanzara sobre el culo tan trabajado y se lo follara compulsivamente. Pero de pronto salió y derramó la leche sobre la grupa del de abajo. La extendió con la mano y quedó recostado un momento. Enseguida se incorporó y se puso diligentemente a desatar las cuerdas y liberar a mi vecino. Lo que más me sorprendió fue que, cuando este volvió a estar boca arriba, mostraba una sonrisa satisfecha.
 
No tardó en apagarse la luz y, en cuanto volví a mi cama, no pude menos que hacerme una paja. A la mañana siguiente, al salir al balcón, me extrañó encontrar una bola de papel arrugado. Lo alisé y llevaba escrito: “Espero que anoche también disfrutaras”.

martes, 19 de julio de 2011

Cosillas excitantes

Cuando rastreo fotos por Internet, siempre me de mucho morbo las de algún tipo gordo, más o menos peludo, desnudo o al menos mostrando sus partes íntimas, entre un colectivo de gente normalmente vestida y en las circunstancias más variadas. A veces aparecen sobre un escenario o una tarima cantando agarrados a un micro o exhibiéndose sin más. En otros casos simplemente están ahí ante la curiosidad o la indiferencia de la gente. Los hay también que se dejan tocar, incluso la polla o el culo, con la mayor naturalidad. El contraste de su desnudez desinhibida con el colectivo que lo rodea lo encuentro muy excitante.


También son abundantes los videos domésticos en los que, recogiendo escenas festivas, algún hombretón, cargado de alcohol, se desmadra y empieza a quitarse ropa en plan insinuante, jaleado por la concurrencia. Aunque lo máximo que se suele ver es un trozo de culo o una erección más o menos marcada, precisamente ese quedarse a medias resulta más morboso.
 
Pero una vez tuve ocasión de presenciar en vivo una de esas situaciones con ocasión de una reunión con conocidos a la que, por compromiso, tuve que asistir. Pasaba yo unos días del verano en un hotel en la costa y me encontré en el vestíbulo con un antiguo amigo y su mujer. Me contó que estaban con otros tres matrimonios y, al saber que yo había venido solo, se empeñaron en tutelarme. Cosa que me repateaba, ya que prefería dedicarme a mis asuntos sin interferencias. De buena gana me habría cambiado de hotel, pero en plena temporada no sería tarea fácil. Así que me resigné a dar mi consentimiento para se presentado al resto del grupo y reunirme con ellos después de la cena.

En un rincón reservado de la amplia terraza se consumó el encuentro. Todas eran parejas maduras y no se me escapó el buen ver de algunos de los varones. Me acogieron con mucha cordialidad, a pesar de mi incómoda condición de single. Formábamos un corro en torno a una mesa baja con abundancia de bebidas. A medida que la tertulia se animaba, fue centrándose en la típica dialéctica esposas-maridos. Especialmente sueltas estaban ellas, como confabuladas para ir sacando a la luz las carencias y manías de ellos. Por otra parte, no faltaba el obseso con inmortalizar cualquier evento, y éste era el caso de mi antiguo amigo, que no se separaba de la cámara de video como si fuera su tercer ojo.

Entre los presentes, me había llamado particularmente la atención el que, vulnerando la ley no escrita de que por la noche procede el pantalón largo, era el único portador de unos shorts. Bastante robusto, sus piernas y el trozo de muslo que exhibía me lo hacían muy atractivo. Era además el que más pronto se animó y su vehemencia le llevaba a desabrocharse botones de la camisa. Pero resultó que también su mujer era la que se mostraba más incisiva y lanzada.

Enseguida, la esposa agresiva, tal vez encrespada por los síntomas de embriaguez que empezaba a acusar su cónyuge, la tomó decididamente con él. “Mira que le he dicho que se vista mejor esta noche. Pero no, él tenía que exhibir su gordura. Anda, al menos ciérrate la camisa, que se te van a salir los michelines”. La amonestación, sin embargo, fue tomada como provocación por el destinatario, que soltó hasta el último botón y dejó abierta la camisa al máximo. Unos gruesos pechos reposaban sobre la oronda barriga, todo ello bastante peludo. “No tengo nada que ocultar, reina”, fue su explicación. Desde luego, a mi me encantó el gesto y miré de reojo al videoaficionado, quien efectivamente no perdía ripio. El resto reía las ocurrencias en un clima de relajada confianza.
 
Como no podía ser menos, la cosa no tardó en derivar al tema sexual, con  bromas y alusiones a tamaño, frecuencia y apasionamiento. La voz cantante la seguían llevando las féminas, tanto las que se quejaban del desinterés de sus hombres por el asunto como las que, por el contrario, acusaban por exceso de fogosidad. Los hombres se miraban entre sí buscando la solidaridad ante el retrato que les estaban haciendo, aunque todo seguía transcurriendo con amable condescendencia. Eran viejos conocidos entre sí. Y menos mal que yo pasaba desapercibido.

