martes, 27 de septiembre de 2011

Una familia nada convencional

Un antiguo colega más joven que yo, al que había ayudado en sus comienzos profesionales, se puso en contacto conmigo. Habíamos perdido la relación hacía tiempo, pues él pronto estuvo trabajando en otro  país, aunque yo guardaba un grato recuerdo. Me gustaba mucho, pero entonces no se daban las condiciones para llegar a conocer sus inclinaciones. Me contó que se había casado allí y precisamente habían regresado para pasar el verano con un tío de ella  que tenía una gran casa en la playa. Me propuso que aprovechara para pasar al menos un fin de semana con ellos. Como me hacía gracia volver a verlo, no dudé en aceptar.

Me había dado la dirección en una zona costera que no conocía y mi primera sorpresa fue llegar a una urbanización que se anunciaba como nudista. Al adentrarme con el coche buscando la casa, efectivamente comprobé que las personas que iban por la calle prescindían de cualquier vestimenta. Llamé a la puerta intrigado por lo que podía encontrar. Me abrió una mujer bastante joven y de buen cuerpo que mostraba su completa desnudez con toda naturalidad y me dio un par de besos. “Te estábamos esperando, pasa”. Ante mi expresión de perplejidad, añadió riendo: “No me digas que Rafa no te había dicho nada… Pues voy a llamarlos”. Ni se me ocurrió soltar la bolsa de equipaje en el suelo pensando en lo que iba a venir. Enseguida volvió ella flanqueada por los dos hombres tan desnudos como ella. En escasos segundos constaté la catadura de ambos. Rafael era ahora mucho más atractivo que como lo recordaba, claro que nunca antes lo había visto así. La madurez le había sentado muy bien y había redondeado sus formas que se mostraban generosas.


En cuanto al tío de su mujer, más o menos de mi misma edad, también exhibía un aspecto harto saludable y lo que llegó a llamarme la atención en mi visión fugaz fue una polla que, aún flácida, superaba en mucho la media. Rafael me abrazó como si nada y se me puso la piel de gallina al sentir la suya contra mí, aunque yo estuviera vestido. “Perdona que no te haya puesto al corriente, pero pensé que te gustaría la sorpresa… Ya sabes que en el extranjero se cogen costumbres raras”, bromeó. Lógicamente hice como el que está de vuelta de todo. Me presentaron al dueño de la casa, quien muy cordialmente también me estampó un par de besos. Ganas me dieron de estrecharle no precisamente la mano.

Una vez superado el impacto inicial, mientras Gerta y Erik preparaban la comida, Rafael me acompañó a la planta superior para colocar mis cosas y si quería refrescarme un poco. De paso también aprovecharía para ilustrarme sobre las costumbres de la casa. Una nueva sorpresa fue que se trataba de un espacio único, presidido por dos grandes camas juntas tipo americano. A un lado se hallaba la zona de baño, con una amplia ducha y un sofisticado jacuzzi. Mi expresión provocó otra vez una sonrisa a Rafael: “Ya ves que aquí lo compartimos todo sin tapujos… Te acabará gustando”. Me dejó para que me acomodara y bajara cuando estuviera listo. Me pareció bastante claro lo que significaba ese “listo” y, bajo una rápida ducha, hice mi composición de lugar: Mi problema no era de pudor, sino que, por la falta de costumbre, se me descontrolara alguna reacción física a causa la vista y el contacto con los dos varones, en contraste con la naturalidad reinante. Claro que, al haber también una mujer, la cosa podría tener una cierta ambigüedad y, en todo caso, serían comprensivos. Bajé pues y, como era de esperar, no produje ningún impacto. La comida, al estar la mesa de por medio, transcurrió con bastante tranquilidad. Desde luego, pese a la animada charla, no dejaba de valorar en mi interior la buena pinta de lo que se me ofrecía a la vista, sobre todo cuando se levantaban para traer alguna cosa.
 
Para tomar el café la situación varió. Erik, el tío, puso una música suave y se repantigó en el que sin duda era su sillón favorito. Rafael y Gerta ocuparon el sofá contiguo y yo, una butaca frente a todos. Preventivamente crucé las piernas aparentando relajación y dispuesto a arrostrar los peligros. Y vaya si los hubo… Para empezar Erik  cerró los ojos y su sobrina lo disculpó: “Siempre da unas cabezadas, pero le gusta que haya gente hablando”. Pero el casó fue que, en su plácido sueño, se le produjo una  creciente erección que, en su caso, resultaba ostentosa. Mi inevitable mirada solo dio lugar a una sonrisa de los otros dos, como diciendo que son cosas que pasan.


Procuré desviar la vista y concentrarme en ellos. Pero ahí la cosa también tuvo su qué, porque cuando me contaban cómo se conocieron se pusieron de lo más cariñosos. Si con ropa ya habrían resultado expresivos, al desnudo eran toda una exhibición. No solo se daban besos, sino que se toqueteaban a la brava. Si él le acariciaba a ella un pecho, ésta le correspondía pellizcándole un pezón –bien apetitoso, por cierto–. No se privaban de tocarse mutuamente la entrepierna y, claro, el efecto en él era más vistoso. Se me llegaron a hinchar las pelotas –en el sentido figurado y en el real– y ya no tuve el menor reparo en descruzar las piernas y no ocultar los estragos provocados en mi anatomía. “Pobre… Nos estamos pasando antes de tiempo”, fue el comentario risueño de Gerta. Remachando lo enigmático de la alusión temporal con un “todo se andará”, Rafael se puso de pie y cambió de tema. Con la polla morcillona aún casi frente a mis ojos, planificó la tarde. 
 
Como Gerta y su tío tenían clase de música –él era profesor en la urbanización y ella aprovechaba para no perder la práctica con el piano–, me propuso que diéramos una vuelta por la playa. Equipados tan solo con unas chanclas y una toalla al hombro, Rafael y yo enseguida estuvimos cerca de la orilla. Nada que reseñar de lo típico de una playa nudista, salvo el recreo que siempre supone para la vista y más con lo bien acompañado que estaba. No dejaba de asombrarme la transformación que se había operado en la forma de vida del joven tímido –aunque ya entonces muy atractivo– que había conocido. Después del chapuzón nos tendimos en las tollas uno al lado del otro. Me explicó que estaba muy satisfecho de haber ido a parar a una familia tan libre y espontánea, sin tabúes de ninguna clase entre ellos. Añadió que esperaba que, aunque fuera por unos días, yo disfrutara con ellos, manifestándome tal como me sintiera. ¿Era esto último una pista de que intuía mis inclinaciones? Desde luego, si me hubiera dejado llevar por mis instintos, allí mismo la habría hecho una mamada. Pero al no ser el momento ni el lugar, me conformé con recordar su anterior expresión de “todo se andará”. Para llenar el tiempo me llevó a un bar con una muy bonita decoración, donde por supuesto todo el mundo iba desnudo y pude ojear, por cierto, a más de un tipo impresionante. 
 
Cuando volvimos a la casa ya estaban Gerta y Erik con la temprana cena preparada. Todo transcurrió de forma similar a la comida y yo me empezaba a sentir más relajado. Al terminar salimos a tomar una copa a la terraza y contemplamos la puesta de sol junto a un faro. Aún me gustó más retroceder con la excusa de ir a coger algo y poder contemplar los hermosos culos de los apoyados en la balaustrada. Erik fue luego a poner una música bailable y el matrimonio no tardó en aprovecharla. Me resultaba curioso y a la vez excitante verlos bailar así con los sexos muy pegados. Me sorprendió que Erik, con una especie de parodia versallesca, me reclamara como pareja. Le seguí el juego ya dispuesto a asumir las consecuencias. Porque era inevitable que así abrazados nuestras pollas se llegaran a tocar. Pero no dejó de tranquilizarme, a la vez que ponerme cachondo, que ambas se fueran endureciendo al unísono. ¡Y vaya si el espadón de Erik se apretaba contra mí, presionando para entrar en la entrepierna y levantándome los huevos! Así que al menos el tío era de mi cuerda…, o se amoldaba a lo que tuviera entre manos.

