viernes, 18 de noviembre de 2011

Tu taxista gemelo

Había tenido más de una aventura con taxistas, pero me faltaba alguna en que tú tomaras parte y, como no podía ser menos, a tu estilo... Fui a esperarte al aeropuerto y, ya anochecido, cogimos un taxi para ir a casa. Al principio no había suficiente luz para hacerse una idea del aspecto del conductor. Pero cuando fueron iluminándolo los destellos exteriores, pude apreciar mejor su catadura. Resultó que era un tipo de hombre muy similar al tuyo, robusto y guapetón. Me hizo gracia la coincidencia y te cuchicheé: “Si se parece a ti...”. Le echaste una ojeada y, tanto si le encontraste parecido como si no, lo debiste ver con buenos ojos. Enseguida noté que tus neuronas eróticas se ponían en funcionamiento y, no solo para marcarte un tanto conmigo, sino también porque te gusta aprovechar cualquier oportunidad sexual que pueda presentarse. Así que me dijiste: “Déjalo de mi cuenta”

El taxista, a partir de este comentario, aunque no podía intuir todavía de qué iba, empezó a prestarnos más atención. Entonces aprovechaste para que esta atención aumentara. Me pasaste un brazo sobre los hombros y me achuchabas con miradas tiernas. El hombre no apartaba la vista del retrovisor y su expresión era efectivamente de interés creciente. En tu avance estratégico me dabas algún beso que otro y, cuando fue en los labios, en el espejo se mostró una sonrisa. Te echaste hacia delante y, apoyándote en el respaldo de su asiento, le dijiste con mucha amabilidad: “¿No le estaremos molestando? Es que hace tiempo que no nos veíamos”. Diste en el clavo, porque la respuesta no pudo ser más prometedora: “Al contrario. Lo que me dan es envidia”. Ya te lanzaste: “Pues somos muy participativos. Precisamente mi amigo y yo acabamos de comentar que estás –ya se imponía el tuteo– muy bien”. Intervine yo: “Además os parecéis bastante. Sois del mismo tipo”. “Vosotros hacéis muy buen pareja”, replicó.

Una vez las cartas sobre la mesa, como el trayecto era algo largo, la conversación fue subiendo de color. Pero cuidando en todo momento que la profesionalidad del conductor no quedara afectada y, con ello, la seguridad de todos. Por eso te limitabas a darle algún golpecito en el hombro como de pasada en la charla, cada vez más desinhibida por otra  parte. Así que soltaste: “Estamos deseando llegar a casa para que mi amigo me folle”. Sin cortarse exclamó: “¡Uy, el tiempo que hace que no me la meten!”. “Pues mi amigo lo hace de coña... y a mí me van las dos cosas”, contrarreplicaste. Como estabas llevando muy bien el agua a nuestro molino, preferí dejar en tus manos el encauzamiento, para irme de paso calentando con el diálogo. “Que me follaran entre dos sería lo más...”, reflexionó el taxista. Y me hizo gracia que el parecido no fuera solo físico. Tú quisiste cubrir todos los frentes: “Supongo que, como a mí, también te gustará ser el que folla...”. “Una vez metido en harina, lo que me echen”. ¡Vaya taxista más bien dispuesto!, pensé. Pero me daba la impresión de que el hombre hablaba más en plan fantasía que pensando en las posibilidades reales de un revolcón con nosotros sobre la marcha.
 
Tú, sin embargo, no cejabas de darle cuerda, de lengua al menos, ya que era lo único factible por el momento. “Seguro que tienes una polla bien gorda”. “Bueno, no me puedo quejar”, y se llevó la mano al paquete. “Ten cuidado y no te equivoques con el cambio de marchas”, fue tu broma fácil. “La llevo bien agarrada”, te la siguió. “A que no te la sacas en el próximo semáforo”. El nivel de patio de colegio en que estabais resultaba a la postre eficaz. “Para sacarla, nos la sacamos todos”. “Al menos me dejarás que te la toque”. Y como pronto hubo que detenerse, pasaste el brazo entre los asientos delanteros y le metiste mano a la entrepierna. “¡Um, qué dura se te ha puesto! Tiene buena pinta”. “Si es que me estáis poniendo burro...”. “Pues no eres el único”. “¡Joer! Yo aquí ocupado y vosotros ahí detrás dale que dale...”. “Y no sabes lo dura que se nos ha puesto también”. “¿Os las habéis sacado? Cuando pare otra vez os las tocaré, ¿vale?”. No lo habíamos hecho todavía, pero enseguida nos abrimos las braguetas y salieron las pollas empalmadas. Nos la sobábamos uno al otro. “¡Uy, qué gusto nos estamos dando...!”, dijiste provocador. “Mira que sois cabrones... Pero no os vayáis a correr en el coche”. “¡Qué va! Solo nos estamos calentando para el revolcón que nos vamos a dar”. “¡Qué húmeda tengo ya la bragueta! Ni que me hubiera meado”. “¡Vaya desperdicio! Con lo rico que está ese juguillo...”. Ya circulábamos por la ciudad y los semáforos no eran tan discretos. No obstante aprovechó uno para pasar un brazo hacia atrás y tantear. Le facilitamos la tarea y consiguió manosear las dos pollas. “¡Qué mamada os haría, y después me las metería por el culo...!”. Volvió a arrancar y quedó un rato en silencio reflexivo, mientras nosotros nos sobábamos contentos de lo bien que iba la conquista. Por fin se decidió y, con la voz algo temblona, dijo: “Oye, ¿seréis capaces de dejarme tirado cuando acabe la carrera?”. Había caído en el bote y, sin querer mostrar demasiado entusiasmo, replicaste: “Bueno. Donde comen dos comen tres”. “Es que si no, nada más bajaros me tendré que hacer una paja”. “Ya te la haremos nosotros, y mejor que con la mano”. Pensó otra vez un poco y comentó: “Pero antes tendría que hacer un servicio. No me llevará ni una hora. ¿Podríais esperarme?”. “Tranquilo. Ya sabremos distraer la espera. Pero no nos falles, ¿eh?”. “¿Fallaros? Con la calentura que me habéis metido en el cuerpo...”. Al fin llegamos a casa e insistimos en pagarle. Cada cosa en su lugar. “Venga, y no tardes, que te esperamos despatarrados”. Aún te permitiste sobarle el culo mientras ayudaba a sacar el equipaje. “No sigas, que soy capaz de mamároslas en medio de la calle”, fue su despedida tras tomar buena nota del portal y el piso.
 
Ya en casa nos besamos apasionadamente, sin tener ahora que provocar a nadie. Nos fuimos desnudando y tomamos una ducha compartida. Aunque los dos estábamos muy cachondos, no quisimos excedernos en las caricias para que el visitante nos encontrara en plena forma. Pocas dudas nos cabían  de que no nos iba a fallar, después de la escalfada que había sufrido en el taxi. Tú estabas por lo demás exultante del buen ojo que habías tenido. Por mi parte, me las prometía muy felices con dos tipos tan de mi gusto. Comentamos cómo lo recibiríamos y, por lo marchoso que parecía el hombre, decidimos impactarlo en puras pelotas.
 
