miércoles, 23 de octubre de 2013

El fontanero fogoso


Me había cambiado de piso y el nuevo necesitaba varios arreglos de fontanería. Como no conocía todavía el barrio, no sabía a dónde recurrir. Me encontré en el vestíbulo con una vecina algo mayor y muy amable, que ya me había brindado útiles asesoramientos. Le pregunté si conocía a algún fontanero de confianza. Se lo pensó un poco y me dijo: “Hay uno que viene bastante pronto, mañoso y no demasiado caro”. Otra señora que iba con ella, la interrumpió riendo. “¿Ese…?”. “Bueno, sí”, contestó mi vecina, “Es que tiene la costumbre de quitarse más ropa de la debida en cuanto llega a las casas. Pero eso a este señor no creo que le escandalice… La verdad es que trabaja muy bien”. Me dio el teléfono y me quedé con la intriga de a qué se referirían exactamente las damas. Lo llamé y enseguida aceptó venir al día siguiente para tomar nota de lo que habría que hacer y el material que necesitaría.

Cuando le abrí la puerta quedé gratamente impresionado. Era un individuo de mediana edad, gordito y barrigón, que derrochaba locuacidad y resolución ante mis explicaciones de lo que hacía falta que arreglara, hasta con un punto de autobombo. Aparte de resultarme muy apetitoso, de su indumentaria de tejanos y camiseta verbenera me costaba deducir cómo serían sus habilidades exhibicionistas. Ese día de toma de contacto estuvo desde luego muy formal,  y solo al agacharse para mirar por debajo del fregadero se le bajó el pantalón por detrás y me regaló con la visión de una porción de la raja del culo ¿Sería eso a lo que se referían mis puritanas vecinas? En todo caso la visita fue corta, aunque ya estuvo dispuesto a empezar dentro de un par de días. De momento quedé con buen sabor de boca y con el gusanillo de ver cómo se desenvolvía metido en faena.

Mi sorpresa fue grande cuando volvió, fiel a la cita. Su pulcro aspecto de otro día se había trocado en una simple camiseta blanca y unos anchos pantalones de faena sujetos, estilo Cantinflas, por unos tirantes. Entró resoplando con varias bolsas y la caja de herramientas. En cuanto las hubo distribuido por el suelo, en un gesto brusco se echó a los lados los tirantes, como para liberar sus movimientos. Y cuando se agachaba para sacar cosas, el pantalón se le iba escurriendo hasta llegar, ahora sí, a dejar al aire casi al completo el culo tapizado de vello. Pero la cosa no había hecho más que empezar…

Enseguida se puso de pie, se ajustó levemente la retaguardia y, como si se sintiera agobiado, soltó: “¿No te importará que me ponga cómodo para trabajar?”. Era una afirmación más que una pregunta y, sin más,  se subió la camiseta para sacársela por la cabeza; momento en que pude contemplar sus velludas tetas y barriga, liberada ésta hasta la frontera del pubis. No hizo el menor gesto de volver a subir los tirantes  para aguantar el pantalón, que le quedaron en un equilibrio inestable al límite de lo decente, y seguro que sin calzoncillos. Si era esto lo que hacía en todas las casas, comprendí la fama cosechada. Cuando recuperé el habla, no me abstuve de comentar en plan jocoso: “Algo me habían dicho…”. Soltó una carcajada. “¡Uy las señoras…! Pero siempre me vuelven a llamar”.

Se puso en acción, con la milagrosa sujeción al mínimo de los pantalones. Si trabajaba por lo bajo, el culo le quedaba más o menos expuesto; y si subía los brazos para hacer algo en alto, la cintura se le iba hasta la raíz de la polla. Yo lo seguía para, con la excusa de darle conversación, no quitarle ojo de encima. “Eso de las señoras tiene su gracia ¿verdad?”, dije volviendo a sacar el tema. El rio otra vez. “Bueno, así se distraen…”. No supe si se refería a los cotilleos o al espectáculo que les ofrecía. “Así que es la típica historia de los fontaneros…”, insistí. “¡Uy, yo no me meto en esos líos! Si quieren mirar que miren…”. Ante este reconocimiento de su exhibicionismo, aparentemente pasivo, argüí como si diera por satisfecha mi curiosidad: “Bueno, hoy aquí no hay señoras…”. No titubeó lo más mínimo en darme la réplica. “No te creas, que también hay señores…”. Fingí incredulidad. “¿Qué también te miran?”. “¡No veas…!”. “¿Y no te importa?”. “¡Qué más me da! Yo mi forma de trabajar no la cambio”. Lo decía como si hablara de llevar un uniforme. Ante tan desenfadada sinceridad me quedé sin saber qué añadir. Y es que además el hombre no paraba de moverse con el pantalón continuamente a punto del descuelgue total, que controlaba con algún que otro leve reajuste. Lo cual ya me estaba haciendo babear.

Las confidencias se interrumpieron momentáneamente cuando tuvo que meterse debajo del fregadero, arrastrándose decidido, con agilidad de lagarto pese a su volumen, en otra variante de lucimiento de sus encantos. Aproveché para tratar de ordenar las cuestiones que rondaban por mi calenturiento magín. ¿Me habría calado ya el otro día como a uno de esos señores a los que les gusta mirar? Era lo más probable; si no ¿a qué venía tanta provocación? Además, probablemente la dosificaría según el contexto, si le servía para fidelizar a la clientela. No me imaginaba que a mis provectas vecinas les hiciera una exhibición tan descarnada como la de hoy. Casi diría que me estaba obsequiando con una sesión especial.

