lunes, 26 de noviembre de 2012

La extraña pareja

Cerca de mi casa, en una calle por la que paso con frecuencia, hay un pequeño bar. Es de esos negocios familiares que, por sus dimensiones y la escasez de clientes, resulta admirable que puedan subsistir. Lo regenta un matrimonio maduro, él y ella gordos de aspecto plácido, que acostumbran a estar casi siempre sentados a una mesita en el exterior. Lo cierto es que encontraba particularmente atractivo al varón, sobre todo cuando lucía sus recios muslos por los pantalones cortos que solía usar. La mirada se me iba cada vez e, incluso, llegó a darme la impresión de que no se les escapaba mi atención. Hasta me pareció que intercambiaban alguna sonrisa de complicidad. Lo cual no dejaba de cohibirme, aunque también me intrigaba y excitaba.
 
Un día en que volvía a casa acalorado, se me ocurrió tomar algo fresco. Mie dirigí directamente al interior del bar, saludando al pasar junto a la mesa en que, como de costumbre, estaban. Fue ella la que se levantó para servirme. Me sorprendió lo que dijo: “¿Se lo quiere tomar fuera con mi marido? Estará mejor… Yo tengo que hacer cosas por aquí”. La inesperada invitación me resultó interesante y, cuando me instalé en la mesa, parecía que el hombre ya lo esperara. No pude evitar que la vista se me fuera a aquellas piernas que ahora tenía tan cerca. Él sonrió y dijo: “Hace tiempo que nos tenemos vistos ¿eh?”. “Paso mucho por aquí…”, contesté algo cortado. “Ya, ya…”. Y la conversación que siguió me sonó surrealista. “Si hasta nos preguntábamos en cuál de los dos te fijabas más”. Continuó con una risotada y varias palmadas a su muslo: “Creo que gano yo, ¿verdad?”. Mi sonrojo sirvió de respuesta. “No hay problema. A ella le van las tías”. “Vaya…”, fue lo único que me salió. “No creas… Seguimos follando como locos. Pero cada uno tiene sus caprichos”. Me picó la curiosidad: “¿Y cómo os apañáis entonces?”. “Muy fácil: si a uno le sale algo, se van arriba, y el otro se queda atendiendo el bar”. Añadió con expresión pícara: “A veces nos espiamos con discreción”. A estas alturas, yo no sabía si sacar partido de las confidencias o considerarlas demasiado raras para arriesgarme. Si bien quedaba claro que no se trataba de hacer un trío, encontraba lo de los turnos algo embarazoso.

Llegó un par de clientes a hacer el aperitivo y vi que eran el momento de escabullirme. Quería tener tiempo para reflexionar, aunque lo suculento que estaba el tío era un poderoso gancho. Su despedida fue, por lo demás, la mar de elocuente: “¿Vendrás esta tarde?”. Ni que sí ni que no, quedó la cosa en el aire. Pero, cuando me encontré en casa, apenas pude comer por la excitación que me embargaba. Volver allí y que la mujer nos diera permiso para subir al piso era bastante insólito. Sin embargo, reconocía que no dejaba de añadir morbo a la situación. Al fin me liberé de prejuicios y pesó más el festín de sexo que el hombre prometía.

A primera hora de la tarde ya estaba enfilando la calle. La pareja ocupaba la mesa de costumbre. Tener que enfrentarme a los dos hizo que mis pasos se ralentizaran. Pero, nada más divisarme, el hombre ya me hacía señas para que me sentara en una tercera silla. El papelón que me temía ante los dos rostros sonrientes subió de nivel al comprobar que hasta se les veía muy amartelados. Cuando empezó a hablar el hombre, entre risas de la mujer, a la que había pasado un brazo por el hombro, su franqueza resultó insólita: “Antes te dije que follábamos muy a gusto… y a ésta le vuelve loca que le coma el coño. ¿Verdad, cielo? Pero también necesito de vez en cuando chupar una polla y tomar por el culo,…que ahí ella no llega”. La mujer completó el cuadro, como si fuera una conversación íntima: “Bien que te como la polla yo, pero a un coñito no le hago ascos… Y a unas buenas tetas le saco tanto jugo como a las tuyas peludas”. Ya estallé: “Bueno, ¿qué pinto yo en todo esto que me contáis?”. El hombre, con actitud risueña, soltó a la mujer e, inclinándose hacia mí, puso su mano en mi pierna. “Nos gusta ir con la verdad por delante… ¿No te has calentado? Ahora nos podemos ir tú y yo arriba…, si te parece”. Pues sí que me había calentado reproduciendo en mi mente el relato, y ardía en ganas de meterle mano al esposo, aunque fuera con la venia de la esposa. Cuando él se levantó, me puse de pie como un autómata y lo seguí eludiendo la mirada de ella. Aunque aún le oí decir: “No tengáis prisa…”.

Me hizo pasar delante por la estrecha escalera y ya aprovechó para sobarme el culo. “Yo sí que estoy ya caliente”, comentó. Nada más traspasar la puerta lo demostró. Me acorraló contra la pared y se agachó para abrirme la bragueta. Me sacó la polla y la miró unos segundos. “¡Mojadita, qué rica!”. Dio una chupada que me erizó la piel. Pero yo no quería tantas prisas –bien que lo acababa de decir la mujer– y deseaba indagar más en su corpachón. Así que lo impulsé hacia arriba y lo abracé. Con mi boca busqué la suya que, al principio, se resistía a abrirse. Logré que mi lengua se adentrara y sorbí la suya, que ya se movió inquieta. Entretanto, le bajé el pantalón por detrás y mis manos accedieron a su culo prieto y velludo. Noté que su verga endurecida se apretaba contra mi vientre. Eché para abajo del todo el pantalón y se la agarré palpando su consistencia. Él no podía manejar la hebilla de mi cinturón, así que lo ayudé y también me cayeron los pantalones. Me recompensó quitándose la camisa. Lo imité y por fin estuvimos desnudos, cuerpo contra cuerpo.
 