Cuando le llegó el turno al descamisado, los ataques se volvieron muy interesantes. “Ahí lo tenéis, siempre presumiendo de su virilidad”. Él pareció más bien alagado, por encima de la ironía, y se esponjó en el asiento. Pensé que, para mi, sí que tenía de qué presumir. Pero siguió el repaso: “Con lo gordo que se ha puesto casi no se le encuentra la cosa”, y señalaba al despatarrado. La reacción de éste, herido en su amor propio, fue súbita. Se levantó de un salto y, de un solo tirón, se bajó a la vez pantalón y slip. “A ver si tus amigas piensan lo mismo”. Lo que provocó fue una carcajada generalizada, con un punto nervioso, pero la primera en reír fue la mujer, que le puso delante una servilleta. Tranquilamente volvió a cubrirse y se sentó la mar de satisfecho. La sorpresiva visión, aunque fugaz, no dejó de causarme un excitante impresión. Por otra parte, de ninguna manera compartía la apreciación de al esposa, ya que lo mostrado tenía una apreciable contundencia.
 
La locuacidad fue decayendo y no tardó en darse por disuelta la reunión. Las parejas tiraban cada una por su lado, amarteladas y olvidadas ya de las puyas de la velada. Me fijé especialmente en la del numerito y volví a calentarme imaginando el polvo que irían a echar.

Me obsesionaba lo que había presenciado y, sabiendo que habría quedado documentación videográfica, al día siguiente, con cualquier pretexto, me las ingenié para ir a la habitación del poseedor de la cámara. Le hice la rosca comentando laudatoriamente su afición y dejé caer que me gustaría dar una ojeada a sus grabaciones. Dijo que precisamente acaba de pasar al portátil la de la noche anterior, pero que tendría que cortar ciertas escenas –que justo serían las únicas que me interesaban– para poder enseñarla a la familia. Logré que me dejara dar una ojeada y, aprovechando que salió un momento a la terraza, hice una copia en el pendrive del que había venido provisto. Me encanta repasarla de vez en cuando.
 

miércoles, 13 de julio de 2011

No solo se encuentran setas en el bosque

Antes de que comenzara la temporada de verano, se me ocurrió hacer una incursión a una playa de una gran extensión y belleza. Nudista por excelencia, aquel día, sin embargo, y a pesar de la agradable temperatura, apenas se vislumbraban figuras dispersas en la lejanía. Para disfrutar de la tranquilidad reinante, me adentré en el bosque de pinos que la delimitaba para dar un paseo. Iba desnudo, como correspondía al lugar, y con mis escasas pertenencias en una bolsa colgada del hombro. Era una delicia vagar entre los juegos de sol y sombra y con el único sonido del canto de los pájaros.

De repente empecé a oír algo que parecían débiles quejas. Orientado por ellas, vine a dar a una hondonada  de espesa vegetación. Mi sorpresa fue mayúscula al ver, recostado en el tronco de un árbol, a un hombre de una gran robustez. Pero lo más asombroso eran las condiciones en que se hallaba. Tenía los ojos vendados con un pañuelo y los brazos levantados hacia atrás, ligados al tronco por lo que pronto identifiqué como unas esposas. Llevaba una camisa con las mangas cortadas por los hombros, desabrochada y completamente abierta. Más curioso todavía era que la cintura del pantalón corto de chándal estaba tensada de forma que, por encima, se mostraban los huevos y la polla. A pesar de lo insólito y del desvalimiento que parecía sufrir, la visión que ofrecía no dejó de resultarme excitante, por su delantera de pechos prominentes y velludos, así como por la oronda barriga en cuya base destacaba el sexo salido.
 