Hubo un cambio de parejas y me correspondió Gerta. Como todavía me duraban los efectos del fregoteo con su tío, no quedé en mal lugar, pues también ella se ceñía estrechamente a mí. Sentía curiosidad por observar qué pasaba con los otros dos, pero salvo que bailaban también muy juntos, no pude captar la reacción en los bajos de Rafael. Por fin me tocó tenerlo en mis brazos y, al acercárseme, se me aceleró el corazón, al ver que venía empalmado. Con toda naturalidad se pegó a mí y nuestras pollas entrechocaban al ritmo de la música. En mi embeleso me musitó al oído: “Así es como funcionamos… ¿no te parece maravilloso?”.

Tras este tórrido preludio, la noche se presentaba abierta a cualquier género  peripecias. Excitados evidentemente los cuatro, cada uno a su manera, subimos al dormitorio. La unión de las dos anchas camas prometía de todo menos reposo inmediato. Supuse que una nos correspondería a Erik y a mí, como así fue en un principio, pues luego se volvió todo mucho más fluido. Nada más tomar posiciones, de nuevo Gerta y Rafael marcaron la pauta. De los abrazos y besos revolcándose no tardaron en pasar a la jodienda. Rafael, erguido sobre las rodillas y subidas las piernas de Gerta sobre sus hombros la follaba entrando y saliendo con vehemencia, al tiempo que nos dirigía miradas de complicidad. Distraído como estaba yo a dos palmos de la pareja, no había prestado atención a los movimientos de Erik, a quien de repente sentí amorrado a mi polla. Chupaba de una forma magistral y, para completar mi placer, alargué una mano para acariciar el culo basculante de Rafael. Entonces éste, tan complaciente, cedió su puesto a Erik, cuya gran polla se encajó en el coño de Gerta, y me ofreció la suya, que saboreé húmeda y salada. Con una contorsión de cuerpos, el pollón de Erik pasó a la boca de Gerta, cuyo coño era lamido por el tío. Rafael a su vez, sin abandonar mi mamada, se volcó sobre mi polla meneándola y chupándola. Me sumieron en tal frenesí que ya no sabía qué polla entraba en mi boca, que también encontraba un chocho para libar. Mi sexo asimismo iba siendo trabajado con diversos estilos. Llegué a tal nivel de excitación que tuve que avisar que ya no aguantaría más. Comprensivos ante lo que tal vez para ellos era una rendición prematura, se calmaron y se regocijaron con mi frenética masturbación. Cuando me hube vaciado me acariciaron con mimo. Vencido por el cansancio y la emoción, acabé dormido como un tronco, ajeno a lo que siguiera aconteciendo a mi alrededor.
 
A la mañana siguiente, aunque me desperté temprano, me encontré solo en el dormitorio. Pero oí actividad en la planta baja y supuse que eran los preparativos del desayuno. Así que bajé sin preocuparme por la erección matutina que lucía. “Parece que has dormido bien”, fue el saludo de Rafael. Aquel día tenían previsto que lo pasáramos en la ciudad, para que la conociera y así desintoxicarme de tanto naturismo, dijeron. La verdad es que ya le había cogido gusto – ¡y qué gusto!–, pero tenían razón en que no íbamos a estar todo el día dale que te pego y resultaba muy adecuada la visita cultural. Así que nos turnamos en el aseo, todo a la vista por supuesto, y vergonzantemente tuvimos que cubrirnos para adentrarnos en el mundo textil.
 
Regresamos al anochecer cansados y sudorosos. Y a estás alturas ya no me sorprendió a propuesta lúdica de compartir el jacuzzi. Recuperada nuestra desnudez nos fuimos introduciendo y el cálido burbujeo resultó de lo más estimulante. Al borde de la gran bañera había diversos objetos: velas de cera perfumada, aceites, los típicos patitos amarillos de goma…, pero también algún que otro consolador. Gerta, juguetona, cogió uno de estos de regular tamaño y lo lanzó al agua. El artefacto navegó por la tempestad burbujeante hasta que Rafael lo atrapó. Se puso a recorrer con él el cuerpo de Gerta y, ya en las profundidades, sin duda se lo metió, a juzgar por los movimientos de ambos.
 
Erik se desplazó hacia ellos para participar. Se enzarzó en una lúdica lucha con Rafael hasta que, en los intercambios, éste quedó sentado sobre aquél. Rafael se restregaba divertido pero, en un momento dado, llegaron a algo que me produjo un morboso asombro. Porque, por la forma en que Erik se movía y la quietud en que quedó Rafael, no me cupo la menor duda de que lo había penetrado. Me lo confirmó aún más la mirada pícara que me dirigió Rafael, expresiva de la liberalidad de sus comportamientos. Pero el espectáculo no había hecho más que comenzar, para mi deleite y excitación. Gerta –quien ya debía tener asumido que del invitado no le cabía esperar más que contactos de cortesía– se sentó en el borde del yacuzzi con las piernas abiertas, lo que provocó que Rafael se levantara también y, afanoso, le comiera el coño. Como para ello quedó con el culo en pompa por fuera de las aguas, Erik, erguido con su falo a punto, retomó el enculamiento de Rafael. Me maravillaba contemplar cómo aquella imponente verga entraba y salía con total complacencia del receptor.
 
Esto ya me puso como una moto, de manera que me deslicé bajo el arco que formaba el cuerpo de Rafael y lo sobé y lamí a discreción. Mi amigo no fue insensible a mis desvelos y, tras zafarse de la presa de Erik con un meneo del culo, tuvo la deferencia de invitarme a catarlo también. No me lo pensé dos veces y, a punto como estaba, me clavé en el agujero tal vez demasiado dilatado, para mi gusto, a causa de la perforación previa. Pero estaba realizando mi fantasía recurrente desde que volví a verlo de poseer a aquel colega tímido y ya entonces apetitoso de antaño. Él ponía todo de sí y removía el culo incitándome. Entretanto Gerta, sujetando la cabeza de Rafael sobre su regazo con una mano, se auto complacía con la otra. Erik, erguido sobre nosotros y enardecido, se exhibía meneándosela. Era toda una apoteosis de sexo, pero me resistía a ser otra vez la primera baja. Así que frené, desalojé el culo de Rafael y me dejé caer sobre él abrazándolo. En mis caricias di con su polla, con la que empecé a jugar. La presionaba pegándola a su vientre y me encantaba notar cómo iba endureciéndose. Tiré de él para que se irguiera y Gerta, condescendiente, lo soltó. Ahora tenía a mi disposición su magnífica delantera. La tranca de Erik, que se puso al lado, animaba aún más el cuadro. Atrapé la polla de Rafael con la boca y tomé con una mano la de Erik. Chupaba asiendo los huevos y Rafael se entregaba voluptuoso. No descuidaba la frotación en Erik, con la morbosa curiosidad de cuál se correría antes. Pero casi hubo empate, pues nada más sentir mi boca llena, la leche de Erik me cayó sobre los hombros. Yo estaba excitado al límite y, alentado por los manoseos de los dos varones, acabé vaciándome dentro de Gerta, como tributo a su hospitalidad.
 