Casi me arrastró en dirección al dormitorio, donde caímos sobre la cama. Me llegó a producir morbo pensar que allí mismo follaba con su mujer. Me vino a la cabeza la referencia de ésta a las tetas peludas de su marido, y ante mí las tenía bien apetitosas. Las manoseé y estrujé, y cuando empecé a chuparlas se retorció frenético. “¡Sí, sí, cómo me gusta!”. Enardecido, mordía los duros pezones y lo hacía gemir de placer. Bajé una mano que encontró su polla destilando abundantemente. Eso hizo que me deslizara hasta tomarla con la boca. La limpié a lengüetazos  y aún lo provoqué: “Igual no te la chupo tan bien como tu mujer…”. Replicó: “¡Calla! Una mamada es una mamada”. Comí polla y huevos con deleite, hasta que se revolvió para apoderarse de los míos. Ahora sí que mostró su hambre de sexo macho. Sus lamidas y chupadas me recorrían desde el pubis hasta el ojete, manejándome con sus recias manos. Pero se guardaba de hacerme estallar, porque me reservaba para otro de sus deseos. No tardó en explicitarlo: “Está a punto para que me folles ¿Lo harás, verdad?”. Su demanda aún me excitó más y lo empujé para que se diera la vuelta. Él, ansioso, se colocó con el culo levantado. Me puse a disfrutarlo de vista y de tacto. Le daba palmadas y pasaba los dedos por la raja. Le palpaba los huevos colgantes y la polla aún tiesa y mojada. Se impacientaba removiéndose y gemía cuando le hurgaba el agujero. “¡Fóllame ya!”, suplicó. Entonces me la sujeté y apunté. Al ir cargando mi peso iba entrando, mientras él resoplaba. “¡Ahhh, qué gusto me estás dando!”, exclamó cuando llegué a tope. El bombeo que inicié con energía le hacía golpear la cama con los puños y agitar la cabeza, al tiempo que profería imprecaciones ininteligibles. Yo me espoleaba por segundos y le pregunté: “¿Quieres la leche?”. “¡Toda, toda!”, respondió con voz temblona. Si no me hubiera autorizado, tampoco habría podido parar, porque ya me salía un chorro que me dejó seco.
 
Quedamos los dos como traspuestos y todavía me preguntó: “¿Me la has dado toda?”. “¿Tú qué crees? Ni gota ha salido fuera”, repliqué. Se revolvió entonces y, boca arriba, se cogió la polla. “¿Me haces una paja o me la hago yo? No resisto más…”. Se puso a meneársela frenético, pero yo le arrebaté el mando. Con una mano, le metí un dedo por el culo y le cogí los huevos. Con la otra sustituí la suya y le apliqué una frotación de ritmo variado. Esto lo puso más fuera de sí y casi pataleaba, ansioso por correrse. Unos últimos toques abrieron al fin la espita y la leche se expandió en aspersión, llegándole hasta el pecho y acompañando un estruendoso aullido. “¡Joder, qué polvo más bueno!”, sentenció cuando recobró el resuello. “Yo también me he alegrado de conoceros”, repliqué con ironía.
 
En el baño nos limpiamos someramente –ya me ducharía en casa–. Pero aún pude contemplar satisfecho las buenas hechuras de mi anfitrión. Recuperamos la ropa y bajamos juntos. En el bar, la mujer lavaba unos vasos. Nos miró sonriente y comentó con tranquilidad: “Os lo habréis pasado bien ¿eh? Hasta aquí se os oía”. El marido rio también y le dio una palmada al culo. “Ya le habrás echado el ojo tú a alguna pichona”. Con este peculiar quid pro quo acabó mi aventura de aquel día.

Pasé unos cuantos días esquivando la calle para poder asimilar encuentro tan extraño. El hombre me había gustado muchísimo, pero sus circunstancias me tenían perplejo. Cuando por fin me decidí a pasar por el bar, estaba él solo sentado en la mesa. Con un gesto pícaro me explicó: “Hoy le ha tocado a ella… Y tú no te hagas tan caro de ver. Aquí se te aprecia…”.

viernes, 16 de noviembre de 2012

El fotógrafo y el tío de la novia

Un fotógrafo profesional, gordo, maduro y muy simpático, con el que me une una buena amistad, es un pozo de anécdotas sobre su trabajo, algunas de las cuales con ligues inesperados. Fue el caso de la última que me contó regocijado.

Había sido contratado para cubrir una boda, lo que se le presentaba como algo convencional. Resultó, sin embargo, que le llegó a suscitar gran interés un tío de la novia quien, al parecer se había erigido espontáneamente en maestro de ceremonias, sobre todo durante la celebración en el hotel. Era grandote y robusto, de rostro muy expresivo, y desplegaba una gran actividad. Ni que decir tiene que lo fue captando frecuentemente con el objetivo de su cámara. Le pareció que había llegado a darse cuenta de su atención y que no le desagradaba, ya que a veces incluso procuraba ofrecerle una buena toma. Pero también procuraba pillarlo en poses más sueltas. Así le hizo gracia la de veces en que, de forma mecánica, se ajustaba el paquete, como si el pantalón del chaqué le quedara incómodo. No desperdició la oportunidad de recoger tales imágenes.
 
Supuso para el fotógrafo una sorpresa que, al final de la celebración, el que había estado observando con tanto afán se dirigiera a él. Incluso llegó a temer que fuera a quejarse de su excesivo interés por retratarlo. Pero todo lo contrario. Muy sonriente y en tono amistoso le dijo: “¡Vaya cantidad de fotos que has hecho, eh! Me gustaría pasarme por tu estudio y ayudarte a preparar el book para la familia. Será divertido ¿no te parece?”. Algo insinuante le pareció, desde luego, y no iba a desaprovechar el encuentro privado que se le proponía. A ver por dónde saldría…

Cuando el tío de la novia, según lo acordado, apareció por el estudio, a mi amigo casi se le cae al suelo una costosa cámara. Si ya con el atuendo ceremonial resultaba apetitoso, la transformación experimentada quitaba el hipo. La solemnidad había sido sustituida por el más desenfadado aire veraniego, que resaltaba su generosa envergadura. Unos pantalones bastante cortos –nada de piratas ni bermudas– apresaban sus sólidos muslos. Una alegre y suelta camisa dejaba ver el vello de pecho y brazos. Al fotógrafo casi le dio corte no haberlo recibido más ligero de ropa.

