jueves, 25 de agosto de 2011

Difícil elección

En la página de contactos que utilizo, di con un perfil que me gustó. Era una pareja de gorditos que parecía bastante apetitosa. Los dos eran muy parecidos, con la única diferencia de que uno era un poco más peludo que el otro. En las fotos se mostraban casi desnudos y en actitudes muy cariñosas. En el texto incluido señalaban que no tenían preferencias de edad ni de aspecto físico, siempre que se estuviera dispuesto a aceptar su forma de actuar. Picado por la curiosidad, y como no tenía nada que perder, les mandé un mensaje en el que simplemente decía que me gustaban y que me interesaría contactar con ellos. No tenía muchas esperanzas, pues suponía que recibirían cantidad de propuestas. Pero no tardaron en contestar y quisieron dar más detalles sobre lo que buscaban. Explicaron que no se trataba de hacer un trío convencional, pues lo que les excitaba era que uno follara con el extraño mientras el otro miraba. Si esto me parecía bien y aceptaba, preferían reservarse la manera de proceder a la elección. Como los dos me parecían igual de buenos y su fantasía me daba mucho morbo, no tuve inconveniente en formalizar la cita.


Cuando llegué a su casa, me recibieron cubiertos con albornoces idénticos. Me sorprendió el extraordinario parecido entre ambos e, incluso, pensé que pudieran ser gemelos. Ellos estaban muy risueños y me recordaron la necesidad de elegir. Realmente era difícil optar por uno u otro y se me ocurrió jugar un poco a la indecisión. Les pedí que me permitieran ver algo más para captar algún matiz que me ayudara a tomar mi decisión. Se miraron sonrientes y simultáneamente se desprendieron de los albornoces. Lo apetecible del dúo superaba lo que ya había intuido por las fotos y, en efecto, percibí  también la leve diferencia en cuanto al vello corporal, quizás lo único que los distinguía. Alargué la inspección ocular y hasta giré a su alrededor, creciendo mi excitación ante los idénticos y seductores culos. Como sus sexos se mantenían retraídos, pedí permiso para tantearlos. Aceptaron siempre que lo hiciera a la vez. Así que con las dos manos palpé primero los huevos, hallando idénticos volumen y consistencia. Luego tomé las pollas, tan gordita la una como la otra, que descapullé con la misma facilidad. En ese momento, me advirtieron de que no debía insistir en las manipulaciones, pues éstas ya desbordarían lo pactado. De todos modos, parecían divertidos por mis titubeos, pues era evidente que lo que peor me sabía era descartar a uno de ellos. Como ya no iba a encontrar ningún elemento diferenciador más y estaba ansioso por entrar en acción, pregunté si valía jugármelo a cara o cruz. Transigieron, aunque me reprocharon que tuviera que recurrir al azar. Saqué una moneda del bolsillo y asigné la cara al de más vello. La lancé al aire y los tres nos inclinamos hacia el suelo, donde apareció la cara. No me abstuve de mirar enseguida el rostro del descartado, que se mantuvo impasible.
 
A partir de ese momento, el elegido entró en acción, ante la contemplación pasiva del otro. Con su cuerpo desnudo me abrazó y buscó mi boca, que abrió con su carnosa lengua. Mientras nos recreábamos en el húmedo beso, sus manos iban soltando botones y bajando la cremallera del pantalón. Echó mano al paquete que se abultaba dentro del slip. A mi vez, palpé sus bajos y noté cómo su gorda polla crecía. Me ayudó a acabar de desvestirme y me condujo al dormitorio, seguidos por su doble. En la habitación había dos camas individuales separadas por una mesita, lo que me hizo suponer que no dormían juntos. En uno de los lechos había una profusión de almohadones y fue ocupada por el que no había de participar, quien se tumbó vuelto hacia la otra cama. En ésta se tendió oferente el que me correspondía. No dejaba de resultarme morboso pasar al ataque al tiempo que veía al observador exhibiendo ostentosamente, como si se tratara de un precalentamiento, sus pellizcos a los pezones y sus caricias a la polla, ya bien cargada.
 