Mis cavilaciones quedaron en suspenso cuando reanudó la charla, cada vez más sicalíptica, con medio cuerpo oculto y permitiéndome ver sin ser visto sus retorcidas posturas. “Reconozco que no siempre se conforman con mirar…”. “¡Ah ¿no?!”, dije haciéndome el ingenuo. “Alguna mano se les va…”, prosiguió en su confesión por etapas. Insistí con el mismo tono neutro. “¿A quiénes, a ellas o a ellos?”. “A unas y a otros”, afirmó. “¿Y te dejas?”. “¿Por qué no? Yo sigo con lo mío”. Su pachorra narrativa me estaba poniendo negro, aunque mi timidez me frenaba para tomar cualquier clase de iniciativa y me hacía esperar a ver como evolucionaba su estudiada –de eso cada vez tenía menos dudas– estrategia. Además me resultaba muy morboso seguirle el juego e ir tirándole de la lengua.

Pero ya estaba reculando para salir y, un poco atascado, me tendió una mano para que lo ayudara. Al lograr ponerse de pie, el pantalón se le había escurrido tanto que no solo asomaba el vello del pubis sino hasta parte de la polla. Ahora no hizo sin embargo el menor gesto de corregirlo al ponerse a abrir los grifos para comprobar su funcionamiento. “Parece que esto ya va”, comentó en plan profesional. Como se le notaba algo sofocado, le ofrecí: “¿Quieres beber algo?”. “Si puede ser, una cerveza”. Saqué dos de la nevera, encantado de compartir un descanso. Se sentó en una banqueta y yo cogí otra y me puse enfrente. Las tetas le reposaban sobre la barriga desnuda. Hizo un amago de brindis y sonrió pícaro. “No te estaré escandalizando con mis historias…”. “¡Qué va! Si estaban de lo más interesantes”. “Sí, lo de que me metan mano es lo más comprometido…”. “¿Te llevan a la cama?”, pregunté para hacerlo ir al grano. “¡Uy! Ya te he dicho que no busco rollos con las señoras, que nunca se sabe cómo acaban”. “¿Entonces…?”. “Yo voy a lo mío y, si me lo pide el cuerpo, a alguna le dejo que me baje los pantalones y toquetee por ahí… Como mucho un chupeteo…, y se queda tan contenta”. “¡Vaya, sí que te dosificas!”, dije como transición para la pregunta clave: “¿Y si son hombres?”. Sin inmutarse precisó: “Bueno, van más al vicio…”. “¡Ah ¿sí?!”, pregunté como si estuviéramos hablando de entomología. “Me fijo si se soban el paquete mientras me miran”. “Pero también harán más ¿no?”. “Si estoy de ánimo, ahí tienen mis pantalones para que jueguen… “¿Y dejas que te la chupen?”. “¡Claro! Hasta lo hacen mejor”. Avancé más entonces. “¿Y tú no les haces nada?”. “Preguntas tú mucho ¡eh!”. “Es que no te imagino quieto como un palo…”, expliqué. “¡Ja, ja, ja, muy listo eres tú! A dónde querrás llegar…”. Me temí que las cosas no iban bien y que, después de la cantidad de provocaciones que me había lanzado desde que llegó, debería pensar que era un pánfilo que solo quería hablar.

Apartó el botellín vacío y cambió de tema. “¿No querías que mirara la cisterna del baño?”. Cuando se puso de pie, tuvo un gesto que me dio mal augurio, como si quisiera indicar que hasta aquí habíamos llegado; y tal vez por mi pusilanimidad. Porque se subió los tirantes que llevaba descolgados y se los ajustó a los hombros. Con lo que el pantalón, de todos modos poco subidos, quedaba asegurado. Como el baño era antiguo, la cisterna era de tirador con cadena y estaba en alto oculta por el falso techo. Puso un pie en el borde de la bañera y otro sobre el wáter. Sacó la tabla que hacía de trampilla y la bajó alargándomela. En el movimiento se le descolgó de nuevo un tirante, pero no hizo nada para recolocarlo. Es más, incómodo con la asimetría, llegó a desprenderse del otro.

Buena señal, pensé. Mientras manipulaba con los brazos en alto, el pantalón se le fue bajando. Yo estaba detrás y, cuando el culo quedó medio fuera, me dije que ahora o nunca. Así que le planté una mano en cada cachete. Él no se inmutó y seguía como si tal cosa. Me envalentoné y pasé los brazos hacia delante, circundando los muslos y con la cara pegada a la rabadilla. Acaricié el vello púbico y empecé a hurgar por dentro del pantalón. Me sobresaltó su voz. “¡Joder, qué incómodos son estos trastos viejos! A ver si te decides y la cambiamos por una de mochila”. Este ignorar mis metidas de mano quedó sin embargo desmentido porque, en cuanto forcé la bajada del pantalón, la verga liberada fue vigorizándose. Ahora sí que se dio por enterado, pues dijo “¡espera!”, descolgó los brazos y, apoyándose en mi hombro, fue dándose la vuelta para intercambiar la posición de los pies. Quedó así ante mí con la polla bien tiesa, en un ofrecimiento irresistible. Y en efecto no me resistí a metérmela en la boca. Comentó con tono irónico: “¡Menos mal, ya te daba por perdido!”. Enervado, mientras chupaba, alcé las manos y le agarré las tetas. Entonces avisó: “Muy fuerte se te ha despertado la fiera… Pero yo aquí me tambaleo trabado. Deja que me baje”.