Fue una noche de dulces caricias colectivas. A la mañana llegó la hora de mi marcha y, tras mostrarnos el mutuo afecto que se había fraguado en tan intensa estancia, me di el gusto de conducir desnudo hasta los lindes de la urbanización, con la mente repleta de ardorosos recuerdos.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Seguridad ante todo

Fui víctima de un incidente bastante ridículo. Resultó que, al bajar del autobús en el que me había desplazado al centro, di un mal paso y en el intento de recuperar el equilibrio se me enganchó una presilla del pantalón y se produjo un considerable desgarro de la costura lateral. Procurando disimularlo, me dirigí directamente a unos grandes almacenes cercanos. Me probé unos pantalones y le expliqué al dependiente la necesidad de llevármelos puestos. Así que puso en una bolsa los averiados y cortó la etiqueta que colgaba para hacer el pago. Cuando me disponía a descender por la escalera mecánica, el arco detector pitó escandalosamente. Enseguida apareció un fornido guarda de seguridad –que por cierto ya me había llamando la atención cuando llegué– y me requirió. Desde luego, llevar en la bolsa un pantalón usado era de lo más sospechoso y tuve que mostrarle el tique de compra. Pero lo que pitaba no era la bolsa sino yo mismo, por lo que su desconfianza no de disipó. Al borde de la indignación por la presunción de infractor, se me ocurrió sin embargo espetarle: “¡Igual me quiere cachear!”. Me ablandó el rubor que apareció en su cara, más llamativo en un tipo de su envergadura. Al fin y al cabo, para él tampoco era un plato de gusto tener que cumplir con su deber. Casi susurrando me dijo: “Cachear no, pero me temo que hay un problema. Y si no los solucionamos ahora va a ir pitando cada vez que pase por cualquier arco”. El caso era que el dependiente había olvidado que tenía que quitar la pieza de detección que estaría enganchada al pantalón por dentro, y yo, con la ofuscación del momento, tampoco había notado nada. “¿Y qué se le ocurre?, porque no me voy a quitar los pantalones aquí en medio”, tercié yo. “Si le parece, podemos ir a un despacho de esta planta”. No dejaba de darme cierto morbo: los dos a puerta cerrada y yo bajándome los pantalones. Lo seguí y no se me escapaba lo cortado que iba el hombre. Pero también me fijé en el cimbreo de su culo con el realce que le daba el uniforme. Abrió con una llave y me di cuenta de que cerraba por dentro. Quise desplegar toda  mi amabilidad y dije con tono jocoso: “Vamos allá”. No me recaté en absoluto al soltar el botón de la cintura y bajar la cremallera. Incluso remangué los faldones de la camisa para que no estorbaran. Justo al desplegarse hacia los lados las dos partes delanteras apareció el dichoso artilugio grapado junto a la cremallera hacia la mitad de ésta y resaltando sobre mi slip blanco. “Ya pensaba yo que estos pantalones se me ajustaban de una forma muy rara”, se me ocurrió bromear. Mi acompañante soltó una risita nerviosa con la mirada clavada en mi delantera y me atreví a retarle con una voz neutra: “¿Me lo podrá quitar aquí? Me pongo en sus manos”. Su sonrojo iba en aumento, pero cogió una especie de tenacillas de las usadas para desbloquear esos controles y se inclino con ella ante mis bajos. Para sujetar la pieza a quitar tuvo que estirar el trozo de tela en que estaba adherida y el dorso de su manaza me presionó la polla. Nervioso como estaba no atinaba y los roces se acentuaban. Debió notar que mi endurecimiento era ahora el que presionaba sobre sus nudillos, porque detuvo sus maniobras, dio un resoplido y clavando la vista en la protuberancia de mi slip dijo, como disculpándose: “Así va estar difícil”.


Convencido de que ya lo tenía en el bote, opté por cambiar la estrategia. “Será mejor que me quite los pantalones”. Lo hice apoyándome en su brazo velludo para mantener el equilibrio. Mi slip, desencajado con tanto movimiento, a duras penas sujetaba mi erección. Extendió la prenda sobre una mesa y parecía no tener prisa en el uso de la tenacilla. Me arrimé por detrás para mirar lo que hacía y restregué mi dureza sobre su culo respingón. Se quedó como paralizado con los brazos levantados y aproveché para pasar una mano hacia delante y tocarle el paquete. Me encantó que lo tuviera no menos hinchado que el mío. Se giró bruscamente y casi temí que se hubiera sentido ofendido –la gente a veces hace cosas raras, como amagar y no dar–, pero tiró hacia abajo mi slip y miró mi polla liberada. No le di tregua y me lancé a desabrocharle el pantalón ajustado que bajé junto con el slip negro. Como activado por un resorte, se levantó un pollón de capullo húmedo sobre unos gordos huevos bien apretados a la entrepierna.
 
Se había puesto tan excitado que se me adelantó y arrinconándome contra la pared me agarró la polla y se inclinó para metérsela en la boca. En su frenesí casi se atraganta y tuve que sujetarle la cabeza para controlarlo. Como se mostraba algo torpón, decidí apartarlo delicadamente y ocuparme de su aprendizaje. Di unos suaves pases manuales a su instrumento, cada vez más mojado, al tiempo que le acariciaba y presionaba los huevos. Él arqueaba las peludas piernas por el gusto, que llegó al colmo cuando abrí bien la boca para dar cabida a su cilindro; y aún no me cupo entero. Todo su cuerpo se cimbreaba con mis chupadas y, para mayor precisión, estiré los brazos y me agarré a su culo. Me encantó tantear su volumen y su tacto piloso, hasta el punto que deseé contemplarlo en todo su esplendor. Así que detuve la mamada y lo forcé a girarse. Mereció la pena encararme a aquella apetitosa parte de su anatomía. La cubrí de lamidas y mordidas, que él soportaba ronroneando. Luego me incorporé y me ceñí con fuerza. Mi polla quedó encajada en su raja, pero sin penetrarlo. Con las manos hacia delante le fui desabrochando la camisa para poder asir sus tetas pronunciadas y juguetear con el vello que las poblaba. Parecía que se volvía loco y de una revolada me levantó en vilo y acabé sentado sobre la mesa.
 
Ahora sí que su boca dominó con destreza mi polla y la intensidad de sus chupadas no cesó hasta que me hube vaciado. Sin interrupción se irguió y meneándosela frenéticamente se me corrió encima. Tuve que limpiarme con mi slip que, empapado, eché a una papelera. Entretanto, el motivo de nuestro encierro quedó solucionado en un periquete, con un simple pase de la tenacilla. Recuperé entonces los pantalones, aunque con cuidado al subir la cremallera por haberme quedado a pelo. Él recompuso su uniforme, salimos con discreción y me acompañó hasta el dichoso arco, que atravesé sin la menor señal de alarma.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Los siete monjes

Desde la lejanía en la que escribo mis recuerdos, lo acontecido tras mi fuga del palacio del Obispo también pudo ser así:

Cuando vagaba por los campos en la esperanza de no ser apresado, llegué al pie de una sierra. Fui ascendiendo por ella y adentrándome en el tupido bosque que la poblaba. Tras avanzar bastante, me sentía agotado y hambriento, temeroso además del frío y los peligros de la noche que no tardaría en caer. Inesperadamente, en la soledad del paraje, oí un canturreo que me intrigó. Con mucha cautela traté de localizar su origen y observé que un rollizo monje seguía una senda, cargado con un voluminoso saco. En mi desesperación y sin apenas reflexionar me presenté ante él. Asustado ante quien podía ser un salteador, adoptó una actitud defensiva. Pero pronto percibió mi aspecto desvalido y se interesó por mí. A grandes rasgos le expuse mi situación y le supliqué ayuda. Para mi consuelo, me ofreció que lo acompañara a su monasterio, un recóndito cenobio en la ladera de la sierra, donde vivían en comunidad siete frailes. Fui acogido por todos ellos con solicitud y me invitaron a compartir su refrigerio. Me sorprendió la variedad y calidad de los manjares, que se correspondían con la saludable catadura de mis anfitriones. No tuvieron reparo en explicarme que su holgado modus vivendi se basaba en la venta de un bálsamo que había adquirido fama de milagroso. Con un macerado de hierbas de la sierra y un ingrediente secreto curaba enfermedades o imperfecciones de la piel en cualquier parte del cuerpo. Pese a su elevado precio era muy demandado por la nobleza y las cortes reales, incluso remotas. Esta información sobre el comercio de los ermitaños me hizo temer que no estuviera en un lugar demasiado discreto. Pero me tranquilizaron al añadir que, para preservar su secreto, nunca había contacto directo con los compradores sino que los pedidos y las entregas se pactaban mediante palomas mensajeras, y un fraile llevaba la mercancía al mercado de la ciudad donde se habría citado al enviado para recogerla.