Era todo un manjar de formas redondeadas y bien proporcionadas lo que me incitaba a su disfrute. Repasé con las manos la delantera, jugando con el suave vello. Al rozar las tetillas se endurecían e intensificaban su tonalidad cárdena. Me lancé sobre ellas, primero chupando y luego mordiendo. Pese a que gemía, me dejaba hacer y dirigía su mirada hacia la otra cama, como buscando consuelo. Pero su ocupante se limitaba a aumentar la presión de sus pellizcos con expresión libidinosa. Al bajar la mano, encontré una polla mucho más contundente de lo que me había parecido en la primera inspección, completamente descapillada y húmeda. Me escurrí hacia abajo y la fui cercando con la lengua. Con la boca abierta al máximo, la engullí completa, hasta que la barbilla chocó con los huevos bien pegados. Aún me excitaba más ver cómo el otro exhibía una polla similar.
 
Aprovechando la distracción, mi pareja se dio un giro y se abalanzó sobre mí. Volvió a clavarme la polla en mi boca y se inclinó sobre la mía. Chupábamos los dos con ansia, yo casi ahogado y pataleando por sus fuertes succiones. Empecé a darle palmadas en el culo y se enardecía más a medida que las intensificaba. Hice un esfuerzo para liberarme y logré que cayera de bruces. Su oronda barriga hacía que el culo le quedara resaltado. Me puse a lamerlo y mordisquearlo mientras por debajo le sobaba los huevos y la polla. A estas alturas, el observador ya estaba erguido, de rodillas sobre la cama, y se la meneaba intermitentemente.
 
Con su culo en pompa, mi gordito me indicó con un gesto un pote con crema que había abierto sobre la mesilla. Cogí un pegote y se lo extendí por la raja, con repentinas entradas de un dedo por el agujero, que lo hacían estremecer. Me llamó la atención que el de la otra cama me había imitado y también estaba lubricándose su propio trasero. Tomé posición e inicié la follada, lenta al principio y cada vez más enérgica, animado por los bufidos del receptor. Pero no podía perder de vista que el otro se había metido un consolador y le daba el mismo ritmo que mis embestidas. Así que, entre la lasciva visión y el ardor que iba llegando a mi polla, apretándome al culo con todo el peso de mi cuerpo, en varios espasmos, quedé vacío. Una contracción del ano expulsó mi polla goteante, al tiempo que el consolador caía sobre la otra cama.

El recién follado se puso boca arriba con cara sonriente. La gorda verga se alzaba entre sus muslos y se puso a sobársela para que recobrara todo su vigor. Pero le aparté la mano y lo sustituí. Lo masturbaba a la vez que miraba al otro hacerse otro tanto. Y los resoplidos de ambos se mezclaron cuando dos chorros de idéntico caudal fueron liberados.

Acabé con la convicción de que había participado en una manera peculiar de sortear el tabú del incesto.

sábado, 20 de agosto de 2011

Vieja amistad recuperada… a medias

Recibí una llamada inesperada. Era de un antiguo compañero de estudios del que casi no me acordaba y cuya pista había perdido desde hacía bastantes años. Me contó que había estado viviendo en distintos lugares y que ahora se había instalado con su familia en una casa a las afueras de la ciudad. Sorprendido de que me hubiera localizado después de tanto tiempo, replicó que le había bastado consultar la guía telefónica y que estaba interesado en recuperar alguna vieja amistad. La verdad es que no creía que hubiéramos llegado a ser amigos, pero se mostró tan cordial que no pude menos que seguirle la corriente. Dio un paso más y me dijo que estaría encantado si aceptaba pasar un día con ellos, pues tendríamos muchas cosas de las que hablar. Aunque sin el entusiasmo que él manifestaba, no dejó de picarme la curiosidad, así que agradecí su invitación y quedamos para una fecha próxima.

Desde luego parecía que le había ido muy bien en la vida, ya que la casa era magnífica, con un cuidado jardín y una bonita piscina. Me recibió muy efusivo, incluso con un abrazo, y sus primeras palabras fueron: “¡Qué bien te sienta la madurez!”. Ciertamente yo había pensado lo mismo de él, pues, casi borrado de mi memoria su anterior aspecto físico, ahora encontré un tipo de lo más atractivo. No muy alto, pero robusto, los bermudas y la fina camisa de manga corta le dejaban lucir piernas y brazos recios y velludos. Enseguida me llevó a presentarme a su mujer, también madura y muy simpática. Sus dos hijos estaban cursando estudios en Estados Unidos.

