domingo, 20 de febrero de 2011

El cirujano solícito

Había notado ligeras molestias en una ingle y mi médico de cabecera detectó una pequeña hernia. Me remitió a un cirujano para que, en su caso, determinara la necesidad de operar. Con el pantalón y calzoncillo bajados, tumbado en una camilla, me inspeccionó y confirmó la conveniencia de una intervención, tranquilizándome por su levedad y la rapidez de la recuperación. Aunque no me hacía ninguna gracia una manipulación agresiva en una zona tan sensible, no dejó de reconfortarme que, al menos, me ponía en manos de un profesional agradable y de buen aspecto: cincuenta y pico de años, barbita canosa y barriga marcada. Nada reseñable acerca de la operación, la breve hospitalización y el alta. Al cabo de unos días hube de acudir a la consulta del cirujano para que me sacara los puntos, lo que hizo con gran destreza. Me prescribió unas curas y me citó para la semana siguiente. Todo también muy normal y, por mi parte, al hacerme las curas, me daba un poco de grima ver mi pubis afeitado; aunque he de reconocer que, al haber hecho la incisión bastante más arriba de la ingle, me quedaban mejor resaltados la polla y los huevos. Uno se consuela como puede…

El día de la revisión, nuevamente tendido en la camilla, comprobó el avance de la cicatrización. Ya la herida apenas me molestaba y le comenté –con total inocencia, aunque tal vez mal expresado– que notaba mayor sensibilidad por abajo. Sonrío diciendo: “Mejor para usted, ¿no?”. Al tiempo que sopesaba los testículos y me levantaba el pene. “Todo esto está perfecto”. No dejó de resultarme chocante la confianza. Me recomendó que me aplicara una crema hidratante por la zona y que no levantara pesos por un tiempo. Creí que se habrían acabado las visitas, pero me sorprendió diciendo que quería seguir revisándome durante varias semanas.
 
La siguiente vez se repitió el mismo ritual. Aunque se limitó a comprobar el estado de la cicatriz,  comentó con una caricia al pubis: “Ya le van creciendo los pelitos”. Nueva confianza, que sin embargo iba a quedar superada. Me preguntó si me había aplicado la crema hidratante. Confesé que lo había olvidado. “Pues le iría muy bien”, y cogiendo un tubo de muestra me lo enseñó. “Ya que está aquí la va a probar”. Se echó una porción en la mano y comenzó a extendérmela. Empezó por el pubis y se desplazó a las ingles. Pero también pasó a untarme los huevos con un suave masaje. Aparte de sentir mucho gusto, tuve ya claro que aquello iba más allá del celo profesional. Llegó a repasarme la polla, pero, cuando ya temía una reacción delatora, cesó con un: “Así está bien por hoy”. Y, limpiándose la mano con una toalla de papel, me despidió hasta la próxima semana.
 
Cuando volví, me tumbé en la camilla con la curiosidad morbosa de cuál sería el comportamiento del día. No me defraudó pues, sin apenas prestar atención a la cicatriz y mirando atentamente más abajo, preguntó: “¿Ha tenido ya erecciones?”. Reconocí que casi todas las mañanas me despertaba empalmado –usé deliberadamente esta expresión no tan técnica–. Sin perder la seriedad, añadió: “Eso es bueno porque demuestra que la funcionalidad no ha quedado afectada”. Pensé en lo que me excitaban unos pretextos tan retorcidos, pues parecíamos estar en un juego erótico, en este caso, de médico y paciente. Me cogió la polla y la descapulló diciendo: “Me gustaría comprobar el nivel que alcanza. ¿Tiene inconveniente?” Ya contesté descaradamente: “No le costará conseguirlo”. Me sobó la polla, sin atreverse a una masturbación directa,  pero eso bastó para que se pusiera bien tiesa. Recogió con un dedo el juguillo que me salía por la punta y concluyó: “Está estupenda. Seguiremos la semana que viene”. Ese “seguiremos” me dejó con la intriga de cuánto prolongaría el proceso de seducción por etapas.
 
Repetí con una gran excitación, hasta el punto de que, nada más echarme sobre la camilla con todo al aire, presenté armas con la polla dura. “Vaya, no ha hecho falta ni tocarla”, fue su comentario al verla. Y lo provoqué: “Eso nunca está de más, doctor”. Tanta disponibilidad por mi parte, desató su juego. Me sobó los huevos y con el meneo la polla oscilaba. La cogió con dos dedos y bajó y subió varias veces la piel. Tímidamente al principio, acercó los labios y los rozó por el capullo. Luego sacó la lengua y lo repasó en círculos. Me decidí a bajar un brazo y tantear su bragueta. Cuando noté la dureza me agarré con fuerza. Como reacción él engulló la polla entera y la chupó con ansia. Mientras, logré bajar la cremallera y sacarle la suya. Teniendo mi verga bien ensalivada, me masturbó con pericia. Yo le aplicaba el mismo ritmo. Así que finalmente, al tiempo que me corría, mi mano se llenó de su leche.
 
Muy circunspecto buscó varias toallas de papel. Una la usó para limpiar mi barriga y su mano. Otra para secar mi mano y su polla, tras lo que la metió para dentro y subió la cremallera. Me ayudó a bajar de la camilla y, mientras completaba mi vestimenta, se agachó para quitar los restos del suelo. No pude resistirme y aproveché la ocasión para acariciarle el culo. Pero se irguió enseguida y dijo: “No hace falta que vuelva por ahora. Pida cita a comienzos del verano”. Y me despidió como si sólo me hubiera tomado la tensión.

jueves, 17 de febrero de 2011

El párroco

Una tarde estaba dando una vuelta por una librería del centro de la ciudad y mi atención se detuvo en un hombre que me pareció particularmente interesante. Como se hallaba absorto en el libro que ojeaba, pude observarlo sin especial disimulo. Representaba ser algo más joven que yo, pero bastante más grueso. La camisa de verano y los pantalones claros hacían destacar un vientre prominente que le nacía por debajo de sus pechos bien marcados. El cabello abundante y la barba cerrada, aunque pulcramente afeitada, se correspondían con el vello de sus recios brazos. Pese a resultarme desconocido, no dejaba de encontrarle cierto aire familiar. El caso es que, tal vez porque llegó a sentirse observado, se quitó las gafas con las que leía  y me miró a su vez. Estuve a punto de dar un giro azorado, pero entonces él fue directamente hacia mí y llamándome por mi nombre, me preguntó si no lo reconocía.  Resultó ser un compañero de la ya lejana época universitaria, pero su aspecto físico había cambiado tanto que él mismo se rió al comprender mi despiste. Efectivamente lo recordaba como un tipo más bien escuálido con el que no había tenido mucha relación. No obstante, con lo atractivo que lo encontraba ahora, no me costó nada manifestar mi alegría por el reencuentro.

Nos pusimos a charlar de aquellos tiempos y pronto pasamos a los avatares personales. Me contó que se había hecho sacerdote y había pasado mucho tiempo por Sudamérica; ahora estaba de párroco en un pueblo cercano y llevaba una vida más tranquila. Me preguntó si yo había formado una familia y, al decirle que seguía soltero y sin compromiso, esbozó una sonrisa, cuyo significado no calibré en aquel momento. Me pidió que fuera a visitarlo algún día, lo que acepté de buen grado, pues, aunque no imaginé que pudiéramos llegar a mayor intimidad, el atractivo de su presencia me compensaba.

Me costó encontrar su casa, que se hallaba en las afueras del pueblo, y cuando por fin llegué, estaba bastante acalorado. Toque el timbre de la puerta, pero nadie me contestaba. Después de insistir decidí regresar. aunque con el calor que estaba haciendo resolví esperar y descansar un poco. Afortunadamente, a escasos minutos, apareció desde la parte trasera de la casa, sudoroso y agitado, disculpándose porque se le había ido el santo al cielo arreglando unas cosas en el huerto. Más calmado, me saludó afectuosamente y me invitó a pasar a la casa.

En el interior se estaba fresco; trajo unas cervezas y nos sentamos en la sala. Mientras charlábamos, frente a frente hundidos en sendos sillones, la visión de aquel hombre desde mi posición era excitante. Sus piernas abiertas dejaban ver el bulto que le provocaba sus genitales en el pantalón; por encima su camisa a medio desabrochar y su camiseta sudada que marcaba sus senos y dejaba entrever parte de su pecho peludo.
 
Después de haber charlado un rato me dijo si no me importaba que tomara una ducha, pues se sentía sucio por sus trabajos en el huerto. “¡Claro que no…!”, contesté con cierto revuelo de tripas. Se levantó y se dirigió hacia su habitación. Después de escuchar algunos movimientos en ella vi que se dirigía vestido pero descalzo y con toallas hacia el baño. Enseguida escuché cómo se abría la ducha. No había cerrado la puerta, así que, aunque no lo podía ver directamente, si sentía cuando se desvestía, el golpear de la hebilla de su cinturón contra el suelo... De pronto me llamó y me dijo si podía hacerle el favor de coger su ropa y dejarla sobre una silla, asomando su mano y las prendas por la puerta. Con palpitaciones y casi temblando, sin que él llegara a verme, me acerqué hasta la puerta y tome sus ropas. La excitación me sobrepasaba, con sus pantalones, su ropa interior y su camisa en las manos, sin decidirme a soltarlos, mientras escuchaba el agua que lo golpeaba y algunas muestras de satisfacción que esbozaba mientras se duchaba. Me lo imaginaba allí desnudo  a un paso mío, pero inalcanzable.
 
Al momento siguiente escuché como cerraba los grifos, de modo me senté de nuevo y decidí que debía relajarme. Pero fue casi imposible, porque había salido del baño con una toalla atada a la cintura mientras que con otra se secaba la cabeza y el pecho. Yo traté de no mirar demasiado. Pero se colocó frente a mí y me dijo: “No sabes qué buena estaba la ducha” Sólo me salió una sonrisa nerviosa. Seguía secándose; sin quitar la toalla de la cintura, la metía entre sus genitales y sus piernas. “Ven, que seguiremos charlando”, dijo señalándome su habitación. Me levanté y lo seguí con flojera de piernas.
 