No agotó la hora cuando ya estaba llamando. Nos sorprendió que viniera hecho un pincel. Se había cambiado de ropa y se notaba que se había dado una ducha. Ese era el “servicio” que tenía que hacer, lo cual era de muy agradecer. Nos comía con los ojos y, antes de que reaccionara, nos abalanzamos a dúo sobre él. Poco le duraron los arreglos porque, en pocos segundos, con habilidad y metidas de mano lo dejamos tan en cueros como nosotros. Me encantó comprobar que acerté cuando dije que se parecía a ti, también al desnudo, con unos volúmenes y una pilosidad semejantes. Le cogíamos la polla, que se le puso como una piedra, de muy bien tamaño por cierto, y él a dos manos trajinaba las nuestras. Casi en volandas lo llevamos hacia la cama, pues no hacían falta prolegómenos.
 
Nos tiramos en plancha y se armó un revoltijo. Cada cual sobaba y chupaba lo que mejor le venía en gana. El taxista estaba de lo más salido y se multiplicaba a dos bandas. En un momento en que estaba distraído haciéndome una mamada, quisiste tomar la delantera y, ya que estaba en la posición idónea, con el culo en pompa, le estampaste un pegote de crema y todo seguido se la clavaste. “¡Qué bestia, sin avisar! Pero ya que estás dentro dale fuerte y hasta el fondo”. También en la forma de disfrutar el enculamiento era tu alma gemela, hasta el punto de que, temiendo que me mordiera la polla, me aparté y contemplé la escena. Te movías con entusiasmo y estaba claro que te disponías a llegar hasta el final. Incluso avistaste: “Aunque me corra ahora, ya habrá tiempo de ponerme otra vez verraco con vuestras folladas”. Dicho y hecho, aceleraste el meneo y concluiste con un bufido relajante. “¡Joder!”, exclamó el taxista. “¡Qué tiempo hacía que no me daban por culo con un pollón así! Cuando lo tenía antes en la boca, estaba deseando pasármelo detrás, aunque me hayas cogido a traición”.
 
La elocuencia satisfecha del follado no significó ni mucho menos que decayera la fiesta. Enseguida tú, como para distraer tu recuperación, te tumbaste boca abajo con el culo bien expuesto y me interpelaste: “Mientras éste se repone del susto métemela como a mí me gusta... y que vaya aprendiendo para luego”. Te puse crema, metiendo con brusquedad un dedo para hacerte saltar y con alborozo del taxista. Bajo la atenta mirada de éste, que se la iba meneando, te la metí con la facilidad acostumbrada. Me exhortaste: “Dame fuerte y déjame bien abierto para el cacho polla del amigo”. Cumplí con presteza y tú no parabas: “¡Eso, enséñale cómo folla un hombre!”. Yo miraba al otro y viendo lo que le había engordado la polla no dudé del viaje que te esperaba. Esta idea me excitaba y al taxista no le ocurría menos mientras se ponía a punto. Preferí sin embargo no correrme y reservar mis energías para otros juegos que sin duda vendrían. Así que te dejé el agujero expedito y enseguida fui sustituido por el que quería tomarse la revancha. Aunque tu conducto había quedado bien dilatado, dadas las dimensiones del aparato, tuvo que hacer fuerza para metértelo entero. Rezongaste de dolor: “¡¿Y tú me habías llamado bestia?!”. Pero añadiste: “¡Venga y dale, que lo aguanto! ¡Soy tuyo!”. Te dio tales embestidas que te hacía saltar en la cama, pero no callabas: “¡Qué hombres! ¡Me echa fuego el culo...! ¡Y cómo me gusta!”. Doblaste las rodillas y te pusiste más levantado. Él forzó con brusquedad que las separaras y volvió a caerte encima. Como la penetración era así más incisiva, redoblaste los gemidos y las imprecaciones: “¡Me estás destrozando, cabrón! Pero no pares hasta correrte” “¡Lléname el culo con tu leche!” “¡Quiero sentir el chorro, que debes ir muy cargado!”. Casi me estaba entrando complejo de inferioridad, pero sabía que te encantan las novedades y estaba disfrutando viéndote sometido por un extraño al que acababas de conquistar. Quien, por lo demás, se quedó un momento como transpuesto y a continuación soltó un berrido, repetido en las varias sacudidas de su cuerpo apretado contra tu culo, que se debían corresponder con los sucesivos chorros que iría largando.
 
Se desplomó hacia un lado y tú te aplanaste. Poco a poco os fuisteis poniendo boca arriba y mostrasteis él una polla pringosa que se iba encogiendo y tú la tuya a medio gas. Resulta que ahora era yo el único que me mantenía empalmado. Pero el taxista pronto se reavivó y, dispuesto a sacar todo el partido a la situación, planificó: “Venga, poneros cómodos que os la voy a mamar a los dos. Y quiero tragarme vuestra leche, porque hace tiempo que no la tasto”. Empezó por mí, que era quien estaba mejor dispuesto, y vaya si lo hacía con ganas. Sus chupetones hacían que se me pusiera la piel de gallina, y eran tan persistentes y acompasados que sentí por todo el cuerpo cómo iba inflamándome y estallando dentro de su boca. No me soltó hasta haber tragado todo y luego se relamió: “¡Qué rica! ¡A por la otra!”. Tu polla, que entretanto te habías ido meneando, estaba ya en plena forma. La agarró un momento con la mano y la miró como si recordara el gusto que hacía poco le había proporcionado por el culo. Luego la engulló para darle un tratamiento similar al que yo había disfrutado. Rechazaba los intentos que hacías, en tu impaciencia, para acelerar la corrida con tu mano y, perseverante, logró su objetivo con una nueva tragada.
 
