sábado, 26 de marzo de 2011

Tu extraño descanso playero

He aquí otra de las curiosas experiencias que con frecuencia me cuentas:

Aun en ocasiones en que me propongo tomarme un descanso en mis actividades que tan bien conoces, las cosas acaban complicándose y, sin buscarlo, me veo envuelto en algún episodio con el sexo de por medio. Es lo que ocurrió el día en que decidí pasar un rato tranquilo en la playa, escogiendo una con calas recoletas y poco frecuentadas. Busqué una de éstas en que no había nadie a la vista, me desvestí, extendí una toalla y me dispuse a tomar un baño de sol.

Estaba sumido en un agradable sopor cuando se me acercó un hombre de cuerpo redondeado muy agradable y con un dorado tono de piel. Ya me había llamado la atención al pasar por la zona más concurrida y debió seguirme.
 
Educadamente me preguntó si tendría inconveniente en extenderle aceite bronceador en las zonas que él no podía alcanzar. Di mi conformidad –cómo iba a negarme a tan socorrida táctica– y puso su toalla junto a la mía. Se tendió bocabajo y yo me arrodillé con sus piernas entre las mías. Ya el tacto de la fina piel de su espalada empezó a hacerme efecto, pero procuraba que mi crecida polla no llegara a rozarle. Cuando quedó bien aceitada la espalda y al ver que seguía inmóvil, no pude resistir el deseo de seguir bajando por su cuerpo hasta tener mis manos sobre su culo salido y apetecible. Me entretuve untándolo incluso en donde difícilmente podía llegar el sol y ya no impedí que mi polla fuera acariciando sus muslos.

Súbitamente se dio la vuelta y pude comprobar la erección que mis cuidados también le habían provocado. Con las dos pollas rozándose me entregué a completar el trabajo por pecho y vientre. Me deleité con sus tetillas tan suaves, cuyas puntas se endurecían con la presión de mis dedos. Y así seguí bajando hasta engrasar con una mano su polla y con la otra hacerle lo mismo a la mía.

Entonces levantó las piernas pasándolas sobre mis hombros y casi sin esfuerzo penetré en su agujero. Sujetando sus muslos me lo follé bien a gusto mientras él  gemía de placer. La corrida me vino pronto –era la primera del día– y, todavía con la polla dentro de su culo, lo pajeé  hasta que le subió un surtidor. Caí a su lado, me besó y me dio las gracias, como si lo único que hubiera hecho fuera ayudarle con el bronceador. Se levantó, cogió su toalla y se alejó, poniéndose a tomar plácidamente el sol.
 
Cuando me acomodaba para reanudar mi descanso observé a un individuo medio oculto por los matorrales del inicio de la pineda, y que probablemente había espiado nuestro polvo. Como soy buen fisonomista, su cara me sonó de haberlo visto antes en una hamaca, muy amartelado con la que debía ser su mujer, una gordita de tetas abundosas.

Al captar mi atención me sonrió e hizo gestos para que me acercara. Movido por la curiosidad  e intrigado por tanto sigilo así lo hice y me encontré con un hombre maduro y robusto, de vello algo canoso, tan desnudo como lo estaba antes, y ahora que lo tenía frente a mí lo apreciaba mejor. Muy azorado me contó que, al irse su mujer a casa, no lejos de la playa, estaba dando un paseo y no había podido evitar el verme retozando con otro hombre. Mi cuerpo y mi forma de follar lo habían excitado tanto que no había podido resistir el impulso de llamarme.
 
Aunque el tipo me resultaba bastante apetitoso, de un estilo distinto al del anterior ligue, su nerviosismo me pareció excesivo y temí que se tratara de algún perturbado. Repliqué que si lo que pretendía era alguna actividad sexual conmigo ya había visto lo que acababa de tener, a pesar de que me había propuesto una descansada estancia en la playa. Insistió en que no tendría que hacer nada si no quería; se conformaría con ver y tocar mi cuerpo. Además le costaba mucho tener una excitación completa y lo que necesitaba era un hombre como yo. Para pulsar otra tecla añadió, con un hilo de voz, que estaba dispuesto a pagarme lo que yo considerara oportuno si accedía –debo llevar escrita en la frente mi naturaleza mercenaria–. La aparición de un cliente inesperado, muy diferente de los que suelo frecuentar, así como mi gusto por las situaciones imprevistas, hicieron que ya no dudara en aceptar, dispuesto a complacerle como es mi norma en estos casos y dejando que me recorriera ansiosamente con la mirada.

Nos adentramos algo más en la arboleda, yo con mis escasos bártulos, y me sorprendió ver que, en un pequeño claro, había tumbonas y toallas. Me explicó que, como le cogía camino de casa, las había subido ya desde la playa y podían senos de utilidad.

Y allí los dos desnudos sin saber muy bien de qué iba la cosa. Acostumbrado a asaltos más directos, aquel hombre podía ser una caja de sorpresas. Opté por quedarme de pie e inmóvil en actitud provocadora. Entonces él se acercó y se puso a toquetearme por todo el cuerpo, como tomando medidas a un objeto delicado. Me palpaba el pecho y repasaba el vello que se extiende hacia mi barriga. Me levantaba los brazos y acariciaba los sobacos. Me recorría la espalda y bajaba hasta el culo tanteando su redondez. Todo ello, y la extrema suavidad de su tacto, iba  produciendo un placentero efecto en mi anatomía, de modo que cuando pasó a sobarme los muslos mi polla estaba ya bien desplegada. Esto lo entusiasmó, hasta el punto de atreverse a cogerla con una mano y con la otra sopesar los huevos.
 
Hice un amago de meterle mano a él ahora, pero rehuyó mi contacto. Se excusó de no estar preparado todavía y me mostró su minga inerte. Cuando pidió que me vistiera con la ropa que llevaba, pensé que el muy soso se había dado por satisfecho con su tímido coqueteo. Mientras me ponía mi indumentaria playera, pantalón corto y la camiseta, él se repantigó en una de las butacas observándome.
 
Pero el hombre se había montado su película pues, para mi sorpresa, me indicó que me tumbara en la otra butaca junto a él. Mi intuición me hizo captar entonces lo que se proponía. El toqueteo en pelotas le había servido sólo para cobrar confianza y ahora fantaseaba con una seducción desde el principio. Así que, como si estuviera solo, empecé a tocarme por encima de la ropa y a forzar posturas que fueran liberando mi entrepierna. Pronto empezó a asomarme por una pernera la punta de la polla y, con algunas discretas maniobras, acabó fuera toda ella acompañada de los huevos. Me tocaba con voluptuosidad  y a la vez iba subiendo la camiseta y dejando al descubierto la barriga y el pecho después.
 
Miraba de reojo y, con orgullo profesional, comprobé que entre los muslos del vecino algo iba cobrando vida. Alargué una mano y sentí cómo crecía. Me puse de pie a su lado quitándome la camiseta, y él se atrevió a bajarme del todo el pantalón y acariciarme la polla. Aunque la tenía junto a su cara, no pasó de ahí. Entonces de un impulso me arrodillé ante él tomando la suya con mi boca. A medida que se le ponía dura y húmeda, todo su cuerpo se estremecía de placer y se aferraba mi cabeza.

Tras ese primer avance me levanté, fui a manipular por detrás la hamaca para que quedara horizontal y me coloqué con la polla sobre la cara del tumbado. Ahora sí me la agarró con la boca y mamaba con una tremenda ansiedad. Me incliné hacia delante y alcancé la suya para seguir chupándosela. Se abrazaba con tal fuerza a mis muslos que me pareció conveniente un cambio de tercio. Me desembaracé y acerqué el culo a su cara para excitarle el deseo. Se puso a sobarlo y lamerlo, buscando alcanzar el agujero con la lengua.
 
Al verlo tan entusiasmado, quise probar hasta dónde llegaría su osadía y me acomodé de espaldas a él afirmando las piernas entreabiertas y dando el mayor realce a mi culo.

Percibí su lento acercamiento y un dedo ensalivado que me entraba con cautela. Me removí incitándolo y al principio tanteó indeciso con la polla en la mano. Poco a poco me la fue metiendo y, cuando comprobó que tenía vía libre, me dio tales embestidas que casi me hace perder el equilibrio. Yo las disfrutaba no tanto por el volumen como por el ardor que ponía, pero su excitación era tal que no tardó en correrse con un fuerte resoplido.
 
Entonces recurrí a un efecto sorpresa pues, sin dejar que recuperara el resuello,  hice que se pusiera a cuatro patas sobre una toalla y metí una mano en su entrepierna para recoger de la polla los restos de leche y saliva que le goteaban.

Apoyándome con fuerza sobre su grupa para que no se moviera, fui metiéndole un dedo humedecido por el culo. Gimió con temblores pero aguantó. Así que, con la vía despejada, no vacilé en encularlo, moviéndome al principio con suavidad.  Aumenté el ritmo y se quejaba,  pero sin tratar de liberarse. Aunque disfrutaba con la follada de un culo tan prieto, llegué a apiadarme de él y no quise insistir. Al fin y al cabo había tenido una buena corrida no hacía mucho. Cuando pude ver su cara, la expresión era una mezcla de susto y satisfacción.
 
Pensé que el caballero habría ya tenido suficiente desahogo y que mi misión con él estaba cumplida. Así que empecé a recoger mis cosas mientras se recuperaba de tantas emociones. Pero de repente, como si no quisiera perderme,  se arrodilló ante mí abrazándose a mis muslos. Restregó la cara por mis huevos y se metió la polla en la boca. Se puso a mamármela con tal ímpetu que hizo que me subiera la calentura. Entonces, sin poder aguantarme, me salí de su boca y, sujetándole la cara, me la meneé hasta correrme sobre ella.