En un principio, había pensado hacer un expurgo previo de las fotos más explícitas de manoseo del paquete. Pero decidió dejar todo tal cual, confiando en el buen talante que demostraba el afectado. Quedó cerrado el establecimiento y pasaron al despacho donde, sentados en sendas sillas muy juntas, se dispusieron a ir visualizando en el ordenador las numerosas imágenes digitales. La primera parte, de la ceremonia en la iglesia, era la más convencional. Sin embargo, el roce de piernas, que el visitante no rehuía ya enervó al fotógrafo, quien lamentó no llevar también pantalones cortos. Al menos, el choque incidental de brazos le permitía un cálido y grato contacto. Los comentarios que el otro hacía, como que él no estaba hecho para el matrimonio, iban poniendo picante a la situación. La parte festiva del evento dio ya mucho más de sí. Aquí era donde el tío de la novia aparecía profusamente. “¡Vaya, parece que resulto muy fotogénico a pesar de mi volumen…!”, dando al otro golpecitos en el muslo. Mantuvo la mano presionando y continuó: “No creas que me disgustara. Ya ves que trataba de presentarte mi mejor perfil ¡ja, ja!”. Cuando llegaron las fotos del toqueteo, aún se puso más chispeante: “¡Anda, éstas sí que no me las esperaba! Te fijas en todo tú, eh. Celo profesional se llama… ¿Tantas veces se me fue la mano? Tienen su gracia. Ya me decía yo que eras un tipo simpático… Pero mejor que queden entre tú y yo ¿No te parece?”. Ahora fue mi amigo el que le acarició el muslo desnudo. “Hasta te podría hacer fotos de estudio…”. Volvió a reír el visitante. “¿Cómo, con chaqué o más ligero de ropa?”. “Eso depende del cliente”. “¿Ah, sí? ¿Y que te parece esto?”. Se subió un pernil del pantalón y asomaron la polla y los huevos. “No está nada mal para empezar… ¿La hago?”, preguntó el fotógrafo echando mano a la cámara. “¡Venga, que me da morbo!”.
 
Varias tomas excitaron a mi amigo como nunca en su vida profesional. El otro se fue animando también y demostraba tener vena de exhibicionista. Se abría la camisa y afloraban sus tetas velludas. El pantalón fue cayendo en varias etapas hasta llegar al suelo. El fotógrafo, hipnotizado, alternaba la visión directa y a través de la cámara, disparando ráfagas a las posturas cada vez más insinuantes del modelo. Su pose en desnudo integral resultó de lo más provocadora. “¿Doy bien así?”, preguntó retador. La respuesta surgió espontánea. “¡Para comerte!”. “No suena muy profesional… pero me gusta”, replicó el piropeado.
 
El hombre iba lanzado, pero hizo una jocosa reclamación. “De aquí no paso como no haya igualdad de armas. Yo también necesito inspirarme… ¡Ven para acá!”. Sin darle tiempo siquiera a soltar la máquina, se lanzó sobre el fotógrafo y en un santiamén lo dejó en cueros. Semejante acción por sorpresa, que aquél se dejó hacer riendo nervioso, lo puso a cien. “Eso me gusta más”, dijo el otro con desparpajo. “Estaba deseando esto desde que te vi en la boda”. Así que ha sido una encerrona premeditada, pensó mi amigo. No menos agradable, por supuesto.
 
La sesión fotográfica se convirtió de ese modo en un juego de precalentamiento de lo más eficaz. El tío de la novia le daba un morbo increíble y disfrutaba prolongándolo. El fotógrafo se debatía entre el creciente deseo de un revolcón y la oportunidad de un trabajo tan peculiar. El modelo iba a su aire inventando poses, y hasta llegó a usar algún complemento que se había traído para poner salsa. Tanto que ya se mostraba empalmado con todo descaro.
 
Verlo así, reclinado en un sofá, ya fue demasiado para el fotógrafo que, soltando la cámara, se lanzó como atraído por un imán a comerse polla tan tentadora. No es que la iniciativa disgustara al tío de la novia ni mucho menos. Por el contrario, juguetón, le pasó las piernas por  encima de los hombros y disfrutó de la mamada. “¡Jo, qué boca! Si sigues así me vas a sacar hasta el alma”. Mi amigo no pretendía, desde luego, tal desenlace prematuro, pero, sin soltar aquellos muslos en torno a su cabeza, lamió los huevos y repasó con la punta de la lengua el origen de la raja. “¡Huy, cómo me pones! Pero ahora ven para acá…”. Deshizo la llave en torno al cuello e hizo que el fotógrafo se irguiera. Se echó hacia delante y miró con voluptuosidad la polla que el otro ya le ofrecía. “¡Humm, esta gotita…”. Y lamió la que asomaba en el capullo brillante. Siguió con una succión que puso la piel de gallina a mi amigo.
 
Tampoco quiso excederse. “¿No me invitarías a tu cama…? Alguna fotito más y harás lo que quieras conmigo…”. El fotógrafo rio. “¿Quién hace lo que quiere con quién…?”. Efectivamente, en el estudio había una pequeña habitación que aquél usaba cuando, por acumulación de trabajo, no le compensaba irse a su casa; …y tal vez para otros fines más lúdicos. El auto-invitado dejó el sofá y los dos se dirigieron al cuarto, aprovechando para sobeos mutuos. “¡Humm, este culo me priva!”. “Pues el tuyo que se prepare…”. Pese a esta declaración de intenciones, el interés fotográfico no estaba ausente. Por eso aquél, al ver un lavabo, pidió: “Deja que me limpie un poco los bajos después de tanto chupeteo, para que me queden presentables…”. Se pasó agua y se secó para, a renglón seguido, echarse el la cama.
 