La doble ración de leche pareció haberlo tonificado, pues se incorporó exhibiendo una renovada erección. Solo con un cruce de miradas, tú y yo coincidimos en que se merecía un premio. Así que él de rodillas sobre la cama y nosotros reclinados a cada lado nos aprestamos a lo que debía constituir el acto final. Nos alternábamos manoseando y chupando la polla, y él dirigía la operación con una mano sobre cada cabeza. Disfrutaba con las variaciones, cada vez más excitado. Finalmente recurrió a sus propios recursos manuales para acabar disparando varios y abundantes chorros con respetable presión. Pensé que, si eso era una segunda corrida en poco tiempo, qué cantidad de leche no habría derramado en tu culo. “¡La puta, tíos! ¡Qué pasada!”, fue su canto del cisne.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Del grano a la paja (cosas de la piel)

Como soy algo hipocondríaco, me obsesioné con un pequeño bulto que me había salido en una pantorrilla. Traté de tranquilizarme, convencido de que se trataba de un simple quiste sin importancia. Pero para salir de dudas y que se me quitaran los temores, decidí acudir a la consulta de un dermatólogo. Busqué entre los de mi mutua uno que pudiera atenderme cuanto antes y me dieron un hueco en la última hora de la tarde. Llegué antes de tiempo y aún había un par de pacientes en la sala de espera. Afortunadamente sus visitas fueron bastante rápidas y, cuando ya sólo faltaba yo, la enfermera debió dar por acabada su jornada y se marchó tras la salida del que me precedía. Al poco de quedarme solo, el propio doctor abrió la puerta del despacho para invitarme a entrar. Me costó desclavarme del asiento por la impresión que me causó su visión. Maduro, bastante robusto y con cabello corto, llevaba una chaquetilla blanca arremangada. Era evidente que no tenía nada debajo pues, además de sus desnudos brazos regordetes, la abertura del escote dejaba ver un vello suave. Cordialmente me dio la mano y me rozó con la barriga al cruzarnos en la puerta. Todo ello me puso ya alterado.

Le expliqué la cuestión y, al disponerme a subir la pernera para enseñarle el bulto, me interrumpió, con el tuteo que a veces utilizan los médicos: “Mejor si te quitas los pantalones”. Obedecí algo titubeante y me senté sólo con el slip en la silla que me indicó. Él, en un taburete a mi lado, me cogió la pierna y la subió sobre sus rodillas. Examinó y tocó, para concluir, dándome un afectuoso cachetito en el muslo: “Es un pequeño quiste sebáceo que seguramente se absorberá solo”. Y, para mi sorpresa, se levantó la chaquetilla hasta medio pecho. “Fíjate, es igual al que tengo yo aquí”. Señaló a un lado de su barriga velluda y me cogió una mano. “Toca. Verás que el tacto es el mismo”. Tanta intimidad aumentó mi nerviosismo, aunque casi lamentaba que la visita estuviera a punto de concluir.
 
Pero me equivocaba porque, cuando ya iba a recuperar mis pantalones, me atajó: “Ya que has venido no estaría mal aprovechar para una revisión completa. A veces se da importancia a cosas que no la tienen y se descuidan otras que merecen más cuidado. Así quedarás más tranquilo”. Todo menos tranquilo, pensé, y no por motivos de salud. Dócilmente me quité pues la camisa y, de momento, preferí darle la espalda, temeroso de que se notara demasiado lo que pasaba bajo el slip. Empezó a examinarme por detrás y sus toques a lunares y manchas los sentía como caricias que me estaban poniendo negro. La cosa no paró aquí porque bajó el slip y me palpó el culo con desenvoltura. “Todo esto está muy bien. Veamos por delante”. Me cogió por los hombros y me dio la vuelta. Como el slip había quedado enganchado por el endurecimiento de mi polla, pensé que sus arrugas disimulaban algo mi estado. Pero la mirada que le echó fue elocuente. Sin embargo se concentró en el repaso de mi pecho, incluso buscando quién sabe qué anormalidad en los pezones. Mi respiración se aceleraba, mientras él iba descendiendo impertérrito. Todo se estaba sucediendo en pocos segundos, pero se me hacían una eternidad. Ya no sabía si temer o desear que acabara de bajarme el slip. Y lo hizo. Aquí ya no había disimulo que valiera y mi polla liberada saltó como un muelle. Su comentario sonó sarcástico e insinuante a la vez: “Me gustan los pacientes sensibles”. Sin el menor recato cogió la polla para subir y bajar la piel del prepucio. “No has necesitado ninguna operación”. El examen de los testículos requirió cierta maniobra. Como por lo visto me quería con las piernas más separadas, me ayudó a sacar el slip que, caído, me trababa algo los pies. Agachado, casi le rozaba la cara con mi polla y, de buena gana, habría tomado impulso para metérsela en la boca. Pero opté por dejar que prosiguiera con su revisión en profundidad, a la que ya le estaba cogiendo gusto. Manoseó a conciencia la bolsa de los huevos, estirando la piel para examinarla por todos los lados y, en apariencia, indiferente a los bandazos que iba dando mi polla con los meneos. Sentía unos deseos irrefrenables de tomarme la revancha, pues ya me había quedado bastante claro que el interés científico estaba superado de largo. Mas me paralizaba su mezcla de osadía y sangre fría.

Con esta actitud, cuando dio por concluida su tarea y manifestó que todo estaba en orden, permaneció sonriente frente a mí, desnudo yo y con excitación persistente. Se me ocurrió una salida muy tonta, pero que a la postre resultó eficaz. “Así que del bulto no me tengo que preocupar… Aunque me parece que el mío está más duro ¿Puedo volver a tocar?”. Dadas las circunstancias, sin haberlo pensado, las frases adquirían un doble sentido. El doctor soltó una sonora carcajada y ahora se desabrochó la chaquetilla, presentando su apetitosa delantera. Tanteé como si no recordara el lado que me había enseñado antes y, mientras movía una mano por su barriga, reposé la otra sobre el pecho. Al rozar los pezones, éstos se habían endurecido. No me pasó por alto que, al quedar abierta la chaquetilla, el frente del blanco pantalón sin bragueta mostraba un patente abultamiento. Recordé una de sus frases y la retomé: “También me gustan los médicos sensibles”. Bajé una mano y al acariciar capte la dureza.
 
Tiré ya a degüello y, en un santiamén, lo despojé de la chaquetilla y deshice el lazo de la cinta que ceñía el pantalón. Como no llevaba nada más –le debía gustar trabajar suelto–, quedó igual que yo, desnudo y con la polla tiesa. Si nada más verlo cuando me recibió me había resultado extraordinariamente atractivo, tal como lo tenía ahora ante mí me desató todo el deseo acumulado. ”Voy a revisarte también, ¿vale?”. Sonriente y con fingida mansedumbre se entregó a mis ansiosas manos. Pero ahora no fueron sólo las manos los que usé. Con el hambre de dermatólogo que me había entrado, me precipité a saborear esas tetas tan tentadoras. El vello canoso me cosquilleaba la nariz y los pezones me sabían a gloria. Me estrechaba entre sus brazos gozando del chupeteo y su contacto me encendía. Él mismo me fue empujando hacia abajo y, al entrar mi lengua en el ombligo, las cosquillas le hicieron estremecer y reír. Al sentir en la barbilla los latidos de la polla dilatada, me aparté un poco y remedé los tocamientos a los que me había sometido: “Qué bien te la operaron…”. En efecto, el prepucio estaba parcialmente cortado y lucía un jugoso capullo. No pude resistir engullirlo, lo que fue recibido con un fuerte suspiro. “Yo no había llegado a tanto…”, bromeó. “Ya llegarás”, lo reté.
 