Una vez a mi altura, me miró sonriente y, por sorpresa, me dio una fuerte agarrada al paquete. “Te había dejado en la duda de si yo también hacía o no hacía ¿verdad?”. Yo a mi vez le volví a agarrar la polla, pero me conminó. “¿Te piensas quedar así vestido o qué?”. Me faltó tiempo para, en el colmo de la excitación, quitarme toda la ropa atropelladamente. El aprovechó para deshacerse de los pantalones. Pero enseguida se acordó de su trabajo. “Todo a su tiempo. Primero quiero acabar lo que me falta ahí arriba. Como no deje las tuercas bien apretadas te puede caer una cascada encima”. Así que volvió a subirse, esta vez dándome el frente. “Puedes jugar mientras…, pero sin pasarte. Que quede algo para luego”, dijo al meter los brazos en la abertura del techo. Tener aquel cuerpo estirado a mi disposición, ya sin subterfugios ni temores, me puso fuera de mí.  Lo sobaba por todas partes al tiempo que no descuidaba hacerlo también a mi sexo enfebrecido. Daba chupetones a la verga, que mantenía su turgencia, o la levantaba para lamerle los huevos. Él recibía mis acometimientos con aparente imperturbabilidad. No omitió sin embargo algunos comentarios. “¿Sabes que ya estaba a punto de dar la batalla por perdida? Y no sería porque no pusiera toda la carne en el asador”. “¡Vaya táctica de calientabraguetas que te gastas!”, repliqué sin dejar de actuar. Él siguió explicando con un cínico didactismo. “Mira, lo de trabajar descamisado va bien para mantener contenta a la clientela. Pero lo del pantalón lo gradúo según las circunstancias”. “Pues hoy, nada más llegar, no has parado de lucirte”. “Ya venía dispuesto… ¿Crees que no me di cuenta de cómo me mirabas el otro día? Sobre todo cuando me agaché, y eso que solo te enseñé un poquito de culo”. “Pues sí que tienes ojo clínico… Y yo en la higuera, con la procesión por dentro”. “Complicadillo me lo has puesto… Y ahora mírate, recuperando el tiempo”. Pero no descuidaba su tarea. “Esto creo que ya está. Me das la tapa y pasamos a otra cosa”.

La otra cosa estaba claro qué iba a ser. Lo confirmó él mismo. “No creas, que con tantas provocaciones estoy de lo más cargado”. Lo tuve comprobado en la dureza y humedad de la polla con la que me embestía. Porque ahora se desquitaba restregándose contra mí y dándome fuertes apretujones. “¡Mi cliente favorito!”, exclamó lisonjero. “Será el de hoy…”, contrapuse. “¿Tan putón crees que soy?”. “Tanto y más. Que me has puesto en el disparadero”. “¿Ah, sí? ¡Pues verás lo que es bueno!”, replicó retador. Salimos del baño e inmediatamente se arrodilló ante mí y, sujetándome por los muslos, se enfrascó en una comida de polla que me hacía ver fuegos artificiales, hasta que hube de advertirle: “No querrás dejarme seco ya aquí…”. “¡Claro que no!”, vació la boca. “Es solo la revancha por haber abusado de mí mientras tenía las manos ocupadas”.

Acabamos revolcándonos en la cama, con chupadas  y lamidas a diestro y siniestro. Preguntó de pronto: “¿Te puedo follar?”. Hube de confesar mi incorregible aversión a ser penetrado. “No importa”, replicó sin alterarse”, “Ya encontraré a otro cliente menos estrecho”. Y a continuación: “Pero tú a mí sí ¿no?”. “Eso sí… Tu culo se lo merece”, dije agradecido. Lo puso a mi disposición y quise saber: “¿Así por las buenas?”. “Tú arréame, que ya entrará”. Me atraía ese culo obsceno y peludo que tan descaradamente había exhibido. Me entretuve manoseándolo y estrujándolo, pero me urgió. “¡Venga, venga!”. Así que apunté y apreté. Al principio tuve que hacer fuerza, pero pronto me entró entera. “¡Sí que tienes buenas tragaderas!”, comenté. “No ves que soy fontanero… ¡Menéate y dame gusto!”. Bombeé ya a placer y compartí el gusto con él. “¡Así, así, como te salgas te mato!”. No era esa mi intención, ni mucho menos, sino que puse toda mi energía. “¡Creo que ya no aguanto más!”, le informé. “¡Sigue ahí, sigue ahí!”. Me pegué una corrida que me electrificó todo el cuerpo. Me eché sobre él y me fui desenganchando.

Rio satisfecho. “¡Bien desatascado me has dejado!”. “¡Anda que no te habrán cepillado clientes a ti… y por eso tienes la cañería tan despejada!”. “Sí, pero también hay quienes dejan que les meta la escobilla…”. Me sonó a cierto reproche y, al verlo allí lascivamente despatarrado, mi deseo se reavivó. “Tengo otro conducto que traga muy bien…”. Me avoqué sobre su verga y, en dos chupadas, la puse bien dura. “¡Hombre, todo un detalle! Porque no era plan irme de aquí sin descargar”. Se dejaba hacer con una renovada excitación y me cogía la cabeza para controlar la mamada. “¡Aj, qué bueno! Lo cargado que iba no se me ha ido por detrás”… “¡Voy a descargarte una cisterna entera!”… “El culo lo tendrás cerrado, pero tu boca parece una ventosa”. Estos improperios relacionados con su profesión no recibían respuesta por impedirlo mi tarea. “¡Jo, que me viene! ¡Ni se te ocurra quitar la boca!”. No era esa mi intención, porque deseaba morbosamente recibir su leche. ¡Y vaya si la recibí! Con sacudidas de todo su cuerpo y bufidos, me llenó la boca y aún rebosó. Por si faltaba confirmarlo, en cuanto recobró el resuello, exclamó: “¡Leche de fontanero, sí señor!”. “Espero que no se me indigeste el atracón”, repliqué.

Como si se hubiera pasado todo el tiempo currando, dijo: “¡Bueno, se acabó mi jornada!”. Todavía en pelotas, recogió sus bártulos con método. Recuperó camiseta y pantalón, sin descuidar ajustarse los tirantes. “En la calle no enseño el culo… Normalmente”, ironizó. Añadió, ya en la puerta: “Recuerda que han quedado arreglos pendientes”. “Igual espero al invierno, para que no vengas tan acalorado”. “¡Eso! Ahora tú hazte la monja”.

viernes, 11 de octubre de 2013

Un motorista acogedor


Me resultan muy eróticos los gorditos que van en moto, sobre todo si es una scooter. En verano, ahí sentados y con pantalón corto, lucen unos muslos más o menos peludos que revientan las perneras; y lo mismo pasa con los brazos estirados hacia el manillar. La barriguita les queda muy bien puesta tensando la camisa o el polo, y el paquete resalta desbordando el asiento. El hecho de que lleven casco les da un aura de misterio y permite fantasear sobre sus rasgos faciales e, incluso, la edad. Cuando voy a cruzar la calzada siempre me fijo en esos especímenes que se detienen justo ante el semáforo en rojo y aguardan en alerta la vía libre.