No le costó mucho ponerse cachondo en cuanto volvió a verse enfocado por la cámara. El fotógrafo cumplía con su función a duras penas, aunque, para animarlo, nada mejor que los toquecitos que el yaciente le daba cada vez que se acercaba. Y no solo de hecho sino también de palabra, con su labia bien demostrada. “¡Qué experiencia más increíble! Yo aquí en plan guarro y tú calentándome ¡Nos vamos a coger con unas ganas…!”. “A ver si es verdad”, pensaría mi amigo, aunque en el fondo también le estaba pareciendo de lo más excitante retratar a  aquel tío tan bueno.
 
Las poses provocativas no faltaban, pero llegó un momento en que, aprovechando que el fotógrafo estaba concentrado en un primer plano, el otro tiró de él y se lo echó encima. La cámara cayó sobre la cama y los dos rollizos cuerpos se entrelazaron. Las bocas se buscaron y, durante un rato, hubo cruce de lenguas y saliva. El deseo se impuso y pugnaban por el disfrute del cuerpo del otro. Sobaban, lamían y chupaban allá donde alcanzaba cada uno. (A estas alturas del relato tan detallista de mi amigo, estaba yo ya con una calentura considerable, al imaginarme a los dos hombres maduros, gruesos y peludos –tal y como a mí me gustan– retozando inflamados de pasión). Pero el revolcón siguió impetuoso. En sus deslizamientos, llegaron a quedar sesgados para alcanzarse mutuamente las pollas. Retomaron las mamadas que habían comenzado en el sofá, pero ahora simultáneas y más febriles. Con su verga plenamente en forma, el modelo hasta hacía poco manipuló con energía al fotógrafo hasta tenerlo boca abajo. “¡Ven para acá, que te la meto!”, avisó. Lo montó y se restregó sobre su culo. La aceptación que encontró lo estimuló para iniciar una penetración. El fotógrafo lo recibió enardecido y se removía para incrementar el bombeo. “¡Me gusta, me gusta!”. El follador lo forzaba a mantener las piernas abiertas para profundizar mejor, con el voluminoso cuerpo perlado de sudor. “¡Jo, qué agujero más rico y caliente! ¡Me voy a ir…!”. “¡Aguanta un poco más y dame fuerte!”, pedía el otro. Pero todo tiene su límite y con un resoplido se anunció la descarga. El ritmo de la follada decreció hasta quedar cuerpo sobre cuerpo. “¡Uff, cómo me ha gustado!”. “Llenito me has dejado”.
 
El tío de la novia se desplazó lentamente liberando al fotógrafo. Éste pudo ponerse boca arriba y, excitado por la enculada que acababa de recibir, se puso a meneársela. Pronto recuperó todo el vigor, lo que no escapó a la relajada mirada del otro. Para su sorpresa, el tío entonces se movió hasta sentársele encima. “¡Anda, dame ahora tú!”. Él mismo buscó con la mano la polla tiesa y la enfiló a su raja. Dejó caer todo su peso y quedó ensartado. “¡Wou…., yo te ayudo!”. Subía y bajaba con una agilidad increíble para su corpulencia, apoyadas las manos en sus muslos. “¡Cómo me gusta a mí también!”. El fotógrafo sentía una ardiente frotación en su verga, con la vista y las manos en la velluda espalda. Los lujuriosos movimientos del tío lo iban inundando de placer. “¡Qué meneos tienes! ¡Eres un crack!”. “¡Tú, que me has sacado de madre!”. “¡Me estás poniendo negro!”. “¡Blanco es lo que quiero que me des!”. Con este intercambio de requiebros llegó el momento en que el fotógrafo, con las manos crispadas en las rumbosas caderas del tío, se convulsionó por una corrida explosiva. Sentado quedó el otro hasta que notó el aflojamiento de la pringosa polla. “¡Ohhh, cómo me has dejado…!, exclamó mi amigo. “!Bien follados los dos! ¿Eh?”, replicó riendo el tío.
 
Distendidos y satisfechos, quedaron tendidos uno junto al otro. Pronto las manos buscaron los cuerpos, como si quisieran comprobar que lo que acababan de poseer era real. Caricias y besos fueron la recompensa a la entrega mutua. “¡Vaya con el fotógrafo, qué disparos tiene!”. “¡Mira quién habla, el cliente provocador!”. “Espero que guardes con discreción las fotos, …y también las de la tocada del paquete”. “Te las puedo poner en un pen-drive”. “Ya vendré otro día a repasarlas ¿Te parece bien?”. “Faltaría más… Así no tendré que esperar al bautizo del hijo de tu sobrina”.

Lo que pasó entre mi amigo el fotógrafo y yo, después de su tórrido relato, podría dar lugar a otra historia.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Viejos gladiadores

Los gladiadores que habían sobrevivido, ya mayores y aflojados por el engorde de sus cuerpos, al no ser aptos para la lucha en la arena, aunque libertos, eran reclamados para la diversión de sus antiguos amos patricios. Si en los espectáculos que éstos ofrecían en sus fiestas era frecuente el contenido sexual, en todas las variantes posibles, los que antes habían sido luchadores no escapaban a actuaciones de esa clase. El contraste entre su recio aspecto y la fragilidad de los esclavos, adolescentes de ambos sexos, que habían de someter como complaciera a anfitriones e invitados, era muy apreciado. Pero tampoco faltaban las ocasiones en que ellos mismos habían de enfrentarse en combates de contenido erótico.