Nos instalamos en una pérgola junto a la piscina, donde había preparado un aperitivo. La mujer se excusó para ocuparse de la comida y nos dejó solos. Lo primero que me propuso fue que nos diéramos un baño. Ante mi objeción que no tenía bañador, respondió que me proporcionaría uno y me hizo pasar a una dependencia anexa donde se guardaban las cosas de la piscina y había también unas duchas. Quedé un poco sorprendido por la rapidez con que, nada más entrar, se quitó la camisa y los bermudas. Completamente desnudo buscó entre varios trajes de baño y escogió dos. “Éste es el mío…, y tú pruébate este otro, aunque tal vez te vaya un poco grande”. Con una solicitud algo intimidante, y aún con su traje de baño en la mano, permaneció atento a mis maniobras de desvestirme y probar la prenda. La exhibición que me estaba ofreciendo y su mirada escrutadora  no dejaban de ponerme nervioso. Cuando comprobamos que no me quedaba del todo mal, acabó de taparse él y salimos al exterior.


El chapuzón me vino bien para calmar mi sofoco, pero no se me iba la imagen que acababa de contemplar. Después de algunas brazadas y zambullidas, se me acercó y empezó a contarme cosas de su vida. Casi no le prestaba atención porque, en los meneos dentro del agua, me rozaba con frecuencia una pierna con la suya. No es que yo fuera un estrecho y, de buena gana, ya le habría dado un toque, pero la presencia de la mujer, que salía y entraba de la casa, me dejaba paralizado.
 
Al salir de la piscina, nos sentamos un rato al sol para secarnos y luego volvimos al anexo a cambiarnos. “Vamos a ducharnos y así nos quitamos el cloro del agua”, me indicó. Se quitó el traje de baño y yo lo imité. De nuevo desnudos fuimos hacia las duchas, consistentes en tres brazos y sin separación. Él ocupó el del medio, no dejando pues opción a una discreta distancia. Mientras le caía el agua no me quitaba ojo de encima y yo ya le devolví sin recato la mirada. La consecuencia fue que ambos empezamos a mostrar una erección. Él sonrió entonces, como satisfecho de haber encontrado lo que esperaba de mí. Pero la voz de la mujer avisando de que la comida estaba lista cortó cualquier avance. En silencio contrito, nos secamos y recuperamos nuestras ropas.
 
La comida, bajo la pérgola, era muy buena, aunque yo tenía un nudo en el estómago que me impedía disfrutarla del todo. Él, por su parte, hizo alarde de sus conocimientos en vinos, bajo la mirada condescendiente de la esposa. Tras los postres y el brindis con cava, ella se ausentó para preparar el café. Mi amigo adoptó entonces una postura más relajada. Era evidente que no quería desperdiciar la menor ocasión de seducirme. Giró la silla, la orientó frente a mí y se fue desabrochando la camisa. Además, con sus piernas abiertas o cruzadas y el paquete bien marcado me resultaba casi más excitante que en el anterior desnudo integral. Ni siquiera tras el regreso de la mujer, sentada al otro lado de la mesa, abandonó su provocación, con toques furtivos y juegos con los dedos por los bordes de los bermudas. Me admiraba la habilidad con que mantenía separados los dos niveles: por encima de la mesa, el atento anfitrión y marido; por debajo, el taimado incitador. A mí, en cambio, me costaba mantener el equilibrio entre participar en la charla distendida y no perder de vista los subrepticios gestos.
 
“Como tendréis que hablar de vuestras cosas, me excusaréis. He quedado con una amiga para ir de compras ¡Ah!…, y podéis recoger la mesa”. La intervención de la mujer me aceleró los latidos del corazón. Obedientes, despejamos la mesa en un par de bandejas y las llevamos a la cocina. La pícara sonrisa del amo de casa era muy elocuente, así como sus roces mientras poníamos un poco de orden. El regreso de ella para despedirse restauró por el momento la calma. Besó fugazmente al marido en los labios y a mí me estampó un par de besos. “Por si ya no estás aquí cuando vuelva… Y espero que no tardemos en vernos de nuevo”. Al esposo: “Cuida bien a tu amigo…”. ¡Vaya cuidados que me esperaban!, pensé.

Acababa de oírse la puerta al cerrarse y el arranque del coche. Al instante me acorraló contra la encimera. Notaba la dureza de su polla a través de los pantalones mientras musitaba, abriéndome la camisa y acariciándome: “Te habrá sorprendido todo esto, aunque parece que no te desagrada”. “Lo que no entiendo es que planificaras este montaje precisamente conmigo. La verdad es que apenas te recordaba”, repliqué. Su respuesta fue contundente: “Bueno. Tú siempre me habías gustado… y me sigues gustando. Lo que pasaba era que entonces sólo te fijabas en los profesores”. No pude evitar una risa, pero él añadió: “Me he tenido que hacer mayor para causarte mejor impresión. Aunque ya ves las vueltas que ha dado mi vida”. “Una impresión magnífica”, lo atajé abrazándolo,”aunque las circunstancias son un poco complicadas”. “Pues aprovechemos el tiempo”, concluyó.
 