Se oyó a lo lejos una voz femenina que gritaba un nombre. Por la expresión de pánico que puso el aludido comprendí que su mujer lo estaba buscando. Para evitar una situación comprometida, rápidamente cogí mis pertenencias y me perdí entre el arbolado en dirección opuesta. Aún pude oír la bronca por la tardanza en regresar a casa.

Ya dispuesto a volver a la civilización, después de una jornada playera muy poco descansada, lo único que me contrariaba era que, con un final tan precipitado, me había quedado sin la contraprestación ofrecida.

martes, 22 de marzo de 2011

Esclavo por una noche

Aunque la fiesta “a la romana” la acabamos cada uno por su lado, no dejaste de hacer un informe detallado de lo ocurrido desde el momento en que nos separamos. Esta costumbre tuya te permite recrearte en la aventura vivida y a la vez complacerte con la excitación que me produce su lectura. En este caso, tu relato empieza con el encuentro con los dos individuos tan apetitosos que me abordaron interesados por ti cuando habías ido al lavabo. Esto es lo que me cuentas:

Después del número que habíamos montado con mi exposición como esclavo, que tan morbosamente había disfrutado, me encontraba en el lavabo refrescándome un poco. Desnudo como estaba, no rehuía las caricias y palmadas al culo que me dispensaban los que entraban y salían.


Precisamente estaba pensando que me habría gustado que la pantomima hubiera culminado con la entrega a un comprador, que se convirtiera así en mi amo, cuando entraron dos tipos fortachones, cuyo único atuendo era ya unas coronas doradas de laurel, lo que les daba un aspecto muy patricio. Con maneras discretas pero firmes me abordaron y arrinconaron con la intención de comunicarme mi nueva situación.

Me explicaron que, como mi venta había quedado sin resultado, venían de hablar contigo y no te habías podido resistir a la generosa oferta que te hicieron. Así que ahora era de su propiedad y me iban a usar para satisfacer sus caprichos. Como sabía que tú no habrías actuado por tu cuenta, me dispuse a seguirles el juego contraatacando. Puse en duda su credibilidad, puesto que, justo por no haber conseguido mi venta, el mercader, al no querer seguir cargando conmigo, me acababa de conceder la libertad. Sin embargo, como de alguna manera tenía que ganarme la vida a partir de ahora, estaba dispuesto a ofrecerles mis servicios si me compensaban adecuadamente. Cambiaron impresiones entre ellos y jocosamente me propusieron una especie de alquiler con opción de compra –dudo que esta figura mercantil existiera en la antigua Roma–. Me hizo gracia su salida y, como tenía ganas de proseguir con mis fantasías, aparte de lo que me apetecía entregarme a dos hombres tan atractivos, di mi consentimiento y me puse a su disposición. Tras advertirme que, esclavo o libre, tenía que obedecer todos sus deseos, me apresté a entregarme a una aventura que esperaba fuera de lo más estimulante.

Me ordenaron que los siguiera  y, como primera medida, me hicieron entrar en un cuarto oscuro, para que me distrajera y pusiera en forma hasta que ellos me reclamaran. Me quedé pues allí quieto y, por los rumores y sonidos de desplazamientos que percibía, supe que no estaba solo. Eso me excitó ya y ansié experimentar las sensaciones habituales en semejante lugar. No tardaron en comenzar y, aunque tan a ciegas como al meterme mano los presuntos compradores, eran ahora mucho más contundentes. Unas manos empezaron a sobarme el culo y otras, casi a la vez, me tanteaban los huevos y la polla, que pasó a ser engullida por una boca húmeda y caliente. El que me acosaba por detrás me abrazó con fuerza agarrado a mis tetas. Su verga dura se restregaba por mi raja, pero la apreté por temor a que mis amos circunstanciales se dieran cuenta de que ya había sido usado tan recientemente cuando cayera en sus manos.
 
Pero los juegos en la oscuridad duraron poco, pues se abrió una puerta iluminada y pude ver a uno de mis nuevos patrones que me indicaba que entrara. En lo que parecía ser una dependencia privada del club había desparecido cualquier referencia a la antigüedad. Con una amplia cama en el centro y varias butacas, lo que más llamaba la atención era la cantidad de objetos de cuero y de metal, como correajes, cadenas, esposas, etc., colgados de las paredes o sobre banquetas. El que me había llamado llevaba ahora un escueto slip, que no tardó en quitarse, mientras que el otro esperaba despatarrado en una butaca jugando plácidamente con su polla.

Como yo exhibía descaradamente las consecuencias de la reciente mamada, me reprendieron por mi falta de respeto y me hicieron poner un jockstrap de cuero que aplastaba todo mi paquete. Quedé así pues a su disposición y no tardaron en usarme.
 
El de la butaca quiso que continuara con mi boca lo que él ya estaba haciendo con su mano. Mientras me inclinaba para satisfacerlo su colega me vertió un líquido viscoso por la raja del culo y se entretuvo metiéndome los dedos.
 
Estaba tan a gusto con la mamada y la manipulación trasera que la polla se me disparó y desbordó la tirantez del jockstrap. Temí que me reprendieran por ello, pero les hizo gracia y dijeron que me quedara así con la polla salida y los huevos apretados.

Escogieron unos arneses que colgaban de la pared y me ordenaron que se los fuera colocando. Me ocupé primero del más gordo, mientras el otro volvía a meneársela indolentemente en la butaca. Procuraba ir con cuidado y me recreaba pasándole las correas entre las turgentes tetas. Por detrás, una tira se le incrustaba en la raja del culo y se adentraba entre las ingles rematada por un aro metálico con el que apresé la polla y los huevos. Él se dejaba hacer complacido con mis tocamientos. Completé el atuendo con varios correajes y quedó con un aspecto imponente.
 
Incorporado el de la butaca, requirió un tratamiento más complejo. A un equipo similar tuve que añadir unas correillas que aprisionaban los huevos y dejaban la polla en horizontal. Me esmeré para no darle pellizcos y agradecí la confianza depositada en mí.
 
Ante semejantes atavíos, me intrigaba qué me correspondería a mí. Pero sólo hicieron que me pusiera unas muñequeras y tobilleras, tras lo cual me llevaron en volandas para echarme sobre la cama. Estaba un poco ridículo con mi polla salida, aunque los vellos del cuerpo se me erizaron cuando vi al de la correilla en los huevos esgrimir un estilete. Pero lo que hizo fue cortar delicadamente las tiras del jockstrap y dejarme liberado. Seguidamente, subiéndome las piernas, fue metiéndome por el culo unas bolas chinas de acero cuya frialdad volvió a erizarme la piel hasta que sólo quedó fuera la argolla de extracción.
 
Me sentía totalmente entregado y deseoso de que usaran mi cuerpo a su antojo. No tardaron en ponerse en acción, pues con firmeza me dieron la vuelta y, boca abajo, me sujetaron las extremidades a las cuatro esquinas de la cama.

El aficionado a meneársela me abordó por la parte superior polla en ristre y me cogió firmemente la cabeza como si fuera un aparato masturbador. La tensión de mis brazos estirados no me impedía esforzarme para lamer los huevos aprisionados por las correillas, alternando con  la succión intensa que me obligaba a realizarle.

Mientras, el otro se dedicaba a sobarme el culo como si lo amasara. Daba tirones de las bolas chinas, lo que me producía escalofríos, y las que salían volvía a empujarlas con el dedo casi hasta meter la argolla. Luego pasó un cojín bajo mi barriga para levantarme, con las piernas bien abiertas y estiradas. Agarraba por debajo mi polla y la manoseaba como ordeñándome. Me ponía de lo más salido y entonces paraba y me la apretaba contra el vientre.

De pronto cayó con todo su peso sobre mí. Se restregaba y podía notar el roce de su cuerpo peludo, pero también se me clavaban los remaches de su arnés. A él también le debía estorbar porque, arrodillado entre mis muslos, se lo fue soltando para arrojarlo finalmente al suelo. Ya cuerpo contra cuerpo, actuó con rapidez y contundencia. Dio un estirón de las bolas chinas, dándome tal sacudida interna que a punto estuve de morder la polla que jugaba con mi boca. Me golpeó varias veces el culo con la verga totalmente dura y me la clavó de un solo impulso. Esta vez el de delante tuvo la precaución de apartarse de mi boca contraída y quejosa. Fue una follada bestial, aderezada con palmadas a mis costados y arañazos a mi espalda. La polla, mucho más gorda de lo que me había parecido a primera vista, dilataba mi interior con ardores.
 
Cuando creía que se iba a vaciar por los resoplidos que daba, se salió, saltó de la cama y pasó a la cabecera para ocupar la boca que su colega había dejado libre. Las arremetidas no eran menos intensas que las anteriores en mi culo, y yo ayudaba succionando cuanto podía. Por fin una pasta caliente y viscosa cayó sobre mi lengua y se deslizó por mi garganta.

Entretanto el otro, que aparentaba más calma, se había liberado de las correillas opresoras de los huevos pero, curiosamente, las había sustituido por un jockstrap ¿Sería para evitar comparaciones con el instrumento que estaba esgrimiendo su compañero? El caso es que se había sentado contemplado las últimas manipulaciones sobre mí y parecía esperar su turno.