En una de estas fiestas, un hombre robusto y completamente desnudo aparecía con las muñecas atadas en alto a una barra horizontal que se desplazaba mediante unas poleas. Unos esclavos iban rodeando su cuerpo con gruesas cuerdas y cadenas; otro lo untaba con aceite. Su sexo aparecía ya brillante y era rodeado con una cinta dorada. Entonces surgió otro gladiador cubierto por una breve túnica, de la que fue despojada. No menos robusto y más velludo que el otro, fue también sujetado a una barra similar y sometido a iguales ataduras y lubricaciones. Las barras fueron desplazándose hasta que ambos quedaron enfrentados. Tan próximos que sus caras se tocaba y las barrigas se aplastaban una con otra. Ahora eran ligados de nuevo enredando cuerdas y cadenas. Enanos burlones jugueteaban con sus penes, estirándolos y juntándolos.
 
Así expuestos fueron objeto de chanzas por parte de los asistentes. Incluso algunos patricios  –y alguna dama más desinhibida– se les acercaron y, con el pretexto de participar en la pantomima, los tocaban allá donde les venía en gana, sin omitir los glúteos y los genitales. Luego se limpiaban las manos en los cabellos encrespados de esclavos. La impasibilidad de los gladiadores era ampliamente celebrada, aunque poca libertad de movimientos les quedaba.

A continuación, fueron soltados de las barras, mientras un cuadrilátero de mármol era cubierto de abundante aceite. Lanzados sobre él, el juego consistía en irse desligando del enredo de cuerdas y cadenas que los envolvían a cada uno y entre sí. La dificultad de la tarea se veía incrementada por lo resbaloso del suelo y de sus propios cuerpos. Se veían forzados a caer uno sobre otro, en abrazos y revolcadas que semejaban un ardiente encuentro sexual. Como sus penes también estaban ligados, tenían que cogérselos para liberarlos, lo cual desataba burlas y groseras incitaciones. Poco a poco iban logrando deshacer la maraña y sus cuerpos brillantes de aceite emergían en su rotundidad. Cuando al fin se incorporaron separados, saludaron  recibiendo los aplausos del público.
 
Pero aún faltaba la segunda parte del espectáculo. Para ella, varios esclavos hicieron que el primero de los gladiadores se tendiera boca arriba sobre una mesa de piedra, en la que lo inmovilizaron con los brazos pegados al cuerpo, atándolo con cuerdas desde los codos hasta el cuello. Como si ya hubiera sido aleccionado sobre lo que se esperaba de él, el otro inició un masaje destinado a logar la excitación del yacente. Sus rudas manos sobaban y estrujaban los pechos, e iban descendiendo hacia el vientre. La mayor expectación se centraba obviamente en la manipulación de los genitales. Consciente de lo que se esperaba de él, el peludo masajista los amasaba y retorcía a dos manos. Tomando más aceite de un recipiente, lo aplicaba largamente a los testículos. Sobaba con fruición el pene, que se mantenía flácido. Hacía correr la piel y pinzaba el glande, apretando con un dedo el orificio. Incrementaba la intensidad de las frotaciones y, cuando parecía que la verga empezaba a responder, la soltaba y pasaba a la parte superior del cuerpo. Los pellizcos a los pezones eran ahora tan fuertes que hacían que el cuerpo y las piernas se tensaran, provocando la oscilación del pene reluciente por la grasa. Volvió el masajeo genital, que iba logrando que apuntara la erección. Una masturbación lenta y con deliberadas interrupciones hacía que el sometido se agitara todo él bajo las ataduras. Dio lugar a regocijo observar que, al quedar el pene del masajista a la altura de la mesa, el masajeado, por nervios o por deseo, se pusiera a manosearlo con la mano libre a su nivel. Aquél se dejaba hacer y prosiguió la morbosa frotación, con apretones y estiramientos. Por las contorsiones del ligado y el endurecimiento de su miembro, se notaba que estaba al límite de excitación. El masajista miró al anfitrión para obtener la venia y, con una enérgica pasada final, obtuvo un abundante chorro de semen, que iba extendiendo por barriga y pecho.
 
La eclosión entusiasmó morbosamente a los asistentes, pero el espectáculo continuaba. El velludo masajista ya estaba siendo atado con brazos y piernas abiertos sobre una cruz de madera en forma de aspa. Gruesas cuerdas sujetaban muñecas y tobillos, y otra ligaba el centro de su cuerpo al cruce de la cruz. Ésta fue levantada verticalmente y apoyada en el muro, pero de forma que el crucificado quedaba boca abajo. Entre sus gruesos muslos, los genitales se volcaban hacia el vientre, mientras que su rostro enrojecía por lo extremo de la posición. El que acababa de eyacular, cuyas muñecas eran atadas a unas argollas a ambos lados de la cruz, quedaba con la cara casi pegada al sexo del otro, la cabeza del cual también alcanzaba la entrepierna de aquél. Los enanos los acosaban con empujones para que se acoplaran y sobando el trasero del que quedaba de espaldas. Lo escabroso del montaje provocó murmullos de admiración, que se trocaron en risas cuando se produjo el primer lametón.
 
Porque de lo que se trataba era de que, en tal posición invertida, las bocas trabajaran lo que tenían enfrente. El que se hallaba de pie se esforzaba ya en estirar la lengua para pasarla por los testículos, así como en tratar de levantar la verga replegada. Más difícil lo tenía el crucificado en postura tan antinatural, que le obligaba a arquear el ancho cuello para alcanzar el sexo de su antagonista. El primero era evidentemente el que mejor se manejaba. Se afanaba en que sus lamidas surtieran algún efecto que le permitiera atrapar la verga colgante. Su persistencia empezó a dar resultados y se pudo contemplar cómo el miembro empezó a adquirir consistencia y a alzarse poco a poco. Más frustrante estaba siendo la actividad del otro, a quien, entre la mortificación de su situación y lo que estaba sintiendo en su entrepierna, apenas le quedaban fuerzas para que su boca se hiciera con el pene flácido que oscilaba ante su cara. Por el contrario, su compañero ya había engullido su verga y la endurecía con enérgicas succiones. El considerable tamaño que llegó a adquirir suscitó la admiración de patricios y dóminas. Ya contaban el tiempo que tardaría la eficaz succión en dar frutos. El cuerpo del receptor se agitaba todo lo que le permitían sus ataduras hasta que llegó un momento en que se tensó con un fuerte estertor. Solo entonces lo soltó el chupador y el miembro cayó por su propio peso sobre el vientre. Cumplida su misión, el gladiador se volvió hacia el público para mostrar el semen que le chorreaba por la barbilla.
 