Me acerqué con sigilo, antes que nada para comprobar si se encontraba consciente. Pero el leve crujir de los matorrales hizo que removiera las recias piernas. Aunque la pregunta me pareció redundante, sólo se me ocurrió decir: “¿Necesitas ayuda?”. Su respuesta fue tan débil  que hube de inclinarme hacia él, al tiempo que me disponía a quitarle el pañuelo de los ojos. Mas al notar mis manos y lo que iba a hacer, me cortó con un rotundo: “¡No, por favor!”. Sorprendido, no me atreví a contradecirlo y opté por examinar las esposas que lo sujetaban al árbol. Percibió mis manipulaciones y se me adelantó: “No tengo la llave”. Antes de reaccionar, como para lo que estaba haciendo había tenido casi que volcarme sobre él, rozándolo incluso en mi desnudez, me encontré con que, con gran habilidad, había logrado alcanzar mi polla con su boca y la chupaba con vehemencia. “¿Tú de qué vas?”, exclamé confuso y casi irritado, pese al gusto que me daba. Liberó la boca y la contestación no pudo ser más surrealista: “Te estaba esperando para que me hicieras tuyo”. Le di cuerda: “Y todo esto te lo has hecho tú solito, ¿no?”. “Mi hombre me ha dejado así. Cuando se apiade me rescatará”. “Vaya”, repliqué cada vez más alucinado, “entonces me puedo marchar tranquilo”. “¿Pero no ves cómo me has puesto?”. Mi mirada se fijó en su polla, que estaba completamente tiesa. Como no obtuvo respuesta, insistió: “Al menos quítame la ropa, para que mi hombre vea que no he estado solo”. Para darme tiempo objeté: “Va a ser difícil sacarte la camisa”. “Rómpela, no importa”. Me sentía seguro y empezaba a divertirme la situación, así que estiré hasta desgarrar la camisa. Me tentó: “¿No te gustaría sobarme las tetas?”. La verdad es que me apetecía, pero no quería ceder a la primera, por lo que callé  y me ocupé de los pantalones. Seguían al aire los huevos y la polla, ésta  por cierto bien dura, y sólo tenía que estirar para sacarle la prenda por los pies descalzos. Se me ocurrió: “Se te va a llenar el culo de tierra”. “Me los puedes poner debajo”. Se tensó para dejar hueco y, cuando estaba alisando el tejido, caí en la trampa, pues se sentó sobre mi mano haciendo presión. “Toca, toca. Me encanta”. Di un estirón para liberarme, cortado por mi ingenuidad. Pero al tenerlo allí totalmente desnudo y oferente, y reafirmarme en lo bueno que estaba, llegó a ponerme cachondo. Él siguió tentándome: “Anda, deja que te la chupe bien y luego me haces una paja, al menos”. Me puse terco: “Ya te lo hará tu hombre cuando vuelva y te encuentre así”. “Sólo le gusta atarme y darme por culo”, replicó con voz lastimera. Se removía insinuante y no me cabía duda de que era consciente de la atracción que ejercía sobre mí. En unos segundos me hirvió la cabeza –el resto del cuerpo ya bullía–: Estamos completamente solos y es un tipo raro, pero más bueno que el pan e indefenso. ¿Por qué no jugar un poco? Al fin y al cabo tengo el control de la situación. No le di más vuelta y pasé las piernas a cada lado de su cuerpo. Me sujeté a sus brazos levantados y ya mi polla erecta rozó su cara. “Por fin te has puesto caliente, ¿eh?”. Me callé el “desde hace rato”, que tenía en la punta de la lengua. No le costó nada alcanzarme con la boca y metérsela toda. Pero ahora era yo quien se movía gozando de la mamada. Enardecido iba bajando las manos y le estiraba de los pelos de las axilas. Su reacción la notaba en la forma en que apretaba los labios. Y aún lo hizo más cuando le estrujé con saña los pezones. Se paró de pronto y apartó la cara para hacerme salir. El muy astuto explicó: “Si te hago correr, igual me dejas plantado después. Anda, dame gustito a mí y te aseguro que luego me lo trago todo. ¿No ves que no tengo nada mejor que hacer y me chifla tu polla?”. Me resigné a regañadientes, aunque, después de todo, una última mamada definitiva me compensaría. Me aparté un poco de él en silencio para dejarlo intrigado. Mas de repente le agarré con fuerza la polla con una mano y con la otra le estrujé los huevos. Rebotó y emitió un gemido, mezcla de dolor y placer, que  reforzó diciendo: “Soy tuyo, ya lo sabes”. Empecé a masturbarlo y le solté los huevos. La mano libre la empleé en sobarle la barriga y el pecho. “¿Ni siquiera una lamidita?”, exclamó con tono lisonjero. Lo cierto era que aquella polla estaba para comérsela, literalmente. Así que fui pasando la lengua por el capullo, acompañado con murmullos de asentimiento. Y no me detuve ahí, pues seguí metiéndomela en la boca con los labios apretados a su contorno. Le di varias succiones fuertes y ya toda insalivada la devolví a mi mano, que frotó hasta que un potente chorro se elevó a estimable altura. Pataleaba de excitación y me limpié en su pelambre. Apenas un respiro y me reclamó: “Vuelve aquí, cariño, que lo prometido es deuda”. Con lo quemado que iba, no lo dudé y volví a tomar posiciones ante su cara. Se esmeró en la mamada de tal manera que no tardé en entregarle mi leche, que tragaba sin soltarme. Cuando salí, se relamió los labios con una sonrisa beatífica. “¡Qué aburrido habría estado de no ser por ti!”. Pero yo ya me estaba alejando sigilosamente, no sin antes echar una mirada a ese magnífico cuerpo encontrado en un estado tan chocante.
 