Pero hete aquí que, paradójicamente por no fijarme, me vi envuelto en un incidente que, por suerte, tuvo un desenlace insólito y de lo más tórrido.

Salí de casa algo despistado e hice un intento de cruzar la calle pese a que el semáforo estaba rojo. No vi una Vespa que circulaba muy cerca de la acera con intención de girar en el chaflán. Frenó a tiempo pero, aun así, me dio una rascada en la pierna. La moto se tambaleó, aunque consiguió estabilizarse y yo caí sentado de culo sobre el bordillo. El motorista apartó la Vespa y acudió enseguida en mi auxilio. “¡Pero hombre…!”, decía en tono de reproche, y tenía toda la razón.  Yo solo me había rasgado el pantalón y un sucio rasguño en la pierna sangraba moderadamente. Reconociendo que la imprudencia había sido mía quise tranquilizarlo. “Estoy bien, es poca cosa…”. Solícito se agachó a mi lado. Solo ahora, en mi confusión, pude captar que encajaba con creces en el prototipo que he descrito antes: recios muslos, buena barriga y paquete resaltado por su postura en cuclillas. Cuando se quitó el casco, cabeza y rostro de hombre algo maduro no desmerecían del conjunto: algo calvete, de pelo muy corto y expresión cálida enmarcada por una rala barbita. “Pero eso hay que curarlo”, dijo observándome la pierna. “Mira, soy enfermero y vivo aquí mismo. Si iba a dejar la moto en la acera… Si subes conmigo te lo limpio y desinfecto”.

Cojeaba un poco y no tuve el menor inconveniente en pasarle un brazo sobre los hombros y dejarme llevar por la cintura. Era un contacto que me reconfortaba… y algo más. Así subimos en el ascensor. “¡Menudo susto me has dado!”, se desahogaba. “Soy un despistado… Aprenderé la lección”, me excusaba yo. Más que piso era un estudio de un solo ambiente, arreglado de forma austera pero con gusto; una puerta-corredera daba acceso al baño. Me hizo sentar en el sofá y, de repente, hizo un gesto de desagrado. “¡Uf, qué calor hace aquí! Me había dejado todo cerrado… Un momento que abro”. Desapareció de mi visual y oí que manipulaba en el ventanal. Al volver ante mí iba sacándose el polo por la cabeza. “¡Así mejor!”, concluyó. Mi mirada quedó clavada en las redondeces de ese busto suavemente velludo.

“Será mejor que te quites el pantalón para poder limpiarte… Con ese desgarro de poco te va a servir ya”. Volví a la realidad ante una engorrosa evidencia: no llevaba calzoncillos. El caso era que mi única intención había sido cruzar la calle para comprar la prensa en el quiosco de enfrente, pues vivía en la finca al lado de la del motorista –cosa que no le había dicho–. Como en casa estaba desnudo eché mano de una camiseta y un pantalón viejo para la salida momentánea. Tuve que advertirle, avergonzado, sin más explicaciones. “Es que voy sin calzoncillos…”. Se rio. “¡Uy! Eso lo hacemos todos algunas veces. No te dé corte, que soy casi médico”. Me resigné a abrir el pantalón, pero terció. “Espera, te ayudo. Que no te roce demasiado la pierna”. Así que levanté un poco el culo del asiento y sus manos se pusieron a jalar con delicadeza de la prenda. Cuando quedó al aire mi sexo noté que reprimía una sonrisa socarrona. A punto estuve de estirarme la camiseta, aunque aún habría resultado más ridículo. Él, muy profesional, se interesó sobre todo por el estado de mi pierna. “Es un rasguño superficial y apenas sangra ya. No hará falta darte puntos… No te vayas, que enseguida vengo con el botiquín”, dijo con sorna. Allí quedé yo despatarrado mientras él se desplazaba al baño. No dejé de apreciar lo bueno que estaba, con el pantalón corto únicamente.

De vuelta se sentó en la moqueta con las piernas cruzadas y descansó sobre ellas la mía. Empapó una gasa con una solución aséptica y limpió la herida y sus alrededores. Como apenas me dolía, sentía sobre todo el cosquilleo del vello de sus muslos, así como el roce de sus dedos bastante más arriba del final de la herida. Teniendo en cuenta mi desnuda indefensión y que su cara estaba al nivel de mi polla, temía que tantos desvelos, que empezaban a parecerme un tanto exagerados dada la levedad de la lesión, tuvieran consecuencias. Para colmo comentó: “Esta pierna tan maciza  no te va a quedar fea”. Luego pasó a aplicarme cicatrizante. “Te escocerá un poco, pero te lo calmaré”. Sí que escocía, pero aún me estaba produciendo un picor de otro tipo el hecho de que fuera soplando como se hace con los niños. Total que allí inmovilizado no pude evitar una paulatina erección. Era imposible que le pasara por alto y así los hizo constar. “¡Vaya! Señal de que ya te ha pasado el susto”.