Tras recibir unas cuantas chupadas, lamida de huevos incluida, con un par de patadas se desembarazó del pantalón caído y me sujetó haciéndome retroceder hasta la camilla que había en un rincón. Hube de apoyarme en ella, con los codos hacia atrás, y así fue como se puso a mamármela con una maestría que me provocaba temblor en las piernas. No me dejé ir, sin embargo, porque mi revisión a fondo aún no había acabado. Así que lo levanté y le di la  vuelta. Ahora tenían por primera vez ante mí la parte posterior de su cuerpo: una espalda recia y suavemente velluda, rematada por un culo que pedía guerra. Él mismo se apoyó sobre la camilla y se entregó encantado a mis caricias. Mis manos y mi lengua lo recorrían desde e cuello hacia abajo. Llegué a caer de rodillas y, agarrado a sus muslos, restregaba la cara por el orondo trasero. Adentraba mi lengua en la hendidura y, pasando una mano hacia delante, le sobaba los huevos y la polla húmeda.
 
Yo sentía un ardor tremendo en la verga y ya estaba dispuesto a follarlo. Pero me apartó suavemente e, irguiéndose, volvió a estar de cara a mí. Entendí que era algo que no le iba, pero enseguida quiso compensarme. Cariñosamente fue bajando las manos por mis costados y se arrodilló. Me subía la polla para chuparme los huevos de una forma deliciosa. Pero no tardó en iniciar una mamada experta que me inundó de calor. Cuando mis resoplidos dieron indicios de que me venía la corrida pasó a usar la mano, mientras con la otra sujetaba preventivamente una toallita. Tras varias pasadas acabé yéndome sobre ésta con temblores de piernas. Mi limpió con suavidad y pulcritud, comentando entretanto: “Más completa no ha podido ser la revisión, ¿verdad?”.

Como seguía con la polla tiesa, pensé que ahora le tocaba a él desfogarse. Pero atajó mi idea con una explicación que resultó de lo más curiosa: “Prefiero reservarme. Hoy es mi aniversario de boda y esta noche tendré que cumplir. Así he cargado las pilas”.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Una orgía de andar por casa

Se puso en contacto conmigo una pareja gay que iban a pasar unos días en la cuidad, en un piso que les habían cedido. Su intención era organizar una “orgía” –ésta es la palabra que utilizaron– para la que estaban convocando a otras parejas u hombres sueltos de la misma condición. Ellos eran un maduro regordete y de barba canosa y un osote algo más joven, y buscaban similares. Esperaban reunir a unos veinte, como mínimo, para que la cosa resultara animada. Te propuse que acudiéramos y la idea no pudo menos que hacerte gracia.

Cuando llegamos reinaba un cierto desconcierto, pues se veía que las optimistas previsiones estaban fallando. Aunque nos llegamos a juntar unos diez, los anfitriones, a los que no se les veía muy expertos en el tema, se mostraban un poco abochornados. Así que el morbo de la situación no llegaba a prender y, entretenidos con un pica-pica, aquello empezó a asemejarse a una reunión de alcohólicos anónimos, sentados más o menos en corro y con las presentaciones de parejas y singles. Eso sí, afortunadamente, el conjunto resultaba bastante aceptable, entre daddies gorditos y osos robustos.

Nadie parecía tener muy claros los pasos a seguir, más allá de miradas oblicuas a los desconocidos, sopesando el material. …Nadie menos tú, que te dispusiste a poner picante al asunto. Discretamente te dirigiste al baño, como quien tiene una necesidad. Pero a los pocos minutos reapareciste desnudo y con una toalla ceñida a la cintura. Recuperaste tu asiento con toda naturalidad sin evitar que el cruce de la toalla se abriera y dejara a la vista tu sexo. El impacto que causaste encendió ya la chispa y marcó tendencia. Me puse de pie y me acerqué a ti. Mientras me quitaba la camisa, me abriste el pantalón y me lo bajaste. Metiéndome entre tus muslos te pusiste a chupármela. Entretanto lo demás, por su cuenta o ayudados por otro, se iban también desnudando, con variadas metidas de mano. Hice que te levantaras y, ya sin toalla, tu polla lucía bien tiesa. Los anfitriones, sin duda agradecidos porque hubieras tomado la iniciativa, se te acercaron. El maduro se agachó para mamártela y el oso, se puso a restregarse por tu espalada y a agarrarte las tetas. Estabas encantado con sus atenciones, y yo aproveché para sobar el culo del oso y alcanzarle los huevos y la polla, endurecida por tu contacto.
 
El resto del personal aún se mostraba indeciso en su desnudez y distintos grados de empalme. Pero al ver el conjunto que se aglutinaba en torno a ti, optaron por acercarse también e incorporarse al magreo. El anfitrión maduro te la debía chupar con tanto ahínco que, para no precipitar las cosas, lo apartaste con un gesto cariñoso y, levantándolo, lo besaste lascivamente. Ahora fuiste tú quien, arrodillado, te dedicaste a dar cuenta de cuanta polla se ponía al alcance de tu boca. Era todo un espectáculo ver que unas esperaban pacientemente su turno y otras, más inquietas, se te restregaban por hombros y cogote reclamando tu atención.
 
Pero tampoco se trataba de abusar y aquello solo era un aperitivo para animar el cotarro. Como de forma natural te habías erigido en director de escena, sugeriste una adecuación del espacio. Unos voluntarios cargaron con cuatro colchones procedentes de dos habitaciones, que fueron colocados juntos en el suelo del salón y cubiertos por colchas. Nos fuimos deslizando sobre el improvisado ring y se inició un indiscriminado revoltijo de caricias, lamidas y chupadas. Yo no solo disfrutaba con lo que hacía y recibía sino también viéndote en plena acción. Unas veces eras tú quien se entregaba a alguien que te mordía los pezones y luego se deslizaba hasta sujetarte las piernas en alto para comerte la polla, los huevos y el ojete. Otras, te lanzabas sobre un desprevenido para someterlo a estrujones y chupadas.
 
Sabía que, a ese nivel de excitación, ansiabas tanto penetrar como ser penetrado. Y también me había dado cuenta de lo que te atraía el culo respingón del anfitrión mayor. Por eso no me extrañó que te desplazaras hacia donde estaba él y empezaras a manosearle la raja. Su complaciente receptividad te animó a meterle un dedo ensalivado para a continuación irte montando encima. Te clavaste y, agarrándolo de los hombros, bombeabas con deleite. Entre los murmullos que se difundían por toda la colchoneta, resaltaban vuestros respectivos resoplidos de placer. Cuando al fin paraste y caíste derrengado sobre el cuerpo del follado, te llevaste una sorpresa. Porque, sin darte tiempo a separarte, cayó sobre ti el anfitrión oso y, con un certero impulso de caderas, te metió la polla hasta aplastar los huevos contra tu culo. Tu rugido, mezcla de dolor y satisfacción, lo incitaron a acelerar las arremetidas. La más fuerte y última, que debió llenarte de leche caliente, dio paso a tu liberación y también a la del maduro, que había soportado estoicamente la doble batida. Los tres, colmados, os revolcasteis entre besos y abrazos.
 