Con un tono de ironía, pero que en el fondo delataba un reverencial respeto del hogar, me dijo que estaría mejor que volviéramos al “refugio”, donde sería más fácil no dejar huellas. Así que, con las ropas ya bastante desajustadas, nos dirigimos al anexo exterior. Despelotados ambos en un periquete y con evidentes muestras de excitación, mi anfitrión tuvo, sin embargo, una ocurrencia: “¿Por qué no nos damos un chapuzón, ahora que no hay moros en la costa?”.
 
Verdaderamente la piscina, templada por el sol, estaba muy apetecible y bañarnos desnudos resultaba tentador. El baño iba a ser, desde luego, muy distinto al de la mañana. Los dos llevábamos cargadas las pilas y los juegos en el agua fueron de lo más desinhibidos. Nos restregábamos y magreábamos a placer. En las zambullidas, cada cual buscaba la polla del otro para alcanzarla con la boca. Nos besábamos apasionadamente bajo el caño de renovación del agua. En fin, un refrescamiento delicioso en un remanso de libertad.
 
Al salir, retozamos un poco secándonos mutuamente y recreándonos en nuestra desnudez. Hasta que mi amigo me arrastró al recinto cerrado. Fue haciéndome recular y me dejó caer sobre una colchoneta. Descargó todo su volumen sobre mí y me besó con ansia por toda la cara. Alcanzó mi boca y nuestras lenguas se enredaron. Yo me abrazaba a su cuello mientras sus manos iban recorriendo mi cuerpo. Los escarceos en la piscina debieron elevarle a tope la adrenalina, pues parecía que quisiera devorarme. Cuando tuvo mi polla ante su cara, inició una mamada vertiginosa agarrado a mis muslos. Yo trataba de atemperar su vehemencia agarrándole la cabeza, pero parecía que no había fuerza humana que lo contuviera. De este modo, el placer no tardó en subirme y me dejé vaciar. Libó hasta la última gota y, relamiéndose, me miró satisfecho. Aunque para mí me dije que tendría que aprender a tomarse las cosas con más clama, lo atraje hacia arriba y, abrazándolo, me puse a acariciar su polla húmeda y dura como una piedra.
 
De repente, algo que me pasó desapercibido, disparó sin embargo su alarma. El motor de un coche y su parada provocó que el hombre se pusiera rígido y saltara como movido por un resorte. “¡Rápido! Pongámonos los trajes de baño y salgamos a la piscina”. No pude menos que obedecer y, cuando ya estábamos en el borde como a punto de remojarnos, apareció la esposa. “He vuelto antes de lo que pensaba. Veo que os ibais a bañar otra vez. Por mí no os preocupéis…”. Añadió la explicación de que su amiga había tenido un problema doméstico y no pudieron ir de compras.

Al menos la inmersión en el agua nos sirvió para aliviar la calentura, sobre todo la de mi frustrado compañero. Éste no podía ocultar su embarazo y ya dejó de lado cualquier intento de acercamiento. Cuando hubimos cumplido el trámite, manifesté que ya era hora de prepararme para la marcha. Él ni siquiera se atrevió a entrar conmigo en el anexo, donde recuperé mi ropa de calle. Se limitó a ponerse una camiseta sobre el bañador mojado, lo que interpreté como un deseo de no airear demasiado su desaprovechada herramienta. No obstante, recobró su cordialidad en la despedida, asido al hombro de su esposa. Todos deseamos un pronto reencuentro, aunque para mis adentros tuve bastante claro que sería preferible que fuera él quien me hiciera la próxima visita. 

martes, 16 de agosto de 2011

Claustrofobia en el ascensor

En uno de los pisos de mi edificio, y en mi misma planta, se había instalado desde hacía varios meses un nuevo inquilino que me tenía bastante intrigado. Al parecer vivía solo y de vez en cuando coincidíamos en el ascensor. En una de esas ocasiones, me decidí a ir más allá del saludo convencional y me presenté como convecino. Se mostró cordial, aunque un tanto distante, y ahí quedó la cosa. Lo que verdaderamente me interesaba de él es que estaba muy bueno. De unos cuarenta y cinco años, bastante fornido y de rostro agraciado, vestía siempre de manera informal, con tejanos y camisas a cuadros. Estas características eran las que, en contra de mis hábitos, hacían que lo tuviera sometido a una discreta observación. Aunque sin resultado alguno, pues no logré ninguna pista significativa sobre sus usos y costumbres. Pero una accidentada circunstancia hizo que nuestro conocimiento mutuo se precipitara de una forma inesperada.