No obstante, me quedó una cierta preocupación por su desamparo y me sabía mal desentenderme largándome. Decidí pues aguardar durante un cierto tiempo, oculto a una prudente distancia. Y tuve suerte, porque no tardó demasiado en aparecer otro hombre, sin duda el esperado. Casi de mayor envergadura y aspecto fiero, llevaba una camiseta muy ajustada y un pantalón corto. Zamarreaba al otro y, aunque no llegaba a oír lo que decía, sin duda  se refería a su desnudez, que lógicamente habría requerido colaboración ajena, y a los manojos de pelo pegados por la leche reseca. Por fin le abrió las esposas y, con gestos bruscos, lo forzó a levantarse. Pero enseguida lo volvió a enmanillar, esta vez para colgarlo a una rama alta, vuelto de espaldas. Le hizo separar las piernas hasta que quedó todo él en tensión y se descordó el pantalón, que cayó hasta el suelo. Sin más preámbulo, se puso a follarlo furiosamente. Ver el movimiento y las contracciones de ese culo gordo y peludo volvió a ponerme a tono, y me la meneé bien gusto a su salud y a la de su extraña y sufrida pareja.

martes, 12 de julio de 2011

Unos pantalones bien puestos

Tarde de verano en la sección de librería de unos grandes almacenes. Deambulaba curioseando libros por aquí y por allá, y de paso iba ojo avizor por si surgía alguna agradable visión de otro género. De pronto, aparece un gordito, aunque no en exceso, con muy buena pinta. De rostro agradable, con barba de dos días, vestía pantalón claro y camisa de verano por fuera, que mostraba unos brazos discretamente velludos. Nada extraordinario de momento. Pero, como por fortuna la camisa no bajaba demasiado, cuando lo vi por detrás quedé maravillado por su precioso culo. No es que el pantalón fuera especialmente ceñido, pero se marcaban unas formas redondeadas y salientes, con la costura central insinuando la raja. Como con la mayor cautela no le quitaba ojo, al espiar la delantera, para mayor inri, la apretada entrepierna mostraba dos bultitos a ambos lados de la bragueta, en un paquete bien repartido. Sólo imaginar cómo sería lo que habría allá dentro me ponía la piel de gallina. Mis ojos parecían atraídos por un imán y lo iba siguiendo en su evolución por distintas estanterías. Estaba convencido de que mi disimulo, sin privarme de contemplarlo una y otra vez, era suficiente para pasar desapercibido. La mente me decía que ya estaba bien y que visto lo visto debía resignarme a una retirada y a un  grato recuerdo. Pero el caso es que seguía con mi danza de alejarme y acercarme.


Cuando de repente levantó la vista  y esbozó una levísima sonrisa, se me heló la sangre porque comprendí que mis precauciones habían fallado y que era consciente de mi seguimiento. Me quedé parado con la mirada desviada como si él no estuviera allí. Entonces se me acercó: “¿Nos conocemos?”. Se me ocurrió responder como coartada: “Por un momento había pensado que sí”. “Pues parecía que me ibas a decir algo y que no te decidías”. ¡Horror!, debía haber notado mi seguimiento casi desde el principio. “Bueno, es que soy muy despistado y temía meter la pata…”. En las últimas palabras casi me tembló la voz, porque se había inclinado para dejar el libro que tenía en la mano sobre una balda inferior y su culo resaltaba a dos palmos de mí. “Y observador al parecer”, completó mi frase con una sonrisa más abierta. Por decir algo, solté casi sin pensar: “Ahora sí que nos conocemos”. Su risa fue más sonora y dijo algo que me cogió por sorpresa: “Iba a tomar algo a la cafetería, ¿te apetece venir?”. En lugar de “contigo hasta la muerte”, que es lo que me vino a la cabeza, contesté con un más soso: “Buena idea”.

No había mesas desocupadas y nos sentamos en sendos taburetes de la barra. Empezamos a hablar del tipo de libros que nos interesaban y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para mantener la mirada en su cara y no a donde la vista se me iba continuamente. Porque, girado hacia mí y con los pies apoyados en el soporte inferior del taburete, sus muslos entreabiertos  enmarcaban los bultos a ambos lados de la bragueta ahora más tensa por la postura. La cabeza me daba vueltas calculando: ¿los dos huevos en uno y la polla en otro?, ¿la polla y un huevo y el otro solo? Yo con esas pajas mentales y él hablando de sus gustos literarios, que nada tenían que ver con los míos.