Desde luego tu proeza de hombre-sándwich incrementó la excitación del personal, ya bastante caliente, siendo además la primera follada que se producía… y de lo más espectacular. No faltó el espíritu de emulación y una pareja ya se había hecho con un single para probar fortuna. Por lo que a mí respecta, un gordito muy rico con el que habíamos practicado un delicioso 69, se dispuso a ofrecerme su apetitoso culo. Me lancé sobre la esfera amasándola y chupeteándola, y no tardé en aplicarme en un enérgico mete y saca. Pero no quiso que me corriera, pues el muy goloso prefirió que me vaciara en su boca. No me pasó por alto que nos mirabas sonriente, mientras que el anfitrión maduro te la volvía a chupar.
 
Una vez saciado el gordito, me acerqué a vosotros y metí la cabeza entre las piernas del que te la estaba mamando. Alcancé la polla con la boca y disfruté notando cómo iba adquiriendo dureza. Pero tú no quisiste permanecer ocioso y en un hábil giro para no desprenderte del mamón, llegaste a formar un triángulo para poder chupármela. Se me puso tiesa enseguida y la engullías hasta la garganta. El anfitrión maduro, al sentirse vigorizado, aprovechó para tomarse la revancha. Mientras tú seguías ocupado con mi polla, él cambió de posición y te abordó por detrás. Te penetró con tesón y a medida que te follaba tus estremecimientos se transmitían de tu boca a mi polla. Creo que fueron simultáneos los dos chorros que te llenaron por arriba y por abajo. Te incorporaste en el colmo de la excitación completamente empalmado. Con urgencia te entregaste a una frenética masturbación hasta que expeliste una leche que fui recogiendo con mi lengua.
 
Todo se iba ya apaciguando y solo faltaba que un fornido maduro acabara de dar por el culo al anfitrión oso, que yacía boca arriba con las piernas aparatosamente levantadas. Pese a percatarse de que todos estábamos pendientes de ellos, no se cortaron y llegaron al final con sonoros estertores por parte de ambos.
 
Hubo colas para la ducha, que compartimos de dos en dos, distraídos los que aguardaban pacientemente con los juegos que se montaban bajo el agua. La orgía no había estado nada mal después de todo y, cómo no, en gran parte gracias a tu iniciativa.

sábado, 5 de noviembre de 2011

De amos y sumisos

La experiencia que voy a contar resulta bastante especial. Habitualmente mis aventuras sexuales se han centrado en la búsqueda de placer compartido con otro u otros hombres en pleno uso de nuestra libertad. En algunos casos no han faltado ciertos componentes de dominación y sujeción, pero siempre en un juego con límites claros, sin humillaciones tremendistas ni dolor intencionado. Lo que sigue, sin embargo, se desvió de este esquema y me dejó perplejo por la complejidad de la sexualidad humana.

A través de la página de contactos, recibí un mensaje que me llamó la atención. Lo ilustraba la foto de un torso de oso, rollizo y fuerte, con un vello bien distribuido. Los brazos hacia atrás como atados a la espalda, el pecho todo cruzado por ligaduras y con una correa al cuello. El siguiente texto completaba la imagen: “¿Necesitas alguna explicación?”. En el mensaje se limitaba a decir: “Me gustaría quedar con usted”. El respetuoso tratamiento y las características del sujeto me suscitaron una morbosa curiosidad. Le pedí que pasáramos a un chat más fluido, pues necesitaba conocer detalles acerca del contacto que me pedía. En la charla que mantuvimos me explicó que buscaba someterse de forma total a la voluntad de un amo y satisfacer cualquier deseo de éste por muy humillante o doloroso que le resultara. Objeté mi falta de preparación para ese cometido, pero me aduló asegurando que encajaría perfectamente en él; además, a él le correspondería también ir haciendo las sugerencias de todo lo que pudiera resultarme placentero. En cuanto a instrumentos o materiales adecuados, me aclaró que con los domésticos sería suficiente. Me suplicaba que le concediera el honor de recibirlo y, finalmente, la curiosidad superó mi suspicacia.


Habíamos quedado un domingo por la tarde y, durante el fin de semana,  no dejé de cuestionarme mi aceptación. Finalmente ideé una cierta parafernalia a fin de recibirlo a mi entender de forma adecuada. Dispuse varias velas para que crearan ambiente y un flexo para iluminar un punto central. Asimismo me vestí completamente con traje y corbata en plan señor, para que quedara claro mi papel.
 
Diez minutos antes de la hora pactada sonó el interfono y pregunté quién era. Respondió que era mi servidor y esperaba no molestarme. “Todavía no es la hora, así que espera y ya veré si te abro”. “Como usted ordene, señor”. Pasó el tiempo, volvió a llamar y le di acceso sin más. Al poco llamó al timbre y me demoré en abrir. Sin más luz que la que se filtraba desde la sala y con la cadena de la puerta puesta, abrí lentamente y lo observé en el rellano. Bien parecido, con cabello y barba cortos –ahora conocía su cara–, algo más maduro de lo que representaba en la foto, vestía un mono de trabajo con peto sobre una camiseta negra. Se hallaba cabizbajo, sin atreverse a mirarme. Le franqueé la entrada y, en la semipenumbra, lo conduje a la sala. Le dije que se quedara en medio de pie, encendí el flexo y lo proyecté sobre él. Mi primera orden fue que se desnudara completamente en mi presencia, pues quería inspeccionarlo y no admitiría a un esclavo que tuviera alguna tara. “Supongo que no te habrás atrevido a venir sucio y apestoso”. “No señor, antes me he duchado y puesto ropa limpia”. Se había descalzado y sacado el mono; luego la camiseta. Quedó con un slip también negro y dudaba qué hacer.
 
“¿No entiendes la palabra “completamente”?”, y sin miramientos lo zamarreé. “Me lo merezco, señor”, y quedó por fin desnudo. Me demoré contemplándolo y la verdad es que estaba muy bueno. No me habría importado un revolcón clásico con él, pero entendí que no había venido para eso. Le mandé girarse y su dorso no desmerecía: recias espaldas algo peludas y culo rotundo. De la vista pasé al tacto y al olfato. Manoseé y olisqueé todo su cuerpo. Le levanté un brazo y su sobaco desprendía un tenue perfume de desodorante. Le palpé las tetas y pellizqué sus pezones. Le apreté con fuerza los huevos, sujeté la polla, flácida pero gorda, y la descapullé. Dado la vuelta le sobé el culo y le ordené que se inclinara y, con las dos manos, se abriera la raja. Llevé uno de mis dedos a su boca para que lo ensalivara y se lo metí en el culo. Dio un pequeño respingo, lo que le valió una fuerte palmada. “Gracias, señor”.
 