Tal vez para darme un respiro o porque prefería usarme de forma más clásica, en cuanto el que acababa de follarme recuperó el resuello, le pidió que lo ayudara a soltarme los amarres. Apenas desentumecido y buscando el equilibro, me encontré con que hacía que me inclinara sobre una butaca apoyando los codos en los brazos. Entonces se sacó la polla y se aseguró de que separara bien las piernas. Sin más dilación se puso a follarme canturreando para llevar el ritmo. Todo y el cambio de estilo, las embestidas no eran de menor contundencia que las de su colega y tenía que tensarme al máximo para que no se me doblaran las rodillas. Éste se corrió más mansamente y se volcó sobre mí agarrándome con fuerza las tetas.

Ya los dos desahogados, tuve el atrevimiento de sentarme para tomarme un descanso que creía merecido, pero repentinamente recuperados se abalanzaron sobre mí y en un santiamén quedé de nuevo ligado en la cama, pero esta vez boca arriba. Ni siquiera descuidaron equiparme con las bolas chinas, a las que parecían tenerle mucho cariño. Desde luego le estaban sacando partido a mi esclavitud, pero yo también estaba realizando con creces mis fantasías.
 
Pero pasó que, estando yo ya dispuesto a que siguieran gozando de mi cuerpo, decidieron tomarse un descanso. No para mí, pues, según dijeron, iban a salir un rato, dejándome allí atado porque no se fiaban de que pudiera fugarme. Así que sin más salieron y encima apagaron la luz. A oscuras y atado me resigné a esperar el tiempo que mis amos estimaran oportuno. Al poco rato oí unos roces alrededor de la cama y algo atrapó mi polla. Por  su humedad y calor no podía ser sino una boca que me chupaba con gran pericia. Aunque la sorpresa era grata, inmovilizado como estaba, no quise llegar a las últimas consecuencias, por temor a la reacción de mis amos cuando me encontraran corrido y pringoso. Así que pataleé todo lo posible y la mamada cesó. Volví a sumirme en la oscuridad y el silencio.

Me había adormecido cuando de repente irrumpió la pareja muy contenta. Al dar de nuevo la luz los vi tal como se marcharon: uno con sus correajes y otro completamente desnudo. Con sorna me dijeron que volvían como nuevos y dispuestos a seguir jugando conmigo. Debían tenerlo todo previsto porque el del arnés tomó posesión de su butaca y volvió a meneársela mientras disfrutaba del espectáculo.

Éste corrió a cargo de mí, claro, y del gordo desnudo. Para empezar se sentó en mi cara y apenas podía respirar con los huevos entrándome en la boca. Se echaba hacia delante y, cambiando los huevos por la polla, me alcanzaba los pezones y me los retorcía. Como mi polla no debió de parecerle lo suficientemente tiesa para sus fines, me liberó una mano para que yo mismo hiciera la faena.
 
Cuando la puse a su gusto, sin olvidar atarme de nuevo el brazo, se abrió el culo sobre mi boca para que se lo dejara bien ensalivado. Se pasó luego a los pies de la cama y fue reculando entre mis piernas separadas hasta que su raja entró en contacto con mi polla. Dirigiéndomela con una mano, atinó con el agujero y se dejó caer. Le entré bien a fondo y él subía y bajaba cada vez con más ímpetu. Yo resoplaba e intentaba ayudar con golpes de pelvis. No sabía hasta dónde querría que llegara, pero llevaba acumulada tanta excitación y el frote era tan intenso que avisé de que estaba a punto de correrme. Como intensificó los saltos, tuve ya vía libre para derramar la leche dentro de su culo. Debió gustarle porque se levantó lentamente, se escurrió hasta quedar sentado en la cama y se echó hacia atrás recostado en mi barriga.

Y no sólo disfrutó el follado, pues el otro, casi simultáneamente,  se corrió  sin parar de meneársela. Como la leche le cayó en la barriga y había pringado el arnés, por fin optó por quitárselo mientras se recuperaba. Se dirigió a la cama y se sentó junto a  su amigo. Desplazó a éste de encima de mi barriga y se puso a contemplar mi polla recientemente descargada. Para mi sorpresa, pues no me esperaba tal comportamiento con un esclavo, empezó a chuparla con los restos que quedaban de su paso por el culo del compañero. Parecía saborearla y yo, agradecido por el traro, no tardé en volver a ponerme en forma.

Bien coordinados, el amigo fue soltándome los amarres y me instó a que me incorporara. Trastabillando por la prolongada quietud forzada me acerqué al que ya se tumbaba de espaldas levantando las piernas. Comprendí el sentido de la postura escogida y posé sus piernas sobre mis hombros. El culo le había quedado bien expuesto y no tuve dificultad para ensartarlo. Me agarré a los muslos y bombeé con vehemencia. El otro me animaba dándome palmadas al trasero. Esta vez tardaba más en alcanzar el clímax, pero no parecía importarle al tomador, que se relamía de gusto. Pero al fin me pidió que saliera y enseguida me echó mano el colega, que acabó la faena haciéndome remojar la polla y los huevos del yaciente.
 
Aunque después de tanto conocimiento carnal el ambiente era propicio a una mayor distensión, quise mantenerme hasta el final dentro del guión con el que tanto había fantaseado. Así que mantuve mi actitud sumisa y oferente. Pero ellos ya se habían dado por satisfechos…

Te dejo con la incógnita de saber si finalmente fui retribuido por mis servicios y, en su caso, de qué forma. Para no hablarte de los apuros que pasé para salir del club en pelotas como estaba, con la fiesta romana ya acabada y abandonado a mi suerte por mis amos, que tenían la ropa en la sala donde habíamos retozado.

sábado, 19 de marzo de 2011

Tu fiesta “a la romana”

Cuando leíste mi historia sobre la esclavitud en la antigua Roma, tus fantasías eróticas echaron a volar. Ya te veías arrojado a la bodega de una nave y conducido para ser exhibido en un mercado, en el que los posibles compradores se recrearan con tu completa desnudez y pudieran tocar cualquier parte de tu cuerpo. Obligado a la docilidad bajo amenaza de severos castigos y con un arete al cuello unido por una cadena a una argolla en la pared eras incitado por el mercader, que pretendía sacar por ti el máximo beneficio,  a no resistirte a tan humillante examen. Te hice volver a la realidad argumentando que los pobres esclavos de la época, por muy buenos que estuvieran, no debían estar precisamente muy cachondos cuando los ponían en venta. De todos modos, cuando una idea te excita pasas de coyunturas históricas y la conviertes en un ensueño morboso.

Como tus caprichos siempre me estimulan a tratar de complacerte, empecé a darle vueltas al tema y a buscar información. Dio la casualidad de que con motivo de los carnavales, en un club osuno, se celebraba una fiesta “a la romana”. Se requería ir disfrazado como correspondía a la temática –incluso si la única vestimenta era una corona de laurel, decía el anuncio– y se animaba a agudizar la imaginación. Me pareció una buena oportunidad y rápidamente hice una doble reserva, ya que el aforo era limitado.

Con gran satisfacción por tu parte te expuse mi plan. Yo me caracterizaría como mercader y te llevaría como esclavo a vender en la plaza pública. Seguro que podríamos montar una pantomima en la que realizar tus fantasías. Preparamos la presentación con todo detalle. En mi caso era más sencillo, pues me bastaría con una túnica austera y un manto, aunque preferí añadir algo de peluca y barba poblada para pasar más desapercibido. Lo tuyo en cambio requería más estudio. Desechada tu sugerencia inicial de aparecer ya en pura pelota sólo con cadenas, buscamos algo que permitiera una mejor dosificación del espectáculo. A unas cintas de cuero que pasaban por debajo de la barriga y quedaban anudadas a los costados le metimos una tira estrecha del mismo material que te tapara escasamente por delante y por detrás. Completaba una especie de jubón  también de cuero envejecido que dejaba medio pecho descubierto. La parte más dramática la componían tobilleras y muñequeras unidas por cadenas y un collar donde sujetar la cuerda con que había de conducirte. Vamos, más o menos, como el gigante de “Quo vadis?”. Hicimos las pruebas y a ti lo que más te interesaba era la facilidad para desprenderte de las prendas llegado el momento.
 
Salimos para la fiesta y me preocupé de que te pusieras al menos una gabardina, entre otras cosas porque estábamos en invierno. Llegados al local preferí hacer una inspección yo solo para conocer el terreno por donde nos moveríamos, y mientras tú te irías colocando las cadenas de brazos y piernas. Había ya un ambiente bastante desmadrado y con tipos de lo más apetitosos. Los disfraces no desmerecían de la época imperial. Lujosas túnicas y mantos dorados y púrpura, pero que se desajustaban con frecuencia, alternaban con cortas clámides  que permitían lucir muslos poderosos. Había quienes optaban por una corta faldilla sujeta por un ancho cinturón y todo el torso al aire e, incluso, los hábilmente tapados con alguna hoja de parra. Curiosamente no me pareció ver ninguna escenificación de amos y esclavos, lo cual haría que nuestra aparición resultara más original. Por lo demás reinaba gran jolgorio, desinhibición y metidas de mano. Más de una cabeza estaba ya oculta por debajo de alguna falda.