Estábamos en aquel momento en que, o se improvisa cualquier excusa elusiva  y tonta, o se destapan las cartas. Y los dos parecíamos estar dispuestos a optar por lo segundo. Así que largué: “¡Tú verás, con tanto manoseo…!”. Se lo tomó como un halago. “Algo me decía que iba por buen camino”. “A la vista está”, confirmé. Dejó la pierna en el suelo, pero siguió en la misma postura. “La pierna ha quedado lista… ¿Sigo?”. Su tono meloso y lo evidente de su petición me excitaron todavía más. No contesté y me dejé hacer. Alargó la mano y me acarició la polla con suavidad. Me produjo un efecto electrizante y me incliné hacia delante, cuidando de no entorpecer su manipulación, para echar mano a mi vez de lo que tenía más cerca, que era uno de sus pechos. Lo manoseé removiendo el vello y mi roce puso enseguida el pezón en tensión. “Ya no soy el único que tiene algo duro”, chanceé. “Pues hay algo más grande”, replicó y se levantó de un impulso. Muy cerca de mí dejó que le abriera el pantalón, que cayó al suelo. Él sí que llevaba un eslip ajustado que se estiraba en una llamativa turgencia, marcada con una manchita de humedad. Di un morboso lametón a ésta y fui bajando el eslip muy lentamente mientras decía: “¿Sabes que me chiflan los motoristas como tú?”. “¿Y te tiras siempre debajo de las ruedas?”. “A ti ni te vi… Lo que son las cosas: si te hubiera visto habrías pasado de largo”. La polla desbordó el límite y se alzó como impulsada por un resorte. La sopesé con delicadeza mojando un dedo en la puntita brillante. Le miré a los ojos en demanda de venia y mi lengua la fue recorriendo. Luego la chupé, solo el capullo primero, pero después me la iba tragando entera. “¡Uy, uy, uy! ¡Vaya con el lesionado!”. Me acariciaba la cabeza con actitud entregada. Pero no tardó en poner freno. “¡Para, para, que me pierdes!”. Se apartó riendo y aprovechó para quitarme la camiseta. “¡Ahora a ti! ¡Quédate quieto!”. Se arrodilló entre mis piernas y comprobó que mi polla seguía pidiendo guerra. Sin embargo lo que hizo a continuación fue sacar de su botiquín un frasquito, que no tenía pinta de contener algo curativo precisamente. Me echó unas gotas en el capullo y noté un calorcillo cuando me frotaba. No tuvo reparo en usar la boca y chupar goloso. Llegó a decir interrumpiéndose: “¡Sabe a fresa!”. Pero el lubricante iba a tener otra utilidad. Vertió un poco más y me embadurno aún más la polla, que estaba en el máximo de dureza. Entonces se levantó, me dio la espalda y fue dejándose caer. Con una mano orientaba mi pene, que se abría paso por la raja y se iba metiendo dentro de su culo. El lubricante, que me hacía resbalar por el apretado conducto, aumentó la calidez que me recorría el cuerpo. Él se puso a dar saltitos haciendo fuerza con las manos sobre las rodillas. Su espalda subía y bajaba ante mí, y yo le arremolinaba el vello y lo arañaba. “¡Vas a hacer que me corra!”, avisé. “Si quieres…”, y siguió en lo suyo. Era una forma original de dar por el culo, sin tener que moverme, y la excitación me venció. Debió sentir los latidos de mi polla al vaciarse porque se apretó más y solo me fue liberando cuando me cedió la tensión. Yo había estado con ganas de patalear aunque carecía de fuerzas. “¡Hala, toda para mí!”, exclamó eufórico enderezándose. “Pero me has tratado como a un lisiado”, repliqué yo. “¡Di que no te ha gustado!”, me retó. “¡Puaf, qué pasada!”, y con eso lo dije todo.

Por supuesto aún quedaba reserva erótica y quise provocarlo. “¿Esto qué ha sido…, para limpiar tu conciencia del atropello?”. Me siguió la corriente. “¡Será posible! Si el que tiene que expiar el despiste eres tú”. “Dime cómo… ¡Pobre de mí, aquí postrado!”. Se enfrentó a mí metiendo mis piernas entre las suyas, con la polla muy cerca de mi cara. “Habrás de reanimarla”. Porque, con el ajetreo en el culo, estaba ahora a medio gas. “Vamos a ello, si así compenso”. Empecé a palparla y a sobar los huevos como si lo hiciera por obligación, aunque naturalmente me encantaba hacerlo. Se me ocurrió pedirle que me acercara el frasco de lubricante y se lo apliqué en abundancia. Cuando tomé la polla con la boca mis labios resbalaron y efectivamente noté un sabor a fresa, así como un agradable frescor. “¡Rico, rico!”, farfullé con la boca llena. Él, ya revigorizado plenamente, se apoyaba en el respaldo del sofá y con contundentes golpes de cadera me follaba la boca. Por lo visto también en esto pretendía ahorrarme trabajo. Pero yo afirmaba los labios en torno a su polla y ensanchaba la garganta para recibirla. Solo él podía hablar. “¡Despistadillo, qué gusto me estás dando!”. Aguantaba y aguantaba, enervándome por el ansia que tenía de su leche. Encima hacía el alarde de sacarla y balancearla ante mi cara; yo tenía que atraparla al vuelo. Sin embargo era de los inquietos que no esperan a que la boca acabe su trabajo. Al límite de excitación me la arrebató, soltó una mano del respaldo y se la meneó con energía. La erupción de la leche me salpicó la cara y se esparció sobre mi pecho. Ya que no había podido beberla, repasé con la lengua el capullo para degustar los restos.

Me di cuenta de que, desde que había llegado, no me había movido del sofá. Ya casi no me acordaba del motivo inicial, pues la pierna no había sufrido tanto como los toqueteos sanitarios parecieron dar a entender –Ahora comprendía que habían sido sobre todo una buena excusa para entrar en materia–. Así que reclamé: “¡Oye! Tengo ya el culo plano de estar sentado… Me deberías dar el alta para ir al baño”. “¡Vale! Pero hablando de culos, no veas cómo has dejado el mío”. “Tú te lo has buscado”. Me levanté y la pierna me tiraba solo un poco. “¡Espera que te acompaño”. Repliqué irónico a sus desvelos: “¿También me la vas a aguantar mientras meo?”.