Había pasado el primer examen y yo me había calentado. “Arrodíllate ante tu amo y probemos tus habilidades de mamón”. Tomó posición y con mucho cuidado hurgó en mi bragueta sacando la polla, que ya estaba tiesa y mojada. Lamió, sorbió e hizo una competente mamada. “¿Te sabe bien?”. “Me ha regalado usted su  sabor de hombre. Gracias, señor”. Como no quería animarme demasiado antes de hora, le di un empujón que lo hizo caer de culo. Me miró azorado, pero sin arredrarse. “Quizás está usted incómodo tan elegantemente vestido. Con mucho gusto me ocuparía de su confort” (¡Vaya literatura gastaba el individuo!). Me dejé hacer y, con mucha delicadeza, me quitó la chaqueta y la corbata, colocándolas en una silla. Me soltó el cinturón y yo (aparatosamente) lo saqué del todo enrollándomelo en una mano. Me pidió que me sentara para descalzarme. En cuclillas me quitó zapatos y calcetines. Mis pies desnudos fueron objeto de un intenso repaso con la lengua: empeine, planta y dedo tras dedo fueron saboreados con avidez. Cuando me hacía cosquillas le daba una patada que le hacía perder el equilibrio o lo fustigaba con el cinturón. Volví a ponerme de pie para que continuara su trabajo. Salieron pantalón y camisa; pidió permiso para bajar el slip y, cuando lo tuvo en sus manos, olisqueó la zona humedecida. “Veo que eres un cerdo completo”. “No lo sabe usted bien… Ya lo comprobará si me lo permite”. Todo mi cuerpo desnudo se convirtió en objeto de sus lamidas y de su olfato. Se regodeaba con sobacos, entrepierna, huevos… No le dejé repetir con la polla, que ya había quedado lustrada. Pero se entusiasmó cuando le permití ocuparse de mi culo. Profundizaba con nariz y boca en la raja, y sentía la punta de la lengua lamer el agujero. Se le notaba satisfecho y yo había entrado en su juego.
 
Le manifesté que, con tantas babas, sentía necesidad de que me lavara. Nos dirigimos al baño e insidiosamente comentó que tal vez me apetecería antes aliviarme de mis fluidos. La verdad es que, con la emoción de la espera y de su aparición, tenía ganas de orinar. Tomó la iniciativa, se metió dentro de la bañera y arrodillado se enfrentó con mi polla. Me salió el chorro con ganas y, cuando la “lluvia dorada” le dio de lleno, abrió la boca para que también le cayera dentro. Tragó complacido y rebañó con la lengua hasta la última gota. Quedé con una sensación extraña y algo asqueado, pues nunca había llegado a ese extremo. Como reacción, le dije que no quería saber más de él hasta que no dejara todo limpio, incluido su cuerpo. Así que le traje material de limpieza y cerré la puerta. Quedé a la espera, con la firme idea de controlar cualquier otra pretensión escatológica  de su parte. Al cabo de un rato me llamó tímidamente para que pasara revista. Desde luego se había esmerado, todo estaba como los chorros del oro y olía a limpio. No obstante insistí en que volviera a ducharse en mi presencia. Lo hizo dócilmente y se enjabonó a conciencia, como queriendo hacerse perdonar. Al verlo así me fue subiendo de nuevo la excitación.
 
“No hace falta que te seques mucho porque ahora me vas a duchar. Y más te vale esmerarte y dar gracias de que no te haya echado a la calle, que es lo que un cerdo como tú se merecía”. “No volverá a tener queja, señor. Y si en algo no lo complazco, corríjame con rigor”. “Pues ahora que lo dices, no voy a dejar sin castigo la forma en que has abusado de mi buena fe y me has utilizado para satisfacer tus bajos instintos. Así que voy a buscar mi cinturón”. Al volver lo encontré arrodillado con el cuerpo volcado hacia el interior de la bañera y ofreciendo su culo al castigo. Sobre la marcha se me había ocurrido hacerme con una tablilla para cortar embutido; así que el primer golpe que recibió no fue el esperado latigazo, sino un fuerte palmetazo. No rechistó y alterné con la correa, pero cuando la piel empezó a enrojecer más de la cuenta decidí parar. Quería reservar un culo tan hermoso para otros juegos. Así que dije: “Basta por ahora, ya tengo ganas de que me duches”. Irguiéndose replicó: “Como mande, señor. Es usted demasiado bueno conmigo”. (¿Me estaría reprochando blandura el muy cabrón?).
 
Como me gusta que me soben, y más en la ducha, me puse en sus manos e hizo un primoroso trabajo. Tomó el mango de la ducha y me fue rociando al completo. Lo metía entre las piernas y el agua rebotaba en la polla y en los huevos con un cosquilleo agradable. El enjabonado fue perfecto y lleno de sensualidad. Al regodearse con mis bajos por delante y por detrás observé que por primera vez estaba teniendo una erección. Le di un manotazo que la contrajo. “¡Cómo te atreves!”. Y trató de esconder el pito entre las piernas. Ello no obstaba para que yo a mi vez me hubiera puesto cachondo. Así que, mientras me enjuagaba, le hice bajar la cabeza para que me hiciera una mamada reconfortante.
 
Le ordené que me secara y también se esmeró, con picardía al tratar mis partes sensibles. Me puse un slip negro y, mintiendo, le dije que me daba asco verlo andar desnudo por mi casa; sobre una silla de otra habitación encontraría algo digno de él. Había dejado allí un saco de basto tejido, agujereado para la cabeza y los brazos. No dudó en que era para él y apareció con ese atuendo que apenas le cubría hasta los muslos.”Es el único vestido que me merezco, señor”. Lo así con fuerza y lo zarandeé. “¿Por qué no te has puesto el ceñidor que había? ¿Así te crees más elegante?”. “No le he visto, señor. Le pido perdón”. “Tráelo y yo te lo ajustaré”. No era más que un trozo de cuerda gruesa, que puso en mis manos. “Para que conozcas el precio de no atender bien a mis deseos, quítate el saco y ponte de espaldas apoyado en la mesa”. Le pasé una mano por el lomo como si lo acariciara, pero con la otra sujetaba la cuerda doblada, que descargué varias veces con aparatosidad hasta que la piel empezó a enrojecer. Cesé y le dije: “Tal vez te ha sabido a poco también, pero que te quede claro que soy yo quien dosifica el dolor”. Al girarse me miraba con ojos velados de excitación y comprendí que el hecho de que hubiera tomado las riendas e impusiera mis criterios complacía sus ansias de sumisión plena.
 