En un momento dado interrumpí la charla: “Perdona, pero tendría que ir al lavabo”. Y era verdad, porque la tensión acumulada me había generado unas ganas irrefrenables de orinar. “Bien. Pues pagamos y voy yo también”. Me empeñé en invitar y, mientras recogía el cambio, ya se había bajado del taburete y me precedía volviendo a exhibir su culo bamboleante. En la larga fila de mingitorios había varios individuos, así que ocupamos los nuestros discretamente separados. Terminé el primero y, al ir a lavarme las manos, lo veía por el espejo. Parecía tomárselo con calma, sacudidas incluidas, y entretanto los otros iban marchándose. Me remojaba una y otra vez, seguro de que se sentía observado. Nos quedamos solos y seguía allí, ahora inmóvil. Me puse a su saldo y miré de reojo. Curiosamente ya se la había guardado y cruzaba las manos sobre el paquete. No pude resistirme y le acaricié el culo. “¿Vamos?”, dijo entonces. Desde luego no era lugar para mayores efusiones.

Ya en la calle, me informó de que se alojaba en un hotel cercano y me invitó a acompañarlo. Era más de lo que habría podido imaginar y acepté con el corazón dándome saltos. Por el camino, sin embargo, me explicó: “Debo advertirte de que soy absolutamente pasivo. Podrás hacerme todo lo que quieras, pero no me pidas que yo te haga nada a ti. Es algo superior a mis fuerzas”. A su mirada un poco avergonzada respondí con un afectuoso apretón en el codo.

Nada más entrar en la habitación, se plantó ante mí: “Ya sabes. Estoy a tu disposición”. Lo primero que se me ocurrió fue lanzarme a bajarle los pantalones, cuyo contenido tanto me había turbado. Dejaba que le soltara el cinturón y bajara la cremallera. La prenda fue escurriéndose y apareció un calzoncillo de pernera, bastante amplio. Eso explicaba que toda la sujeción la dieran los pantalones. Estiré de éstos para sacarlos por los pies, después de quitarle los mocasines, y rozaba con deleite las recias y algo velludas piernas. Retuve el impulso de librarlo ya del calzoncillo y pensé que ya era hora de prestar más atención a la parte superior del cuerpo. Así que le desabroché la camisa y lo despojé de ella. Ahora tenía ante mi lo que, obnubilado por lo que más me había llamado la atención, quedó desde el principio en un segundo plano. La verdad es que en absoluto desmerecía del resto. Unas tetitas salientes reposaban sobre una oronda barriga, y todo ello sombreado por un vello suave, que también festoneaba la ancha espalda. Ésta a su vez se curvaba para enlazar con el culo respingón, aún velado por el calzoncillo.
 
No me atreví a besarlo por temor a un rechazo, pero me lancé a sobar, primero, y luego a chupetear las tetillas. Succionaba fuerte y mordía los pezones, que se ponían duros, sin ninguna reacción por su parte, salvo una respiración más intensa. Entretanto iba a mi vez quitándome atropelladamente la ropa, pues ya me sobraba todo en mi calentura. Liberado, me pasé atrás y me restregué contra él. No resistí más y casi le arranco el calzoncillo. Por fin tenía al descubierto ese culo sobre el que tanto había elucubrado. Y me reafirmé en su encanto. Saltón y macizo, formaba dos medias lunas perfectas pobladas por una suave pelusilla. Arrodillado, sobé, lamí y mordí con entusiasmo y lo forzaba a inclinarse hacia delante para llegar hasta la intersección con los muslos. Para completar el examen hice que se me pusiera de frente, y lo que encontré no distaba de lo esperado. Efectivamente la gordura de los huevos explicaba las prominencias en el pantalón, pero ahora, sobre ellos, destacaba una espléndida polla por completo erecta. Sorprendido miré hacia arriba y sonriendo aclaró: “Lo que te he dicho antes no tiene nada que ver con que sea insensible”.
 