Estaba ya avanzado el mes de agosto y mi inmueble se había quedado casi vacío. A media mañana de un domingo bajé a comprar la prensa y, cuando volvía al portal, llegó también ni vecino, con sus consabidos tejanos y camisa a cuadros. Me dio cierto corte porque yo iba en camiseta y pantalón de deporte. Entramos juntos y abordamos el ascensor. De repente, éste quedó detenido entre dos plantas y se apagó la luz. Como mal menor, por un trozo del cristal  de la puerta inferior se filtraba una cierta claridad. Comentamos el incidente sin querer darle importancia, en la esperanza de que fuera momentáneo. Pulsamos el timbre de alarma, pero no sonó. Aguzamos el oído por si sentíamos algún movimiento y el silencio era total. La situación se prolongaba y el calor empezaba a notarse. Por la brevedad de mi salida, no había cogido el teléfono, pero tampoco el suyo estaba operativo, ya que comentó que, precisamente, hacía poco se había dado cuenta de que la batería la tenía agotada. Estaba resultando preocupante, aunque tratábamos de tranquilizarnos pronosticando que el apagón no habría de prolongarse y que en cualquier caso, siendo de día, algún vecino tendría que aparecer.


Para no verlo todo negro, me distraje con la idea de que, puestos a quedarse encerrados, mejor que hubiera sido con él. Pero noté que no se tomaba el tema con tanta calma, ya que empezó a dar síntomas de nerviosismo. No tardó en confesarme que sufría de claustrofobia y que aquello le estaba afectando. No pude dejar de sentir cierta ternura ante tan imprevista debilidad y me dispuse a improvisar como psicólogo de ocasión. Me pareció que el contacto físico era un buen comienzo, así que le eché un brazo por los hombros como muestra de comprensión. El caso es que el gesto fue bien recibido y se estrechó ligeramente contra mí. Le sugerí que se sentara en el suelo para estar más cerca de la luz que entraba desde abajo. Aceptó mi sugerencia y, con todo su volumen, se fue deslizando hacia abajo hasta quedar con las rodillas recogidas por la falta de espacio. El calor apretaba y los dos estábamos sudorosos. Opté por quitarme la camiseta y usarla para secarme la cara. Él me miró, aún con expresión angustiada. Ni corto ni perezoso me puse en cuclillas y empecé a desabrocharle la camisa. Con tímida sonrisa agradecía mis cuidados. Pero yo no podía dejar de admirar el robusto pecho que iba apareciendo. La verdad es que estar con él compensaba lo problemático de la situación. Le quité del todo la camisa y la doblé para que pudiera apoyar la espalda. Se dejaba hacer como si su fobia lo hubiera infantilizado. En parte por desvelo y en parte por otro más avieso interés, me fijé en que, por la postura en que estaba, el cinturón sobre los tejanos le tenía oprimida la barriga. Así que le aconsejé que se lo soltara para evitar la presión. Con sus manos temblorosas no atinaba y en un gesto elocuente me invitó a ayudarlo. Ahora las manos me temblaban a mí, pero por motivos bien distintos. Me afané con la hebilla y solté el botón superior. Hasta me atreví a bajarle un poco la cremallera. Ante su docilidad agradecida, le di unos cachetitos cariñosos en su rica barriga liberada. Entonces, para mi sorpresa, puso una mano sobre la mía y la retuvo, espetando: “Menos mal que estoy contigo”. Me recorrió una oleada de satisfacción al comprobar el resultado de mis afanes. Tal vez una intensificación de los toques contribuiría a su relajación. De manera que fui subiendo la mano hacia el pecho y él me dejó hacer. Rocé la duraza de un pezón y allí me quedé.