Fui a buscarte y, ya a punto, pasé una gruesa cuerda por el aro de tu collar y te conduje hacia la sala. Andabas con cierta dificultad a causa de la cadena y te conminé a que mantuvieras el rostro bajo y con aspecto compungido. Con las manos ligadas a la espalda, tiré de ti entre el bullicio y empezamos a llamar la atención. Había una pequeña tarima en un rincón y allí nos subimos. Dejando bastante holgura sujeté el extremo de la cuerda en un aplique de luz y ya el escenario quedó bien delimitado. Se fueron acercando varios curiosos que pronto comprendieron de qué iba el asunto. A ti ya te veía como transfigurado viajando a lo largo de los siglos.
 
Aunque ya había hecho alguna preparación, fui improvisando un parlamento para poner a la gente en situación y, sobre todo, incitarlos a lo que tú estabas deseando. Te presenté como un jefe de clan que había comprado mediante sobornos cuando estaba a punto de ser ejecutado. Aunque me había prestado muy buenos servicios –recalcando la frase con malicia–,  lamentablemente me veía en la obligación de venderlo por problemas de mis negocios. Garantizaba su lealtad y disponibilidad para cualquier uso que se le quisiera dar, tanto en los trabajos más duros como en los más placenteros. Invitaba a todos los posibles interesados a que, sin deteriorar la mercancía, comprobaran su calidad con la vista y con el tacto.

Era evidente que muchos te observaban con algo más que interés, pero aún no se decidían a tomar parte activa. Hice que te adelantaras al borde de la tarima y te palpé el pecho descubierto como mostrando su consistencia, e indicar de paso que la veda quedaba abierta. Un espectador de la primera fila –un tipo grueso con una breve túnica de tejido muy claro, que transparentaba el abundante vello de su cuerpo– metió la mano por dentro de tu jubón para sobarte la otra teta. Te removiste de gusto y tuve que darte un disimulado pellizco para que no perdieras tan pronto la compostura. Entonces otro concurrente –un apuesto maduro de blanca barba y manto señorial– tiró de la cinta que sujetaba el jubón y éste cayó por su propio peso, quedándote todo el torso liberado. Con una aparente violencia te sujeté la cabeza para que te inclinaras hacia delante. Tus pechos quedaron ahora descolgados y varias manos aprovecharon para sobártelos.
 
Tiré de la cuerda para erguirte y ofrecer así una visión más completa. El taparrabos, bastante ya por debajo de la barriga debido a los movimientos y, sobre todo, a la tensión que le iba aplicado tu polla, apenas te sujetaba ésta y por los lados casi asomaba parte de los huevos.

Se oyeron algunos aplausos –esto en Roma no debía pasar–, que aumentaron cuando hice que te dieras la vuelta y destacaras el trasero. La tira posterior se te había quedado metida en la raja del culo, que aparecía con toda su contundencia.

Me divertía lo bien que estabas disimulando por fin cuánto te excitaba tu exhibición, bajo una máscara de aflicción y servilismo. Te sentías inmerso en mi relato, que tanto te había hecho fantasear. Pero al volver a presentar al público tu delantera, la polla ya desbordaba los límites del taparrabos con una descarada erección. Te conminé a ocultarla, como si diera a entender que ya habías enseñado bastante, lo que provocó un abucheo entre el respetable, cada vez más animado.

Condescendiente te ordené entonces que volvieras a enseñar la polla y la toquetearas para deleite de los lascivos mirones. No vacilaste en sacarla bien tiesa y moverla en todas direcciones. La temperatura ambiente iba subiendo y eso te ponía de lo más cachondo.

Para incrementar el clímax pregunté si seguían interesados en conocer mejor las cualidades de la mercancía. Expresiones y gestos con el pulgar en alto –muy en plan coliseo– dejaron bien claras las apetencias. Fuera de guión, y porque sé que te da mucho morbo, se me ocurrió taparte los ojos con un paño negro. No obstante, para facilitar tus movimientos, te libré momentáneamente del encadenamiento en manos y pies, pero mantuve la cuerda que sujetaba tu collar. Con sigilo deshice el lazo de la cinta que sostenía el taparrabos y éste fue deslizándose por etapas.
 
Para echar más leña a los deseos que suscitabas  y retardar los toqueteos que pronto llegarían, te empujé a la pared del fondo para que, con diversas posturas, fueras mostrándote en toda tu lasciva desnudez. Obedecías a cada indicación y, privado de la visión, te movías con parsimonia, como en un peculiar pase de modelos.
 
Por fin te llevé hasta el borde de la tarima, desde donde ya se elevaban reclamos ansiosos y forcé la teatralidad, volviendo a atarte de pies y de manos para ponerte como colgado a disposición de las fieras. Te dejabas hacer cada vez más identificado con tu papel.
 
Ahora ya no demoré más el permiso para tocar, eso sí con moderación. Tus sensaciones debieron ser extremas cuando varias manos empezaron a recorrer tu cuerpo. Te tanteaban la polla de nuevo bien tiesa y te la levantaban para sopesar los huevos. Hay quien prefería sobarte las tetas y ponerte duros los pezones. Recibías los contactos con murmullos que bien podían interpretarse como lamentos o como expresiones de placer. Esto último era lo más evidente para mí, que sabía lo que estabas disfrutando.

Cuando lograban girarte, tu culo era objeto de las mayores atenciones. Te lo palpaban y estrujaban, e incluso algunos más osados lo abrían para vislumbrar el agujero. Tuve que dar varios palmetazos para frenar los intentos de meter los dedos.
 
Los incondicionales que nos habíamos granjeado se lo estaban pasando de maravilla. Pero llegó un momento en que, por el ajetreo sobre tu cuerpo y el aturdimiento que te producía tener los ojos vendados,  percibí en ti una cierta fatiga, reflejada en la progresiva pérdida de tu vigor. Cuando avisé de que el magreo colectivo tocaba a su fin, hubo cierta protesta. Entonces, uno más lanzado espetó muy metido en la farsa: “Hemos podido apreciar lo bueno que está el esclavo. Pero aún nos falta conocer sus aptitudes para dar placer”. Lo acompañaron rumores de asentimiento entre la plebe. Ya teníamos prevista una demanda semejante y, aunque te conviniera un reposo de los bajos, por el gesto que capté en ti, relamiéndote discreta pero indicativamente, te vi dispuesto a cambiar de tercio. Todo lo que haga falta para que tu mercader haga una buena venta. Y de paso seguir saciando tu sexualidad a tope. Así que te hice sentar en el borde de la tarima con las piernas encogidas y los brazos bien sujetos a la espalda. Aunque seguías con los ojos tapados, tu boca quedaba presta a ser usada.

Para dar el toque de salida y predicar con el ejemplo, me subí la túnica y destapé mi polla,  bien cargada por tantas emociones. Te rocé con ella los labios y la engulliste reconociéndola y haciéndole una cariñosa mamada. No me demoré, pues ya se había formado una cierta cola y me apresté a dirigir el tráfico. Advertí que sólo se trataba de una cata y no se permitiría recrearse más de la cuenta. Con las túnicas abiertas o las faldillas levantadas, iban desfilando con una jocosidad nerviosa. Las pollas que ya venían en forma te entraban en la boca y las chupabas expertamente unos instantes. Las que necesitaban estímulos eran sorbidas y pronto cobraban vida.
 
Aunque reinaba el comedimiento –no hubo que lamentar ninguna eyaculación precoz–, tú ya estabas necesitando llevarte a la boca algo más refrescante y los mamados, comprendiendo que la pantomima no pasaría a mayores osadías, al menos en plan colectivo, se iban dispersando y disolviendo en el ambiente general, donde también se había desatado la lujuria. Pocas túnicas se mantenían como estaban al principio y dominaba el exhibicionismo más desaforado.
 
Te descubrí los ojos y te liberé definitivamente de las ataduras. Cuando tu vista se adaptó a la luz, miraste complacido la orgía que tenía lugar a nuestro alrededor. Yo también me descargué de todas las prendas que tanto me habían hecho sudar. Como ya no íbamos a desentonar, desnudos con estábamos fuimos a buscar algunas bebidas.

Me quedé solo mientras ibas al lavabo y entonces una pareja de lo más apetitosa me interpeló. No recordaba que hubieran tomado parte en nuestra farsa, aunque estaban muy al tanto de lo allí acontecido. Con zalamería me preguntaron si todavía estaba abierta la puja por el esclavo. Respondí que eso ya era asunto tuyo y que podían ir a buscarte.

Como sabía que ibas a estar bastante tiempo ocupado, me fui detrás de un cuerpazo que pasó cerca de mí para ver si me quitaba de penas.

Lo que acabamos haciendo tú y yo por nuestra cuenta como remate de la fiesta romana ya es otra historia.

viernes, 18 de marzo de 2011

Maduros de la antigua Roma


A través de libros de historia y de películas hemos podido tener una visión más o menos precisa de las funciones que cumplían los esclavos en la época romana. Su cosificación y disponibilidad, incluso para satisfacer las apetencias sexuales de sus amos, se ha documentado ampliamente, no sólo en relación con las esclavas, sino también con jóvenes varones. En los mercados eran exhibidos y valorados de acuerdo con los gustos de los compradores, a los que habían de someterse carentes de cualquier autonomía personal. Pero sobre ello me asalta una cuestión. ¿Qué ocurriría cuando el apetito sexual de los dueños se proyectara hacia hombres maduros y corpulentos, más allá de su aptitud para trabajos duros o la lucha? ¿Qué efecto producirían individuos gruesos y velludos presentados desnudos para su venta?