El vaciado que había sufrido el crucificado no lo redimía, sin embargo, de su fracaso en trabajar con su boca los genitales del otro. Por ello, y antes de que fueran desatados, el anfitrión dio con un gesto una orden que fue captada por el que se hallaba de pie. Éste reafirmó las piernas y, con esfuerzos que contraían sus glúteos, comenzó a expeler un chorro de orines a la cara del caído en desgracia, que lo recibía al borde del agotamiento. Ello supuso un broche de oro cómico, a juzgar por el alborozo que provocó.

Los gladiadores fueron al fin desatados y quedaron exhaustos sobre el suelo. Un esclavo les vertió agua por encima y esto los reanimó. Una vez que se hubieron levantado, esclavos y enanos acudieron con coronas y  guirnaldas de hojas y flores, con las que los engalanaron. Pero la exhibición había constituido tal éxito que, cuando se iban a retirar, muchos asistentes empezaron a protestar y reclamaban su permanencia. El anfitrión entonces, haciendo gala de sus recursos para satisfacer a sus invitados, dio paso a la actuación que tenía en reserva. Efectivamente, los gladiadores fueron retenidos y hubieron de aguardar que unos esclavos dispusieran un grueso tronco de madera, forrado de pieles, en horizontal sobre unos soportes. Los dos hombres quedaron echados de bruces sobre el tronco de forma que sus culos estuvieran bien expuestos, uno junto al otro. Por el lado opuesto, en el que colgaban sus brazos, éstos fueron atados a unas argollas en el suelo. Asimismo, les colocaron unos topes entre los pies para que se mantuvieran separados y forzaran la apertura de las piernas. La visión  de traseros tan rotundos mostrados de esa forma levantó murmullos de complacencia y las expectativas de lo que podía acontecer mantenían atento al personal.
 
Con un acompañamiento de timbales y trompetas, apareció un esclavo africano de considerable envergadura, con ricos adornos que contrastaban con la oscuridad de su piel. Pero lo que más llamaba la atención era un enorme miembro viril que casi le llegaba a la rodilla. El anfitrión le ordenó entonces que se paseara entre los invitados para que éstos pudieran comprobar, con sus ojos y manos, que todo era natural y sin artificio alguno.

Satisfecha la curiosidad, el semental inició una danza ritual cerrando el círculo en torno a los dos gladiadores. Su agitación fue trasladándosele a la entrepierna y dando lugar a una descomunal erección. Se cogió la gran verga como si blandiera una espada y  se recreó en simular falsos ataques. Se percibía la tensión en los cuerpos de las futuras víctimas, al prever indefensos la inminencia de las salvajes penetraciones. El primero en ser ensartado no pudo reprimir un bramido. El agresivo espolón había entrado en un solo impulso hasta el tope de la pelvis. Bombeó varias veces y se salió con aires de triunfo. Tuvo que agarrar de las caderas al segundo, cuyas piernas flaqueaban de pavor. La embestida y sus efectos fueron similares y, a continuación, aguardó que el público escogiera con cuál de los dos gladiadores había de rematar la faena. La mayoría se inclino por el de culo más grueso y peludo. Tomó pues posesión de él y, en un frenético entra y sale, alardeó de su potencia. Tras un explosivo orgasmo, sacó la verga goteante y mostró el lacerado ano del que chorreaba semen. Monedas y flores cayeron sobre el africano, que se retiró alardeando aún de sus atributos.
 
Los gladiadores fueron liberados, pero esta vez quedaron abandonados en el suelo como olvidados. Sin embargo, todo y su extenuación, alentaban la esperanza de que volverían a ser solicitados, tal vez incluso para solaz de algún patricio o de alguna patricia.

domingo, 4 de noviembre de 2012

En la boca del lobo

En la juventud, los inicios en la sexualidad liberada suelen ser tortuosos. Cada aventura llama a una nueva y uno se vuelve cada vez más osado. Así fue como me llegué a entregar a experiencias que, si bien elevaban a unos niveles increíbles mi excitación, también daban lugar a que me embargaran unos sentimientos confusos de estar traspasando los límites de una elemental prudencia.

Este es el caso en que, ya anochecido, iba por una calle del barrio antiguo de vuelta de un concierto. Ante un escaparate iluminado, cuyo contenido ni siquiera recuerdo, había un hombre que me llamó la atención. Maduro y fornido, pese a su aspecto tosco tenía un algo de atrayente. Irreflexivamente me detuve también y su mirada no tardó en repasarme. “¿Qué buscas?”, preguntó con voz campanuda. Y comprendí que no se refería a los objetos expuestos. Respondió a mi enmudecido sonrojo: “Yo lo sé”. “Si tú lo dices…”, me atreví a replicar. “Se te nota que vas buscando pollas”. Lenguaje tan explícito y en aquel lugar podía haber hecho que me largara asustado, pero me quedé petrificado, mientras él continuaba su particular seducción. “Yo la tengo gorda y con mucha leche”. Me sentía como contagiado de su procacidad y le seguí la corriente. “Eso habría que verlo…”. De pronto se puso serio. “¿Tú eres de los que cobran? Porque si es así no tengo cuartos…”. El que me pudieran tomar por un prostituto me excitó tremendamente. “También lo hago gratis si me gusta”. “Chapero rarillo eres tú… ¿y yo te gusto?”. “No estás mal. Y si tienes lo que dices…”. Fue resolutivo. “Mi casa está aquí al lado… ¡Vamos!”. Con las piernas casi temblándome y el corazón acelerado, lo seguí.
 