El repentino restablecimiento de la luz nos deslumbró. Pulsé el botón de nuestra planta y el ascensor se movió como si no hubiera pasado nada. Le ayudé a levantarse y, cuando al fin se abrió la puerta, pudimos respirar hondo. Evidentemente me ofrecí a acompañarlo a su casa para completar mi “tratamiento”. Yo con la camiseta en la mano y mi pantalón corto, y él sujetando la camisa empapada y los tejanos medio bajados, parecíamos salvados de un naufragio. Le recomendé que se diera enseguida una ducha y, con la mayor naturalidad, lo seguí al baño. Se acabó de desnudar como un autómata y una nueva emoción se me vino a sumar a las del día. ¡Vaya cuerpazo tenía delante! Bajo mi solícita mirada, se alivió bajo el agua e, incluso, pude observar un sospechoso chorrito amarillento que se mezclaba con los otros. “¡Uf, qué bien me ha venido!”, resopló al cerrar en grifo. Y mientras empezaba a secarse, me invitó: “Anda, que también te hace falta”.
 
El caso era que, al quitarme el pantalón, con la intimidad creada, mi polla estaba de todo menos discreta. Pero me dejé de disimulos. Total, igual ni se fijaba y, si ponía cara rara, siempre podía excusarme en la tensión vivida. Porque, pese a los mimitos en el ascensor y la actual camaradería, aún tenía mis dudas sobre las posibilidades de la rocambolesca situación. Pero vaya si se fijó, pues nada más caer las primeras gotas sobre mi descarado perfil, sonriente, soltó: “Te van las emociones fuertes, eh?”. No pude contenerme y repliqué: “No sólo es por el ascensor…”. No era conversación como para aflojarme y más al ver que él ralentizaba el secado y seguía exhibiéndose ostentosamente. Encima remachó: “Yo voy a necesitar liberarme de los nervios”. “Tendré que seguir cuidándote”, dije, cerrando la ducha y arrebatándole la toalla. Mientras me secaba, le sostuve la mirada, apreciando una mezcla de intriga y deseo. También me volví a regodear con la visión sin recato de su cuerpo tan apetecible. Él permanecía a la expectativa. Solté la toalla y, tomándolo por los hombros, lo arrinconé hacia la pared. Llevé directamente la boca al pezón cuya dureza ya había apreciado de forma fugaz en el ascensor. Fui resbalando una mano por el pecho y el vientre hasta llegar al sexo. Estaba flácido y apreté cogiendo también los testículos. Él emitió un leve quejido y, sin soltarlo, me agaché hasta tener la polla frente a mi cara. La descapullé con suavidad y pasé la lengua por la punta. Un nuevo gemido y noté que lo que ceñía mi mano iba adquiriendo volumen. La engullí poco a poco para ayudar a su crecimiento y, asombrosamente, lo que hasta hacía poco había estado inerte e insensible, alcanzó tal tamaño y consistencia que me desbordó la boca.

No sólo fue esa la muestra de su renacida energía, pues me cogió con fuerza e hizo que subiera. Me apretó entre sus brazos y se puso a besarme por toda la cara. Cuando llegó a mis labios, su lengua se abrió paso y se juntó con la mía que, a su vez, también porfiaba por entrar en su boca. Nuestras pollas entrechocaban y notaba los golpes de la suya contra mi vientre. Nos tomamos un respiro y, con el rostro chispeante de excitación, bromeó: “Si no llega a ser por el ascensor ahora no estaríamos así”.
 
Sin dejar de abrazarme, me condujo al dormitorio y me impulsó a que me  tendiera de través sobre la cama. Se pasó al lado donde yo tenía la cabeza y se volcó sobre mí. Me lamió con ansia los huevos antes de afanarse en chuparme la polla. El placer que me hacía sentir se acentuaba por la perspectiva que me ofrecía de su cuerpo. Ante mi cara de agitaba su rotundo y hermoso culo, discretamente peludo, y su polla y sus huevos que se topaban con mi pecho. Alargué la lengua para recorrerle la raja y le arranqué estremecimientos. Agité las piernas para avisarle de lo que podría pasar si persistía en su mamada y la interrumpió. “No quiero que te corras. Me estás poniendo el culo al rojo vivo”. Se irguió y así facilitó el acceso de mi boca. Le mordisqueaba los bordes de la raja y hurgaba con la lengua llenándola de saliva. Por fin se separó de mí y quedo boca abajo con las piernas entreabiertas. No pude resistir meter la mano y sobarle la polla y los huevos, pero me cortó: “Eso luego. Ahora fóllame, por favor”. Ante tan educada demanda, no pude menos que tomar posición y, primero, tanteé el agujero con un dedo. Comprobé que mi saliva había suavizado el acceso y que la lubricación de mi verga haría el resto. Se tensó algo cuando empecé a apretar y le di un cachete para corregirlo. “Poco a poco…”, suplicó. Y así lo hice hasta tenerla toda dentro. Me movía y él me arrullaba con sus gemidos. De pronto cogió la almohada y, doblada, se la puso bajo la barriga. En esta postura el bombeo se volvió más intenso, así como sus jadeos, que aumentaban mi excitación. Le avisé de que estaba a punto de correrme y que prefería hacerlo fuera. La contracción muscular sobre mi polla para expulsarla fue el último toque de placer, que provocó el derrame por encima de su grupa. Satisfecho y relajado tras la follada, se fue girando para quedar boca arriba. Tendió los brazos hacia mí y me rodeó con ellos. Nos besábamos dulcemente y yo le iba acariciando el pecho y el vientre. Cuando alcancé su polla, que había perdido vigor, la toqueteé con suavidad hasta lograr su recuperación. Entonces lo inmovilicé con un brazo mientras que, con la mano libre, lo masturbé. Sentía mi puño lleno por aquella pieza recia y caliente, y pronto percibí los latidos que anunciaban la eclosión. En varios espasmos, una leche espesa y abundante me corrió por los dedos, que fui aflojando poco a poco. Una expresión de beatitud se reflejaba en su rostro. Y no pude abstenerme de comentar: “Una buena forma de superar la claustrofobia, ¿no?”.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Del balcón a la playa