Cayo Flavio, un patricio de edad mediana y algo entrado en carnes, paseaba un día por el mercado de esclavos. Había una gran animación, ya que acababa de llegar una remesa de galos como botín de la derrota sufrida a manos de las legiones. Suscitaba la mayor expectación la zona en que se ofertaban las mujeres, examinadas y palpadas en su desnudez. No le interesaron y se trasladó donde se pujaba, también con mucha concurrencia, por guerreros jóvenes y fuertes. Pero lo que más llamó su atención fue que, casi en un rincón y ligados entre sí por una cadena, se hallaban dos hombres bastante maduros, en comparación con el resto, y de complexión gruesa. Sólo cubiertos por taparrabos de cuero y sentados sobre una piedra, mostraban unas piernas robustas y unos torsos con pechos vigorosos que reposaban sobre sus barrigas. Uno era moreno pero de piel clara, con un vello suave y canoso que cubría gran parte de su cuerpo. El otro, más sonrosado por el pelo rojizo que lo caracterizaba. Sus rostros, sucios y con las barbas crecidas, denotaban cansancio y tristeza.

Ante la curiosidad de Cayo, el mercader, que ya temía que tales ejemplares no fueran muy vendibles, les ordenó que se levantaran. No muy altos, sus redondeces atrajeron al patricio quien exigió que se despojaran del taparrabos. Como tenían las manos trabadas, el vendedor cortó las tiras de cuero que sujetaban las prendas y, al caer estas, habiéndose girado para la maniobra, aparecieron dos sólidos traseros que Cayo manoseó no sin cierto deleite al contacto de la suave pelusa que los ornaba. Vueltos de frente, le llamó la atención el contraste entre las pelambres, oscura del uno y rojiza del otro, que enmarcaban sus sexos. Sin recato sopesó los testículos y bajó la piel de los penes no circuncidados. En principio sólo tenía intención de comprar un esclavo y dudaba por cual decidirse. Pero la rebaja del precio que le ofrecían por los dos y, sobre todo, la mirada angustiada que observó en los esclavos, le indujeron a quedarse con la pareja. Hecho el pago, el mercader le aconsejó que, para prevenir una fuga, no les soltara las ataduras al menos hasta que les hubiera ceñido el collar identificador de su condición y pertenencia. Así que el patricio, tras hacerles recoger sus harapos, que por la ligazón de sus manos sólo podían llevar ahora cubriendo sus partes delanteras, les mando que lo siguieran camino a su casa.

Al llegar a la villa los entregó al anciano jefe de los esclavos, que se había de encargar de colocarles los collares de hierro y, sólo después, quitarles la cadena que los unía y liberarles las manos. Entretanto Cayo se había desplazado a los baños y, despojado de la túnica, se introdujo en una tina de agua caliente y perfumada. Pidió que trajeran allí a los nuevos siervos, que aún llevaban sus taparrabos, algo mejor colocados ahora. Reprendió al anciano por no haberlos adecentado mínimamente y le ordenó quemar harapos tan sucios. Quiso quedarse a solas con ellos y por primera vez les habló directamente. La primera condición para servirlo adecuadamente, les dijo, era que, olvidándose de sus costumbres bárbaras, se mantuvieran siempre limpios. Así que quería comprobar personalmente si eran capaces de lavarse como requería la civilización romana. Ayudándose uno a otro habían pues de desprenderse de toda la mugre acumulada en su vida salvaje. Azorados en un principio, se afanaron en rociarse de agua y frotarse entre ellos. El patricio fue sin embargo admirándose de la pericia y delicadeza con que se manejaban. Las fuertes frotaciones se combinaban con casi caricias, lo cual iba excitando al patricio. Y su exaltación creció cuando se ofrecían los culos y se dejaban repasar las rajas. En el momento en que el moreno se puso a lavarle los huevos y la polla al pelirrojo, a Cayo no le escapó la erección que se elevaba entre la pelambre de fuego. El esclavo se sintió avergonzado y trató de disimular girándose y acelerando la limpieza de su compañero. Nervioso ya el patricio, les conminó a concluir y a secarse con unos lienzos. Luego hubieron de ayudar a su amo a salir de la tina y secarlo a su vez. No dejaron entonces de ver la erección que aquel presentaba. Vistieron los tres unas túnicas ligeras, más rica y con cenefas doradas el señor y de tejido basto los esclavos.
 
Durante la cena, con algunos invitados, no estuvo presente la nueva adquisición. Pero, una vez que los otros esclavos retiraron los restos y limpiaron, Cayo reclamó a la pareja, pues estaba intrigado por su comportamiento refinado y la peculiaridad de su relación. Así que se mostró benevolente con ellos para estimular su confianza y lograr que le contaran sus peripecias vitales. Los dos siervos, a su vez, al  percibir que no eran tratados con crueldad, se mostraron abiertos a desahogarse con su amo. Contaron que no eran guerreros, pero habían sido apresados al invadir los romanos su poblado. Ellos pertenecían a la casta de los druidas, dedicados al cultivo de la medicina y de la astronomía. Eran muy considerados por los lugareños, a causa de las muchas ayudas y remedios que les prestaban. Incluso respetaban la vida en común que llevaban. En cuanto a esto último, confesaron que estaban unidos desde muy jóvenes, no sólo adquiriendo conjuntamente sus conocimientos, sino también por el amor que había ido surgiendo entre ellos. Por eso daban gracias a los dioses porque en la cautividad no hubieran sido separados y más aún porque ahora siguieran juntos tras ser vendidos como esclavos. El relato no dejó de conmover a Cayo, que se congratuló de haber librado a ambos de un destino más brutal.
 
A la mañana siguiente, Cayo captó algunas risitas y cuchicheos entre los otros esclavos. Interrogado el jefe por el motivo de tanto jolgorio, éste le informó de que era debido al comportamiento nocturno de los nuevos, que habían yacido juntos y abrazados, ajenos a los otros que compartían el dormitorio. Cayo, quien más allá de la excitante contemplación de tan singular adquisición aún no había pensado en qué funciones asignarles, decidió entonces destinarlos a su servicio personal y, como primera medida, que ambos velaran su sueño pernoctando en su propia cámara.

Así pues, durante el día, en cuanto quedaba libre de sus ocupaciones, Cayo disfrutaba con la compañía de los druidas, admirado de sus amplios conocimientos e, incluso, aliviado en más de una ocasión de alguna indigestión o de otros trastornos molestos. Las primeras noches se limitó a recibir sus solícitos cuidados, pendientes como estaban de cualquier necesidad que tuviera. Pero eso sí, en cuanto la cámara se cerraba y todos los demás moradores se habían retirado, pedía a sus acompañantes que se desnudaran completamente, e hicieran con él otro tanto. Le producía un relajante placer esa forma de estar en intimidad y observarlos en sus movimientos siempre sigilosos y armónicos. No obstante tener muy clara la conciencia de que eran sus esclavos y podía disponer de ellos a su antojo, sentía un extraño freno a interferir en la relación tan perfecta que percibía entre ellos. Dejando siempre alguna lámpara encendida, los contemplaba con morbosidad contenida cuando por fin yacían en su lecho y no se abstenían de entregarse a sus efusiones amorosas.

Una noche en que se había retirado con un molesto dolor de cabeza, sus cuidadores se desvivieron para darle alivio. Mientras uno le aplicaba paños empapados de agua fría, otro le masajeaba hábilmente en los hombros y brazos. No sólo halló pronto mejora, sino que los contactos propiciados por la desnudez de los tres lo excitaron hasta tener una fuerte erección. Para su sorpresa, una mano del que le daba masajes se desvió hasta hacérselos en la polla. Casi al instante, el de los paños fríos en la frente se pasó a los pies y fue reptando hacia el miembro que el otro le introdujo en la boca. El placer que experimentó Cayo le hizo atraerlos hacia sí y empezar a besarlos con ansia. Sintió dos pollas duras que golpeaban sus muslos y bajó las manos para asirlas. Los esclavos se retorcían y le cubrían por todas partes de besos y lametones.

Ya liberado de inhibiciones, Cayo se dispuso a disfrutar plenamente de cuerpos tan deseados. Mientras el moreno le iba dando lamidas en los huevos y chupándole la polla, hizo que el pelirrojo se abriera de muslos arrodillado sobre su cara. Así podía saborear todo lo que destacaba entre la maraña ígnea de de su entrepierna. Los siervos, por su parte, no se limitaban a satisfacer a su amo, pues en cada revolcón compartían abrazos y besos ardorosos, sabedores de que la expresión de sus afectos enardecía todavía  más a su señor. Este, en efecto, les pidió que se poseyeran mutuamente sobre su propio cuerpo. Entonces el pelirrojo se colocó cruzado a cuatro patas sobre el vientre de Cayo y fue penetrado con fuertes arremetidas por el moreno. Hubo un cambio de posiciones y este último tomó con la boca la polla del amo, que se fue vaciando con espasmos a medida de las embestidas que el mamador recibía. Cesaron las folladas y los esclavos reconfortaron con caricias y besos al patricio.
 
Al cabo de un rato Cayo comprobó que las pollas de sus siervos mantenían su plena turgencia y quiso gozar de ellas. Con un almohadón bajo el vientre su culo quedó bien expuesto. Los esclavos, temerosos de causarle daño, aplicaron un ungüento por la raja y distendieron con los dedos el agujero. Cayo, ansioso, les pidió que le follaran ya y que no pararan hasta que uno y otro se hubiera corrido en sus entrañas. Le entró primero la polla gruesa del pelirrojo que expandió ardor por todo su interior y le hacía gritar de placer. Llegó al paroxismo cuando la calidez se volvió viscosa por el abundante semen vertido. Insaciable clamó por el relevo inmediato y la polla más larga y rugosa del moreno lo penetró con fuerza. Le frotaba y raspaba por dentro con ritmo rápido, hasta que un potente chorro de leche inundó  de nuevo su cavidad. Con solicitud, los esclavos lamieron el goteante culo y ayudaron al amo exhausto a acomodarse en el lecho.