En el baño aproveché para limpiarme lo que me había caído encima. Cuando volvía me vino a la mente el problema de mis pantalones rasgados y la inoportuna ausencia de calzoncillos. Aunque, dado que solo tendría que recorrer unos pocos metros de calle, me podía apañar con aquéllos. Así que le dije: “Tendré que recuperar mis pantalones y marcharme, que bastante trabajo te he dado hoy”. “¿Por qué te vas a ir tan pronto? Además los pantalones no están para ir por la calle”, me replicó un tanto contrariado. Ya declaré lo que había omitido. “Si vivo aquí al lado…”. “¡Vecinos y todo! ¡Eso no me lo habías dicho!”, exclamó sorprendido. “He tenido la boca muy ocupada”, bromeé. “¡Entonces qué prisa tienes!”, insistió. “¿Es que quieres curarme algo más?”, pregunté alagado por su interés. Pero su explicación me dejó perplejo. “Bueno…, dentro de un rato va venir mi amigo y había pensado que te gustaría conocerlo”. “¿Y que nos pille aquí a los dos en pelotas?”, pregunté incrédulo. “¡Uy! Le daría un morbo tremendo… No sabes lo salido que es”. Aún me lo puso más sugestivo. “Además está buenísimo…, ya lo verás. Y le va la marcha cantidad”. “¿Yo qué haría? ¿Mirar?”, pregunté para ver por dónde iba. “A él le gusta follarme… Con lo abierto que me has dejado… Pero, si te apetece, te lo podrás follar. Seguro que querrá que lo hagas… Es insaciable y le va todo”.

Poco margen de decisión me quedó, porque se oyó que una llave giraba en la cerradura. Así que el amigo se encontró conmigo en cueros, de pie con los pantalones en una mano y sin saber dónde meterme, y con el morador sin el menor pudor muy sonriente en el sofá. La verdad es que me dejó pasmado el recién llegado. Muy bueno, como lo había descrito su amigo, era poco. Mayor que nosotros, gordote y fortachón, destilaba una masculinidad expansiva. Ya se iba desabrochando la camisa y se quedó parado al vernos. “¡Vaya, vaya, esto sí que es un recibimiento!”, exclamó como si se encontrara con una grata sorpresa. Pero, mientras se quedaba descamisado, añadió: “¡A saber el desgaste que habréis tenido ya…! Pues yo vengo bien cargado”. No lo puse en duda, pues si el motorista me había encantado, éste era pura eclosión carnal. Socarrón dijo: “Tendré que ponerme a vuestro nivel”, y para mi asombro se me plantó muy cerca. “¿Me ayudas?”. Podía percibir los cálidos efluvios del sudor limpio que perlaba su busto de tetas redondeadas y peludas. Ante mi indecisión, me cogió las manos y las llevó a la hebilla de su cinturón. Superando mi pasmo, se lo abrí y empecé a bajar la cremallera. “Con cuidado, que soy muy sensible”, dijo él seductor. Fui descendiendo con mano temblorosa que seguía el contorno abultado. Cuando acabé, con una rápida agitación de caderas hizo que los pantalones cayeran hacia abajo. Aparecieron unos boxers muy ajustados, de esos que resaltan el paquete – ¡y vaya paquete, que casi los desbordaba!–. A todo esto el motorista, que había permanecido despatarrado en el sofá descojonándose del encuentro, se levantó y se puso a restregarse por detrás con su amigo, al que preguntaba meloso: “¿Solo te interesan las novedades?”. Empezó a bajarle los boxers que, al descender también por delante, liberaron una espléndida polla que me apuntaba. Yo, con tanta exhibición, me había vuelto a animar ya. El amigo me la palpó y le dijo al otro que le sobaba el culo: “Te la habrá metido bien metida, que te conozco”. Se agachó añadiendo: “A ver cómo sabe”, y me dio varios chupetones, que terminaron poniéndomela bien dura.

El recién llegado, ya en cueros y luciendo ese cuerpazo rotundo y peludo con sus atributos en pie de guerra, nos fue atrayendo a los dos hacia el sofá, donde nos hizo sentar. Se plantó ante nosotros manoseándose la verga y los huevos en plan provocador. “Para haceros perdonar ya sabéis lo que tenéis que hacer…”. El motorista cogió la polla, pero me invitó a la primera chupada. Me pareció gloria bendita meterme aquella pieza en la boca y la saboreé con ganas, pero al poco se cambió  de recipiente. Así, a capricho, el amigo iba alternando nuestras bocas en un juego procaz. “¡Wow, qué gozada!”, repetía.

No tardó en reclamar lo que ya el motorista me había anunciado. Pues conminó a éste: “¡Niño, trae ese culo, que no te libras de una segunda ración!”. El motorista, muy dispuesto, se arrodilló en el sofá y echó el cuerpo sobre los cojines del respaldo. Rememoré la postura inversa en que yo me lo había cepillado, o más bien, en que había hecho que me lo cepillara. Yo me había sentado en la moqueta con las piernas cruzadas –ni me acordaba de la lesión– y nerviosos manoseos por mi bajo vientre, dispuesto a no perderme el espectáculo que, sin el menor recato por su parte, se disponían a darme. Incluso parecía que les excitara tener un testigo de su lujuria. La polla del amigo estaba ya al pleno y aun así él se la estimulaba con lúbricos manoseos. El motorista, con una mano, se estiraba un cachete distendiendo la raja. El amigo flexionó un poco las rodillas para adecuar la altura y, ya conocedor del terreno, apuntó el henchido capullo al punto exacto. Descargó todo su peso y el vientre le fue quedando pegado al culo del motorista. Éste iba susurrando un repetido “umm” de bienvenida. El amigo no se abstuvo de comentar socarrón: “Se nota que hace poco te lo han abierto ¡golfo!”. Se puso en marcha la follada con energía y regodeo. El motorista se entregaba a los embates  complacido. Yo, que los contemplaba de perfil, llegaba a ver el émbolo que medio salía y volvía a desaparecer. El amigo agitaba su seductora anatomía, pero yo me fijaba especialmente en las contracciones musculares que sus esfuerzos le provocaban en el culo. La cercanía de aquella oronda y velluda forma despertó en mí un febril deseo de que también se cumpliera el segundo pronóstico que había hecho el motorista antes de la llegada de su amigo. Este mismo deseo me hacía controlar las manipulaciones por mi entrepierna para evitar una inoportuna corrida. Porque la conjunción de cuerpos iba tomando un ritmo frenético con imprecaciones soeces y cariñosas. “¡Eso es una polla, amor!”. “¡Calla y traga, putón!”… El amigo crispaba los dedos sobre la espalda del motorista, dejando rastros enrojecidos. Con la cara congestionada farfulló: “¡No aguanto más, cariño!”. Pero el motorista le dio una tórrida consigna: “¡Córrete fuera, que éste vea todo lo que sacas!”. Entonces la polla salió y golpeó en el exterior de la raja. En sincopados espasmos fue expulsando chorros de leche que se iban esparciendo hasta la nuca del motorista.