Me dejaron en una celda con un cómodo y cálido lecho. Vencido por el cansancio y con el apetito saciado, inmediatamente caí en un sueño profundo. Me despertó la luz del día y encontré que habían sustituido mis ajadas y sucias ropas por una especie de túnica de lino. Me vestí y, ante la quietud que reinaba, salí del aposento. Avancé por un corredor cada vez más extrañado por no encontrar a nadie en mi camino. Pensé que seguramente la comunidad estaría en oración. Pero al llegar ante una puerta más grande que las que había dejado atrás me pareció oír lo que, al principio, me  sonaron a cánticos religiosos. Aunque, prestando más atención, comprendí que se trataba de voces entremezcladas con risas. Llevado por la curiosidad empujé suavemente la puerta y lo que vi hizo que me tuviera que frotar los ojos, creyendo que se trataba de una alucinación.


Los siete monjes estaban completamente desnudos, todos ellos bien entrados en carnes y con distintos niveles de vellosidad corporal. Pero lo más sorprendente era que o presentaban una potente erección  o eran ayudados manualmente a conseguirla. No causó ninguna alarma mi incursión sino que, por el contrario, el que identifiqué como quien me había recogido en el bosque me hizo señas de que pasara adentro. Dirigiéndose a mí sin el menor recato por su ostentoso priapismo me explicó que estaban trabajando. En lo que tal trabajo consistía pude comprobarlo a continuación. Se iban colocando ante una vasija de cristal de boca ancha y se masturbaban. Los más rápidos no tardaban en verter en ella su semen, para a continuación dedicarse a animar a los rezagados, bien agarrándoles las vergas y meneándoselas, bien aumentando su excitación con sobeos corporales. El caso es que todos contribuyeron en más o en menos al llenado de la vasija.
 
Una vez cumplida su misión me rodearon muy satisfechos del deber cumplido. Lo cierto es que, después de lo visto y en la proximidad de tanto hombre deseable, de buena gana habría puesto también mi granito de arena. Pero, ya que había tenido conocimiento directo de su forma de actuar, querían que supiera asimismo su razón de ser. Dieron por supuesto que no me habría costado comprender que había presenciado la obtención del ingrediente secreto de su pócima milagrosa, que luego debería someterse a un complejo proceso de mezcla y destilación. Pusieron de relieve no obstante las exigencias que conllevaba poder satisfacer la creciente demanda. Por ello, necesitaban estar bien alimentados e, incluso, para garantizar la calidad y cantidad de sus aportaciones, tener sexo entre ellos y así mantener en alto su pasión.
 
Seguidamente me pidieron que, ya que les había caído de cielo –aunque también lo entendí como una contraprestación por su acogida–, aceptara hacerles de refuerzo. Recalcaron que, dado el secretismo de su misión, que para mí también era beneficioso, les era prácticamente imposible hacer proselitismo, por el riesgo que comportaría la menor indiscreción. Fueron sinceros al añadir que, por la novedad y ser yo más joven, el nivel de sexualidad  que requerían se vería incrementado. Por supuesto, precisaron, siempre que mis inclinaciones naturales no fueran contrarias.
 
Respondí que de buen grado me ponía a su disposición y que, para demostrarlo, quedaba en sus manos allí mismo si les parecía oportuno. No tuve que decirlo dos veces y ya estaba uno quitándome la túnica, otro agarrándome la polla y un tercero sobándome el culo. Mi rescatador, que parecía llevar la voz cantante, quiso poner un poco de orden y sugirió que, como muestra de bienvenida, yo escogiera la forma que mejor deseara para llegar al fin último de la eyaculación. La verdad es que me colocaba en un compromiso por la de posibilidades que se me podían ocurrir entre tanto varón solícito. No quise desperdiciar la ocasión y opté por la intervención de los siete: dos se turnarían para chuparme la ya tiesa polla, a dos les cogería las suyas con cada mano y dos me irían acariciando por delante y por detrás; el séptimo me presentaría la vasija llegado el momento. Regocijados se distribuyeron los papeles y en unos instantes me sentí elevado a un nivel increíble de placer, que se me hizo corto pues, cargado como ya venía de antes, no tardé en avisar al portador de la vasija.
 
Para completar la elaboración del bálsamo disponían de una sala similar al obrador de un alquimista, con una complicada acumulación de frascos, probetas, estufas y demás artilugios. Allí hacían sus cocciones y mezclas, cuidando minuciosamente las proporciones exactas. En los tiempos muertos de las esperas, sin embargo, aprovechaban para mantenerse en forma. Aunque llevaran sus austeros sayales, era habitual que alguno se metiera bajo un faldón e hiciera una mamada, o bien destapara un trasero y se pusiera concienzudamente a dar por el culo. Al ser yo todavía un inexperto en su ciencia, cooperaba dedicándome con asiduidad al suministro de placer.
 
Pero también ocurría que no siempre estaban juntos los siete frailes. Uno o dos de ellos, dependiendo de la carga prevista, habían de bajar al mercado más cercano para adquirir provisiones, aparte de las periódicas citas para las entregas del elixir. No obstante tampoco perdían el tiempo, pues se las apañaban para seducir a algún labriego o pastor y, tras cepillárselos, hacer que se corrieran en un frasco, con lo que recaptaban materia prima.
 
En las horas de descanso, aunque las celdas eran individuales, la actividad no cesaba. Llevado por mi curiosidad de novicio, me divertía hacer rondas de vez en cuando. Así encontraba a dos o tres follando en las posturas más diversas. Y en lugar de sentirse sorprendidos me invitaban cordialmente a participar. Otras veces me deslizaba en la cama del algún solitario que no vacilaba en ofrecerme su culo. Cuando no era abordado en mi propia celda por algún hambriento de polla. Eso sí, nunca faltaba tener a mano un recipiente para las emergencias.
 
Indudablemente el lema que mejor le correspondía a la orden en la que me hallaba integrado sería el de fornica et labora. Después de la vida de ocultación de mis apetencias y de mis últimas aventuras, me pareció haber llegado a un paraíso de sensualidad. De los siete robustos monjes no sabía decir cuál me atraía más, pues todos se mostraban extremadamente cariñosos y dispuestos a dar y recibir placer. Ni por asomo anhelaba una libertad que me llevaría a un mundo hostil y violento. Poco a poco, y debido a una existencia tan regalada en todos los sentidos, fui adquiriendo volumen y ya no me diferenciaba en nada de mis queridos hermanos. 
 
¿No le ha recordado a alguien lo que con el tiempo se convertiría en el cuento de Blancanieves y los siete enanitos?

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El monje

Nací y me crié en un castillo, como segundo hijo de su señor. Fueron aquellos unos tiempos muy tranquilos en que las aldeas y caseríos que la fortaleza protegía florecían con sus cultivos y ganados. Cuando, con mis hermanos y otros mozos, jugábamos por los campos, no era demasiado aficionado a sus simulacros de batallas ni, más adelante, a sus devaneos con las jóvenes lugareñas. En cambio, me encantaba contemplar los manejos de los rudos aldeanos y quedaba extasiado si los veía refrescándose en el arroyo o bañándose desnudos. Me sentía por ello diferente, pero procuraba ocultar mis inclinaciones, temeroso de que se descubrieran.

Al ir alcanzando la pubertad, el destino de mi hermano mayor quedó orientado, como primogénito, hacia el oficio de las armas, al que se entregó con gran entusiasmo. Por los que respecta a mí, mis padres decidieron dedicarme al servicio de la Iglesia. Tener que abandonar mi plácida existencia por los que me parecían rigores eclesiásticos me llenó de zozobra. Pero me vi obligado a entrar al servicio del Obispo como paso previo a mi futura formación sacerdotal.

Mi existencia se volvió monótona y aburrida, en un ambiente opresivo radicalmente distinto a la libertad de la que hasta entonces había gozado. En cuanto a mis inclinaciones, cierto es que a veces mi mirada se quedaba clavada en algún robusto clérigo, pero mis pensamientos eran apartados por el sentimiento de pecado que me atenazaba. Pasado el tiempo, fui tomando conciencia de las intrigas palaciegas, exacerbadas ante el delicado estado de salud del viejo Obispo. Su sucesión era objeto de las más diversas ambiciones y percibí las extremas maniobras que estaban dispuestos a desplegar los aspirantes. Mi suerte dio un vuelco cuando, incidentalmente, sorprendí una conversación que versaba acerca del intento de forzar la voluntad del Obispo en su lecho de muerte a favor de un candidato. Mi presencia fue descubierta y temí por mi seguridad. Ello, unido al desagrado por la irreversibilidad de un destino cada vez más próximo, hizo que fraguara en mí la idea de una fuga, tal vez no demasiado consciente de los riesgos que comportaría.