El grato maridaje a tres se prolongó durante varias horas nocturnas. Al despertarse Cayo vislumbró su miembro erecto, que tampoco había escapado a la observación de los esclavos. Estos, obsequiosos, presentaron entonces sus culos alzados por si el amo quisiera aliviarse con ellos. Cayo, perezosamente, se deslizó primero por el lecho y se puso a juguetear con la lengua por las espléndidas rajas y los huevos colgantes. Se avivó su deseo y se dispuso a gozar de tan tentadoras ofertas. Con delectación buscó con la polla uno de los agujeros y probó su textura. Pasó al otro y notó mayor apretura. Bombeó en éste y, cuando la fricción  le hizo subir el ardor, cambió de recipiente y se vació en él. Se consagró a partir de ese momento un peculiar hermanamiento en el que amo y esclavos se complacían entre ellos.
 
Desde esa noche el lecho de los siervos quedó en desuso, siendo siempre compartido el del amo, bien para un sueño relajado y feliz, bien para revolcones cargados de lujuria.

Entretanto el status de los esclavos fue subiendo de nivel, llegando a participar en las concurridas cenas con amigos, ataviados con blancas túnicas de druidas. Tales cenas llegaron a adquirir notoriedad, por el interés que la sabiduría y el ingenio de los druidas despertaba en los asistentes. No tardaron en obtener la manumisión y quedar liberados del collar infamante. No obstante, en su condición de libertos, y pese a que no dejaban de añorar sus bosques y montañas, permanecieron en armoniosa convivencia con su antiguo amo y prosiguieron cultivando y ampliando sus conocimientos y artes.

jueves, 17 de marzo de 2011

El amante celoso (La venganza se sirve en frío)

Hace ya bastante tiempo tuve un tórrido asunto amoroso. Fue con alguien mayor que yo, muy guapo y con un cuerpo de lo más atractivo, de acuerdo con mi gusto por hombres maduros y entrados en carnes. El problema era que tenía una pareja de años, pero en una relación tormentosa. Los dos se ponían cuernos mutuamente en cuanto podían, pero a la vez eran terriblemente celosos y siempre temerosos del abandono por el otro. No obstante me dejé liar, convirtiéndome en su paño de lágrimas. La verdad es que echábamos unos polvos fabulosos y que lo pasaba muy a gusto cuando estaba con él, aunque tuviera que aguantar sus cuitas afectivas. No dejaba de resultar paradójico que, mientras estábamos follando, él  desgranara las sospechas de infidelidad de su amante. A veces llegaba a expresar la intención de abandonarlo por mí y, aunque en aquel entonces yo lo hubiera deseado, era consciente de que los lazos que los mantenían ligados, por mucha complicación que conllevaran, eran imposibles de deshacer.


Llegó un momento en que, en un “crescendo” de tensión entre ellos, acabó por revelar mi existencia, esgrimida como amenaza. Incluso se formalizó una falsa ruptura, como entendí desde el primer momento. Pero no tuve más remedio que acoger al abandonado, que se debatía entre lamentaciones por la pérdida y promesas de una nueva vida conmigo. Así las cosas, no pasaron muchos días para que, hallándonos en pleno revolcón, sonara insistentemente el interfono de la portería. Una voz temblorosa pidió hablar con el refugiado, quien indudablemente había ido dejando suficientes pistas para que aquello pudiera ocurrir. Le pasé el telefonillo y me aparté discretamente. Al cabo de un rato, con expresión de carnero degollado, me dijo que tenía que bajar. Se vistió a trompicones  y marchó a la ineludible reconciliación.
 
No pasó ni una semana y recibí la llamada del huido. Disculpándose por su comportamiento –y cierto era que todo el affaire me había dejado bastante tocado–, no renunciaba sin embargo a seguir relacionándose conmigo. Pero el riesgo y la clandestinidad reforzada que ello comportaría me dieron fuerzas afortunadamente para rechazar la posibilidad de liarnos de nuevo. Luego nos encontramos alguna vez de forma casual y la repetición de sus lamentaciones me confirmó en mi decisión de no volver a caer en la tentación.

Aunque su pareja no había llegado a conocerme en persona, yo sí que los había visto juntos en algunas ocasiones, por supuesto pasando completamente desapercibido. Pero el saber quién había sido mi rival me permitió tramar una dulce venganza. (A partir de ahora, para evitar confusiones, los denominaré respectivamente Andrés y Bernardo).
 
Como las infidelidades debían seguir siendo consustanciales  a sus amores, me encontré a Bernardo en un bar, cuya originalidad consiste en que, algunas noches, es obligatorio el desnudo integral. Era una de esas noches y allí estaba solo. Fue entonces cuando me propuse tratar de ligármelo, en plan de compensación por los daños sufridos. Cierto es que el intento no suponía ningún sacrificio, ya que estaba tan bueno como Andrés, quien en su momento me había comentado que con frecuencia los tomaban por hermanos gemelos. Como estaba claro que buscaba aventuras, no me fue difícil la aproximación, a la que se mostró receptivo. Las copas que tomábamos y la desnudez que exhibíamos facilitaron que no tardáramos en meternos mano, calentándonos mutuamente. Nuestro deseo de pasar a mayores era evidente, pero el local no ofrecía las condiciones adecuadas. En otras circunstancias, no habría dudado en invitarlo a mi piso, mas ahora podría resultar delator, ya que él conocía mi finca. Sin embargo, no quise desaprovechar la ocasión y, alegando que había familiares en casa, le propuse ir a un hotel. Estando ostentosamente salido, lo aceptó encantado.
 
Una vez en la intimidad de la habitación, morbosamente me interesé en hacer inventario de las virtudes y carencias que con insistencia había oído cantar en la época del idilio frustrado. Así me pareció bastante infundado su complejo de polla pequeña, que le hacía temer que no satisficiera suficientemente a su hombre. Si no tan contundente como la de éste, superaba cualquier otra comparación. Sus tetas eran algo más pronunciadas y los pezones más salidos; se notaba que se los trabajaban bien. El vello corporal y su distribución eran casi idénticos en ambos. En cuanto al culo, lo percibía como más rotundo, cosa que me gustó. No tardé en comprobar que tenía el ojete más ensanchado, sin duda adaptado a las arremetidas del pollón que tanto había yo saboreado.
 
Nos las chupamos mutuamente, acreditando Bernardo que tenía un buen maestro en ese arte. Me lamió con ansia el culo –eso no lo solía hacer Andrés–, pero decliné su oferta de follarme. En cambio me dio todas las facilidades para que yo se lo hiciera. Se puso a cuatro patas y, para coger ánimos, me entretuve sobándole los huevos y la polla, que se mantenía tiesa, mientras con un dedo ensalivado  le hurgaba el agujero. Se removía ansioso y por fin lo fui penetrando. Inevitablemente me vino el recuerdo de otro culo con el que tenía que hacer más fuerza. Intensifiqué mis embestidas que, de momento, sólo provocaban  tenues suspiros. Pero con un fuerte bufido me hizo saber que se había corrido. También me vino a la mente la confidencia de que, al poco de follarlo, se vaciaba irremediablemente. Entonces me salí e hice que se pusiera boca arriba. Me senté en su barriga y él me acabó de masturbar, cayendo la leche entre sus tetas.
 
No hablamos para nada de nuestras circunstancias personales y él expresó su deseo de repetir el encuentro. Aunque el revolcón había sido excelente, y en parte me compensaba de la pérdida sufrida por su causa, temí que el intercambio de teléfonos que sin duda habría sido lo necesario para tal propósito, empezara a liar el asunto y se corriera el riesgo de volver a las andadas a la inversa. Algo contrariado, hubo de aceptar mi inconcreción, limitándome a esperar una nueva coincidencia.

Al cabo de poco más de un año me tropecé por la calle con Andrés. Muy contento me contó que ahora vivían juntos en una población de la costa y que más de una vez habían comentado que les gustaría poder disculparse conmigo por lo que me habían hecho pasar y agradecerme la caballerosidad con que me había comportado. Por eso se alegraba de haberme visto y aprovechaba para invitarme a comer con ellos algún día; así de paso Bernardo me conocería por fin. Me subyugó la forma en que se iban sucediendo los acontecimientos en toda esta historia y acepté la propuesta; ya se vería qué pasaba con los reconocimientos.

En la fecha escogida me presenté en el piso de la pareja con dos botellas de buen vino. Me abrió Andés y, tras un afectuoso saludo, me condujo a la sala, donde me esperaba Bernardo. Los ojos se le salían de las órbitas cuando me vio, pero mantuvo el tipo y se mostró encantado de conocerme finalmente. Como era un caluroso día de verano, ambos iban descamisados y no tardaron en sugerirme que también me desprendiera de mi camisa sudada, todo lo cual me pareció un sugestivo signo de confianza. Me enseñaron el piso, orgullosos del hogar que habían fundado, y estuvimos un rato en la terraza disfrutando de las vistas sobre la playa. No perdió ocasión  el sorprendido, en el momento en que se ausentó Andrés para traer unas bebidas, de decirme entre escamado y divertido: “Así que eras tú. ¿Y lo sabías?”. “Desde luego –le contesté–, pero puedo ser una tumba”. Me dio un achuchón justo cuando volvía Andrés. “Vaya, sí que os habéis caldo bien”, fue su comentario.