Llegamos a un edificio muy antiguo y subimos varios pisos por una escalera mal iluminada. Se oían voces y el sonido de televisores. Abrió una puerta y me hizo pasar. Más que un piso era una habitación única, grande y destartalada. Se quitó el chaquetón que llevaba y lo colgó de una percha junto a la puerta. Yo me quité el anorak y quedé indeciso. Se fue acercando a mí mientras se desabrochaba algunos botones de la camisa y se sobaba ostentosamente el paquete. Me pareció la encarnación de la lujuria. Ahora se le veía más grueso y rudo, rebosando por el escote un vello entreverado de canas. Me cogió por sorpresa y, agarrándome la cara, restregó sus labios con los míos y apretó para meterme la lengua. Hurgaba con vehemencia y me rascaba su barba mal afeitada. “¡Tengo ganas de carne fresca! ¡Anda, desnúdate!”. Me ayudó con estirones de la ropa hasta que quedé en cueros. Su brusquedad me excitaba y mostré una fuerte erección. “¡Estás bueno, tío! Cuando me hayas puesto bien cachondo, te voy a dar por el culo. Pero antes te comeré la polla”.
 
No estaba dispuesto a ser un mero juguete en sus manos y ansiaba gozar de él. Así que lo contuve. “Yo también tengo derecho. A ver eso de lo que presumes”. Mi quiebro pareció gustarle y me dejó hacer. “Aquí me tienes. Búscalo tu mismo”. Remedando su brusquedad eché mano a la entrepierna. Me asombró el volumen y la dureza que encontré. Pero quería ir por partes y primero le saqué la camisa. Un torso de una virilidad exuberante me subyugó. Sobre una barriga oronda y peluda, se volcaban unos pechos generosos. Entre el vello destacaban las dos rosetas oscuras y puntiagudas. Hundí la cara en el canalillo intermedio y sentí su olor de macho. Chupé los pezones y él me apretaba la cabeza invitando a morder. “¡Joder, qué saque tienes, niño! Y nada más empezar…”. Entretanto le iba desabrochado el cinturón. Cuando cayeron los pantalones, quedé atónito ante lo que surgió. Una verga tiesa de un grosor y un largo como nunca podía haber imaginado. Me entraron sudores fríos al pensar en los destrozos que aquello podía hacer. “¿Qué te dije? No habrás visto muchas como ésta. …Y unos buenos cojones de contrapeso”. Efectivamente, de entre los peludos muslos se abrían paso dos bolas que parecían castañear. “Ya que estás, pruébala…, si te cabe en la boca”, dijo riendo de mi asombro. Hube de tirar hacia atrás la piel para destapar el capullo. Éste surgió enrojecido y mojado. Lamí y me irritó la garganta su agrio sabor. Lo suavicé con mi saliva y estiré los labios para engullir tamaña pieza. Cuando la punta chocó con el fondo del paladar aún quedaba parte fuera. Succionaba y la sacaba para poder respirar, alternando con lamidas al escroto. Me enardeció que expresara: “¡Vaya mamonazo estás hecho! …Pero ven pa’cá que te voy a comer vivo”. Tiró de mí y me echó boca arriba sobre una mesa. “¡Voy a tocar el piano y la flauta!”. Me sobó y estrujó con sus ásperas manos hasta causarme rojeces en la piel. Luego se volcó sobre mí y me chupeteó como si me aplicara ventosas. Con una mano me apretó los huevos y, con la otra, manoseó mi polla mirándola con ojos lascivos. Acercó la cara al capullo y lo restregó por la barba rasposa. “¡Qué tiernecico! Aún tienes que dar mucho por culo para que le salgan callos”. Dio un lametón a la gota viscosa que me salía por la punta y absorbió de una sola vez la polla entera. Chupaba con tal vehemencia que se me ponía la piel de gallina. Se detuvo dejándomela pringosa de saliva. “No te voy a ordeñar todavía, no sea que te me aflojes demasiado. Y me gusta tenerte así empalmao”. Con un empellón hizo que me diera la vuelta y me dobló las rodillas para que mantuviera el culo levantado. Sus rudas manos jugaban con mi sexo oscilante y me daban fuertes palmadas. Pegó la cara a la raja y sentía restregarse por ella su barba y su nariz. La lengua húmeda hurgaba, alternando con mordiscos en los bordes. Yo temblaba temeroso de lo que había de venir que, sin embargo, morbosamente deseaba. “Esto sí que es un buen pandero. A ver lo que da de sí…”. Varios salivazos me prepararon para ser usado. Me metió sus rechonchos dedos como si fuera a escarbar. Cuando juntó dos y los hizo girar, el dolor me provocó un gemido. “¡Mira el señorito! Cualquiera diría que vas de estreno”. De estreno no, pero aquello estaba superando mi capacidad de aguante.
 
“¡Baja y pónmela dura otra vez, que me has dado mucho trabajo!”. Sin contemplaciones, me vi arrastrado al suelo y encarado de rodillas a la agreste entrepierna. Cogí la verga morcillona y lamí la película densa que destilaba. Me pareció que se hubiera corrido ya, pero debió captar mi perplejidad, porque dijo: “Es solo que soy muy jugoso… La leche te la guardo enterita”. Poco hube de insistir con mi mamada para que aquella pieza, que ahora se me presentaba temible, adquiriera la reciedumbre del acero. Me entraron ganas de huir, pero algo en mi interior y los latidos que repercutían en mi sexo me anclaban a aquel hombre.
 