Se abrazaron satisfechos mientras yo alucinaba por la morbosa exhibición con que me habían regalado ¡Vaya dos más salidos! Pero seguían contando conmigo, porque el amigo no tardó en estirar una pierna sobre mi regazo interpelándome. “¡Tú no te habrás pasado con la mano ¿eh?, que no hemos acabado contigo!”. Este aviso reavivó mi excitación y acariciaba con avidez el robusto y velludo muslo, ansioso por que llegara el momento. Ellos, por exigencias de la naturaleza, se iban a tomar ahora un relajado reposo. Aprovechó entonces el motorista para contar a su amigo, quien hasta el momento no se había preguntado de dónde había salido yo, los pormenores del accidente. El amigo se lo tomó en plan burlón y me dijo refiriéndose al otro: “Seguro que se te echó encima para poder abusar de ti ¡No conoceré yo a este cazapollas!”. El motorista contraatacó a base de cosquillas y pellizcos.

Ya me dolían los huevos cuando por fin el amigo, arrebatándome su pierna, se incorporó. “¿Folla bien tu paciente?”, preguntó con malicia al motorista. “Pruébalo y verás”, replicó éste, que se las sabía todas acerca de la insaciabilidad de su hombre. Mi deseo de poseer ese culazo se hizo ya irreprimible. Pero la pareja era especialista en llevar al máximo el morbo de las situaciones. El amigo, con un contoneo parsimonioso e incitante, se dirigió a la pared. Apoyó las manos en ella y separó el cuerpo, haciéndolo cargar sobre las piernas un poco abiertas. Esta forma de ofrecerse me hizo levantar de un salto y acercarme a él. El motorista me siguió, agachado como un gorila y, aunque mi polla estaba ya en plena forma, no se abstuvo de darme unas chupadas reconfortantes, mientras el amigo meneaba el culo voluptuosamente. Fue el propio motorista quien guio mi polla hacia la raja e, incluso, graduó la apertura de piernas de su amigo para nivelar la altura. En otras circunstancias me habría entretenido previamente mordisqueando y lamiendo el espléndido pandero, pero la urgencia de la coyunda se impuso. Le entré y el ardor que ya tenía acumulado se duplicó con el apretado roce. El amigo exclamaba: “¡Wow, vaya con el vecinito! … ¡Dale, dale!”. No me hice de rogar y, ya ensamblado, llevé las manos a su delantera para agarrarle las tetas. Con este asidero, bombeé con energía, arengado por sus invectivas. “¡Así, así, cabrón!”. El motorista, que no había cambiado de postura, nos iba sobando a los dos como un sátiro. Llegó a tomarme una mano para dirigirla a la entrepierna de su amigo. Palpar el balanceo de la polla a medio engordar y entrechocando con los huevos, fue ya el colmo de mi aguante. Sin tiempo de avisar, me descargué con agitadas sacudidas.

Para no caer exangüe me abracé a la espalda caliente del amigo, sintiendo su respiración también acelerada. “¡Buen polvazo, sí señor!”, oí que decía. Pero me dejaba seguir así, ya con la polla resbalada al exterior. Y es que, de momento, no me había dado cuenta de que el motorista simiesco se le había metido por abajo y le hacía una mamada. Aun desmadejado, quise contribuir y, sin desasirme, me puse a pellizcar los duros pezones del amigo. Éste lo aceptaba todo con delectación. “¡Qué manera de atacar por detrás y por delante!”. Pero la postura forzada en que los tres estábamos pudo con nosotros, que acabamos descomponiendo el montaje. La polla del amigo, no obstante, estaba ya dura de nuevo y la del motorista no le iba a la zaga. Comprensivos con que yo, recién vaciado, no daba más de mí, no me dejaron de lado sin embargo. Con un tácito acuerdo, cada uno pasó un brazo por mi espalda, quedando así enlazados. Con la mano libre se masturbaban, apretándose contra mí e intercambiando miradas traviesas. Casi simultáneamente un cruce de leches acabó salpicándome.

Fui yo el primero en hablar mientras nos desligábamos. “¡Joder, qué peligro tienen las motos!”. Entre los dos me daban palmadas afectuosas. “Te quejarás del trato que te hemos dado…, con dos culos a tu disposición”, dijo el motorista que aún conservaba la expresión de sátiro. “¡Qué golfos sois… y qué buenos estáis!”, sentencié. Pese a aquella promiscua melé, comprendí que, una vez habían disfrutado de la novedad, era hora de devolverles su intimidad; aparte de que estaba agotado en cuerpo y alma. Así que rebusqué para recuperar mi camiseta y mi pantalón ajado, dispuesto a sortear la calle con mi pinta de superviviente de una catástrofe. “¡Hala, seguid follando a gusto si os quedan ganas!...Y mil gracias por la atención recibida”, dije a modo de despedida. No objetaron ya mi marcha, pero el motorista recalcó mucho: “Mantendremos relaciones de buena vecindad ¿vale?”.

martes, 1 de octubre de 2013

Una oportuna rehabilitación



Ramón era un hombre sesentón y bastante grueso. Aunque había tenido pareja, ahora estaba solo y se había ido volviendo un misántropo. Incluso daba por acabada su vida sexual, por la que se había desinteresado. En su relación con los vecinos de su finca se mostraba un tanto hosco y no dispuesto a dar confianzas.