Pocos días después de las vistas desde mi balcón, me desplacé a una cala donde se practicaba el nudismo y abundaban hombres impresionantes. Me puse medio tumbado en mi toalla, dispuesto a contemplar el panorama. Realmente estaba muy interesante, con individuos solos, en pareja o en grupo de muy buena catadura. A más de uno le tenía ya echado el ojo y fantaseaba con las posibilidades de algún ligue. Me llevé una sorpresa al ver a mi vecino saliendo del agua y lo encontré aún más apetitoso, ahora a la luz del día. Me asombró que, tras reconocerme, se dirigiera directamente hacia mí y se sentara a mi lado, sin preocuparse del contacto de la arena en su cuerpo mojado. Pero sin mayor preámbulo dijo: “¿Por qué no vienes al agua conmigo?”. Pese a lo chocante de sus formas tan directas, me levanté tras hacerlo él y lo seguí, viendo cómo se sacudía la arena del culo. Me guió hacia una zona libre de bañistas cercanos y, en cuanto el agua nos llegó al pecho, me echó mano a la polla. No me había dado tiempo a corresponderle y ya se había zambullido para, en una hábil maniobra subacuática, cogérmela con la boca asido la mis muslos. Era una extraña sensación la que me producía su singular  e intensa mamada, que hubo de interrumpir para subir a la superficie y coger aire. “Ven, sígueme”. Y me condujo hacia un promontorio rocoso que se adentraba en el mar. Allí empezó a trepar y me alargaba una mano para ayudarme.

Alcanzamos un recodo a resguardo de cualquier visión e, inmediatamente, se abalanzó sobre mí. Me lamía con ansia y casi llegó a hacerme daño al morderme los pechos. Para contrarrestar su energía le apreté con fuerza los huevos e, inmediatamente, su polla empezó a endurecerse. Se la agarré entonces, pero él se retrajo, agachándose para alcanzar con la boca la mía. La tenía algo alicaída, por el ajetreo de la subida y el impacto del solitario lugar, aunque, su vigorosa succión me puso a tono enseguida. Satisfecho con el resultado, miró hacia arriba y dijo: “Estoy deseando que me folles”. Como lo veía tan exaltado, quise poner calma. Después de haberme puesto tan cachondo viéndolo en acción de balcón a balcón, ahora que lo tenía a mi alcance me apetecía poder meterle mano a conciencia. Así que le repliqué: “La follada te la habrás de ganar”. Reaccionó, tal vez complacido por mi tono dominante: “¡Claro que sí!, ya sabes que me va la marcha”. Recordé cómo, la otra noche, se había sometido a los ataques del gorila y me subió la excitación. Aunque aquí no disponía de los instrumentos usados por aquél y sólo contaba con nuestra mutua desnudez y algún recurso que pudiera ofrecer la agreste naturaleza que nos rodeaba. Él ya se había arrodillado en actitud sumisa, pero hice que se levantara y quedara con la espalda apoyada sobre una roca. Él mismo, para poner más morbo a la situación, subió los brazos asiendo un saliente con las manos. Pasé de momento de su tentadora verga, tiesa y oscilante, y me lancé con ímpetu lujurioso a besarlo. Pese a su pasividad entregada, nuestras bocas se abrieron a la vez y las lenguas se entrechocaban ansiosas.
 
