sábado, 11 de agosto de 2012

Bus nocturno

Emprendí un viaje de largo recorrido en autobús, que había de llegar a mi destino de madrugada. El vehículo era muy moderno y confortable, con buena climatización pese al calor exterior reinante. El trayecto empezó con bastantes pasajeros. Me correspondió una plaza en la segunda mitad y, como compañera de asiento, tuve a una señora, de buena presencia, pero que no era objeto de mi interés. Más bien éste se centró en un hombretón de la fila de delante, al otro lado del pasillo. Sentado junto a éste, una pierna le sobresalía por su corpulencia. Como llevaba pantalones cortos, podía ver cómo de éstos rebosaba un muslo recio y velludo. Parecía que iba acompañado de una mujer. Pero al menos me distraería la vista e imaginaría el resto.
 
A media tarde, en una de las principales paradas, en la que ya se quedó bastante gente, dieron un tiempo al resto  para poder estirar las piernas y tomar un refrigerio. No dejé de observar a mi compañero incidental. En la barra de la cafetería, departía con la acompañante y, desde luego, tenía una pinta de impresión. Los pantalones cortos, lejos de la moda de bermudas o pirata, realzaban bien las sólidas piernas y, al contornear su trasero, marcaban atractivamente sus formas. Una camisa remetida, pero escapada al descuido por un lado, cubría un torso generoso y dejaba ver unos brazos fuertes y velludos como las piernas. Una barba poco rasurada resaltaba su aspecto viril. Me dirigí a los lavabos y, cuando estaba lavándome las manos, entró él. Por la mirada que clavó en mí, me di cuenta de que me reconocía, como si de alguna manera también hubiera reparado en mi existencia. Incluso me pareció que podía expresar un “¡lástima, no haber llegado un poco antes!”. Desde luego, me entretuve para verlo reflejado de espaldas en el espejo mientras orinaba y casi tuve la certeza de que él se sentía mirado, por su algo exagerada manera de sacudírsela y ajustarse los pantalones. Como había entrada y salida de otros hombres, la cosa quedó ahí, sin embargo, aunque en el resto de la parada no dejé de pensar en las señales enviadas. O eso creía yo.
 
Para mi sorpresa, cuando hubo que volver al autobús, vi que la mujer lo besaba en plan de despedida y hacía parar a un taxi. Por lo que el hombre subió solo. Y a partir de aquí se fueron sucediendo los acontecimientos. La parte trasera había quedado vacía, salvo él y yo, que ocupé el mismo asiento. Pero él, entonces, se cambió de fila y se situó en la paralela a la mía. Al poco tiempo de iniciarse la marcha, empezó a acomodarse. Se colocó reclinado contra la ventanilla, subió el brazo que separaba los asientos y reposó, a su vez, una pierna medio estirada. Cerró los ojos simulando dormitar y, en tan relajada postura, se ofreció como blanco de mis miradas. Porque no podía tener otra explicación su maniobra de acercamiento.
 
Ya había anochecido y la difusa iluminación del vehículo, así como las ráfagas fugaces de luz exterior, creaba un ambiente de intimidad excitante. En su fingida duermevela, una de sus manos, sin embargo, no descansaba. Como al descuido, repasaba con un dedo el borde de los pantalones, resaltando más los muslos, o bien se ajustaba el paquete. Subía y desabrochaba algún botón de la camisa, para meterse luego y acariciar el pecho. Yo me estaba poniendo negro y empecé a tocarme a mi vez. Debió ser lo que esperaba, porque abrió los ojos y, con una mirada socarrona, encendió la lucecita para lectura. Proyectada a su entrepierna, el show avanzó. Provocándome ya explícitamente, se bajó la cremallera y hurgó hasta sacar la polla tiesa, de un tamaño generoso. Se la acariciaba con voluptuosidad y descubría el capullo. Para subrayar la lascivia de la escena, con la punta de la lengua se relamía los labios.
 