Al entrar a la habitación el se sentó en un lado de la cama, con la toalla todavía en su cintura, Me invitó a sentarme en una butaca baja justo enfrente de él y con la otra toalla empezó a secarse los pies. Me quede paralizado ante la vista de sus tetas peludas que reposaban sobre la barriga y de las fugaces aberturas de la toalla al levantar las piernas para frotarlas. Solo podía emitir monosílabos en seguimiento de la charla que él mantenía con toda naturalidad.
 
De pronto se levantó y dejó caer la toalla de la cintura. Comenzó a secarse desnudo las partes que le quedaban de su cuerpo mojado. Mi excitación llegó a ser extrema ante la desinhibición que mostraba frente a mí. En ese momento deseé que se me acercara así desnudo para poder al fin tocarlo. Pero se dio la vuelta dejando las toallas en el suelo, de manera que mi vista se clavó en su bien formado culo. Fue cuando dijo: “Espero que no te molesten estas confianzas. Yo estoy acostumbrado y supongo que tú también a estas alturas”. ¿Era un globo sonda o una descarada incitación? En un tono que intenté resultara jocoso contesté: “Desde luego el clero ya no es lo que era”. Se rió y comenzó a caminar por la habitación totalmente en cueros. Buscó en un cajón su ropa interior y la apoyo sobre los pies de la cama, mientras que yo no apartaba la vista de su pene corto y grueso entre los pelos púbicos y su culo bien hermoso. Era evidente que prolongaba deliberadamente su exhibición.
 
“Ven”, me dijo haciéndome señas para que me sentara a su lado en la cama. Me levanté como un autómata y quedé junto a él, rozándose nuestras piernas. “¿Me pasas los calcetines?”, pidió. Se los di y, al tiempo que comentaba: “Estás muy acalorado”, me tocó acariciándome el pecho. Asentí con la cabeza, ya que casi no podía hablar. “Pásame los calzoncillos”, oí. Así lo hice y se levantó, se apoyó en mi hombro, levanto una pierna y la pasó por un pernil, con el pene y la barriga a la altura de mi boca. “Ahora la otra pierna”. Entonces me agaché y lo ayudé rozando su vello en el trayecto. Era  todo deseo y confusión. Si iba a seguir vistiéndose sin más, ¿cómo interpretar todo lo que estaba sucediendo?
 
Porque tranquilamente (al menos en apariencia) se estaba poniendo el pantalón; subió la cremallera y ajustó el cinturón recolocando su prominente barriga. Yo seguía de pie muy cerca resistiendo la tentación de abalanzarme de una vez. Pero él cogió la camiseta estampada que había quedado sobre la cama e introdujo cabeza y brazos. Como le quedaba algo ajustada se había enrollado en la espalda; ya no esperé instrucciones para írsela bajando y sentir su piel velluda y el calor que desprendía. Me dio unas gracias socarronas y volvió a sentarse en la cama para ponerse los zapatos. Entre resoplidos por la dificultad que su barriga añadía a la operación, alzó la mirada justo al nivel de mi bragueta. Porque yo, que había quedado de pie frente a él sumido en una marea de emociones, no me había percatado de un detalle que, en cambio, no se le escapó. En mi pantalón claro se había formado una manchita húmeda. “Mira lo que tienes ahí”, dijo, y acercó un dedo que pasó sobre la mancha, presionando levemente la dureza que desde hacía rato tensaba el tejido. Para superar la flaqueza de mis piernas volví a sentarme a su lado. Entonces metió una mano entre mis piernas y palpó con suavidad; con la otra mano me acariciaba la barriga subiendo hacia mi pecho. Yo emití un suspiro de placer porque mi excitación era ya casi insoportable. Entonces él, mirándome sonriente, exclamó: “No sabes qué alivio. Estaba a punto de pensar que mis trucos fallaban contigo. Ya solo me habría faltado ponerme una casulla”. Más relajado, aunque no menos asombrado por lo retorcido de su táctica, respondí burlón: “Pues eso último no habría estado nada mal”.

Me echó hacia atrás en la cama y desabrochó mi camisa. Mientras soltaba el cinturón iba repasando con la lengua mi vientre y mi pecho; me lamió las tetillas y subió hasta alcanzar mi boca para meter la lengua carnosa. Me deshice ya de la camisa y me volví sobre él. Le levanté la camiseta y restregué la cara por su barriga peluda. Apretujé sus tetas y mordisqueé los pezones bien duros. Al ir a quitarle del todo la camiseta, urdí una pequeña venganza: agarré la tela de forma que quedaran sus brazos trabados en alto y la cara tapada. Con la mano libre y la boca pellizqué y mordí a placer; le lamía los sobacos haciéndole cosquillas. Él resoplaba y gemía hasta que lo liberé y saqué del todo la camiseta. Me apoderé de su cara, que besé y lamí con intensidad, metiendo en su boca mi lengua y buscando la suya. Sentado a horcajadas sobre sus muslos quería mostrarle que, pese a mi pacato comportamiento anterior, de pusilánime no tenía nada y a lanzado no me iba a ganar. Eran muchas las ganas que me había provocado.
 
A través de los tejidos notaba en mis glúteos la dureza que iba adquiriendo su pene. Me empujó para ponerme derecho y me bajó de un tirón pantalón y calzoncillos; cogió mi polla tiesa y frotó el juguillo acumulado por ella y por los huevos; luego se limpió las manos sobre su barriga. Quiso liberarse de mi presión, pero forcé que siguiera tumbado y me deslicé hasta caer de rodillas arrastrando pantalón y calzoncillos. Por fin tenía a mi disposición el ya conocido pene, pero ahora con una preciosa erección sobre los gordos huevos que resaltaban entre sus muslos. Empecé a pasar la lengua por el capullo mientras que con la mano bajaba del todo la piel, disfrutando de su grosor y dureza; demoraba también así lo que, por los latidos que percibía, su poseedor estaba anhelando. La engullí por fin y las intensas succiones lo hacían patalear. Como la trabazón de los pantalones arrollados en los tobillos dotaba de una cierta impotencia cómica su agitación, lo liberé del todo, incluidos los calcetines, y le subí los pies sobre la cama. Así tenía a mi disposición no solo el esplendor de sus muslos sino también esa zona que tanto me excita y que va de los testículos hasta comenzar la raja del culo. Lamí y chupé todo ello intensamente separándole las rodillas y él daba manotazos a los lados de la cama con gran excitación. Pero, bien porque temía que desbordara su placer en aquel momento, bien por un cierto amor propio herido ante el papel dominante que inesperadamente para él yo había asumido, le dio un vuelco a la situación.
 
Tomándome de los brazos me hizo subir a la cama y, mientras yo recuperaba el equilibrio, me despojó de la ropa que aún me quedaba. Todo muy rápido me tumbó y, dándose la vuelta, se puso a horcajadas sobre mi cara. No pude menos que estirar la lengua para lamer los bordes de la raja y separarlos con las manos para alcanzar el agujero. Él se removía con deleite agarrado a mi polla como si de una palanca se tratara. De pronto mis ojos quedaron tapados por los huevos desplazados al inclinarse él y aplastarme con su barriga. Ahora mi polla había sido tragada por su boca jugosa, que mantenía cerrada haciendo círculos con la lengua. Sin soltarse se removió para atinar con su polla en mi boca, dando paso a un mete y saca acompasado en ambos sentidos. Yo disfrutaba recibiendo sus embestidas al tiempo que le manoseaba el culo, pero, a causa de la virtuosidad de su mamada, el ardor que me hacía sentir se hallaba a punto de ebullición. Casi estaba dispuesto a dejarme ir, pero él, captando tal vez mi estado, detuvo el bombeo y pasó a lametones más suaves por polla y huevos. También liberó mi boca y se desplazó hasta colocarse a mi lado. En este lapso de reposo, me reí internamente de la imagen ambigua del curita provocador paseándose en pelotas por la habitación. Ya no éramos más que dos tíos maduros retozando con todas las ganas.

Nos besábamos y acariciábamos, entrelazando brazos y piernas. Aunque estaba claro que éste no eran el final, puesto que los dos nos habíamos contenido, no dejaba de preguntarme qué vendría después, o más bien –como suele ocurrir en los encuentros en que no se conocen las apetencias del contrario– qué se esperaría de mí. Así que aguardé a que él tomara la iniciativa. No tardó en decidirse, puesto que, arrodillándose en la cama, abrió un cajón de la mesilla y sacó unos condones, un frasco de lubricante y un vibrador. Sin despejar ninguna incógnita los dejó a un lado, y se puso a chupar y manosear mi polla como queriéndola poner a punto. Acto seguido me hizo poner también de rodillas, se giró a cuatro patas, separó un poco las piernas y me ofreció decididamente su culo. Aunque ese gesto aumentó considerablemente mi excitación, me propuse dejar las prisas a un lado y disfrutar de la oferta. Empecé sobando y mordisqueando el orondo culo, y luego extendí lubricante por toda su superficie; mis masajes se ampliaban a los muslos y a lo que colgaba entre ellos; su polla resbalaba bien dura entre mis dedos. Con una nueva dosis me afané con la raja hasta que mis dedos dejaron dilatado el agujero. Los murmullos expresaban el gusto que le daba. Cogí el vibrador y lo puse en marcha. Primero repasé toda la superficie a mi disposición e hice entrechocar huevos y polla. Por fin se lo fui metiendo suavemente; lo hacía girar y lo encendía y apagaba. Se estremecía y resoplaba hasta que me dijo: “Déjalo metido funcionando y ven aquí”. Como mi polla quedó a la altura de su cara la metió en su boca y la chupó como si eso calmara sus ardores. Cuando me tenía a punto de explotar casi gritó: “Ven atrás y acaba conmigo”. Obediente me puse con rapidez un condón dispuesto a sustituir el vibrador por mi polla. Entró toda a la primera sin ninguna dificultad, así que lo fui follando acompasadamente agarrado a sus costados para hacer más fuerza. Alguna vez bajé una mano para tantear su polla que mantenía toda su dureza. Él me alentaba con gruñidos e imprecaciones; parecía insaciable. Se me ocurrió coger el vibrador y tratar de meterlo junto con mi polla. Él se estremeció aunque sin protestas, así que seguí empujando en paralelo y activé el aparato. Las vibraciones sobre mi polla atrapada erizaron la piel de todo mi cuerpo. Pero el efecto fue aún más contundente en el follado: a los gemidos de placer fueron añadiéndose espasmos cada vez más fuertes que culminaron en un grito tal que me hizo parar. Mirando desde un lado pude ver el líquido lechoso que se extendía sobre el edredón. Busqué con la mano y toqué una polla aún dura pringosa de semen. Él se desplomó boca abajo y yo también caí sobre su espalda dejando que mi polla y el vibrador resbalaran hacia fuera.
 