La comida –que decidieron fuera en la terraza– transcurrió muy agradablemente y ambos se esmeraban en que todo fuera de mi agrado. Me contaron que ahora trabajaban juntos y que les iba muy bien, viajando con mucha frecuencia. Acertadamente nadie hizo referencia a historias del pasado y yo les informé de que estaba iniciando una relación que me satisfacía mucho. Aunque no lo tenían por costumbre, disfrutaron con el vino que les había traído. A lo tonto a lo tonto, cayeron casi las dos botellas y eso nos fue poniendo cada vez más alegres. Ya en el café se pusieron cariñosos los dos, recayendo también algún mimo sobre mí, pero sin que pudiera interpretarse como incitación sexual. Más bien pensé que, por prudencia de uno y de otro,  se abstendrían de entrar en ese terreno.

Pasamos al despacho, donde me mostraron sus últimas adquisiciones tecnológicas: una cámara fotográfica digital de gran calidad y un ordenador último modelo. En aquel tiempo yo era todavía muy novato en materia de informática y más todavía en lo relacionado con Internet. Así que me interesaron sus explicaciones y demostraciones. Empezaron a enseñarme fotos de viajes, pero de pronto aparecieron algunas de ellos desnudos. Bernardo, que era el experto, dudó unos instantes, pero, tras un gesto de asentimiento por parte de Andrés, prosiguió la exhibición. Eran imágenes de lo más sugerentes, incluyendo erecciones y variados actos sexuales. No despegaba la vista de la pantalla, pues el conjunto de los dos en esas actitudes me tenía cautivado y, cómo no, calentado. Instintivamente me llevaba la mano al paquete, lo que no escapó a la mirada socarrona de Andrés.

La siguiente muestra tuvo que ver con la posibilidad, novedosa para mí, de chatear usando vídeo. Bernardo buscó entre sus contactos y encontró a un conocido conectado. Éste llevaba tan solo unos calzoncillos y se pusieron a tontear con lo de “si yo te enseño, tú me enseñas”. El interlocutor se anticipó desprendiéndose de su única prenda. Bernardo correspondió poniéndose en pie, bajándose a la vez pantalón y slip, y mostrando al de allá y a los de acá la polla semierecta. Fueron sólo unos segundos, pues volvió a  subirse la ropa y cortó pronto la conexión, pero la temperatura subió considerablemente en el despacho.
 
Bernardo, algo azorado pero nada arrepentido, bromeó acerca de las cosas que se acaban haciendo con Internet. Reí para rebajar la tensión, pero con la pulsión sexual a punto de estallar. También me llamaba la atención la actitud cautelosa de Andrés. Bernardo se quejó más tarde de lo que se le resentía la espalda cuando llevaba rato ante el ordenador y lamentó la poca traza de Andrés para darle masajes. Lo tomé como una indirecta liberadora y me dispuse a atenderle. Lo cogí por  los hombros e improvisé un masaje que Bernardo recibió con agrado. Como sus reacciones a mis toques eran cada vez más insinuantes, fui pasando directamente al magreo y alargaba las manos bajo sus brazos para sobarle las tetas, lo que aumentó sus expresiones de gusto. La mirada sorprendida de Andrés y su ignorancia de que el cuerpo de su amante ya me era conocido multiplicaban la excitación que me iba dominando. Pensé que tal vez le extrañaría lo fácilmente que nos estábamos compenetrando quienes en otro tiempo habíamos sido rivales por su causa. Pero también temí que, dados los antecedentes de la pareja, se pudiera desencadenar un numerito de celos, como si Bernardo buscara restregarle por las narices que ahora lo prefería a él.
 
Se despejaron mis dudas cuando, por fin, Andrés abandonó su pasividad y se colocó detrás de mí. Mientras me abrazaba e iba soltándome el cinturón, notaba el endurecimiento de sus bajos contra mi trasero. Entretanto Bernardo, sin sustraerse a mis tocamientos, se había liberado del resto de ropa y mostraba la polla en plena erección. Se levantó de la butaca y suplió a Andrés en la tarea de desnudarme. Este último aprovechó a su vez para quedarse en cueros. Ya en igualdad de condiciones, nos fundimos en un beso a tres, entrelazados y entrechocando las pollas. Como muestra de reconciliación definitiva, me agaché y se las chupé alternativamente. La verdad es que los dos juntos resultaban de lo más seductores. Entonces Bernardo me alzó e inmovilizó abrazándome por la espalda, lo que dio oportunidad a Andrés para hacerme una mamada.

Fuimos a parar al amplio sofá –probablemente el dormitorio lo considerarían recinto sagrado– y allí me encontré como en un sandwich, achuchado entre los dos. Se afanaban sobando y chupando por todo mi cuerpo. Pero las fotos que había visto hacía poco me impresionaron tanto que tenía el morbo de verlos follar en vivo. Primero me escurrí provocando que llegaran a formar un 69 muy amorosamente sincronizado. Induje después a Bernardo a que se arrodillara apoyado en los cojines del respaldo y, mientras le lamía el culo, animaba con una mano la polla de Andrés Atraje a éste hacia la posición adecuada y se empotró en su amante. Mientras bombeaba y lo arrullaba, yo me puse detrás acariciándolo. No tardó Bernardo en correrse, como ya le ocurriera en el hotel.

Me concentré entonces en tantear la raja de Andrés con mi polla, recordando viejos tiempos. Él se acomodó saliéndose de Bernardo, que se tumbó en el sofá para chupársela al compás de mi follada. A punto de vaciarme me aparte y acabé echando la leche en la cara de Bernardo. Esto excitó tanto a Andrés que se la meneó hasta llegar a imitarme. Bernardo estaba medio cegado, así que Andrés corrió para traer una toalla y limpiarlo con cariño. Me temí que el ataque coordinado hubiera herido el amor propio de Bernardo, pero no se alteró la armonía reinante y todos nos reímos del desenlace.
 
Cínicamente recalqué que me había encantado conocer por fin a Bernardo y les agradecí la acogida que me habían dispensado y la grata sorpresa de que hubieran compartido hasta ese punto conmigo su intimidad. Ellos por su parte puntualizaron que no habían premeditado lo sucedido, pero que el clima de confianza que se había ido creando hizo que todo fuera rodado.

Al marcharme pensé en la de disgustos que nos habríamos ahorrado si el conflicto lo hubiéramos resuelto en su momento  como habíamos hecho hoy. De todos modos, había tenido mi desquite y, pese a la frase de que la venganza se sirve en frío, en mi caso había llegado a ser bastante caliente. Me queda además el recuerdo de las fotos que, en un descuido, copié en un vulgar disquete.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Puertas que se cierran y ventanas que se abren

Esa frase de que cuando dios cierra una puerta abre una ventana, más o menos y en sentido laico, puede servir para encabezar esta historia.


Te habían regalado un par de pases para una fiesta en un club privado pero, al no poder asistir porque tenías un compromiso previo ineludible, me los cediste por si los quería aprovechar. Se trataba de un “fetish club” que, en esta ocasión y al margen de sus actividades privadas, invitaba a osos y demás especies corpulentas. La vestimenta máxima permitida era un slip o un jockstrap, o también desnudez completa. Me supo mal no ir contigo, pues lo habríamos pasado muy bien, ya que te mueves como pez en el agua en esos ambientes. No me dio tiempo a conectar con alguien que me pudiera acompañar, así que, movido por la curiosidad, me decidí a acudir yo solo.

El local, muy bien montado, se compone de una planta baja con vestuario y un amplio bar, adornado con la parafernalia propia de estos lugares, y una planta alta con recovecos, camastros de distintas alturas, slings y colgaduras, donde se despliega la principal actividad. Una vez despojado de la ropa de calle y con un escueto slip, me adentré en el bar. Había bastante ambiente y enseguida me llamaron la atención los grupos de osos gordos y peludos, cuyos cuerpos desbordaban los pequeños slips, o bien lucían culos orondos por las traseras de los jockstraps, o simplemente lucían una completa desnudez. También se veía algún correaje espectacular. Estuve por allí un rato, cerveza en mano, recreando la vista, mientras ellos charlaban entre sí o se daban sobeos cariñosos. También había otro tipo de hombres, delgados o musculados, que no llamaron tanto mi atención.


Me animé a realizar una inspección por la planta alta. Había ya un gran trasiego de sexo desbordado, con la particularidad de que todo se hacía a la vista y se podía tocar, siempre que no se dificultara la actividad principal. Así, cuando uno estaba arrodillado chupándosela a otro, un paseante le tocaba el culo o le lamía las tetas. Los 69 en lechos elevados tenían mucha concurrencia de público y las folladas en slings eran animadas sujetando y magreando al colgante. Metí mano discretamente a veces y hasta acepté alguna mamada. Pero la verdad es que los tipos que más me gustaban estaban ocupados, o seguían de tertulia en el bar.
 
Como se podía salir y volver a entrar, opté por tomarme un descanso y aprovechar para cenar algo. Tal vez luego encontraría la posibilidad de participar mejor en la meleé. Me pusieron en la mano un sello del local y busqué una cafetería próxima donde tomar un bocado. En la que escogí ya había disminuido bastante la clientela, así que me aposenté en la barra y pregunté al camarero si aún funcionaba la cocina. Me contestó afirmativamente y en ese momento quedé deslumbrado por lo bueno que estaba. Maduro y gordito se movía con mucha gracia y mostraba un rostro agraciado y risueño. Ya me lo imaginé pululando desnudo por el club y me dije para mis adentros que a éste no me lo dejaría perder.