El deseo de saborear tan apetitosa oferta que había llegado a generar en mí se veía frenado por el temor de que, si me lanzaba sobre él, podría resultar demasiado aparatoso e, incluso, ser observado por el conductor. Pero el provocador halló una solución. Se recompuso la ropa y me hizo un gesto de espera. La hilera seguida de asientos del final quedaba aún más en penumbra por la escasez del pasaje y discretamente protegida por el promontorio que contenía la escalara de descenso replegada. Como si quisiera estirar las piernas, allí se dirigió. Aguardé un minuto, que se me hizo eterno, y con sigilo me fui  en su busca. Repantingado en una esquina había ido adelantando. Con la camisa bien abierta y los pantalones bajados, se mostraba obscenamente, pidiendo guerra su verga liberada. Ahora sí que tomé posesión de ella; la manoseé y chupé con deleite. Él me sujetaba la cabeza para controlar el ritmo. Luego tiró de mí y arrastré la cara por su velludo torso, hasta que mi boca se asió a un pezón endurecido. Maniobró entretanto para bajarme el pantalón y, haciendo que me levantara a su lado,  buscó mi polla para mamarla. Lo hacía con vehemencia para darle la dureza deseada, porque, en un rápido giro, me sentó en el lugar que él había ocupado. Se puso de espaldas y echó una mano hacia atrás para sujetar mi polla. Dirigiéndola, fue bajando el culo, hasta tenerla apuntada a su ojete. Impulsó todo su cuerpo hacia abajo y se la clavó. Suspiró de placer y empezó a moverse con vehemencia. Yo, casi atrapado, me limitaba a sobarlo y a agarrarle las tetas. La frotación que conseguía en su no parar iba incrementando mi excitación e hizo que me corriera de una forma explosiva. Saciados los dos por esta vía, él aún tenía que desfogarse. Se volvió hacia mí y se masturbó con energía, acercando la polla a mi cara. En el último momento me instó a abrir la boca, donde recibí la abundante lechada. Un susurrado pero sentido “¡¡joder!!” fue la primera expresión que le oí.

Quedamos entrelazados unos minutos en el rincón, hasta que por fin dijo: “La próxima parada es la mía”. Se puso bien la ropa y salió discretamente hacia su asiento original. Yo me quedé medio traspuesto donde estaba y, al cabo de un rato, pude ver cómo cogía sus bártulos y bajaba del autobús. No faltaba mucho para que amaneciera cuando llegamos al final del trayecto, que era también mi destino.

domingo, 5 de agosto de 2012

Una aventura y sus consecuencias

Entusiasmado con las oportunidades tan diversas que se me presentaban para dar suelta a mis apetencias sexuales, me volvía cada vez más atrevido. Hasta el punto de que, confiado en exceso, me entregué a experiencias que, si bien elevaban a unos niveles increíbles mi excitación, también daban lugar a que me embargaran unos sentimientos confusos de estar traspasando los límites de una elemental prudencia.

El caso es que, ya anochecido, iba por una calle del barrio antiguo de vuelta de un concierto. Ante un escaparate iluminado, cuyo contenido ni siquiera recuerdo, había un hombre que me llamó la atención. Maduro y fornido, pese a su aspecto tosco y descuidado, tenía un algo de atrayente. Irreflexivamente me detuve también y su mirada no tardó en repasarme. “¿Qué buscas?”, preguntó con voz campanuda. Y comprendí que no se refería a los objetos expuestos. Respondió a mi enmudecido sonrojo: “Yo lo sé”. “Si tú lo dices…”, me atreví a replicar. “Se te nota que vas buscando pollas”. Lenguaje tan explícito y en aquel lugar podía haber hecho que me largara asustado, pero me quedé petrificado, mientras él continuaba su particular seducción. “Yo la tengo gorda y con mucha leche”. Me sentía como contagiado de su procacidad y le seguí la corriente. “Eso habría que verlo…”. De pronto se puso serio. “¿Tú eres de los que cobran? Porque si es así no tengo cuartos…”. El que me pudieran tomar por un prostituto me excitó tremendamente. “También lo hago gratis si me gusta”. “Chapero rarillo eres tú… ¿y yo te gusto?”. “No estás mal. Y si tienes lo que dices…”. Fue resolutivo. “Mi casa está aquí al lado… ¡Vamos!”. Con las piernas casi temblándome y el corazón acelerado, lo seguí.
 