A continuación tuvo una reacción encantadora. Una vez recolocados el uno junto al otro, con una expresión de satisfacción me agradeció el increíble orgasmo que le había conseguido provocar. Entonces se fijó en el condón que seguía en su sitio y estirándolo comprobó que estaba vacío. Cariñosamente exclamó: “Pobrecito mío, venga a hacerme disfrutar y todavía así. Pero ahora mismo le vamos a poner remedio”. La verdad es que me lo había pasado tan bien que las ganas de correrme habían quedado en un segundo plano. Pero sus palabras reavivaron mi deseo y gustosamente me puse a su disposición.

Con gran delicadeza hizo que me estirara a lo largo de la cama y echándose lubricante en las manos me fue masajeando sabiamente por todo el cuerpo. Avivaba los puntos más sensibles y me sumía en un profundo bienestar. Tardaba en llegar hasta mi sexo, pero cuando lo hizo se afanó con una gran maestría. Con leves chupadas y pases de manos mi excitación subía a oleadas. Deseaba que aquello no acabara nunca. Pero instintivamente bajé una mano para aliviarme ya de la tensión; me la apartó y siguió trabajándome con decisión. Una corriente eléctrica se extendió por todo mi cuerpo y sacudió mi polla. El semen fue brotando y él lo recogía con sus manos y lo extendía por mi vientre.

Lo atraje hacia mí y nos besamos dulcemente. Fui bajándome hasta alcanzar su polla con mi boca y, mientras notaba cómo crecía, el sopor pudo conmigo. No sé cuánto tiempo estuve transpuesto, pero al abrir los ojos tenía la cabeza sobre su vientre y él me acariciaba con suavidad. Mi boca volvió a buscar su polla cercana y ya más activamente se la mamé con deleite hasta que levantándose se masturbó vaciándose sobre mi pecho.

Esa noche la pasé por primera vez en casa de un párroco.

martes, 15 de febrero de 2011

El camarero maduro


Era yo bastante joven y, por razones de trabajo, tuve que trasladarme a una pequeña ciudad por una breve temporada. A última hora de la tarde varios compañeros solíamos ir a una cafetería del centro. Desde el principio me llamó la atención el camarero que servía nuestra mesa. Era un hombre maduro, rebasada la cincuentena, grueso y de rostro severo. Cuando repartía los pedidos en la mesa, me fijaba en las grandes y velludas manos que remataban las mangas de su chaquetilla blanca. De ahí no había pasado el interés, hasta que una vez fui a los servicios. Al poco de encontrarme de pie frente al único urinario, entró el camarero. Como el sitio era estrecho y él de envergadura, para acceder al váter tuvo casi que rozarme. Se puso a orinar sin cerrar la puerta y, mientras me lavaba las manos, lo veía de espaladas con el gesto de sacudírsela y canturreando. El caso es que la escena se fue repitiendo: ir yo al servicio y aparecer él al poco tiempo. Una vez, sin embargo, había ya un cliente usando el urinario; así que pase al váter. Marchado el otro usuario, lo sustituyó el camarero. Al acabar yo, pasé y miré de reojo. Me sorprendió que tenía todo el paquete fuera: gordos huevos y una enorme polla. No me atreví a rozarlo y salí alterado por un pensamiento: si aquello tenía ese tamaño en estado de latencia, cómo sería cuando se pusiera en forma. No tardé en obtener  una muestra. En la siguiente ocasión opté ya directamente por el váter a puerta abierta. No me falló y pronto lo sentí allí detrás. Me demoré un poco y, al terminar, tuve similar perspectiva, pero aumentada: verga tiesa y descomunal. Me temblaban las piernas y, mientras usaba el lavabo, se giró un poco para facilitarme la visión y sonrió. Conclusiones de la primera fase: Estaba claro que el camarero me buscaba las cosquillas. También que me ponía a cien en cada expedición. Pero entonces era yo bastante inexperto. Aunque ya había tenido algún escarceo amoroso, y siempre habían sido algo mayores que yo y robustos, carecía de experiencia con maduros, que suponía cargados de zorrería y me inspiraban un gran respeto. ¿Se prolongaría indefinidamente esa forma de calentamiento, lo que acabaría causando que mis compañeros se preocuparan por mis urgencias mingitorias?

Pero la situación se aceleró. Esta vez yo ocupaba el urinario y él volvió a rozarme en su paso hacia el váter. Me demoré y lo esperé. Entonces salió con el aparato fuera y se apretó contra mí, que notaba la dureza en mi entrepierna. Extendió una mano y, acariciándome la polla, que se estaba poniendo farruca, me susurró: “El domingo cerramos antes y me quedo solo recogiendo y organizando.  Ven a última hora a cenar algo y ya lo arreglaremos”. Los dos o tres días siguientes en la cafetería no me atreví a volver a los servicios y me limitaba a observarlo mientras, imperturbable, nos atendía con sus manazas. Y es que me debatía entre el deseo y el temor que me infundía la propuesta. Llegó al fin el domingo y las dudas se disiparon. Ya quedaba poca gente y pedí varias cosas para picar. Me llevé un libro y lo usé para fingir que leyendo se me había ido el santo al cielo. Efectivamente, cuando quedábamos solo dos clientes, se me acercó y dijo: “Señor, vamos a cerrar”. Me demoré en recoger mis bártulos y mientras tanto vi salir al otro cliente y a los demás empleados. El camarero me hizo un gesto cómplice y se colocó junto a la puerta como si esperara a que yo acabara y, de paso, asegurarse de que los demás se habían alejado.

Echó el pestillo y cerró todas las contraventanas; apagó las luces  y quedó la iluminación que venía de la cocina. Se dirigió hacia mí abriéndose la chaquetilla blanca; la camiseta imperio dejaba a la vista unos salidos pezones. “Anda, ve quitándome ropa y así me tocas, que te has quedado parao”. Con manos temblorosas obedecí al tiempo que iba palpando su torso recio y peludo de hombre maduro. Le solté el cinturón y el pantalón cayó, quedándole un slip granate tenso por la gran protuberancia. Lo bajé también y casi me da vértigo el vergajo liberado. Entonces él, tomándome en volandas, me hizo sentar sobre una mesa, casi me arrancó a tirones toda la ropa y, en cuclillas, se puso a chuparme la polla mientras se meneaba la suya frenético. Me atreví a decirle: “Para, por favor, que nunca había estado con un tío como tú y quiero disfrutarlo”. Me soltó y se irguió: “Así que viejo y gordo te gusto. Pues a ver cómo te comes esto”. Antes de bajarme restregué la cara por sus tetas y  mordí los duros pezones, pero él me empujó y me encaró con su polla. La lamí con la duda de si aquello me cabría en la boca; empujó y abriendo al máximo la fui tragando al tiempo que le sobaba los huevos. Para recobrar la respiración, pasé a chupetearle toda la entrepierna y sentía los vergajazos sobre mi cara. No me bastaba con lo que había saboreado y quise darle la vuelta.
 
Entendió mi pretensión y se colocó de espaldas con los brazos en alto apoyados en las jambas de una puerta y las piernas entreabiertas. Me deslumbró toda esa esplendidez trasera y lo sobé y lamí de arriba abajo. “Cómeme bien el culo, que me pone muy cachondo… Pero ojo, que no me gusta que me follen”. Me entusiasmó la orden y la cumplí con devoción. Magreaba el gran pandero y me extasiaba con  la raja, que repasaba metiendo media cara en ella. Mi lengua acertaba con el agujero, arrancando suspiros a su dueño. Este entretanto se la iba meneando, mas de pronto dio la vuelta y me roció la cara con un chorro caliente. “Cómo me has puesto, chiquitín”, y me alargó un paño para que me limpiara.
 
Me había quedado trastornado por la excitación y con el deseo todavía vivo. Pensaba que, una vez saciado el camarero, daría por acabada la función y yo tendría que aliviarme por mi cuenta en cuanto tuviera ocasión. Pero él, con la polla morcillona, socarrón me dijo: “No te he follado porque te habría destrozado, pero no te vas a ir de rositas. Tiéndete aquí”. Y me indicó una mesa sobre la que me estiré cuan largo era. Todo lo que había sido en él furor sexual se convirtió en ternura. Tomó mi polla con su boca y la chupaba como un caramelo, mientras que con las manos iba recorriendo y estrujando todo mi cuerpo. Dio más impulso a la mamada y me sujetó los brazos a ambos lados. El placer me electrizaba y, cuando me salió el grito “¡me voy!”, apretó los labios y recibió mi derrame. Se quedó quieto hasta que cesaron los estertores de mi polla y luego se relamió sonriente y dijo: “Me gusta la leche de corderito”.

Me ofrecí a ayudarle en las tareas que había retrasado por mi causa. Aceptó de buen grado, intuyo –porque también era esa mi idea– que más que nada por el goce, ya más calmado, de seguir otro rato juntos, desnudos y acariciándonos de vez en cuando.

Pocos días después tuve que abandonar la ciudad, sin llegar al domingo siguiente. Mi primera experiencia con un hombre maduro –y de qué espléndida madurez– me había de dejar marcado para toda la vida. Sólo eché en falta que, en toda nuestra batalla sexual, no nos llegamos a besar ni una sola vez.

sábado, 12 de febrero de 2011

Cambio de oficio (continuación de Una buena mano de pintura)

Durante meses no volví a tener noticia del gordito ayudante de pintor. Inesperadamente, un día me llamó por teléfono. Me dio una larga explicación. Aunque había cambiado de trabajo, se había quedado con las direcciones de los clientes y se disculpaba por el atrevimiento de contactar conmigo. Como tenía muy buen recuerdo de mí (ya, ya) había pensado ofrecerme sus servicios (profesionales, se entiende). Con un compañero se dedicaban a reparaciones domésticas y limpiezas a fondo de cocinas, ventanas, persianas… Se ponían a mi disposición y esperaban que contara con ellos para lo que me fuera de utilidad.