Enfrentado ahora a él le mordí los pezones para endurecerlos y los prendí con sendas pinzas de la ropa. Les di golpecitos con los dedos y se retorció entre lamentos. Le ordené que aguantara y que volviera a vestirse con el saco. Como las pinzas abultaban, con una tijera recorté unos círculos sobre sus tetas para que quedaran fuera. Por fin le ceñí a la cintura la cuerda con que lo había azotado; resaltada la barriga, el saco quedó ablusado. Pero al subirse el borde inferior, quedaban a la vista la base del culo y parte de la polla y los huevos. Alegué que me molestaba esa visión y que necesitaba adornarla. Quedó dócil a la espera y traje de la cocina un tallo de apio. Se lo metí por el culo y lo conminé a que mantuviera sujeta esa cola vegetal so pena de volver a ser castigado.
 
Después me ocupé de su delantera. Até con un cordón la bolsa de los huevos y a medida que iba apretando la polla engordaba y crecía. “Señor, es un placer que no puedo controlar”, avisó temeroso de un correctivo. Pero con esa magnífica pieza ante mis ojos, no me contuve y me puse a chuparla. “Es suya, señor, como todo yo”, y suspiraba. Satisfecho por un rato, continué con mi idea y colgué del cordón que apresaba sus huevos una pesa de un reloj de cuco. Le insté a ponerse en movimiento y andaba vacilante, con el tallo sujetado en el culo  y la pesa que se balanceaba y le tiraba de los huevos; la polla seguía tiesa tras mi mamada.
 
Decidí que había llegado el momento de cenar. Aún era pronto pero se me había abierto el apetito. En la cocina le di instrucciones para que preparara los cubiertos –sólo para mí, recalqué– y calentara en el microondas un abundante plato de pasta con salsa que había preparado previamente. Él había de quedar de pie atento para servirme la bebida y limpiar con una servilleta cualquier salpicadura que pudiera caerme. Pero antes quise que se deshiciera del saco, que me resultaba poco estético en la cocina. De nuevo desnudo, con las pinzas en las tetas y los colgajos en los bajos, se mantuvo expectante. Cuando estuve saciado había aún la mitad de la pasta. Me puse de pie, me saqué la polla y la metí en el plato. Le ofrecí que me la chupara y, si le gustaba, podría comer el resto. Relamió con ganas y esperó la recompensa. Bajé el plato al suelo y le dije: “Un cerdo como tú no necesita cubiertos”. Con cuidado para no golpear el plato con la pesa que seguía colgando, se arrodilló y aproveché para atarle las manos a la espalda. En esa postura se metía de morros en el plato para engullir la pasta. Yo a veces introducía un dedo del pie y se lo daba a chupar. Para distraerme mientras comía, quité la piel a una longaniza bastante dura y sustituí el apio con ella. Le entró bastante hondo en el culo y ahí la dejé. Cuando ya había casi acabado, le ordené lamer el plato hasta dejarlo limpio, saqué la longaniza y se la presenté para que fuera mordiendo y tragando. Casi atragantado, le solté las manos e hice que se tumbara boca arriba, pero que las mantuviera pegadas a los costados. Al ver que me acercaba con un yogur abrió la boca y se lo fui vertiendo desde lo alto. Procuraba que no cayera nada fuera y cuando empezó a rebosar, me quité el slip, me agaché y le metí la polla. El frescor y la cremosidad del yogur aumentaron mi erección y le follaba la boca muy a gusto. Él me chupaba y tragaba el yogur; cuando lo terminó se afanó con la lengua para dejarme bien limpia la polla. Ya erguido, le conminé a que se lavara los restos de la pasta y el yogur que le habían quedado por la cara.
 
Entre tanto, extendí una vieja manta en el suelo de la sala y, cuando volvió limpio, hice que se tendiera. Primero le tapé los ojos con una banda negra y luego fui rodeando su cuerpo con una cuerda hasta dejarlo inmovilizado de brazos y piernas. Con un gesto brusco le liberé los pezones de las pinzas y dio un grito de dolor. Antes de que hubiera acabado de retorcerse solté el cordón que le apresaba los huevos con la pesa colgante; nuevo bramido y agitación. Comprobé que no se hubiera hecho algún corte y le subí la polla, que pegué con un esparadrapo en el vientre. Me senté en cuclillas sobre su cara y mientras él intentaba lamerme prendí fuego a una gruesa vela roja. Cuando la cera empezó a derretirse fui derramando gotas por su cuerpo. Saltaba a cada ardiente contacto y, pese a que procuraba eludir las zonas más sensibles, gemía con una mezcla de dolor y placer. Lo empujé para darle la vuelta y ahora su aguante fue mayor, aunque noté que apretaba la raja del culo temeroso de que se le infiltrara el líquido caliente. Comprendió que la sesión había concluido al soltarle al cuerda y quitarle la banda de los ojos. Se levantó trabajosamente y cuando miró los puntos rojos adheridos a su piel exclamó: “Señor, permita que le diga que se ha superado usted”. Se sacudió sobre la manta para que se desprendiera la mayor parte de la cera solidificada; los fragmentos más rebeldes los fue sacando con una rasqueta y yo cooperé en la espalda y el culo. De todos modos me pidió permiso para darse una ducha rápida que lo reconfortara.
 
Me di cuenta de que necesitaba descansar y relajarme; eso de hacer de amo resultaba agotador. Así que, al terminar sus abluciones, me encontró tumbado en la cama como dormitando. En realidad lo que deseaba ahora eran unos servicios amatorios más convencionales. Y él pareció estar en la misma onda, ya que sigilosamente me fue rociando con un frasco de aceite balsámico: Luego me masajeaba voluptuosamente, primero los brazos y el pecho, erizándome los pezones; después bajaba por el vientre y daba un rodeo para recorrerme las piernas. Aún sin tocarla, mi polla empezaba a responder a sus estímulos, pero me hizo dar la vuelta para completar el masaje. Sus toques por la espalada me electrizaban bajando hacia el culo que amasaba delicadamente. Cuando volví a estar boca arriba, mi polla surgió ya en plena tensión. Con un generoso chorro de aceite que me impregnó los huevos, sus manipulaciones me pusieron al borde de la explosión. “Señor, ya sabe que mi cuerpo es suyo y está aquí para su disfrute”. “Faltaría más, y voy a usarte para prologar mi placer”, reaccioné dispuesto a aprovecharme de un tipo tan apetitoso, que ahora, limpio y despojado de adornos, excitaba mi deseo.
 