Me sentía algo confuso ante ese desajuste entre sus reacciones fisiológicas y su bloqueo psicológico, aunque no dejaba de crear una mayor morbosidad y aumentar mi excitación. Después de haberlo espiado como un objeto de deseo imposible, lo tenía allí desnudo y disponible para dar suelta a mis fogosidades. Lo empujé sobre la cama y me amorré a su polla. La chupaba con ansia y, cuando me la sacaba, le lamía los huevos y hasta me los metía en la boca. Él permanecía inerte y sólo sus manos se crispaban levemente sobre las sábanas. Quería notar la dura verga contra mi vientre y frotar mi polla con la suya. Así que me fui arrastrando por su cuerpo hasta ponerme a su nivel. Soportaba los chupetones en el cuello, que dejaban manchas rojizas. Descendí para  mamarle las tetas con fuertes succiones. Mordía los pezones con saña y sólo arrancaba suaves gemidos, pero no hacía nada para apartarme. Su aguante me exaltaba y cambié mi orientación hasta que mi polla quedó sobre su cara. Aunque sabía que no iba a abrir la boca, restregársela me producía un intenso placer. Como la suya seguía tiesa, la cogí con una mano y empecé a frotarla. Parecía que eso lo admitía, así que de vez en cuando la chupaba para dejarla ensalivada. Insistí en la masturbación con energía, hasta que un potente chorro de leche se proyectó hacia arriba. Un breve temblor en sus muslos fue su única reacción. No pude retenerme de preguntarle: “¿Es posible que no hayas sentido placer?”. A lo que respondió risueño: “Claro que sí, pero yo no he hecho nada, sino tú, y muy bien por cierto”. Me tranquilizó en cierta forma saber que, a pesar de todo, estaba disfrutando con mi actuación. Yo mismo le limpié con una toalla la leche dispersa por su vientre y la que aún goteaba de su polla ahora en calma.
 
Dejé que reposara un rato abrazándome a él. Pero mi verga casi me dolía de la tirantez y, como todo corría de mi cuenta, el descanso había de durarle poco. Después del repaso completo que le había dado al frente, ahora tocaba el reverso. Así que hice que se pusiera boca abajo. Quería dedicarle especial atención a ese culo que tan deslumbrado me tenía, de manera que tiré de sus costados para que se colocara a cuatro patas. Su docilidad seguía siendo absoluta. Este trasero seguía ejerciendo una particular atracción sobre mí desde el momento en que lo vi cimbrearse  en la librería y ahora deseaba con locura tenerlo todo para mí. Coronando los recios muslos, sobresalía en su perfección y de nuevo lo sometí a ávidos tocamientos. Metía la mano por debajo y le subía los huevos bien apretados. Separaba los cachetes al máximo para abrir la sombreada raja, en cuyo centro se percibía un círculo más oscuro. Enardecido y abusando de su sumisión, me puse a darle palmadas cada vez más fuertes y disfrutaba de los tonos rosados que iba adquiriendo la piel bajo la suave capa de vello. No rechistaba y eso me excitaba todavía más. Me volqué sobre él pegando mi cuerpo al suyo y, mientras mi polla golpeaba contra la raja, lo abracé y agarré las tetas colgantes. Las apretaba y retorcía como queriendo provocar alguna queja, pero en su lugar afirmaba los brazos en la cama para facilitarme la tarea. Para desahogarme le susurré al oído: “Te voy a follar”. Me desarmó la respuesta: “Ya lo sé. Hazlo como mejor te guste”. Pero estaba dispuesto a tomarle la palabra y volví a encararme con su culo. Hundí mi perfil  en la raja dándole húmedos lametones y estiraba la lengua para que la punta accediera al agujero. Luego usé un dedo, que le metí de golpe. Un ligero estremecimiento fue mi recompensa. Así que probé con dos, girándolos para forzar la apertura. Ya listo, me cogí la polla y amagué varias veces la penetración, hasta que la introduje súbitamente. Su nuevo estremecimiento aumentó el ardor que me recorría. Empecé a bombear sujetándome a sus costados para un mayor impulso. Pero comprendí que así pronto acabaría y recordé su ofrecimiento. Paré de repente, me salí e hice que se pusiera boca arriba. Sin poder ocultar una expresión de sorpresa, se plegó a mi capricho. Entonces le levanté las piernas y, forzándolas hacia atrás, tuve otra vez el culo disponible, aunque en otra perspectiva. No me costó reanudar la follada asido a sus pantorrillas. Pero ahora podía ver su polla y sus huevos volcarse sobre su vientre, y su rostro con gesto apretado enmarcado por sus pechos. Una nueva sensación de dominación me invadió y no me resigné a que mi semen se deslizara oculto por su interior. Le bajé las piernas y trepé hasta quedar sentado sobre su pecho. Mi polla se alzaba justo sobre su cara, de ojos muy abiertos pero sin muestra de rechazo. Me la meneé con energía para retomar el ardor y, cuando éste llegó al máximo, la corrida se dispersó en hilillos por el rostro, que sólo se alteró por un leve parpadeo y, ¡menos mal!, un esbozo de sonrisa.
 