Como, por una parte, me venía bien un repaso de la cocina y, sobre todo, de un altillo que hacía años que no se tocaba, y por otra me hacía gracia volver a ver al simpático gordito, al cabo de unos días solicité sus prestaciones y, por lo que me dijo, quedó claro que vendría acompañado. No sé si me gustó la idea, pero al menos esperaba tener garantizada la parte visual, si no había enmendado sus costumbres.
Efectivamente apareció con su socio. Éste era algo mayor que él, robusto y bastante peludo. También simpático, me aseguró que vería cómo dejaban todo a mi satisfacción. Les pedí que empezaran por el altillo y ya veríamos lo que daba de sí la jornada.
 
Pronto entendí, sin embargo, que esta jornada no iba a ser nada aburrida. Para empezar, ambos se cambiaron de ropa en el pasillo, sin empacho de quedar completamente desnudos y bien visibles. Incluso bromeaban entre sí y se daban toquecitos cariñosos. La verdad es que eran dos ejemplares distintos pero a cual más apetitoso. La indumentaria de trabajo también puso su toque morboso. Si el gordito ya conocido volvió a su corta camiseta y el pantalón de chándal desajustado en la cintura, lo que prometía una persistente exhibición de culo, el nuevo optó por un tejano cortado y deshilachado y una vieja camisa desabrochada.
 
La inspección del altillo mediante una escalera no pudo ser ya más espectacular. El mayor, encaramado, no sólo exhibía barriga y pechos velludos, sino que el tejano, de por sí escueto, por las hilachas de la pernera dejaba asomar de vez en cuando un huevo y la punta de la polla. El otro, que iba alcanzando lo que su compañero le bajaba, de nuevo trajinaba con medio culo al aire y no se inmutaba con la visión que aquél ofrecía. No podía tratarse más que de una provocación y en esta ocasión multiplicada por dos. No me cabía duda asimismo de que el gordito, que conocía mi punto flaco, con la sana intención de consolidar la clientela, quería obsequiarme no sólo con su personal puesta en escena, sino también con la novedad añadida de su socio, en la idea, acertada por otra parte, de que sería de mi agrado. Se me ofrecía por tanto algo más que un simple déjà vu.

El panorama me excitaba pero, si bien no estaba dispuesto a entrar de nuevo en un juego de insinuaciones y sutilezas, tampoco quería lanzarme rendido por sus encantos. Así que dejé que siguieran con su trabajo, no sin recrearme la vista mientras me hablaban sobre ellos. Sin ocultar ya sus inclinaciones, me contaron que no sólo eran socios sino que estaban liados. Pero como el mayor era casado y el taller lo tenían en su casa, además de que el gordito vivía en un piso compartido, les resultaban difíciles los encuentros. Sólo de vez en cuando iban a una sauna (lástima no habérmelos topado nunca). No fueron más explícitos, aunque ya me resultó evidente que buscaban un nidito donde poder revolcarse a placer y, dada mi demostrada amabilidad, confiaban en mi colaboración. Muy condescendiente, les aseguré que no tenía inconveniente en que, una vez despejado el altillo, pudieran desahogarse  a su gusto, con una ducha previa por supuesto, dado el polvo que iban acumulando. Me lo agradecieron, pero añadieron que en ningún momento habían pensado en el abuso que supondría dejarme al margen. Además el gordito había informado a su amante de lo bien que lo había pasado conmigo, por lo que deseaban que me uniera a ellos en sus retozos. Como si la cuestión me resultara indiferente, me limité a contestar: “Bueno, ya veremos luego. Hoy la situación es diferente…”. Los dejé pues con la duda de que la idea del trío tal vez no encajaba con mis aficiones.
 
Concluyeron a la perfección la tarea encomendada y, cuando me avisaron, yo acababa de salir de la ducha y me anudaba a la cintura una toalla bastante escueta. Lo primero que les dije fue: “Quitaos esa ropa, que os habéis puesto perdidos”: No lo dudaron y quedaron en pelotas, aunque bastante sucios, lo que no fue obstáculo para apreciar el buen conjunto que hacían. No obstante, su desparpajo inicial se había trocado en cierta timidez. Sin duda temerían que con su propuesta se hubieran pasado de la raya. “Seguro que os apetecerá una buena ducha” dije, y los acompañé al baño. “¡Hala! Juntos o por separado, como prefiráis”. No me decepcionaron y entraron juntos; yo seguía allí haciendo como que buscaba unas toallas. Se enjabonaban mutuamente, pero sin excederse en el sobeo, hasta que, al comprobar que no les quitaba ojo de encima, empezaron a animarse. Se notaba que el gordito (sigo llamándolo así aunque el otro no era precisamente delgado) adoraba a su hombre. Lo lavaba con  el mayor cuidado, frotando los tetones peludos como si les sacara brillo. Repasaba los pies dedo a dedo e iba subiendo por las recias piernas. El otro se agachaba ofreciéndole el culo casi tan gordo como el suyo y se apoderaba de él restregándolo en círculos. Pasaba una y otra vez por la raja, provocando estremecimientos cuando metía los dedos. Luego el compañero apoyó los hombros en la pared y ostentosamente lo invitaba a asearle el paquete con la polla gorda y bien cargada. No sólo se esmeró con ella, pues además el gordito se la encajó en su propio culo meneándolo con gran lascivia. Mi retina iba captando todos estos pasos y difundían calor por todo mi cuerpo. Pero no pasaron a mayores y cambiaron los turnos. También fue concienzudo el osote pero con mayor brusquedad, lo que no desagradaba al gordito, cada vez más excitado. Aunque apoyado yo en el lavabo hacía rato que mostraba un bulto en la toalla, seguí haciéndome el digno y decliné la invitación a incorporarme al remojo. Así que les entregué las toallas y abandoné el baño. Casi inmediatamente salieron secándose y se miraban como preguntándose: “¿Y ahora qué pasa con este tío tan raro?”.
 
Imperturbable les dije que podían disponer de la cama. Como habían acumulado ganas no dudaron en tumbarse, aunque quedaron expectantes por saber mi actitud. Me solté la toalla y me senté a los pies; pregunté si les molestaba que sacara unas fotos. No les importó: yo era de confianza y no pensaban que hiciera un mal uso de ellas; también les gustaría tenerlas. De todos modos volvieron a preguntar si yo no querría participar, pero les contesté, intrigante, que todo a su tiempo. Les pedí que actuaran con naturalidad y yo elegiría las tomas. Sin más empezaron a besarse y a sobarse las pollas (clic). Se fueron deslizando hasta iniciar un 69 y rotar uno arriba y otro abajo (clic a un culo y mamada, clic al revés). No eran demasiado sutiles, de modo que el macho dominante hizo tenderse al gordito, le mordió con furia los pezones (clic), le lamió la barriga (clic) y se afanó en pajearlo (clic). Entre pataleos y gemidos de placer saltó un chorro (clic) que el pajillero recogió con la mano. Acto seguido le dio la vuelta al chico, se untó la polla con la leche reservada y, sin más dilación, se la clavó en el culo (clics seguidos). Grito, jadeos y follada impresionante (clic en primeros planos y de conjunto). Con lo fino que había sido yo con el gordito y ahora estaba aquí él practicando sexo puro y duro. Se tumbaron derrengados cuan largos eran y con las pollas goteantes (clic final). 
 
Ya debían tener asumido que lo mío había quedado en puro voyeurismo cuando, dejando la cámara, me deslicé entre ellos con una excitación bien patente. Me puse a acariciarlos a dos manos esperando que recobraran el aliento. A ellos les debió parecer aquello una más de mis rarezas de ese día, pero se prestaron complacientes. De todos modos dije: “Ahora sí que me gustaría jugar con vosotros. Pero no os asuste que lo haga a mi manera. ¿Verdad, gordito, que soy muy fino?”. Sonrió asintiendo. Para demostrar su disponibilidad, los dos bajaron hacia mi polla, que manoseaban y chupaban entre ambos; el gordito, que ya la había catado, con más delicadeza y el osote más contundente. Pero era un combinado de sensaciones de lo más placentero. Después puse en práctica mi plan y les pedí que se giraran y levantaran los culos. No sin cierto recelo, sobre todo por parte del osote, obedecieron. Me recreé con la visión y el tacto de tan espléndidos traseros, uno sonrosado y suave y otro potente y peludo. Tanteé las rajas y en la del gordito el dedo me entró con facilidad y no rechistó; el osote en cambio ofreció mayor resistencia y profirió un gruñido. Pero unté el dedo con crema y ya funcionó mejor, aunque lo notaba tenso sin atreverse a negarse. Le di una palmada en el culo al godito y le dije: “Te libras porque bastante ten han dado ya”. Pero añadí instrucciones: que se pusiera boca arriba y girara como un reloj, poniendo la cabeza bajo la barriga de su amor; le sujetara por los muslos y le chupara la polla. Cumplido mi deseo, y sin dejar de asombrarme ante la resignación del fiero osote, me puse un condón, hurgué con más crema su conducto y se la clavé con energía (y sin escrúpulos,  porque así lo había visto actuar con su chico). Bramó y me mantuve firme. Mientras bombeaba buscó consuelo alcanzando con la boca la polla de su compinche. Temí que le llegara a morder, pero no hubo gritos y el gordito seguía afanoso sujetándolo y mamándosela. A punto de correrme, salí y arranqué el condón, pues me daba morbo descargar sobre ese dorso velludo. Le extendí la leche y él suspiró aliviado. Se mantuvieron  en posición de 69 con las dos pollas duras de nuevo. Observé relajado cómo acababan sorbiendo la leche uno del otro. ¡Qué bonito es el amor…!
 