Tenerlo allí, como adherido a las rocas y ofreciéndose lascivamente, me desató el deseo de chupar y morder. Le estrujé los pechos y succioné con fuerza los pezones, calientes y salados. Mi lengua pasaba de ellos a las axilas, mientras él me incitaba provocador. Me restregaba contra su cuerpo aplastando mi polla en el vientre. La suya me iba golpeando los huevos. Mis manos no paraban de bajar y subir, con sobos, cachetes y apretones. Se las pasaba por detrás y hacía que se arqueara. Por fin caí de rodillas y me enfrenté con su sexo. Vibraba espléndido y deseé aprovecharlo a gusto. Le manoseé y pellizqué los recios muslos, que hice mantuviera separados. Así quedaban bien resaltados los huevos y los aprisioné, para después lamerlos y metérmelos en la boca. Él gemía mientras su polla me daba golpes en la cara. De repente la atrapé con la boca y saboreé el jugo que destilaba. Se mantenía asido a la roca sobre su cabeza, como si realimente estuviera atado a ella, y descolgaba el cuerpo sometido a mis vaivenes. Su excitación era contagiosa cuando miraba hacia arriba y veía su expresión de voluptuosidad. Pasé un brazo para aferrarme a su culo y, con la mano libre, lo masturbé frenéticamente. Se dejaba hacer como si ansiara hacerme su ofrenda. El ardor y los latidos que se trasmitían a mi mano se acompañaron de un rugido que rebotó en el reducto rocoso. El potente chorro chocó contra mi pecho.
 
Aún no me había dado tiempo a incorporarme y él ya se había descolgado. Se abalanzó sobre mí y lamió de mi pecho su propia leche. Con la boca goteante, buscó mi polla, que revitalizó con ansiosas chupadas. “Has tenido un buen precalentamiento, ¿no? Ahora me pondrás el culo ardiendo por fuera y por dentro”. Dicho esto, buscó entre la escasa vegetación y arrancó un junco de buen tamaño. “Irá bien… Y no te cortes, sabes que aguanto”. Sus constantes provocaciones me mantenían en permanente exaltación y me imbuían un deseo salvaje. Él mismo escogió una roca aplanada sobre la que volcó su torso. Con los brazos en cruz y las piernas separadas, su trasero rotundo y peludo era toda una tentación. Aparté de momento el junco y utilicé las manos. Primero acariciaba y sobaba, pero luego palmeaba cada vez con más violencia, gozando con el coloreado de la piel bajo el vello. Por sorpresa le clavaba un dedo en el agujero, causándole un respingo y un afianzamiento de las piernas. Cogí finalmente el junco, que silbaba en el aire cada vez que lo descargaba. Finas líneas rosadas se iban marcando sobre las ya irritadas nalgas. Sus murmullos de aceptación me enervaban pero, a la vez, mi sexo reclamaba una vía de salida. Cesé la fustigación y me abalancé sobre el castigado culo. Lo mordía y abría la raja, repasándola con la lengua cargada de saliva. Metí ahora dos dedos haciéndolos girar. Suplicó: “¡Fóllame ya, ya…!”. Cumplí su demanda y me clavé de un solo impulso. Las habilidosas contracciones que aplicaba a su conducto aumentaban el placer de mis embestidas.
 
Pero la pasión me indujo a buscar una nueva perspectiva. Despejé rápidamente su desconcierto por mi interrupción cuando entendió lo que pretendía. Hice que se girara con la espalda sobre la roca y le levanté las piernas. Sujetándole los muslos, tenía de nuevo su culo a mi disposición. Ahora, a medida que bombeaba, la polla y los huevos se le agitaban volcados sobre en vientre y, además, podía contemplar su rostro crispado enmarcado por las tetas inhiestas. En el colmo de la excitación, grité que me corría. Dicho y hecho, estallé en su interior. “¡Qué caliente!”, medio gimoteó. Para mi sorpresa, antes de que hubiera recuperado el equilibrio sobre mis piernas, con un salto casi felino, ya lo tenía chupándome los restos y conteniendo mi polla en su boca hasta que ésta perdió la dureza. “No hay que desperdiciar nada”, explicó relamiéndose. Se le notaba exultante y ahíto de lujuria. Pero no tardó en asumir el mando. “Vámonos al agua y luego te invito a comer, para celebrar nuestra vecindad”.