Ahora ya fue él quien se limpió, mientras yo yacía a su lado exhausto. Las sorpresas no acababan: “¿Sabes que follas muy bien?”.  “Así que también te ha gustado…”. “Naturalmente, soy muy sensible”. “¿No he resultado un poco bruto?”. “Mayores brutalidades he soportado. Sé que con mi actitud las provoco. Pero ¿te habrías excitado tanto con un amante más convencional? El precio que pago merece la pena”. Me daba vueltas la cabeza intentando comprenderlo. “¿Y si te hubiera forzado a que me la chuparas?”. “Al principio habrías encontrado mi boca firmemente cerrada, por más que lo hubieses intentado, y habría peligrado el resto”. “¿Qué quieres decir con eso de “al principio”?”. “Bueno…, cuando se han respetado las reglas puedo ser más complaciente”. Me dio un vuelco el corazón y experimenté un subidón del deseo. Era una de las cosas que más había echado en falta y ahora su insinuación abría la posibilidad de disfrutarla también. No me quise precipitar y lo abracé cada vez más estrechamente. Aunque su actitud no dejaba de ser pasiva, el roce con su cuerpo renovaba mis energías y pronto mi polla se fue endureciendo. Él lo notó y, volviendo a su actitud sumisa, preguntó: “¿Cómo quieres que lo haga?”. Le pedí que se pusiera sobre mí en sentido opuesto y así, mientras alcanzaba la polla con su boca, tendría ante mi cara el panorama de su culo, que podría sobar y lamer. Obedeció y, al tiempo que hacía  las delicias para mi vista y mi tacto, se inclinó para sorberme lentamente. Se afanó con una especial maestría que me electrizaba. Cuando subía y bajaba, su polla y sus huevos golpeaban sobre mi pecho, y yo no cesaba en el goce de su culo. No se tomaba ni un respiro de labios ni de lengua y estaba claro que así llegaría hasta el final. Intentaba contenerme para alargar el placer, pero el ardor que recorría todo mi cuerpo iba concentrándose en la punta de mi polla hasta que estalló sin freno posible. Aminoró la succión para que me vaciara libremente y me retuvo en su boca hasta que la dureza fue menguando. Se incorporó asentando deliberadamente el culo sobre mi cara. Cuando lo empujé para inhalar el aire que tanto necesitaba, se dejó caer a mi lado riendo.

Todo por unos pantalones bien puestos…

viernes, 1 de julio de 2011

Cogido por sorpresa

Últimamente te habías vuelto muy complicado. Resultaba que, cuando te proponía hacer un trío con alguien que yo había conocido, te mostrabas reticente. No porque no tuvieras ganas de novedades, pues para eso eres insaciable. Pero tus fantasías eróticas te hacían desear revolcones exóticos, que temías no pudieras satisfacer con los amigos que yo te recomendaba. Sin embargo, como me encanta tenderte trampas, que tú acabas disfrutando, no cejaba en el empeño de que alguno te diera un buen repaso. Se me ocurrió recurrir a alguien que saliera del tipo de hombres maduros en cuya órbita acostumbro a moverme. Hacía un par de años había ligado, muy satisfactoriamente por cierto, con uno bastante joven, de poco más de treinta años. Aunque los que están por debajo de los cuarenta, e incluso algo más, no suelen interesarme, en ese caso me atrajo su aspecto físico, alto y robusto. De vez en cuando volvíamos a tener contacto y veía que iba engordando, con lo que resultaba aún más corpulento. Lleno de vitalidad y dispuesto a nuevas experiencias, le encantó que le invitara a juntarnos contigo. Así que me puse manos a la obra, seguro de que quedarías satisfecho, pero sin dejarte opción a poner pegas.