Llegamos a un edificio muy antiguo y subimos varios pisos por una escalera mal iluminada. Se oían voces y el sonido de televisores. Abrió una puerta y me hizo pasar. Más que un piso era una habitación única, grande y destartalada. Se quitó el chaleco que llevaba y lo colgó de una percha junto a la puerta. Yo me quité la cazadora y quedé indeciso. Se fue acercando a mí mientras se desabrochaba algunos botones de la camisa y se sobaba ostentosamente el paquete. Me pareció la encarnación de la lujuria. Ahora se le veía más grueso y rudo, rebosando por el escote un vello entreverado de canas. Me cogió por sorpresa y, agarrándome la cara, restregó sus labios con los míos y apretó para meterme la lengua. Hurgaba con vehemencia y me rascaba su barba mal afeitada. Remedando su brusquedad eché mano a la entrepierna. Me asombró el volumen y la dureza que encontré. Me detuvo de pronto, sin embargo, y se apartó un poco. “¡Huy, para! Que, como no esperaba visita, no estoy demasiado limpio que digamos y tú eres muy señorito… Mejor que me lavotee un poco”. La idea me resultó muy morbosa. “Te puedo ayudar…”. “No es precisamente un baño de película lo que tengo ahí…”, y me señaló una puerta. “Pero ya que estás… Vamos a desnudarnos y de paso vemos mejor la mercancía”. Me fui quitando la ropa con torpeza, ya que toda mi atención la tenía puesta en el cuerpo que se me iba desvelando. Al sacarse la camisa, un torso de una virilidad exuberante me subyugó. Sobre una barriga oronda y peluda, se volcaban unos pechos generosos. Entre el vello destacaban las dos rosetas oscuras y puntiagudas. Cuando se desabrochó el cinturón y cayeron los pantalones, quedé atónito ante lo que surgió. Una verga tiesa de un grosor y un largo como nunca podía haber imaginado. “¿Qué te dije? No habrás visto muchas como ésta. …Y unos buenos cojones de contrapeso”. Efectivamente, de entre los peludos muslos se abrían paso dos bolas que parecían castañear. También se había fijado en mí. “¡Estás muy bueno, tío! Cuando me hayas puesto bien cachondo, te voy a dar por el culo”. Me entraron sudores fríos al pensar en los destrozos que aquello de lo que presumía podía hacer.
 
El baño, pequeño y anticuado, se componía de un retrete, un lavabo y un sumidero con un caño de ducha en un rincón. Se empeñaba en mantenerme a distancia y la verdad era que no olía demasiado bien. No obstante, mientras esperaba que saliera caliente el agua, viendo su rotundo y peludo trasero, no pude resistirme a acariciarlo. “¡Quieto que voy a mear!”, me contuvo. Empezó a apuntar un potente chorro al sumidero. “Todo va a parar al mismo sitio”, se justificó. Yo cada vez estaba más excitado y me asombraba que él, pese a su persistente erección, se lo tomara con tanta calma. Se puso bajo el caño y se remojó completamente. “¿Me pasas el jabón?”, dijo señalándome una pastilla que había en el lavabo. Se restregó a fondo con ella por todo el cuerpo, hasta que al fin dijo socarrón: “¿No querías ayudar?”. No deseaba otra cosa y, primero, extendí la espuma por el pecho. Mis dedos se enredaban en el vello y tropezaban con los duros pezones. Su actitud de complacencia me enervaba y ni me daba cuenta del agua que me mojaba. Me atrajo hacia él y llevó la mano enjabonada a mi pene erecto. Al fin pude hacer otro tanto con el suyo y su tacto firme me subyugó. Mi mano resbalaba haciendo correr la piel y descubriendo el romo glande enrojecido. Con la otra mano sopesaba las bolas bien pegadas a la entrepierna, que se me escurrían entre los dedos. “El culo ya me lo lavo yo, que a saber lo que me ibas a meter”. Pero me dejó mirar la lascivia con que se enjabonaba la raja y repasarle luego los glúteos.
 