Les faltaba trabajo pendiente, ya que la jornada no había resultado del todo laborable. Así que quedaron en volver al día siguiente. Al despedirles les dije: “Mañana os enseñaré las fotos y os comeré la polla a los dos”.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Una buena mano de pintura

Necesitado de un repaso al piso, me habían recomendado unos pintores por precio, rapidez y limpieza. Eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el encargo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como su ayudante. Era un gordito, joven aunque debía rebasar de largo los 30, muy simpático y dicharachero, en contraste con sus jefes. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al gordito en acción. Como ropa de faena llevaba una camiseta encogida por los lavados y un pantalón de chándal muy suelto. El caso es que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba media raja del culo al aire. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que,  si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero sin ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Al parecer sus superiores no le prestaban la menor atención a su indumentaria.

Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto. Vientre redondito sobre la pelambre castaña y tetitas salidas con pezones rosados entre un vello claro y suave. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo.
 
Nunca llegábamos a quedar solos en el piso, por lo que no cabía más que el recurso contemplativo. El seguía con el culo medio al aire, a veces incluso casi entero, y el secado de sudor con la camiseta. Procuraba no quitarle ojo sin que se notara demasiado, sobre todo por los jefes. Por fin éstos me dijeron que, terminado casi todo el trabajo, ellos iban a empezar con otro cliente y que el chico se encargaría de los últimos retoques, la limpieza y la colocación de los muebles. Me encantó la idea, aunque también temía la situación que se daría. Si solo había ingenuidad y desinhibición  por su parte, no quería meter la pata.

El día en que ya vino solo apareció tan sonriente y expresivo como siempre. Me dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté que él nunca molestaba, por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para cambiarse de ropa, en lugar de irse a la habitación donde solían hacerlo, dejó la bolsa en el pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se ponía el pantalón y la camiseta habituales. El reverso completo resultaba de lo más tentador. En los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.
 
Sin dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía novia en el pueblo, pero que a él no le corría prisa casarse, porque quería disfrutar de la vida. Por eso prefería trabajar en la ciudad. Subido a mitad de una escalera y quitando las cintas protectoras del techo, la caída del pantalón llegó a límites alarmantes. No pude reprimirme y le dije: “Ten cuidado porque, como te baje a los tobillos, se te van a trabar y podrías caerte”. El se rió y dio un tirón para arriba marcando el paquete. Mientras el descensote la prenda se reanudaba casi al instante, me atreví a preguntarle si no le decían nada por su forma de llevar los pantalones de trabajo. Admitió que algún compañero se reía e incluso le había dado un cachete, pero que a él no le importaba. Más lanzado exclamé: “Igual hasta te gustaba”. Se sonrojó un poco y se escabulló: “Qué cosas dice usted…”.
 
Sin dejar la escalera, se puso a colocar los rieles de una cortina. El pantalón volvía a estar en los límites del peligro y me dispuse a ayudarlo. Apoyada la barriga descubierta en la escalera y con el culo respingón mientras ajustaba los tornillos, le iba pasando piezas con la cara a pocos centímetros de su raja. De manera incidental, dejé caer una tuerca por el canalón. Puesto que él tenía en alto las manos ocupadas, dije: “Ya la saco”, y sin más bajé el pantalón hasta la mitad de los muslos y hurgué en los pliegues de la tela hasta encontrarla. “¡Qué cosquillas!”, exclamó, y entonces me pareció lo más adecuado imitar su gesto de otras ocasiones y subirle el pantalón de un tirón. Al poco se dio la vuelta para encajar un riel y la tensión delantera del pantalón aún subido puso en evidencia el bien marcado paquete, que mi brazo no dejaba de rozar al ir pasándole los ganchos. No fue insensible al persistente contacto, ya que la polla le iba creciendo y tensando el tejido. Miró hacia abajo algo ruborizado, pero bromeó: “Vaya, nunca habría pensado que me iba a empalmar subido a una escalera”. Su aparente candidez me dejó tan perplejo que le solté tontamente: “Cómo se nota que eres joven”. Y fue acabando tranquilamente su trabajo. No sabía si estaría jugando conmigo a la provocación, pero cada vez me ponía más cachondo.
 
Pasamos a otra habitación –y digo pasamos porque no me separaba de él– para repasar algunos defectos de la pintura del techo. Ello hizo que le fueran cayendo encima algunas gotas y, al terminar, dijo que se las iba a limpiar antes de que se secaran. Volví a atacar y le comenté que, por ir tan destapado, le había llegado la pintura hasta la rabadilla y el ombligo. Para mi satisfacción, por lo pronto se quitó la camiseta  y fue a buscar un disolvente. Lo seguí y empezó a limpiarse los brazos con un trapo. A pesar del olor penetrante, la escena se estaba poniendo de lo más erótica. Le recordé las manchas debajo de la barriga y como ésta no le permitía mirar bien, con un dedo le señalaba los puntos y hasta bajé un poco más el pantalón rozando la base de la polla. Como me veía tan colaborador, se dio la vuelta y me pidió si podía limpiar lo que hubiera por detrás. Ahora sí que tenía libertad para inventarme manchas y dejarlo limpio como una patena. Le puse el pantalón al nivel de los muslos y me afané como si se hubiera sentado en un cubo de pintura. Su único comentario fue: “¿Tanto había?”.
 
Su docilidad me iba volviendo cada vez más lanzado. Así que comenté el mal olor que desprendía y le recomendé que se diera una ducha. Le ofrecí que usara la mía, que queda más abierta, y, con el pantalón totalmente bajado, se sentó sobre en váter para descordarse las zapatillas y terminar de desnudarse. Mientras, decía: “Es usted muy amable. Qué suerte que hoy estemos solos” Quedó ahí con los muslos abiertos; la polla le descansaba sobre unos contundentes huevos y mostraba una magnífica erección. Antes de levantarse me observó y dijo: “Usted también habrá cogido olor en la ropa…”, dejando en suspenso la frase. Hice ademán de olerla y empecé a quitármela, pero conservando el slip para que sujetara el empalme que  me iba y venía. Se puso de pie y se señaló los bajos: “Mire cómo he acabado poniéndome”. Casi disculpándome y cínicamente le contesté que yo tampoco era insensible a la confianza que me había demostrado. Alargó entonces una mano y palpó mi paquete. “Ya lo veo ya”, dijo apartándose tímidamente. Me comentó que desnudo se me veía algo más grueso que vestido. “¿Me lo tomo como un piropo  o como una crítica?”, respondí. Él se rió y me dio una palmada en la barriga. Creía que ya iba a entrar en la ducha, pero se detuvo y muy serio me preguntó: “¿Usted cree que tengo un buen tamaño?”. Como no cabía duda de que se refería a sus atributos, repliqué: “Ya lo quisiera para mí”. Aquello estaba a punto de convertirse en una comparación escolar, pero si él iba por ahí yo estaba dispuesto a seguirle el juego y explotarle todo el morbo. Muy pedagógicamente me bajé el slip y quedó al aire mi erección. Sujeté su polla con una mano y con la otra hice el gesto de tomarle la medida. Hice otro tanto con la mía y dicté veredicto: “La tuya es más larga y además más gorda que la mía”. Rió diciendo que había hecho trampas y lo comprobó por sí mismo con la misma maniobra. También nos manoseamos los huevos y reconoció que los suyos eran algo más gordos. De buena gana me habría lanzado ya a besarlo y sobarlo, pero me frenaba a duras penas, no sólo por el poco agradable olor a disolvente, sino porque quería que el juego se desarrollase de manera que apareciera yo como el seducido.

Así que en plan paternal le dije: “Anda y métete en la ducha, que sacaré unas toallas”. ¡Cómo lo deseaba cuando lo vi esperando que el agua alcanzara temperatura! De su polla salió entonces un potente chorro amarillo y, como no dejaba de observarlo, jugaba subiéndolo y bajándolo. Se deleitaba con el agua y se enjabonaba concienzudamente. Veía su polla resaltar entre la espuma y me lanzaba miradas como no entendiendo que yo no entrara también. Cuando ya se iba a enjuagar, me decidí por fin y le pregunté si le gustaría enjabonarme. Se echó gel en las manos y me frotó con suavidad por el pecho y la espalda. Iba a seguir más abajo, pero le ofrecí una pierna y luego otra. Agachado las frotaba y parecía que ahora dudaba en subir más de la cuenta. Como me di la vuelta, tuvo ya que ocuparse de mi culo. Casi con respeto lo friccionaba hasta adentrarse en la raja. Un dedo resbaló en mi agujero y lo apartó como asustado. “No te preocupes, todo ha de quedar limpio”. Insistió un poco más y paso una mano por la entrepierna para enjabonarme los huevos. Me giré y mi polla quedo casi a la altura de su cara. La acarició dejando libre el capullo y comentó: “Sigo pensando que la suya es más bonita”. “Anda ya…” respondí y cogí el brazo móvil de la ducha para rociarlo. La presión de agua lo hacía reír, sobre todo cuando la dirigía a su culo, que llegó a abrir con las manos, y a su polla que daba saltos. Tomó el relevo y repitió lo mismo conmigo.
 
Seguíamos sin pasar a mayores y retozamos como colegiales al secarnos. Los dos estábamos tomando nuestro tiempo, aunque ya percibía que le iba costando cada vez más reprimir la ansiedad. Con malicia, le pregunte si le apetecía tomar una cerveza, antes de seguir con su trabajo. Algo confuso, pues tal vez esperara ya otra cosa, asintió. Me ceñí la toalla a la cintura, me imitó y fuimos a la cocina. Mientras bebíamos le pregunté, con tono neutro, si lo estaba pasando bien. Su respuesta fue un sí y un no matizado: “Mire, a estas alturas no me avergüenza reconocer que me he acostado con algunos hombres, no muchos, siempre de mi edad o más jóvenes. Algún mayor sí que se me había insinuado, pero nunca habíamos hecho nada. Pero cuando noté cómo me miraba usted y lo amable que era conmigo, me entraron ganas de que pudiéramos estar solos. Y ya ve lo caliente que me he puesto…”. Había dado el paso y le saqué jugo: “Supongo que te resulto demasiado mayor y aunque me gustas, como bien has notado, no he querido pasar de tratarte con amabilidad y hasta jugar un poco cuando se ha presentado la ocasión”. Su mirada era casi suplicante: “Pero he disfrutado muchísimo y me he encontrado muy bien en sus manos. Me sabría mal que me rechazara por ser tan joven”. Le cogí las manos por encima de la mesa: “De rechazo nada, solo que no quería que pensaras que me aprovecho de ti al estar solos en casa”. “¿Entonces no le importará que lo abrace?”. Nos pusimos en pie y empezamos a abrazarnos y besarnos, primero con cierta timidez y luego apasionadamente. Nuestra excitación había revivido y las toallas cayeron al suelo.