“¡Joder, ahora sí que te voy a follar!”. Hizo que me echara de bruces sobre la mesa y dándome puntadas de pie en los talones me separó las piernas. “¡Así, aguanta firme!”. Y percibiendo mis temblores: “No tiembles, palomita, que los que me han probado repiten”. “Poco a poco, por favor”, supliqué temiendo un ataque salvaje. Rio y escupió de nuevo en la raja. Los dos dedos que introdujo entraron mejor esta vez. “Tienes un buen canal”. Aguanté la respiración y noté cómo tanteaba el resbaloso capullo. Su gruñido al empezar a apretar me espantó. Sí que iba poco a poco, pero más por la resistencia que encontraba que por delicadeza. Un fuerte tortazo en el culo me avisó: “¡Relájate, coño, que tiene que entrar entera!”. Y vaya si llegó a entrar, pero a costa de sentirme partido por la mitad. Cuando los huevos hicieron de tope, se echó sobre mí. “Toda adentro ¡Qué calorcito!”. Entonces apretó su cuerpo sobre el mío y buscó con una mano mi polla. A pesar de todo seguía tiesa para mi propia sorpresa. “¡Hostia tío, qué vicioso! …Pues vas a ver lo que es correrse con un hombre dentro”. La masturbación era implacable y fui experimentando un extraño subidón de goce que me recorría de atrás para delante. Le llené la mano de leche y cuando me hube vaciado se la limpió con mi espalda. “¡Vaya, vaya, buena descarga! ¡Hasta me la he notado en la polla!”. Si no fuera porque seguía aprisionado y traspasado, habría caído al suelo desmadejado. Pero mi poseedor ya iniciaba su propio disfrute. Se irguió para tomar fuerzas y el ardiente pistón se puso en marcha. Con las manos como garras en mis caderas, el hombre iba removiéndose en todas direcciones. Mi interior parecía volverse elástico y el dolor abría paso a ráfagas de placer. Por su parte, él balbucía: “¡A que te gusta, putón! …¡Pues anda que a mí…! …¡Qué culo más apretado y caliente!”. Yo solo podía emitir estertores. Y él: “¡Huy, huy, huy, huy…, no aguanto más tío! …¡Me voy!”. Un aullido con espasmos brutales y sentí por unos segundos como si la verga se hubiera trocado en una manguera tórrida. Cayó sobre mí con todo su peso y la polla fue resbalando lentamente hacia el exterior.
 
Yo estaba agotado y con sensaciones contradictorias. Mi dolorido cuerpo no impedía una morbosa saciedad. Mientras lo contemplaba limpiándose satisfecho la verga, no podía dejar de admirar su tosca virilidad. Pensé, no obstante, que lo prudente sería dar por acabado el encuentro. Así que dije: “Ha estado muy bien…, aunque me tendría que ir”. Pareció sorprenderse. “¡Anda, si estabas cagao! Pero te has portado legal… Y de largarte nada ¿Te crees que con un polvo tengo yo bastante? Vamos a descansar un rato y nos volvemos a divertir”. Sacó un par de cervezas de una vieja nevera y me pasó una. “¡A morro y salud!”. Se recostó indolente en la cama que había en un rincón y me invitó a sentarme a su lado. No podía quitar la vista de su obscena desnudez. “¿Te gusto, eh? A mí me van los tipos como tú, pero no me mola pagar. Así que cuando tengo ocasión la aprovecho”. Para corroborarlo me echó un brazo por los hombros y me estrechó contra él. Me estremeció gratamente su sudoroso contacto. No pasó mucho tiempo para que dijera: “¡Huy, ya empiezo a ponerme burro otra vez! Anda, juega un poquito con mis tetas”. Se sobó la polla y me ofreció el pecho. Su actitud menos dominante me reconfortó. Hundí la cara en el espeso pelambre y, con labios y lengua, saboreé las prominentes copas. Mis dientes aprisionaban los pezones que se endurecían y él me dejaba hacer con murmullos de placer. “Como sigas así me voy a hacer una paja”. “Sería un desperdicio ¿no?”, repliqué. Entonces se fue girando sobre la cama y volvió a pedir: “Cómeme el culo, venga”. Levantó la grupa doblando las rodillas. Me di cuenta de que, hasta ahora, apenas había tenido ocasión de parar atención en esa parte de su anatomía. Me encontré con un culazo rotundo y peludo, con una oscura raja en la que daba miedo profundizar. Pero ni me planteé la posibilidad de una negativa. Así las agrestes nalgas constatando su firmeza. Estiré hacia los lados y entre la pilosa oscuridad asomó el rugoso botón. Pasé un dedo y oí: “¡Ni se te ocurra meterlo! ¡Ahí no entra nada!”. Acerqué mi cara pues y pronto quedó casi aprisionada por los correosos bordes. Mi lengua lamió con cautela. “Con eso sí ¡Dale, dale!”. Recordé el placer que él me había proporcionado antes con su boca en mi culo y me afané en corresponderle. Chupeteé y mordisqueé, frotando la punta de mi lengua. “¡Huy, qué cachondo me pones!”.
 
Para confirmarlo, volvió a ponerse boca arriba y ya su verga se erguía indómita. Era tal su calentura renovada que prescindía de mí y se la meneaba con fiereza. Yo me limitaba a sobarle los huevos y acariciarle los muslos. “¡Atento, que te aviso para que tragues!”. Lo cual me hizo estar dispuesto cerca del capullo enrojecido, pero sin estorbar su manipulación. “¡Ya!”, fue su orden. Abrí la boca y la leche se disparó dentro. Cerré los labios para ir sorbiendo el denso jugo. Resoplando me apretó la cabeza contra su vientre. Casi no podía respirar y la leche estuvo a punto de salirme por la nariz. Al fin la tragué toda y quedé liberado. “¡Joder, tío, qué desahogo…! Ya te decía yo que aquí había mucha leche”. Desmadejado por la tensión vivida, me estiré a su lado. “Ya ves que has hecho conmigo lo que has querido…”, dije como constatación más que como queja. “¡Anda que no has disfrutado…! Y reconozco que le has echado cojones para atreverte con un tipo como yo”. “Bueno, no ha sido tan fiero el lobo…”, repliqué mientras me vestía mirándolo por última vez.
 
El aire frío al salir a la calle me  reconfortó. Volvían a temblarme las piernas, no solo por el zarandeo que había tenido mi cuerpo sino también por la oscura atracción con la que aquel hombre me había llevado a su guarida.