Llevé a cabo mi decisión no con excesiva dificultad y anduve un tiempo vagando por los campos y alimentándome de frutos robados y algún que otro animal que lograba cazar. Tenía pensado llegar a la cuidad, donde pasaría más desapercibido, y allí buscar algún trabajo; aunque mi crianza no me había preparado para ningún oficio. Lo que ignoraba era que, comunicada mi desaparición a mi familia, fue considerada como una deshonra y se organizó una partida para localizarme, comandada por mí hermano mayor. Mi inexperiencia y exceso de confianza facilitó mi captura. De nada sirvieron mis súplicas de perdón, pues se me condenó a ser recluido en un apartado convento, del que nunca volvería a salir.

El convento estaba regido por una orden de extremada severidad, constituida por unos pocos monjes dedicados a la oración y al trabajo. Pero yo no fui recibido como miembro, sino más bien como prisionero. Se me recluyó en una siniestra celda solo iluminada por un estrecho ventanuco. Era un auténtico preso, al que, una vez al día, le pasaban las escasas comida y bebida por una trampilla de la puerta. La angustia que me causaba esta situación, que se me representaba como un entierro en vida, llegó a tentarme con acabar con mi existencia.

Sin embargo, al cabo de unos días, fui trasladado a una celda bastante diferente. Más amplia y con un ventanal provisto de postigos para contrarrestar el frío, disponía de dos camas juntas, una mesa y un par de asientos. Contaba además con una especie de pileta junto a un orificio a través del cual, mediante una polea, podía extraerse agua con un cubo. Poco después de mi encierro en ese nuevo lugar, se presentó un monje quien, según me dijo, había sido encargado de mi custodia y también de mi educación. Aunque solo él podría salir y entrar de la celda, que compartiría conmigo. Desde el primer momento, no dejó de llamarme la atención el aspecto de mi guardián. Robusto en sus toscos hábitos, su rostro barbudo de hombre curtido, pese a la severidad de su presentación, irradiaba una bonhomía que inspiraba confianza. Me atreví a preguntarle si no era para él una carga tener que ocuparse de un proscrito como yo además de dedicarse a las tareas propias de su orden. Solo obtuve como respuesta una  tenue sonrisa irónica.

Una vez que tomó el mando sobre mi vida, en lo primero que se fijó fue en mi ropa ajada y sucia, ya que seguía con la que portaba el día de mi fuga del Obispado. Me ordenó que me despojara de ella, que habría de sustituir por otra más adecuada. Obedecí, quedando desnudo en su presencia, y entonces me conminó a subir cubos de agua y verterlos en la pileta. Hizo que me introdujera en ella y comenzó a frotarme como no recordaba que nadie hubiera hecho desde mi infancia. Solo que ahora sus decididos refriegues me producían una extraña sensación. Entretanto me explicó que, si habíamos de convivir, debíamos evitar lo que pudiera resultar desagradable de uno para el otro. Quedé titiritando mientras él se ausentaba por unos momentos, para volver con un hábito similar al suyo aunque de color más claro. Una vez vestido me dijo: “Estarás hambriento. También compartiremos la comida”. De nuevo se marchó, sin dejar de asegurarse, como la vez anterior, de que la puerta quedara bien cerrada. Tardó algo más en volver, pero ahora portaba unas viandas de mejor aspecto y sustancia que las que hasta entonces me habían suministrado, así como una jarra de vino. Ansiosamente me lancé sobre la comida y la bebida, hasta el punto de dejar muy poco para él, quien, pese a dejarme hacer, me recombino: “En adelante habremos de ser más equitativos. A no se que pretendas librarme de mis grasas”. E hizo el gesto de mostrar su oronda barriga.

Cuando llegó la hora de acostarse, cada uno ocupó su cama. El monje inmediatamente se sumió en un sueño profundo, como atestiguaban sus sonoros ronquidos. Por ellos y por la proximidad del cuerpo de mi guardián –ya que las camas estaban tan juntas que, incluso, en sus agitaciones llegaba a posar una mano sobre mí–, me mantuve desvelado bastante tiempo. Particularmente me conmocionó el observar, al reflejo de la luz de la luna, que  en su hábito, por debajo del vientre, iba creciendo una protuberancia de la que no despegué los ojos hasta que se me cerraron por el cansancio y las emociones.

Cuál no sería mi sorpresa cuando, al despertarme recién amanecido, lo encontré completamente desnudo junto al ventanal. Liberado de sus hábitos, se me aparecía como un hombre maduro y fornido, tal como yo había recreado de siempre en mis fantasías. Nada más percatarse de mi vigilia, me interpeló: “Ven a ayudarme en el baño, como ayer hice contigo”. Tembloroso por la turbación me apresté a sacar agua del pozo. Pero él ya se había metido dentro de la pileta  a fin de que le fuera vertiendo las sacas del cubo por encima. “Ahora frótame bien y no te andes con remilgos”, mandó, sin duda consciente de mis titubeos. No me podía creer que mis manos estuvieran tocando aquel cuerpo tan deseable –ya me lo reconocí abiertamente– y que, como ajenas al control de mi mente, iban recorriéndolo palmo a palmo. El tacto de su piel, más suave de lo que hubiera imaginado, cambiaba al contacto de las abundantes zonas pilosas, en las que mis dedos se entretenían. Se puso de pie, bien remojado, presentando primero el dorso. Desde los hombros fui resbalando y revolviendo las franjas velludas que enmarcaban la espalda. Al llegar al remolino húmedo de la rabadilla me detuve unos instantes, ofuscado por lo que venía a continuación. Pero su posición firme hizo que superara mis escrúpulos. Puse mis manos sobre el rotundo culo, invadiéndome un intenso placer a medida que lo manoseaba. La raja se me representaba como un insondable abismo oscuro, pero él se adelantó a mis vacilaciones: “Pasa abundante agua por ahí”. Haciendo hueco con una mano vertí varias veces el líquido por el canalillo, mientras que la otra mano se deslizaba cada vez con más soltura por su interior. Aunque él recibía mis friegas sin inmutarse, hube de contener el ardor que se instalaba en mi entrepierna, afortunadamente oculta por mi hábito. Cambié entonces a adueñarme de sus potentes muslos y, en ese trance, se dio la vuelta. Una endurecida verga casi me azota la cara, pero él soltó una risotada: “Esto le pasa a los hombres por la mañana, ¿no es verdad? Tú empieza por arriba”. Apartando la mirada a duras penas de aquella joya, me afané en frotarle los peludos pechos. Mis manos se acoplaban a sus copas y tropezaban con los salidos pezones. El deslizamiento por la gruesa barriga me acercaba cada vez más a la espesura del bajo vientre. Mis dedos se llegaban a ensortijar cuando me vino una nueva advertencia: “Mira por si encuentras algún bichillo; yo no puedo verme”. Escruté atentamente procurando que la vista no me quedara prendida en el tronco que parecía brotar vibrante entre la maraña. “Repasa también la bolsa que me cuelga”, añadió a continuación. Palpé pues las dos gruesas bolas cubiertas por rugosa piel y tampoco hallé nada entre los pelos que la poblaban. Solo noté que me caían unas gotas transparentes desprendidas de la punta enrojecida del miembro que persistía en su turgencia. Ya sin esperar instrucciones, me puse a recogerlas con un dedo presionando levemente el orificio que las expulsaba. Me sorprendió –aunque en el fondo la deseaba– su petición: “Me vendrá bien que frotes un poco más fuerte”. Con el corazón saltándome en el pecho empuñé el falo haciendo retroceder la piel hasta descubrir por entero el capullo casi púrpura. Mi mano bien asida se movía arriba y abajo, hasta que, con estremecimientos de todo su cuerpo y unos bramidos que me asustaron, expulsó un chorro espeso y lechoso que salpicó la pechera de mi hábito. Se serenó rápidamente y concluyó: “Acaba de limpiar, que no tenemos todo el día”. Con brazadas de agua lavé la pringosa pieza, que solo al contacto de frío empezó a ablandarse. Sin más se enfundó su hábito y se marchó a sus labores, según dijo, quedando yo encerrado.