Aliviado de la tensión, me ofrecía su cuerpo con alegría. Por fin podía saborear sus jugosos pezones y restregarme contra su barriga, sintiendo el cosquilleo de su polla. Se arrodilló y me hizo la primera mamada. “¡Qué rica!”, decía. Lo levanté y, abrazados, lo dirigí hacia la cama. Lo empujé sobre ella y quedó despatarrado con las rodillas subidas. “¿Seguro que es lo que quieres?”, previne. “Sí, sí”, balbució. Le caí encima y nos revolcamos hasta que le separé los muslos y me encaré con su polla. Lamí el capullo y exclamó: “¡Déle fuerte!”. Me interrumpí y le advertí: “Como siguas tratándome de usted se me van a ir las fuerzas”. “Veré si me sale…”, musitó. “Te ha de salir eso y la calentura que llevas dentro”, sentencié. Le chupé con energía y le apretaba los huevos; él bufaba y pataleaba. “Creo que me voy a ir, lo siento”, y con grandes espasmos soltó un chorro que le llegó hasta la barbilla. Lo tranquilicé: “No te preocupes, es que habías aguantado mucho”. Estuve un rato acariciándolo y limpiándole la leche que se le iba extendiendo por el pecho. Buscó mi boca y me besaba con dulzura; mientras, con una mano, tanteaba mi polla como si temiera que hubiera perdido interés. Fue resbalando hasta metérsela en la boca. La chupaba goloso y me lamía los huevos. Me hizo girar para disfrutar de mi culo, repasándolo con la lengua y buscando la raja; la abría con las manos y trataba de llegar a lo más hondo. Me estaba dando un gusto tremendo, pero me di la vuelta y él se sentó sobre mis muslos, restregando mi polla por su raja. “¿Tiene, perdón, tienes una goma? Quisiera probar”. Mientras me la ponía, le pedí que levantara el culo y se lo unté de crema. Ya listo se sentó encima, tanteó y empezó a apretar. “¡Uy, uy!” iba diciendo, y luego: “Ya entró”. Se movía con precaución, pero la estrechez de su conducto me producía una frotación muy placentera. Me eché hacia delante para sujetarlo y mis manos tropezaron con su polla, que volvía a estar tiesa. Hice que se pusiera a cuatro patas y volví a encularlo, masturbándolo a la vez. En el momento en que sentí que me vaciaba, mi mano notó a la vez la viscosidad de su leche. Caímos derrengados y exclamó: “¡Vaya polvo!”. Repliqué: “¿Has mejorado tu opinión sobre los mayores?”. “No es que no me gustaran, pero les tenía respeto”. “Pues menuda desvergüenza has tenido conmigo…”. “Es que me lo ha, perdón, me lo has puesto a huevo”.
 
El trabajo de aquel día, lógicamente, dejó bastante que desear. Tal vez por eso no volvió él solo a rematarlo, sino acompañado por uno de sus sosos y eficientes jefes.

lunes, 7 de febrero de 2011

Entrar en la obra y salir trasquilado

Las relaciones de vecindad dan mucho juego, aunque a veces lo ponen a uno en situaciones comprometidas. Una de éstas tuvo lugar a raíz de las obras de remodelación en un local comercial, no muy grande pero con bastante fondo, a pocos metros de mi casa. Los trabajos venían durando muchos meses, aunque de forma ininterrumpida, y me intrigaba el tipo de negocio al que irían destinados. MI interés se acrecentó cuando, llegados los calores y justo a la hora en que yo pasaba por delante para ir a comer a un restaurante cercano, encontraba cada día a los operarios sentados o medio tumbados en la entrada apurando el descanso tras su almuerzo. Unas veces eran varios, que charlaban y miraban a los transeúntes, pero con frecuencia veía solo dos. En estos casos me fijaba más, e incluso aflojaba el paso. Uno de ellos, gordote y basto, solía estar sentado en el escalón, tumbado completamente hacia atrás y con los brazos estirados, dormitando al parecer. Despatarrado con sus pantalones cortos y la camisa abierta, exhibía un cuerpo recio y peludo que no dejaba de excitarme. El otro, sentado de forma más discreta con la espalda apoyada en el quicio de la puerta, presentaba características muy similares en cuando a indumentaria y apariencia física, y parecía velar el reposo de su compañero. No dejaban de ser una buena distracción para la canícula.


Pero los acontecimientos se iban a enredar de una forma rocambolesca. Necesitado de unos trabajos de lampistería, unos vecinos de mi escalera me recomendaron a un tal Jacinto, eficiente y rápido, que podría encontrar, casualmente, en la obra cercana. Con ese motivo, un día pasé un poco más pronto y no vi a nadie, aunque estaba todo abierto. Supuse que estarían comiendo. Me picó la curiosidad y entré. Así podría obtener alguna pista sobre el destino del local y, si me tropezaba con alguien, preguntar por Jacinto. Con precaución avancé hacia el interior y de repente oí unas voces que susurraban. Por el tono temí interrumpir algo y, para cerciorarme, me oculté tras unos tablones apoyados en la pared. Al poco, a través de una rendija, vi a los dos sujetos en los que tanto me había fijado en una actitud de lo más íntima. Abrazados se besaban apasionadamente con los pantalones bajados. A lo excitante de la escena se sobrepuso en mí el pánico por la situación tan embarazosa en que me había metido. Ajenos a mi espionaje, se sobaban uno al otro las pollas, que podía ver gordas y crecidas. El más exhibicionista separaba los muslos para que el amante le metiera mano por la entrepierna, quien acabó agachándose y haciéndole una mamada. Cambiaron las posiciones y el turno de chupadas. El primero se dio entonces la vuelta y se inclinó sobre un bidón, lo que llevó consigo que el segundo se pusiera a comerle el culo con ansía evidente. Luego se incorporó y tras meneársela un poco le clavó la verga, con un suspiro del receptor. Empezaba a bombear cuando, en mi nerviosismo, rocé una tabla que cayó al suelo. Cortaron la follada, se subieron precipitadamente los pantalones y miraron hacia donde estaba yo. No les fue difícil encontrarme allí agazapado. Antes de que reaccionaran, me precipité a farfullar la poco convincente excusa de que buscaba a Jacinto y que, al verlos, no me había atrevido a interrumpir. Su indignación se combinó con el sarcasmo, y uno de ellos dijo: “¡Vaya! Si es el tipo que cada día nos come con la vista. Y ahora se esconde para meneársela mientras nos espía”. Entonces uno me sujetó entre sus brazos y otro me bajó pantalón y calzoncillo. Me cogió la polla, que se había arrugado como una pasa, y comentó:”Mira lo mojada que la tiene”. Me quedé inmóvil, consciente de que cualquier gesto de defensa sería contraproducente. Al fin me soltaron y me arrinconaron para frustrar mis intentos de fuga. Y sentenciaron alternándose: “Ya que nos has cortado la diversión tendrás que volver a ponernos contentos”. “Eso, nos lo vas a comer todo por delante y por detrás”. “Y te vas a tragar toda nuestra leche para que te quedes a gusto”. Se volvieron a bajar los pantalones y me forzaron a caer de rodillas. Se juntaron entrelazados por la espalda y tuve un primer plano de ambas pollas, gordas aunque ahora en tregua, que sobresalían entre la pelambre de sus cuerpos y descasaban sobre unos huevos poderosos. Dentro de la gravedad de la situación, pensé que el castigo no iba a resultar tan desagradable como pensaba.

Eran más retorcidos de lo que parecía porque, cuando me disponía a acometer la penitencia, me cortaron: “Mejor que antes se haga una paja y así complete lo que hacía espiándonos. Luego podrá concentrarse más”. Intenté darles larga alegando que ahora me iba a ser difícil ponerme a tono. Insistieron: “A escondidas bien que te ponías burro. Pues ahora lo terminas a la vista”. Me hicieron incorporar y apoyar la espalda en un tablón inclinado. “¡Hala!, y no tardes”. Ellos siguieron en la misma posición, pero se besaban de medio lado y se sobaban los culos. Como en efecto me costaba levantarla, se apiadaron: “Pobrecico, está cagao. Anda, acércate y te ayudamos”. Mansamente me puse a su alcance y sus toques, apretando el paquete y restregando la polla, tuvieron un efecto balsámico. Ya la tenía más recia. “¡Hala, a terminar!”, fue su orden. Con el estímulo recibido y la visión de sus pollas, que se habían puesto morcillonas, pude avanzar el proceso y me alivió el chorro de leche que por fin dejé escapar. “Anda, chúpate la mano como aperitivo y vente pacá”. Obedecí y volví a arrodillarme ante los dos monumentos. Estaba más relajado y dispuesto a que quedaran satisfechos. La verdad es que no soy ni mucho menos un principiante, salvo por lo extraordinario del suceso que estaba viviendo.

Me afiancé sobre el suelo y escogí al que más provocador me había parecido siempre. Llevé la cara bajo su polla y le lamí los huevos. El instrumento se le iba consolidando y yo tampoco desatendía al otro, pues a la vez le manoseaba sus joyas. Tomé la polla del primero, bajé la piel que seguía cerrada a pesar de que el empalme era ya completo y liberé el capullo. Lo lamí y el sabor agrio no me detuvo. Lugo lo fui metiendo en la boca, bien abierta por las dimensiones del chupete, hasta tragar lo más posible. Cuando empezaba a  hacerlo salir y entrar, ajustando los labios a su contorno, una mano me sujetó la cabeza y la desplazó frente a la segunda polla; ésta descapullada y ya bien tiesa, no tan gruesa pero algo más larga. No descuidé el preliminar de los huevos y cuando pasé a chupar la verga, recordé que hacía poco había estado dentro del culo del compañero. “No lo hace mal el mirón”, fue el veredicto. “Y ahora a comer culos”.