Como el chico era muy dócil y no se asustaba ante las rarezas, se avino fácilmente a las explicaciones que le di sobre cómo íbamos a actuar. Recién acabada nuestra comida, sonó el interfono. Acudí a contestar y tú ya te habías puesto en guardia y preguntabas si se trataba de alguna visita. Pero te cogí por sorpresa y rápidamente te anudé un pañuelo doblado sobre los ojos. En tu desconcierto te saqué la camiseta, dejándote solo el slip, y cuando tanteabas para situarte te coloqué en un santiamén unas esposas. Sabía que así impresionarías al visitante. No contesté a las preguntas que me hacías y fui a abrir la puerta a la que llamaban, dejándote de pie despistado e intrigado. Hice pasar al chico y le insté a guardar silencio, por lo que se limitó a mirarte complacido. Empecé a hablarle como si tú no estuvieras: “¿Qué te parece si nos desnudamos?”. Sólo podías oír el roce de nuestra ropa al caer. Desde luego era todo un ejemplar, más grandote que tú y con las energías propias de la edad. Poco después le dije: “¿A que te gusta? Pues ahí lo tienes, no te cortes”. Avanzó hacia ti con cierta timidez y te fue tocando como si comprobara tu consistencia. Movías tus manos ligadas intentando alcanzarle, pero él te esquivaba. Me miró interrogante señalándote el slip y asentí. Te lo bajó y apareció tu polla medio tiesa ya. Se puso a chupártela y ya pudiste alcanzar su cabeza, de cabello muy corto, que tanteabas tratando de averiguar su aspecto. Bajaste más y encontraste unas anchas espaldas de piel lisa. Pero se incorporó y lo que llegó a tus manos fue su gruesa polla ya tan dura como la tuya. Aproveché entonces para pasarte un largo cordón por la cintura y lo até a una columna que había en la habitación. Así pude librarte de las esposas, vigilando sin embargo que no fueras a moverte la venda de los ojos. Pero tú te ocupabas ahora de palpar las sólidas formas del chico, que se dejaba hacer e incluso se giraba para que el repaso a ciegas fuera más completo. Prestándote al juego en silencio concentrado, comprobaste así que te superaba en envergadura y se notaba que encontrabas excitante cuanto tocabas de aquel cuerpo robusto y matizadamente velludo. Sin duda imaginabas ya el placer que te iba a proporcionar entregarte a él.

Una vez que te permitimos ese contacto preliminar, volví a colocarte las esposas y las sujeté a la cuerda que te ceñía la cintura. Entonces, muy cerca de ti pero sin que pudieras alcanzarnos, atraje hacia mí al mocetón, pues no sólo ibas a disfrutar tú de él. Nos metimos mano ostentosamente con murmullos y jadeos mientras te agitabas rabiando de deseo. Por fin te desaté de la columna y te condujimos al dormitorio. El chico te llevaba casi en volandas ciñéndote con sus brazos. Te pusimos en la cama tendido boca arriba y pasé las esposas por una barra del cabecero. El que acababa de conocerte, quien sin duda te tenía ganas, te entró por los pies y se te echó encima. Casi te dejaba sin respiración, pero se restregaba y te sobaba. La succión de los pezones te hacía gemir y agitarte. Te lamía los sobacos y pasaba la lengua por tus costados. Luego, manteniéndote separadas las piernas, sujetó levantada tu dura polla y hundió la cara en tu entrepierna. Sorbía los huevos y mordisqueaba las ingles. Por fin engulló tu polla y la sometió a una enérgica y continuada mamada. Hacías intentos de atemperar su intensidad pataleando, pero él te sujetaba no dispuesto a soltar la presa. Ante tu impotencia, no paró de chupar hasta que tu placer se desbordó y se tragó toda tu leche.
 
Aún resoplabas cuando, sin dejarte un respiro, lo ayudé a girarte. Volvió a echarse sobre ti y restregar su pecho por tu espalda. Debías notar su gruesa polla golpeándote los muslos y resbalando por tu raja en una simulación de follada. Luego fue bajando y se encaró con tu culo. Lo sobaba y abría la raja, en la que acabó aplastando la cara. Lamía con vehemencia y removía la lengua en el agujero. Gimoteabas  de gusto, ansiando que te penetrara. Te dejó bien ensalivado y ya no necesitó más. Con las rodillas forzó la separación de tus muslos y se agarró la polla. Te la apuntó y empezó a empujar. Le costaba entrar y tu te tensabas soportando el impacto. Poco a poco apretaba hasta que su vientre quedó completamente pegado a tu culo. Te removías para que se acomodara a tu interior, aguardando el bombeo. Éste no se hizo esperar e iba aumentando en intensidad. Te quejabas y al tiempo lo animabas a seguir. Pero llegó un momento en que tu resistencia fue desfalleciendo e imploraste: “¡Córrete ya!”. Aún siguió un rato dándote caña, con nuevas súplicas por tu parte, pero un fuerte resoplido indicó su estallido final. Sacó la polla goteante y todavía tiesa y te acarició la grupa con ternura.
 
Habías quedado con la cara hundida en el colchón, pese a la tensión con que las esposas mantenían tus brazos. Te las quité y solté el nudo del pañuelo que te cegaba. Entumecido con estabas, te pusiste poco a poco boca arriba. Por fin pudiste contemplar al desconocido que, arrodillado a tu lado te miraba sonriente. “¿Qué, merecía la pena o no?”, te dije recordando tus reticencias. Sonreíste a tu vez algo azorado y, saciado por delante y por detrás como habías quedado, te fuiste amodorrando.

El espectáculo me había dejado muy excitado, lo que no escapó a la observación del mozo. Me instó a recostarme a tu lado y me hizo una deliciosa mamada, que no cesó hasta dejarme vacío.