Me hallaba sumido en una excitación desconocida y el calor que me recorría el cuerpo hizo que me despojara del hábito. Mi polla latía ansiosa de alivio. No es que nunca antes me hubiera dado satisfacción, como ocurría tras contemplar a los campesinos e, incluso, recreándome en la imagen de algún clérigo. Pero ahora, la experiencia vivida con todos mis sentidos me estallaba por los poros. Frenéticamente me la sacudí y, en apenas unos instantes, liberé la carga. Solo así empecé a recuperar el sosiego, aunque la incertidumbre sobre cuándo regresaría no dejaba de mantenerme alterado. No volvió hasta el anochecer, provisto de comida y bebida que compartimos. Sin la menor referencia a lo ocurrido por la mañana, no dejó sin embargo de comentar: “Te noto cabizbajo”. “Es este encierro”, mentí. Solo añadió una risa socarrona.

Cuando decidió que era hora de acostarnos, obviamente me sentía mucho más alterado que la noche anterior. Aunque vestidos, yacíamos a un palmo de distancia y me envolvían los efluvios que irradiaba su humanidad. Pronto quedó dormido y yo traté de cerrar los ojos buscando el reposo. Súbitamente sentí que una de sus manos se descargaba sobre mi pecho y, en su sueño agitado, la movía como si buscara algo. Acabó reposando sobre mi sexo que, bajo su presión, empezó a endurecerse. Pero dio un brusco giro y sus manos ahora agarraban inquietas los faldones de su hábito. Los fue subiendo como si le agobiaran hasta dejar su falo erecto al descubierto. Tentado estuve de aplicarle por mi cuenta el mismo remedio que en el baño. Pero, en su agitación, se dio media vuelta y cayó de bruces sobre su jergón. Se movía subiendo y bajando, y yo veía alucinado los movimientos de su culo desnudo. Por fin quedó inmóvil y sus ronquidos acompañaron la placidez recobrada de su sueño.
 
Me sacó de mi tardío adormecimiento zamarreándome. “Hoy el baño te toca a ti”, fue su saludo. Supe que había de desnudarme y así lo hice, para ocuparme a continuación del llenado de la pileta. Pero las abluciones iban a ser más a conciencia que en mi anterior baño. Como primer indicio de ello ordenó: “Quédate de pie como yo ayer y así podré frotarte mejor”. Y como segundo, aún más turbador, añadió: “Me quitaré también el hábito para no empaparlo”. Frente a frente los dos desnudos, y con la perspectiva del contacto de sus manos, mi cuerpo no pudo menos que reaccionar con una patente erección. Rió: “Ves como te pasa por las mañanas lo mismo que a mí”. Y se acarició el miembro, que no tardó en crecer. Dócilmente me entregué a sus manipulaciones, que él iba planeando: “Ponte de espaldas”. Esta vez cogió un paño tosco, que remojó, y mientras con él en una mano me frotaba, su otra mano se movía palpándome y estrujándome las carnes, tanto como se agitaba mi interior. Porque, aunque él estuviera fuera de la pileta yo y dentro un poco más elevado, se acercaba tanto que notaba el roce de su cuerpo e incluso su polla azotándome los muslos. Agarró mi culo bien restregado como si se aprestara a abrir una calabaza. Parecía que me lo fuera a desgajar de lo fuerte con que me habría la raja. Me sobresaltó sentir cómo un dedo me penetraba hasta el último nudillo. “Esto está muy bien”, murmuró. “Y ahora por delante”, concluyó haciéndome girar. “¡Vaya!, ni con el agua se te baja”, ironizó al comprobar mi estado. No me atreví a replicarle que a él tampoco. Escaso tiempo le llevó mi parte superior, ya que, en sus abrazos desde atrás, ya me había dejado bien sobado el pecho. Se concentró en mi vientre y en mis huevos, a los que sometió a un expurgo similar al que yo le tuve que hacer. Pero pronto dedicó toda su atención a mi polla, que sacudió como comprobando su consistencia. No pude menos que esperar entonces unas friegas que acabaran vaciándome en su presencia. Pero me dejó estupefacto cuando, en lugar de eso, le acercó la cara, abrió la boca y la engulló entera. Una sensación desconocida hasta entonces me invadió y el placer fue aumentando a medida que, apretando los labios, sus chupadas hacían el efecto de succión. Sujetándome por las caderas, no paró hasta que le llené la boca. Tragó y como justificándose explicó: “Esto purifica la sangre”. Temblándome aún las piernas, me salió casi sin pensar: “¿No necesitaría yo purificar también la mía?”. “Tal vez a la noche”, respondió. “Ahora tengo que irme”.

Pasé el resto del día dándole vueltas a sus palabras y apenas probé bocado de la comida que quedaba de la noche anterior. La soledad y quietud de mi encierro contribuían a que el tiempo se me hiciera eterno y solo pudiera pensar en las inesperadas delicias que me estaba ofreciendo, paradójicamente, mi guardián. Cuando regresó, hube de hacer esfuerzos para disimular mi impaciencia, que contrastaba con la parsimonia que lo caracterizaba. Por fin dio la orden de acostarse y temí que hubiera olvidado mi petición. Pendiente de si iniciaba los ronquidos, pude ver sin embargo que iba subiéndose el hábito hasta taparse con él la cara, quedando al descubierto de la barriga para abajo. Todavía su verga reposaba tranquila sobre los huevos, pero entendí su gesto como una invitación y ya no pude retrasar más lo que tanto deseaba. Sigilosamente me acerqué y se la levanté con la lengua. Empezó a crecer en paralelo a mi excitación y antes de que se me pudiera escapar me la metí en la boca. El tamaño alcanzado casi me desbordaba y tuve que apretar los labios para retenerla. Traté de imitar las succiones que tanto placer me habían producido y me alegré al percibir sus bufidos y la agitación que lo recorría. De pronto me sujetó la cabeza y, casi sin respiración, noté el sabor agridulce de la espesa leche que se deslizaba por mi garganta. Apenas acababa de despegar mi cara de su vientre cuando, destapada su cabeza, se oyeron los conocidos ronquidos.
 
Desperté con la luz del día y estaba solo. Me extrañó lo temprano de su marcha y llegué a temer cualquier cambio que pudiera sumirme de nuevo en una soledad que, después de lo vivido en esos días, sería todavía más dura para mí. Pero, por el contrario, volvió bastante antes de lo acostumbrado. Con expresión adusta me dijo: “Tengo que hacer penitencia”. Eludió toda explicación y pronto comprendí que yo iba a participar en ello. Colgado del cinto llevaba un látigo de varias tiras rematadas con pequeñas piezas de metal. Lo dejó sobre la mesa y me dio instrucciones. Hube de soltar la cuerda que sujetaba el cubo en el pozo y pasarla por dos argollas que pendían del techo y en las que apenas había reparado hasta el momento. Entretanto se había despojado del hábito y, a continuación, levantó los brazos para que los atara a cada una de las argollas. “Has de darme veinte latigazos”, exclamó imperioso. Cogí el látigo y el pulso me temblaba ante la perspectiva de dañar aquel cuerpo que tanto placer me había proporcionado. Volteé varias veces el flagelo con la mano blanda, rozando apenas la piel. “No estás jugando. Da con fuerza y empieza a contar”, me gritó. Obedecí y mi vista apenas podía soportar los puntos y rayas cárdenos que iban apareciendo. Terminé finalmente mi ingrata tarea con los ojos anegados en lágrimas. Acudí raudo a desatarlo y lo ayudé a tenderse boca abajo sobre su cama. Mojé un trapo en el aceite de una lámpara y traté de aliviarle los desgarros de la piel. Hice luego el gesto de acariciarle la cabeza, pero me rechazó. La noche fue terrible para mí, sin poder apartar la imagen de lo que acababa de hacer. Él permaneció quieto y en silencio, probablemente insomne por el ardor que debía sentir.