Se quitaron las camisas para que no estorbaran, se dieron la vuelta y, con los muslos separados, se apoyaron sobre la barra de un andamio, dejando los culos bien salientes. Desde luego a cual más magnífico. No me costó pasar a la acción, acariciándolos, estrujándolos y peinando el vello que los poblaba. Pronto llegó la orden: “Come ya, que no tenemos todo el día”. Me concentré pues en las rajas pasándoles los dedos y mojándolas con saliva. “¿Para qué tienes la boquita, cabrón?”. Entonces me fui alternando para abrirlas bien, mordisquearlas y repasar con la lengua. Apuntaba a los agujeros y aumentaba las lamidas; ambos se removían para darme facilidades. El follador frustrado dijo entonces: “Pónmelo a punto, que no quiero quedarme con las ganas por tu culpa”.  Me centré entonces en el culo del que había resultado follado a medias, redoblando el chupeteo y metiendo el dedo en el agujero para abrirlo, aunque no parecía muy necesario dada su anchura natural. También me animó saber que iban a apañarse entre ellos, pues la idea de que quisieran un fin de fiesta pasándome por la piedra me daba pánico.


Hubo cambio de posiciones. El que iba a recibir se afianzó más sobre la barra y resaltó el culo. Antes de ponerse detrás, el otro primero me presentó su polla para que se la afirmara con unas mamadas. Lugo hizo que me pusiera bajo la barra para que alcanzara con la boca la polla de su colega. Casi me atraganto por el impulso que recibí cuando se la clavaron por detrás. Apenas tuve que mover la boca porque la polla iba entrando y saliendo por sí misma al ritmo de los envites que recibía su culo. Me cogió por sorpresa el derrame que me vino a la boca, acompañado de un berrido que debió oírse en la calle. Casi no había terminado de engullir la espesa lechada  ni normalizado la respiración, cuando el de atrás, con una rápida sacada de polla, me la apuntó a la cara y me la chorreó de leche caliente. “No lo quiero dejar preñado”, ironizó.

Recuperaron pantalones y camisas. “Anda, vete, que aún tenemos que currar”. Me subí las prendas que ridículamente no habían pasado de mis tobillos y me encaminé sigiloso a la calle. Todavía oí de lejos: “¡Ah! Ya le diremos a Jacinto que lo buscabas”. Estaba feliz por el desenlace incruento del atolladero en el que imprudentemente me había metido. Por otra parte, lo que empecé con miedo a la venganza había acabado siendo una experiencia excitante. En realidad, más que castigarme habían compartido conmigo su disfrute.

Seguí pasando muchas veces por delante del local en obras y, si estaban ellos en la entrada, miraba de reojo y sólo captaba alguna sonrisa socarrona. Fantaseaba con los polvazos que seguirían echando. 

jueves, 3 de febrero de 2011

Aire acondicionado y algo más…

Los antecedentes de este relato se remontan al invierno en que tuve que cambiar el aparato de aire acondicionado de mi piso. El jefe de los operarios era un tipo de mediana edad robusto y regordete, de expresión risueña y sonrisa socarrona, con un tono de voz muy sonoro y cálido. Todo ello lo rodeaba de un cierto morbo y, cuando lo veía estirado manipulando en el falso techo, de buena gana le habría dado un repaso al paquete. Aunque le gustaba entretenerse conmigo, explicando detalles técnicos e incluso, algunas veces, familiares, nunca se me pasó por la cabeza que sus deferencias pudieran ir más allá.

A comienzos del verano, ya caluroso, estábamos tú y yo de sobremesa en el sofá, medio desnudos porque habíamos comenzado los preliminares que tanto nos entonan. En esas nos sorprendió el interfono y, tras dudar si contestar, me decidí a averiguar de qué se trataba. Era el individuo en cuestión quien, según me explicó,  pasaba por aquí y se le ocurrió comprobar si el aparato funcionaba correctamente en verano, además de traerme un presupuesto sobre persianas automáticas que le había encargado, del que casi no me acordaba. Me supo mal despacharlo con una excusa y lo dejé subir.

Rápidamente nos pusimos camisetas y pantalones cortos de chándal. Le abrí la puerta y pude percibir que el cambio de estación lo favorecía. Antes siempre lo había visto con ropa de más abrigo, pero ahora, el pantalón claro y la camisa bastante abierta mostraban mejor su apetitoso aspecto. No se inmutó por verme acompañado y te presenté como un amigo. Me propuso que, incluso para reponerse del calor exterior, primero miráramos la documentación que traía. Nos sentamos los dos en el sofá y extendió los papeles sobre la mesa de centro. Aunque tú te habías retirado a la cocina (oí como te servías otra copa), te llamé porque entiendes mejor de esas materias. Así que te sentaste en una butaca delante de nosotros. Pero resulta que el pantalón no te ajustaba demasiado y, en la posición que habías adoptado para mirar los papeles, empezó a asomar  por la pernera primero un huevo y luego la punta de la polla. Al sujeto, mientras se explicaba, se le iban continuamente los ojos hacia tu entrepierna y tú mostrabas interés en sus palabras como si no te hubieras dado cuenta de nada. Pero yo sabía que eras plenamente consciente y que te gustan las provocaciones. Dado el nerviosismo que denotaba el hombre,  lo que antes me había parecido tan improbable iba tomando otro cariz, y tú habías soltado la liebre. Para contribuir al acoso, empecé a rozar al descuido mi pierna con la suya, y no lo rehuía. Incluso, en un gesto incontrolado, se echó hacia delante como buscando un dato al tiempo que se apoyaba en mi rodilla desnuda y miraba más de cerca lo que tú seguías mostrando. De repente te pusiste de pie y recolocándote ostentosamente el calzón te apartaste para coger la copa que habías dejado en otra mesa. Aliviado momentáneamente de la tensión, el experto llegó a la conclusión de que mejor me dejaba la documentación y ya le diría algo. Hasta me dio unos cachetitos en el muslo antes de levantarnos.

La cuestión ahora era saber si, desbordado por una situación inesperada, olvidaba el otro motivo de su visita y daba ésta por concluida, o por el contrario, desde la sorpresa inicial quedaba atrapado por el morbo de la aventura. Titubeó unos instantes, pero al vernos expectantes, se puso ya a revisar el termostato. Instintivamente se llevó la mano libre a la bragueta como comprobando los efectos de la excitación. Al dirigirlo solícitos al baño en cuyo falso techo se encuentra la maquinaria, intercambiamos una mirada de complicidad: estábamos dispuestos a alargar lo más posible lo equívoco de la situación, no sólo como sano divertimiento sino también por lo arduo del proceso de maduración. A partir de ahí, efectivamente, incrementamos las provocaciones, aunque algunas casualidades no dejaron de contribuir a amenizar la función.

Nos pidió una escalera de mano y que apartáramos los objetos que pudieran estropearse. Ese baño es pequeño, lo que se prestaba a más roces si tratábamos de movernos en él los tres. Sin duda por efecto de los nervios, solicitó permiso para usar el váter. Intimidado, no se atrevió a cerrar la puerta, así que seguimos sacando las alfombrillas y descolgando la cortina del baño. No sólo lo íbamos rozando mientras meaba, sino que, al ser de espejo la pared del fondo, veíamos su polla soltando un potente chorro; la sacudió y la secó con un trozo de papel, claramente ruborizado. Nunca sabremos si convirtió deliberadamente la revisión rutinaria en un proceso mucho más complicado, pero es evidente que le sirvió para asimilar la situación. Se disculpó por no haber traído un ayudante y por eso iba a necesitar colaboración. Muy gustosos se la ofrecimos y empecé sujetando la escalera para que, con un pie en ella y otro en el borde de la bañera, fuera quitando tablas del techo. La visión era muy diferente de las invernales. Con los brazos en alto, el pantalón se le iba bajando y la camisa subiendo, lo que hacía visible su redonda y peluda barriga y, al girarse, el inicio de la raja.


Tú, apoyado en la puerta, sonreías con ganas intervenir. No tuviste que esperar, pues dijo que tenía que sacar una bandeja conectada a unos tubos de los que tenía que ir tirando y necesitaba que se la sujetaran en alto y sin volcar, por si contenía agua,  hasta que pudiera apoyarla en el lavabo. Te ofreciste y brazos en lato recibiste la bandeja. Pero aflojada la cintura de tu pantalón, éstos te cayeron hasta los pies. No pude reprimir una carcajada al verte así y no hice nada por ayudarte. El otro, desde arriba, no se había percatado, pero cuando bajó para decirte que ya podías soltar la bandeja, se encontró casi en los morros con tu desnudez. Le salió una risita nerviosa y cogió la bandeja, sin apartar la vista de tus atributos, que no te preocupaste de volver a cubrir. Tan tembloroso estaba que derramó parte del agua en tu camiseta. Disculpándose dijo que necesitaba unas cosas de la bolsa que había dejado en la entrada. Nos desahogamos riendo en voz baja y me recriminaste que te dejara todo el trabajo sucio; pero me estaba divirtiendo como un loco y no tenía prisa en destaparme.


El caso es que, cuando volvió el interfecto, te encontró sentado en el váter ya en pelota picada y secándote el capullo con un papel. Dijiste muy serio que, tras tantos accidentes, preferías quedarse así y que esperabas que a él no le importara. Soltó un “mmmmm” que se podía traducir por “todo lo contrario”, y completó con voz temblorosa “estamos en verano”. Te levantaste, soltaste el agua de la cisterna enseñándole de paso el culo y te pusiste a observar su trabajo. Tan alterado estaba que, al abrir el grifo del lavabo para lavar la bandeja, se le fue la mano y el agua rebotó dándome de lleno. Rápidamente cogió una toalla y se puso a secarme, pero aproveché para bajarme el pantalón y quitarme la camiseta. Siguió secando mi cuerpo ya desnudo hasta que se dio cuenta de que pisaba terreno resbaloso. Me pasó la toalla y volvió a sus trabajos, como si no fuera real la presencia de dos tíos en cueros, replicados para más regodeo por el espejo.