Arrodillados los dos sobre la cama, me restregué contra él agarrado a su polla. Por primera vez lo besé con furia chupando labios y lengua; correspondía hurgando con la suya en mi boca. Fui bajando y, apretando sus generosas tetas, le mordí los pezones aún enrojecidos; soportaba el dolor mansamente y me rodeaba con sus brazos. Me tumbé para poner mi cabeza entre sus muslos. Le estrujaba y mordisqueaba los huevos sobre mi cara. Alcancé la polla tiesa con la boca y la mamé con gusto; se inclinó para facilitarme la tarea y al intentar chupar la mía lo rechacé. “Quiero que te vacíes tú primero”, dije y lo hice sentar a horcajadas sobre mi barriga, con mi polla tensa aplastada por su culo. Tenía así el panorama de su bajo vientre. Con una mano le apretaba los huevos y con otra lo masturbaba. Cuando con su tensión notaba la proximidad del orgasmo paraba; él trataba entonces de usar su mano, pero se lo impedía. Así estuve jugando hasta que la hinchazón de la polla avisó del desenlace. Presioné con un dedo tapando el orificio de salida y él jadeaba; lo liberé por fin y la leche se expandió sobre mi pecho. Sin permitirle un respiro ordené que lamiera hasta la última gota.
 
“Ahora te vas a poner a cuatro patas”. Como si lo ordeñara, primero manoseé y estrujé todo lo que colgaba: tetas, barriga, polla goteante, huevos… Luego me senté en su espalda y le palmeé con fuerza el culo hasta que resurgieron las rojeces. Me aposté detrás y jugué con su raja. La regué con aceite y la abrí al máximo. Metía los dedos en el agujero, los apretaba y giraba haciéndolo gemir. Finalmente le clavé la polla, pero estaba tan dilatado que el roce apenas me excitaba. “Tu culo está más abierto que el coño de una puta vieja. Das asco”. “Lo siento, señor. Pero mi boca está dispuesta a complacerlo”. “Por supuesto. Y vas a mamar hasta tragarte la leche”. Me tumbé boca arriba con las piernas abiertas y él  se puso en medio boca abajo. Con manos y boca me trabajaba la polla; yo agarraba su cabeza y la hacía subir y bajar. Lo dejé suelto y con los labios apretados intensificó el bombeo. Las oleadas de placer se iban incrementando hasta hacerme estallar dentro de su boca. Sentí cómo tragaba y luego rebañaba con la lengua. “¿Ha quedado compensando el señor? Lo he hecho lo mejor que he podido… Y qué rica su leche”. Le di unas palmaditas condescendientes: “No ha estado mal, viniendo de un cerdo como tú”.
 
De pronto me miró con expresión compungida. “Señor, se ha hecho tarde y voy a tener dificultades para volver a casa…“. “¿Estás insinuando que te deje dormir aquí?”. “No le molestaré y me iré por la mañana… Tengo que trabajar. Además podré servirle durante la noche”. “Pero no pretendas compartir la cama conmigo. Una cosa es usarla para que me des placer con mayor comodidad para mí,  como acabamos de hacer, y otra darte acceso a mi intimidad”. “No se preocupe, señor. Con una manta en el suelo me conformo”. Así que trajo la vieja que habíamos usado y la extendió junto a mi cama. Se acorrucó  y dijo: “Aquí me tiene para cualquier cosa en que pueda servirle. Que descanse el señor”. Cerró los ojos y allí quedó desnudo, pues como hacía calor, no necesitaba cubrirse. Dejé un rato la luz encendida e intenté leer, pero su visión me distraía y avivaba mi deseo. Apagué por fin y me quedé dormido.
 
Al cabo de unas horas me despertaron las ganas de orinar. Saqué los pies de la cama para ir al baño y lo pisé sin recordar su presencia, adormilado como estaba. “¿Qué le ocurre, señor?”, oí. “Nada. Voy a mear”. “No tiene que molestarse, señor”. Y en un santiamén metió mi polla en su boca y, semiinconsciente y con el calorcillo agradable que sentí, me dejé ir. Tragó todo sin dejar una gota, y con un “gracias, señor” me ayudó a recuperar la horizontal y volvió a su manta.
 
Caí de nuevo en las brumas del sueño hasta que la musiquilla del despertador me hizo recuperar poco a poco la conciencia. A la vez notaba una agradable sensación por los bajos y me di cuenta de que mi polla iba engordando dentro de la boca del siervo. Me dejé ir y todo mi cuerpo se iba entonando. Finalmente una dulce corrida llenó de nuevo la boca del mamón. “¿Ha tenido un buen despertar el señor?”.  No puede evitar una sonrisa: “Anda, vamos a ponernos en marcha y a ver si me libro de ti”. Recogió la manta del suelo y de repente me asaltó un interrogante: “En todo el tiempo que llevas aquí no parece que hayas meado, a no ser que lo hayas hecho sin mi permiso”. “Me he estado reteniendo por si usted deseaba hacer algún uso de ello. Pero ya sé que hay cosas de mí que no le gustan y ahora estoy a punto de reventar”. “Pues no te prives y ve al baño”. “Gracias, señor… ¿Le ofenderá si le pido que al menos me mire?”.  No quise despreciar su vena exhibicionista y lo acompañé. Apuntó un potente chorro en la taza del váter y, mientras, le acariciaba el culo. La polla le fue engordando en la mano que la sujetaba, supongo que excitado tanto por mis toques como por mi mirada. Cuando terminó de sacudírsela, se me ocurrió: “¡Hala! Entra en la bañera y hazte una paja, que te voy a filmar como recuerdo”.
 
Al volver con la cámara ya estaba plantado dispuesto a exhibirse. Obvié las instrucciones y lo dejé a su aire. Se la meneaba con ritmo pausado y con la mano libre se iba sobando con gestos provocativos. Sacaba la lengua y se relamía los labios. Se daba la vuelta y se tocaba el culo abriendo la raja. Preferí los planos de conjunto, pues era todo un ejemplar de macho en celo. Me pidió permiso para correrse y tras ello la imagen se fundió en negro. Luego se duchó y como yo seguía desnudo me preguntó si quería que me lavara. Decliné su oferta porque no me sentía con fuerzas para un nuevo calentamiento que sin duda provocaría; además me apetecía desayunar.
 
Enseguida se ofreció humildemente a servirme antes de marchar, advirtiendo que él no necesitaba que le diera nada. Lo dejé hacer: zumo de naranja, café con leche, cruasán… Daba gusto ser atendido de esa manera por un tío bueno y en pelotas. Acabado mi desayuno, me dijo que, si no ordenaba nada más, debería marcharse. Se vistió con la camiseta y el mono. Entonces lo retuve y, para humillarle,  le dije: “Te has portado como una buena puta. Debería pagarte”. Ruborizado contestó: “Señor, lo mío es puro vicio. Es a usted a quien debo estar agradecido”, y me cogió una mano para besarla. Lo rechacé con un airado manotazo. “Gracias, señor. Es la mejor despedida que me podía merecer”. Ya en la puerta preguntó: “¿Volverá a contar conmigo?”. “Me lo pensaré”, y lo hice salir.
 
La verdad es que me quedó la duda…