Soltó el jabón y, bajo el chorro, el agua fue llevándose la espuma de su cuerpo. No pude resistir más y caí arrodillado ante él. Así el contundente miembro que lucía perlado de gotas. Tiré hacia atrás la piel para destapar el capullo, que surgió enrojecido y brillante. Nada más lamerlo excretó un flujo transparente cuyo agrio sabor me irritó la garganta. Lo suavicé con mi saliva y estiré los labios para engullir tamaña pieza. Cuando la punta chocó con el fondo del paladar aún quedaba parte fuera. Succionaba y la sacaba para poder respirar, alternando con lamidas al escroto. Me enardeció que expresara: “¡Vaya mamonazo estás hecho! …Pero ven pa’cá que te voy a comer vivo”.
 
Cerró el grifo y me tomó casi en volandas hasta hacerme sentar sobre el lavabo. Me sobó y estrujó con sus ásperas manos hasta causarme rojeces en la piel. Luego se volcó sobre mí y me chupeteó como si me aplicara ventosas. Temí que se rompiera el envejecido espejo presionado por mi espalda. Me separó los muslos con brusquedad y hundió la cara en la entrepierna. Su boca no paraba de lamer y sorber. Parecía fuera de sí; lo cual me excitaba pero también me asustaba. Se puso a mamar con tal vehemencia que parecía que fuera a tragarse mi pene. Su incesante succión llegó a hacer efecto y me vacié con un intenso espasmo.
 
Todavía con la boca rebosante, me dobló como a un muñeco y pasó mis piernas sobre sus hombros. Tuve que hacer equilibrios en mi forzada posición sobre el lavabo. Escupió la untuosa mezcla de semen y saliva en una mano y me la estampó en el ano elevado. Me invadió el pánico ante lo que se avecinaba. Efectivamente, se agarró el endurecido miembro y lo dirigió al punto exacto. Dejó caer todo el peso de su cuerpo y sentí como si una barra de hierro al rojo vivo me traspasara. A tal sensación se añadía el temor a caerme del lavabo e, incluso, a que éste acabara rompiéndose. Veía la cara del hombre congestionada por el furor de sus embestidas. En situaciones anteriores había llegado a experimentar el placer de la penetración, pero ahora el tamaño de lo que rabiosamente se movía por mi interior parecía que me fuera a desgarrar. Las manos se le crispaban lacerando mis muslos y sus gruñidos iban en aumento. De repente noté un efecto de vacío y la verga erecta golpeó mis testículos. Varios espasmos expandieron la lefa por mi vientre y llegaron a salpicarme la cara.
 
Se irguió y, como olvidado de mí, se apartó dando tumbos y retrocediendo hasta la cama, en la que se derrumbó. Yo, con todo el cuerpo dolorido, me deslicé hacia el suelo y fui recuperando el equilibrio. Me llamó: “¡Ven aquí! ¡Aún me queda para una mamada!”. La procacidad de la gruesa verga volcada sobre los hinchados testículos y todavía excretando jugo me sedujo morbosamente. Me lancé sobre ella y la chupé con ansia, degustando su acre sabor. “Una buena follada ¿eh? Déjame dormir un rato y luego repetimos”. Pero, en cuanto oí sus primeros ronquidos, me vestí y sigilosamente me marché. Como experiencia ya había tenido bastante.