Una vez lavada la bandeja, le echó un líquido alquitranoso  y explicó que se iría solidificando. A continuación, nosotros dos sujetamos en alto la bandeja, mientras que él, sentado en el borde de la bañera, ajustaba los tubos. Debió ser una tortura trabajar así, con dos pollas y sus correspondientes huevos a pocos centímetros de su cara, aunque se permitió algún roce incidental con el codo. Miré de reojo y vi que tu aparato, siempre tan sensible, había engordado considerablemente. Con un irreprimible resoplido, dio por terminado el ajuste y ahora tocaba la operación inversa. Volvimos a tomar posiciones, yo sujetando la escalera y tú alargándole la bandeja, pero con la diferencia de que estábamos desinhibidamente desnudos. El tesón de nuestra presa en no darse por aludido estaba resultando admirable.


Otro incidente casual volvió de nuevo en nuestra ayuda, pues cuando estaba colocando la bandeja en su sitio, se volcó ligeramente, pero lo suficiente para derramar una pequeña parte del contenido sobre él. Casi desesperado, no pudo hacer sino completar el ajuste de la bandeja y aclarar que no haría falta añadir más líquido, mientras éste, negruzco y viscoso, le resbalaba  por camisa y pantalón. No quiso bajar hasta haber dejado listo el techo. Yo seguí sujetando y tú le ibas pasando las tablas, pero también, con un celo digno de mejor causa, mientras las ajustaba le ibas desabrochando la camisa y el pantalón manchados. Cuando por fin bajó ambas prendas fueron a parar a la bañera. Quedó con unos calzoncillos a topos rojos (típico regalo gracioso de la mujer o la hija y que, pensaría, en mala hora se le ocurrió ponerse ese día) y tan avergonzado se sintió que se los quitó y los juntó con la otra ropa. Lo tranquilizamos y ofrecimos dejarle ropa limpia, pero sin dejar de disfrutar de su desnudez completa: recio y peludo, aunque no demasiado, fuertes extremidades, buenas tetas y culo generoso; el bien amueblado bajo vientre, pese a estar ahora encogido por el sofoco, no dejaba de prometer una magnífica funcionalidad.

Pareció relajarse al verse en igualdad de condiciones y le sugerimos que se duchara antes de que el líquido se volviera más pegajoso. La cortina del baño estaba quitada, pero a ninguno se le ocurrió volver a colocarla y él ya no mostraba ningún embarazo por nuestra presencia. Así que seguimos dándole conversación mientras procedía dentro del baño. Primero enjuagó cuidadosamente la ropa manchada y al agacharse no tenía reparo en mostrar su culo tan apetitoso. La charla se extinguió mientras se remojaba y enjabonaba. Miré tu polla y estaba descaradamente tiesa; la mía no tardo en ponerse igual. Pero seguimos impasibles a la espera de alguna reacción por su parte. No se hizo esperar, pues a la vez que su mirada dejaba de ser oblicua y nerviosa y se percibía directa y ansiosa, a través de la espuma su polla también iba creciendo. Ya enjuagado, su erección era rotunda y siguió  en la bañera sin saber qué hacer. Se notaba que ardía de deseo, pero ignoraba los pasos a seguir.


Me decidí, cogí su polla y la llevé a mi boca; primero la besaba y lamía el capullo, luego la fui engullendo. Se dejaba hacer complacido y te hizo un gesto para que te acercaras. Te cogió la polla y la acariciaba y sopesaba como admirado. Debió temer que el placer que estaba sintiendo lo dejara en mal lugar, pues se salió suavemente de mi boca, que tan a gusto chupaba, y se arrodilló en la bañera. Miró con deleite las dos piezas que tomaba en sus manos e hizo que nos juntáramos lo más posible. Primero restregó su cara con ellas y luego las acarició con la lengua. Le costaba decidirse a metérselas en la boca, pero por fin se animó a hacerlo con una y con otra. Lentamente y abriéndola mucho al principio, más a fondo y apretando los labios después. Fue cogiendo ritmo e iba alternado, hasta que paró y preguntó si lo hacía bien. No mentí al contestarle que nunca un principiante había progresado tan rápido. Río al oír que lo catalogaba así, pues era totalmente cierto.

Tú debías tener ganas de dar por superada fase tan idílica, así que propusiste que abandonáramos las humedades y pasáramos a un sitio más cómodo. Al entrar al dormitorio noté que el novato volvía a dar muestras de inquietud, como si se preguntará cuál seria el siguiente paso. Mientras nos tumbábamos en la cama dejándolo a él en medio, pidió que le permitiéramos explicar lo que ese día estaba sintiendo y su desconcierto inicial. En pocas palabras dijo que nunca había estado antes con un hombre y ni siquiera había pensado que eso le pudiera ocurrir. Aunque alguna vez había sentido una especial simpatía –y me dirigió una significativa mirada– jamás lo relacionó con el sexo. Hoy había venido pues sin ninguna intención, pero las señales sexuales que iba captando, tan contundentes ellas, lo habían sumido en una gran confusión. Así se debatía entre zafarse mediante la huída –educada, eso sí– o dejarse llevar por esas señales hasta ver a dónde conducían. Y ya teníamos el resultado, que no dejaba de sorprenderle. Sorpresa aún más grande porque se le podía aplicar el dicho “si no quieres chocolate, dos tazas”. Rió distendido y se puso a nuestra disposición para que lo pusiéramos al día. Y no es que sólo hubiera hablado, pues entretanto nos acariciaba y jugaba con nuestras pollas, como niño con zapatos nuevos.

Como en premio a su sinceridad, nos echamos sobre él y empezamos a comérnoslo. La verdad es que todo su cuerpo resultaba apetitoso. El combinado de succiones de las tetas y chupada de polla hacía que resoplara y casi pataleara de gusto. Le dábamos la vuelta y mientras tú lo ponías a mamártela, yo disfrutaba mordisqueando y lamiendo culo tan hermoso. Entonces te tumbaste boca abajo, pero este gesto tan claro para mí no fue aún bien captado por el converso. Se restregó sobre tu espalda y al resbalar su polla por tus muslos y tu culo te meneabas provocadoramente. Decidí intervenir. De un frasco de lubricante eché un chorro en tu raja ante la curiosidad del espectador y, mientras te untaba el agujero, le chupé bien la verga. Después cogí un condón  y se lo calcé amorosamente. Él ya captaba el mensaje pero vacilaba ante un territorio desconocido. Con las dos manos te abrí la raja y le mostré el agujero jugoso y brillante. Con timidez fue acercando el capullo y te tanteó. Al notar el roce alzaste un poco la grupa y ya él se decidió. La polla era gorda y no entraba a la primera. Volvió a probar y ya dio en la diana. Fue empujando y llegó a estar toda dentro. Más suelto empezó a bombear y lo animabas a no parar. Doblaste las piernas por las rodillas para que la penetración fuera más intensa. Él estaba tan excitado y tan deseoso de complacernos que, girando la cabeza, me pidió que le acercara mi polla a su boca. Así follaba, resoplaba y mamaba… todo un encanto; y tú aullabas de placer y te quejabas de dolor. Casi disculpándose avisó de que se corría y, tras varios espasmos, se desplomó sobre ti. Yo me había excitado tanto que anuncié que no resistía más.  Él entonces se puso boca arriba y me pidió que me sentara en su barriga, porque quería un primer plano de mi corrida, ya que las únicas que había visto eras las suyas. Dos o tres pasadas más y la leche le cayó sobre el pecho; se la restregó con una mano satisfecho al tiempo que con la otra me recogía los restos.

Tú, aunque relajado con la follada, todavía seguías entero, lo que no escapó al diligente aprendiz. Se puso pues a chuparte la polla con gran afición, ya que la tragaba hasta la garganta. Se detuvo sin embargo y observándotela como si le estuviera tomando medidas, dejó caer la pregunta de si no sería más completa la experiencia probando también por su parte de atrás. Lo animé, sabiendo lo que eso te gustaría,  porque con probar no se perdía nada. Dócil me pidió que lo preparara como había hecho contigo. Así que me presento el culo y le apliqué el lubricante. Con mucho cuidado fui tanteando el agujero y el dedo iba entrando poco a poco y cada vez con menos dificultad. No se quejaba y acabé dejándolo bien untado. Le dije que fuera él quien te preparara la polla y obediente volvió a chupártela, ahora con menos vehemencia, y cuando la encontró en el máximo de dureza le puso el condón que le ofrecí. Tú te dejabas hacer con gusto, aunque también con cierta impaciencia. No obstante le aconsejé que se sentara encima primero para comprobar sus capacidades. Así lo hizo, con cierto temor, y orientó con una mano tu polla hacia su agujero lubricado. Hizo fuerza hacia abajo y su gesto de dolor por un lado y tu suspiro por otro indicaron que la cosa podía funcionar. Porque no se quitó, sino que fue aumentando los saltos y disminuyendo los gemidos, hasta quedar ya claro que habías hecho el recorrido completo. Superada la prueba, decidiste actuar más a tu gusto. Lo hiciste tender boca abajo y te echaste encima. Tu polla buscó el orificio ya probado y se clavó de golpe. Él se encogió con un lamento, pero te pidió que la dejaras quieta allí dentro para adaptarse. Así lo hiciste y, cuando notaste la distensión, te lanzaste a follar cada vez con más fuerza. Las quejas iniciales de él se fueron convirtiendo en gemidos de placer. A tu vez resoplabas y daba gusto ver los músculos de tu culo tensarse con los esfuerzos. Te detuviste e intuí que dejabas fluir la leche.


Tuve la curiosidad de comprobar  el estado del desvirgado y lo vi con los ojos cerrados y una sonrisa beatífica. De nuevo estábamos los tres relajados y tendidos en la cama y el que había superado todas las pruebas hizo la siguiente reflexión: “Lo que me hubiese perdido si llego a largarme, aunque me disteis un susto de muerte. Me ha encantado dar por el culo, pero tomar ha sido una experiencia que no podía ni imaginar”.