Durante unos días apenas me dirigió la palabra y estuvo en la celda el tiempo imprescindible de traer la comida y dormir. Pero lo hacía dándome la espalda y moviéndose lo menos posible. Yo estaba consternado y añoraba al monje de los primeros días. Ni siquiera podía consolarme con la curación de sus laceraciones.

Pasó el tiempo y por fin, durante una cena, sus miradas se hicieron menos ausentes y más cálidas, lo cual alivió algo mi tristeza. Nos acostamos dándonos la espalda, como acostumbrábamos últimamente. Al cabo de un rato noté que una mano caía sobre mi cintura. Pensé que había sido un movimiento incontrolado, pero me sorprendió que empujara para colocarme boca abajo. Quedé a la expectativa y mi hábito fue subido hasta mis hombros. Un revuelo de ropajes me hizo intuir que él se había desnudado. No tardé en recibir el peso de su cuerpo sobre el mío. Su calor y el roce de su piel velluda me llenaron de gozo. Cuando su verga endurecida empezó a hurgar entre mis muslos, sentí una mezcla de temor y de deseo de darle placer como el quisiera. Acariciándome la espalda me susurró: “Te dolerá al principio, pero ahí tendrás también tu penitencia”. Su tieso y caliente miembro tanteaba mi raja y, de repente, un ardor casi insoportable fue recorriendo mi interior. Se detuvo un momento y seguidamente, sujetándome los brazos, fue moviéndose cada vez con más energía. Las fricciones parecía que fueran apaciguando mi dolor y produciéndome extrañas sensaciones. Una humedad viscosa fue expandiéndose dentro de mí y el monje se desplomó con todo su peso. Alcanzó de nuevo su cama dándome la espalda, aunque siguió desnudo. No rechazó sin embargo mis caricias, y así los dos caímos en un sueño profundo.
 
No volvió a mencionar su arrebato nocturno, y yo menos aún. Hasta que en una ocasión me dijo que quería compensarme. Me extrañó su actitud, pues no entendía a qué podía referirse. Pero se desnudó y me pidió que yo también lo hiciera. Bastó verlo así para que la excitación me recorriera  de nuevo todo el cuerpo. “Quiero que hagas conmigo lo que te hice aquella noche”, afirmó con la vista puesta en mi miembro ya crecido. No se puso en la cama, sin embargo, sino que despejó la mesa y se echó de bruces sobre ella asido a los dos extremos. Me ofrecía su culo viril, con el colgante de los huevos entre los muslos separados. Me acerqué para acariciarlo pero me cortó con una imprecación insólita en él y añadió: “¿Es que no te atreves a poseerme? ¡Clávate ya!”. Separé con las dos manos la oscura raja para ver mejor dónde entrar y apunté dejándome caer. Ahondé con más facilidad de la que esperaba y mi polla quedó toda ella como atrapada. Empecé a bombear sintiendo que se me transmitía un dulce calor. Enardecido le arañaba la espalda y tiraba de sus vellos. Él resistía mis arremetidas agarrado firmemente a la mesa y emitiendo gruñidos de variada intensidad. Con el deseo de alargar su goce intentaba retrasar el mío, pero el proceso era incontrolable y con una fuerte sacudida noté cómo lo iba anegando. Fui saliendo poco a poco y ahora sí dejó que lo acariciara, siguiendo indolentemente recostado en la mesa. Recorrí las nalgas hasta la intersección con los muslos y sopesé con suavidad la bolsa colgante. Me satisfizo comprobar que su verga estaba dura y, más aún, que le goteaba la leche que el placer que le había dado le había hecho verter.

La reacción que tuvo a continuación fue de lo más inesperada para mí. Al incorporarse me estrechó entre sus brazos y reclinó la cabeza sobre mi hombro. Me sobrecogió que éste se me humedeciera por gruesas lágrimas. Sin querer desvelar el rostro musitó: “Tengo que ser tu guardián, pero tú has sido mi tentación… No la puedo resistir”. Me emocionó profundamente tal muestra de ternura en un hombre como él y lo abracé sin poder expresarme con palabras.

A partir de entonces pasábamos mucho más tiempo juntos y no dejábamos de amarnos en cualquier ocasión y de las formas más diversas.

Las circunstancias en que logramos huir juntos y cómo transcurrió nuestra vida podrían ser objeto de otra historia.

martes, 6 de septiembre de 2011

Sentado en la barra de un bar

Llegué un poco más tarde de lo habitual al bar-restaurante donde suelo comer, así que las mesas que me gustaban, junto a los ventanales, estaban ocupadas. Me hube de conformar con una próxima a un extremo de la barra. De todos modos, mientras tomaba el primer plato y dado lo avanzado de la hora, el local se fue quedando casi vacío. Cuando esperaba que me trajeran el segundo, entró un hombre cuyo aspecto me atrajo enseguida. De unos cuarenta años y algo grueso, se movía con gestos decididos y rostro simpático. De piel clara, las mangas cortas de su camisa dejaban ver unos brazos con suave vello claro. Pidió un café y vino a ocupar un taburete justo al lado de donde estaba yo, pues tenía cerca los periódicos a disposición de los clientes, alguno de los cuales se puso a ojear. Por la forma en que estaba sentado, echado hacia adelante con un codo apoyado en la barra, quedaba resaltado su trasero, sobresaliendo del exiguo asiento y a la altura de mi vista. Pero es más, a medida que se acomodaba, la camisa que se le subía un poco y el borde superior de los tejanos en tensión iban dejando ver algo más que la cintura. Pues aparecía un trozo de la raja, sombreada por un ligero vello de tono similar al de los brazos. Este es un tipo de visión que siempre ha soliviantado mis fantasías, por lo que quedé enganchado mientras engullía mi comida a duras penas, pendiente de los milímetros de más que pudieran irse mostrando. De repente bajó del taburete y, de espaldas a mí, se desplazó a la zona donde estaban las botellas de licores y, tras escoger, pidió que le sirvieran una copa. Pensé, sorbiendo mi café, que se me había acabado el espectáculo. Pero volvió hacia su anterior puesto y, ahora para mi asombro, me dirigió una amplia sonrisa. No pude menos que atribuirla a que, de alguna forma, había captado mi observación –probablemente por algún espejo traicionero–, lo que me provocó un cierto sonrojo. Sin embargo, al ocupar de nuevo el taburete, se arrellanó acentuando aún más el destape. El pantalón casi se perdía en el asiento y una breve franja del slip resaltaba el medio culo dejado al aire. Ya no me quedaba nada que justificara mi permanencia en la mesa, aunque seguía como pegado, sobre todo por los ojos. Tenía ganas de pedir también una copa, pero, si me iba a la barra, me perdía el espectáculo y tampoco quería atraer al camarero a aquella zona. Decidí entonces levantarme un momento para coger cualquier periódico y volver a la mesa. Como la prensa estaba a su lado, llegué a encontrarme muy cerca de él. Apenas había empezado a echar un vistazo –aunque mi atención estaba más bien puesta en su proximidad–,  se giró en el taburete y me rozó con la rodilla. Al mirarlo, volvía a lucir su socarrona sonrisa. “¿Te apetece tomar algo?”, me interpeló. Miré su copa y respondí: “Pues sí, iba a pedir un coñac”. Hizo una seña al camarero y, cuando estuve servido, me susurró: “Me ha gustado cómo me mirabas”. “Todo un espectáculo para amenizar la comida”, ironicé. “Me encanta provocar y contigo he dado en el blanco”, confesó. “Así que vas enseñando el culo por ahí…”. “Es mi truco. Si el que me ve es indiferente, como mucho pensará que es un descuido y pasará. Pero, si atraigo la atención, puedo exagerar,...como ahora”. “Una buena arma de seducción. Casi me atraganto”. Sólo me faltaba esta conversación para que mi ya alta excitación subiera un nivel más, de manera que, tras la risa que había soltado, añadí: “¿Y es sólo de mírame y no me toques?”. “¡Uy!, si me vuelve loco que me toquen el culo”, echó más leña al fuego. “Si estuviéramos en otro sitio más discreto podría complacerte”. Su mirada chispeante resultó muy elocuente. “Vivo aquí al lado…”, remaché. Su bajada inmediata del taburete fue el gesto de aceptación. Como yo tenía la comida, insistí en pagarlo todo y nos pusimos en marcha.