Pues resultó que, mientras esperaba el plato combinado que había encargado y al servirme la cerveza, se fijó en el sello del club en mi mano. Sonriente se acodó en la barra y lo señaló con gesto cómplice. No tuve reparo en reconocer que venía de allí y entonces comentó que le habría gustado conocerlo pero no había tenido ocasión. Como de paso, le expresé mis dudas sobre si volvería, ya que, al haber ido solo, me había sentido un poco cortado. Recalqué asimismo que tenía un pase sobrante. Fue a traerme el plato y, al verlo desplazarse, lo deseé ardientemente. Le ofrecí entonces el pase y lo aceptó agradecido, aunque aún faltaba un rato para que cerrara la cafetería. Le dije que yo volvería al club y que me gustaría mucho que él viniera más tarde. Me dio un apretón en el brazo y me marché haciendo votos para que mis deseos se volvieran realidad.
 
En el club el panorama era muy similar al existente anteriormente. No obstante esta vez me quedé de guardia en el bar sin perder de vista el acceso desde el vestuario. Al cabo de un tiempo mi sorpresa fue mayúscula cuando vi aparecer al camarero completamente desnudo. Lo que había intuido en la cafetería se me mostró ahora en todo su esplendor: unas tetillas redondeadas hacían juego con su barriga, todo ello tapizado por un vello bien distribuido; entre los sólidos muslos destacaban polla y huevos oscurecidos por la pelambre. Vino directo hacia mí y me besó en los labios. Me explicó, como excusándose, que él llevaba un boxer y, al no disponer de slip o similar, en recepción le habían dicho que entonces fuera desnudo. No pude responderle más que me encantaba su opción y para confirmarlo le acaricié los bajos, no tardando en notar un rápido endurecimiento.

Parecía encajar perfectamente en el ambiente desinhibido del local, pues se sentó en un taburete del bar, girado y con las piernas abiertas. Frente a nosotros cuatro gorditos retozaban ostentosamente, y eso sin duda lo excitaba. Me atrajo hacia sí y me hurgó en el slip, que pronto acabó en el suelo. Juntó las dos pollas y las frotaba poniéndolas bien duras. Se acercó un osazo impresionante que empezó a sobarlo por detrás. Él se dejaba hacer, pero me complació su actitud de poner en claro que yo era su pareja principal, besándome cálidamente.
 
Le sugerí que conociera la planta superior como lo más original del local. La actividad colectiva continuaba allá arriba y cuando apareció mi invitado varias miradas recayeron sobre él. Paseamos unos minutos, observando a los actuantes y su público. Tuve un impulso y, sentado en una banqueta, me puse a chupársela. Él me agarraba la cabeza y me excitaba aún más al ver las manos que lo iban magreando. Luego me hizo subir a una bancada más alta y, separándome los muslos, se amorró a mi polla. Su culo saliente provocó más de un intento de follarlo, pero él lo rechazaba, sólo permitiendo que los sobaran. Se subió al banco y, sin dejar de chupármela, se giró para meter su polla en mi boca. El público aumentaba y nos animaba con sus roces y comentarios.

Le llamó la atención un sling disponible y a él se encaramó. Cuatro voluntarios de distintas cataduras físicas le sujetaron a los laterales brazos y piernas en alto. De momento me coloqué detrás para besarlo y pellizcarle los pezones. Su polla tiesa y vibrante era toda una tentación y varias bocas desfilaron chupándola y lamiendo los huevos. No quise perderme el festín y pasé adelante desplazando a los espontáneos. No sólo tenía a mi disposición el magnífico conjunto, sino que, por la posición que propiciaba el sling, el culo del sujeto se me abría en toda su plenitud: un círculo rosado flanqueado por generosas nalgas cubiertas de suave pelusa. Eché mano de abundante líquido lubricante (obsequio de la casa) y me afané en extendérselo por toda la zona inferior del cuerpo. Polla y huevos lucían brillantes y no me abstuve de frotes masturbatorios. Pero el ojo ciego que tenía delante reclamaba mi atención, así que, con más dosis de aceite, fui metiendo el dedo para abrir camino. El colgado se estremecía y yo notaba la distensión que se iba produciendo. Una mano anónima se deslizó entonces entre mis piernas y me dio un masaje vigorizante. Me incorporé, rebasé con la polla la zona del culo y me incliné para juntarla con la suya, duras ya ambas. Cuando me pidió que me pusiera un condón tuve claro  lo que quería que hiciera. Obedecí y enfilé luego el agujero agarrado a sus muslos levantados. Lo follaba a buen ritmo y él ronroneaba de placer. Además los “supporters” de las cuatro esquinas impedían un balanceo excesivo del sling.

De repente, un tiarrón fuerte y peludo, en el que hasta el momento no había reparado, se arqueó hasta alcanzar con la boca la polla del follado. Tras una vigorosa mamada y, como yo no podía soltarme de manos sin arriesgar el equilibrio,  lo masturbó por mí. Sonorizado con un fuerte resoplido, el chorro de leche se expandió sobre la redonda barriga. Sentí la contracción del ano en mi polla y me salí, quité el preservativo y, con unas pocas pasadas de mano, mi semen se juntó con el suyo.
 
El espectáculo había excitado sobremanera a los cooperantes y más de una salpicadura no cayó encima. Pero ya lo ayudé a bajarse del sling, entumecido como estaba por la forzada postura, y procuramos limpiarnos lo mejor posible con toallas de papel. La experiencia tocaba a su fin y, a falta de la ducha que habríamos necesitado, optamos por vestirnos y marchar. Estábamos los dos muy satisfechos. Él por la novedad de la experiencia de un sexo tan participativo. Yo porque de forma inesperada había salvado la noche, y con alta calificación.

Como mi pareja ocasional vivía fuera de la cuidad, lo invité a venir a casa. Tras una relajante ducha compartida, con caricias mutuas, y cansados como estábamos, caímos a plomo en nuestra amplia cama.

Había descartado la posibilidad de que tú aparecieras, porque ya se sabe lo que acabas enredándote con tus compromisos. Pero sorpresivamente, cuando acabábamos de conciliar el sueño, oí que entrabas. Con la luz que encendiste en la entrada vi como avanzabas por el pasillo. No me extrañó que ya fueras desnudo, pues es lo primero que sueles hacer al entrar en casa. Pasaste directamente al baño y percibí el ruido de la ducha. Al poco rato te deslizabas en la cama junto a mí. Era evidente que te habías percatado de que no estaba solo, pero, al intentar darte alguna explicación, me callaste con un beso y me susurraste que la fiesta de la que venías había sido un aburrimiento –seguramente porque no habría habido toda la marcha que a ti te gusta–, que estabas muy bebido y que mañana sería otro día. Abrazado a mí te quedaste frito.
 
Al cabo de unas horas, ya con plena luz del día, me desperté y pude apreciar los corrimientos de cuerpos que se habían producido en la cama. Lo primero que vi a un palmo de mi cara fue el orondo culo del invitado, que estaba completamente girado y en posición fetal. Tú estabas boca arriba y en diagonal con la cabeza a mis pies. Tu polla presentaba una magnífica erección matutina y en sus oscilaciones rozaba la cara del otro que reposaba en tu muslo. Acaricié el culo que tenía tan a tiro y metí la mano por la entrepierna. Tras tantear los pegados huevos, di con la polla que se desperezaba entre las piernas juntadas. Remugó el sujeto despertándose poco a poco y percatándose de lo que ofrecías a sus ojos.
 
Entonces se me ocurrió hacer unas presentaciones un tanto peculiares. Actuando con sigilo te calcé un condón. Te removiste apreciando el roce, pero sin llegar a despertarte. El huésped captó la idea y gustosamente tomó posiciones. Se fue sentando con suavidad sobre tu verga hasta tenerla dentro del todo. Entonces tomaste conciencia del apetitoso cuerpo al que te hallabas ensartado. Saltaba acelerando el ritmo y tú disfrutabas de un despertar tan ardiente. Yo me había excitado y el gordito gesticuló para que me acercara y poder chupármela.

Como la polla del follado estaba dura y tamborileaba en tu barriga, te saliste de su culo e hiciste que se echara hacia atrás. Te pusiste a mamársela y, ya que tu trasero quedó disponible, aproveché mi minga ensalivada para follarte a mi vez. Yo sabía que, además de saborear, calibrabas las dimensiones de lo que tenías en la boca y que, para ti, en la variedad consiste el gusto. Así que cedí mi puesto al tercero en discordia. Te montó con decisión y removías el culo dándole cancha.
 
El cansancio de la noche anterior y tu resaca frenaban la entrega a mayores proezas, así que, colocándonos los tres muy juntos nos masturbamos hasta que, uno tras otro, nos fuimos vaciando sobre nuestros vientres.

Durante el desayuno, en el que el camarero quiso lucirse preparando unas deliciosas crepes, ya pude hacer unas presentaciones más formales. Tú expresaste lo agradable que te había resultado la sorpresa al volver a casa algo frustrado. El camarero, por su parte, reconoció que no se había enterado de tu llegada, pero que los tanteos que iba percibiendo durante la noche, y que no venían sólo de mí, le hicieron sentirse en buenas manos.