No dijimos nada en el corto trayecto hacia mi casa. Pero, al entrar en el ascensor, no pude resistir la tentación de meterle mano a ese culo que tanto me había fascinado. Y no me limité a tocar sobre el pantalón. Pues, al llevar floja la cintura, pude hurgar por dentro y acariciar la suave pelusa. Él reía, orgulloso de la atracción que ejercía sobre mí. La parada en el piso interrumpió el breve sobeo, pero, en cuanto traspasamos el umbral de mi casa, me puse a achucharlo contra la puerta. Me echó los brazos al cuello y me dejó hacer. Se notaba que le gustaba sentirse deseado. “Desnúdame, quiero que me mires”, dijo con tono meloso. No me costó obedecer y me incitaba dándome facilidades. Cuando estuvo como él quería, buscó una zona bien iluminada y se exhibió descaradamente. Primero se volvió de espaldas para mostrar todo su reverso. El claro vello de su orondo culo, ahora en visión completa, subía con simetría por los costados bien redondeados. Se agitaba para dar una movilidad insinuante a sus glúteos y se agachaba manoseando los muslos para poner en primer plano su trasero. Culminó su lucimiento posterior con una apertura de la profunda raja. Cuando se giró, ya lucía una potente erección, con las piernas algo abiertas para resaltar los huevos centrados. Se puso a sobarse y amasar las tetas, resaltándolas y tirando de los pezones. Sus dedos jugueteaban con el vello espesado y se deslizaban hacia la barriga, bien lustrosa. Con sus evoluciones  me tenía embelesado y como paralizado. Pero me espabiló: “Venga, desnúdate. Quiero ver lo que tienes por ahí”. Cuando comprobó mi patente excitación, comentó: “Me gusta haberte causado buen efecto”. De un impulso me abalancé sobre él: “¡Cómo sabes calentar…!”. “Pues venga, toca y come, que también me encanta”, me incitó. No sabía por dónde empezar. Aplasté mi polla contra la suya y pasé mis brazos bajo los suyos para agarrarle el culo. Mientras le lamía las tetas y chupaba los pezones. Él me acariciaba satisfecho, hasta que me empujó hacia abajo para llevar mi cara ante su vientre. Me la azotó con su endurecida verga y jugaba para que no la pudiera atrapar con la boca. Yo ardía de deseo viendo el capullo brillante y húmedo, pero me apartaba a cada intento. Intuí que su juego de seducción iba a ser más retorcido que hasta ahora, con su deliberado amagar y no dar. Y eso me ponía aún más excitado. Sin darme ocasión de alcanzarlo, me dejó arrodillado y se desplazó a donde había quedado su pantalón. De un bolsillo sacó una bolsita y de ella extrajo unas bolas chinas de acero, así como un sobrecito de lubricante. Me entregó primero éste y se giró, poniendo el culo en pompa. “Así disfrutaré mejor todo lo demás”, explicó. Rasgué el sobre y unté mis dedos, al tiempo que se los iba metiendo en el agujero, que quedó resbaloso, en tanto él animaba mis entradas con murmullos de aprobación. Tomé el conjunto de cuatro bolas y las fui empujando de una en una con el índice completo, aumentado el volumen de sus rezongos. Finalmente sólo quedó al exterior la argolla de extracción, sujeta por un corto segmento de cordel. Agitó la culata como si acomodara su contenido y se sentó en una butaca retrepándose hacia atrás, de modo que la argolla colgaba bajo los huevos entre sus muslos separados. “Mámamela ahora y da tironcitos, pero sin sacar las bolas”. Salido como estaba, me abalancé sobre la polla y, con un dedo enganchado en la argolla, chupé ansiosamente. Cada vez que estiraba, él se estremecía y la polla vibraba dentro de mi boca. Sentía cómo se tensaba y, en un momento dado, exclamó: “¡Tira fuerte”. A medida que iban saliendo las bolas, mi boca se fue llenando de leche y el me sujetó la cabeza para que no se derramara.
 
A partir de ese momento, su comportamiento centrado en su propio placer cambió. “¡Qué a gusto me he quedado! Ven acá”. Hizo que me enderezara y ahora fue él quien se inclinó ante mí. Se puso a acariciarme los huevos y a sobarme la polla, que estaba en plena expansión. Sacó la lengua y lamió la gotita brillante que aparecía en mi capullo. Sujetándomelo con una mano, se lo restregaba por toda la cara, hasta recogerlo con los labios. Su  hábil succión estuvo a punto de llevarme al paroxismo, pero se contuvo a tiempo. “Con lo a punto que me has dejado el culo, sería una lástima no aprovecharte mejor”. La idea de poseer aquello que, desde su visión parcial en el bar, tanto me había provocado hizo que casi estuviera a punto de correrme antes de tiempo. Pero su súbito cambio de posición distrajo mi atención. Se echó de bruces sobre la mesa y, efectivamente, puso su culo a mi disposición. No se abstuvo, sin embargo, de darme instrucciones. “No vayas a lanzarte a la brava. Antes de follarme necesito que lo calientes bien por fuera”. Desde luego se me ofrecía un manjar delicioso, con el suave vello ligeramente erizado y la raja brillante por el lubricante aplicado con anterioridad. Fui pasando de las lamidas a los chupetones y los mordiscos, que iban dejando rosados círculos en la piel. Mi lengua profundizaba y mezclaba mi saliva con el sabor dulzón del aceite. Sustituí la boca por las manos, combinando los sobos y estrujamientos con palmadas cada vez más fuertes. El enrojecimiento se iba extendiendo, pero él parecía no tener bastante, pues afirmaba las piernas y resaltaba aún más la grupa. Volví a los lametones y mordiscos, metiendo una mano por debajo para apretar los huevos y la polla semierecta. Le introduje bruscamente un dedo de la otra mano en el agujero, pero lo rechazó. “Deja eso quieto todavía”. Tanto aplazamiento me estaba poniendo negro de deseo, aunque no dejaba de reconocer su habilidad provocadora. Ese culo tentador, con sus volúmenes y cromatismos, que podía saborear e, incluso, maltratar, operaba como un imán para mi polla, casi dolorida por tanto aguante. Probé a echarme sobre él, temeroso de un nuevo aplazamiento, y esta vez no hubo contraorden. Como liberado, fui penetrándolo y su ardiente interior me absorbía como un émbolo. Me agarré con fuerza a sus tetas para equilibrar mis envites. Pero repentinamente se deshizo de mí con brusquedad. “Así te vas a correr enseguida”. Y me empujó hasta hacerme caer sobre la butaca donde antes había estado él. Echado yo hacia atrás, con las piernas abiertas y la polla tiesa, se me sentó encima y me clavó en su culo. Ahora era él quien subía y bajaba, dominando la follada. Le cogía de los brazos y trataba de morderle la espalda. Su ritmo variable, curiosamente, sin dejar de aumentar mi placer, retardaba el orgasmo. Me tenía casi sin respiración con sus embestidas, en las que se recreaba dominando la situación y, por la forma en que movía un brazo, intuía que también se ocupaba de su delantera. Dio un último empujón hacia abajo y sus glúteos se aplastaron contra mi vientre. “¡Échala ya!”. Y, como si obedeciera su orden, mi polla se desbordó en varios espasmos. Sin cambiar de posición mientras me iba ablandando, su brazo seguía activo por delante. Súbitamente se dio la vuelta y derramó su leche sobre mi pecho. Me quedé mirándolo exhausto y él me sonreía. “Nos lo hemos pasado bien ¿no?”. “Un poco mandón tú…”, repliqué. “No me digas que no has disfrutado más que con el “aquí te pillo, aquí te mato” al que ibas de cabeza con lo caliente que te habías puesto mirándome el culo”. Y la verdad es que tenía razón.