Por su parte, Carlos, ya algo maduro y de cierto sobrepeso, vivía en el mismo rellano. Siendo más joven había trabajado en un centro de rehabilitación física. Aunque le había echado el ojo a Ramón, que le parecía de muy buena pinta, éste se limitaba siempre a un seco saludo cada vez que se cruzaban o compartían el ascensor. Su actitud distante no invitaba a un trato más personal.

Sucedió, sin embargo, que Ramón sufrió un aparatoso accidente de tráfico que le obligo a  estar hospitalizado una temporada. Esto no lo supo Carlos ya que lo único que apreció fue la ausencia de Ramón durante un tiempo, cosa que llegó a extrañarle.

Por eso, el día que al fin lo vio salir de su piso apoyándose en un bastón Carlos no contuvo su sorpresa y se interesó por su salud. Ramón extrañamente se mostró más comunicativo de lo habitual. Ahí le contó lo del accidente y de la estancia hospitalaria. A continuación añadió: “Para colmo me han dado unas instrucciones sobre ejercicios que he de hacer para la rehabilitación de la pierna… Aunque si depende de mí me parece que cojo me quedo”. Su tono mezclaba la irritación y la autocompasión, probablemente la que le llevaba a ser más comunicativo que de costumbre. Entonces Carlos, ante la posibilidad no solo de echarle una mano en su desvalimiento sino también de romper el hielo entre ambos, le hizo un ofrecimiento. “¡Pero hombre, no hay que desanimarse! Mire, yo sé algo de eso y si quiere puedo ayudarlo con los ejercicios. Verá que es más fácil de lo que cree”. Ramón quedó dubitativo pero, pese a no dejar de resultarle incómoda la intrusión en su intimidad de un extraño, dijo finalmente: “Si para usted no es mucha molestia, podíamos probar”. En su fuero interno también había hecho el cálculo de que, si en las revisiones comprobaban que había dejado de lado la rehabilitación, podrían enviarle a alguien, igual a alguna matrona o a un jovenzuelo insustancial. Y después de todo su vecino tenía un aspecto que no le desagradaba. Así pues quedaron en que Carlos pasaría por su casa el día siguiente. Por lo que respecta a éste, el acuerdo le servía también para satisfacer la curiosidad que Ramón le inspiraba.

Cuando se presentó en el piso de Ramón, Carlos se dio cuenta de que no le había dado su nombre, aunque él sí había curioseado en los buzones del vestíbulo. Por eso enseguida manifestó: “Soy Carlos, y usted Ramón, ¿no?… ¿Le importa que lo llame así?”. El mudo asentimiento de Ramón se debió no tanto a su parquedad de palabras cuanto al impacto de la presencia del vecino.

Ante la inseguridad de Ramón, Carlos se puso en acción. Como se había vestido en plan informal para la ocasión, el polo que llevaba dejaba ver unos brazos robustos y suavemente velludos. “Bueno, ¿y si vemos esa pierna?”. Ramón empezó a subirse la pernera del pantalón, que no le pasaba de las corvas. “¡Hombre, así no!”, le interpeló Carlos, “Mejor que se saque los pantalones”. Más por pereza que por pudor, Ramón se fue quitando la prenda a regañadientes, sosteniéndolo Carlos para que no perdiera el equilibrio. Quedó en calzoncillos, de los clásicos blancos, amplios y con abertura. “Vale, siéntese ahí”, dijo Carlos señalándole un sillón. Luego ocupó un taburete bajo y extendió la pierna lesionada sobre sus rodillas. “Buenas piernas… Ha debido ser usted deportista”. En efecto, eran recias y peludas; resaltaban en el blanco del calzoncillo, que se había retraído casi hasta las ingles. “De eso poco, si acaso andariego”, replicó Ramón, “Pero ahora….”. “Va  a quedar la mar de bien, hombre. Confíe en mí”. Los toques que Carlos fue dando a la pierna produjeron en Ramón una sensación agradable. “Si le duele, avise”. Pero el aviso se lo dio a Ramón su propia entrepierna, donde notó un cosquilleo que hacía tiempo no sentía.

“Pues en marcha. Vamos a empezar los ejercicios”, dijo Carlos sacando una fina colchoneta enrollada de una bolsa que había traído. Miró hacia la cocina y vio una mesa alargada que podía servir. “¿Le parece bien tumbarse ahí?”. Ramón accedió resignado y miró cómo Carlos disponía la camilla improvisada. “Ya verá como está cómodo… Pero mejor sería que se aligerara más de ropa para no sentirse sofocado”, añadió Carlos, refiriéndose al grueso jersey que aún llevaba Ramón. Éste pues quedó con una camiseta imperio, que ceñía sus pronunciadas tetas y dejaba ver el pelo canoso que se extendía hacia sus gruesos brazos. Carlos lo ayudó a subirse y tenderse. El roce de las pieles desnudas le produjo una agradable impresión. Y a Carlos le iba resultando de lo más atractivo todo lo que iba descubriendo.

Estirado sobre la mesa, en calzoncillos y camiseta, con su prominente barriga, Ramón no dejaba de sentirse ridículo, pero también intrigado por lo que Carlos se disponía a hacer con él. “Hoy una cosa suave para empezar… Un masajito y coordinar las dos piernas”, anticipó Carlos. Éste empezó a aplicar una crema por la pierna a tratar. El ardor suave que Ramón experimentaba atenuaba las molestias de la lesión. A fin de extender el ungüento de forma más completa, Carlos hizo el gesto de alzarle la pierna, pero, al ir a apoyarla sobre su pecho, dudó. “Me voy a pringar el polo… Mejor me lo quito”. Así quedó con el torso desnudo, y Ramón no pudo evitar sentirse atraído por sus formas redondeadas –se le veía más macizo ahora–, cubiertas de suave vello.

El masaje iba avanzando y el roce de las manos, sobre todo cuando se deslizaban por el muslo, despertaba en Ramón una turbación casi olvidada. Avergonzado, notó que se le producía una erección, que la floja tela del calzoncillo no era capaz de disimular. A Carlos no le pudo pasar desapercibida, pero se abstuvo de cualquier gesto o comentario. No había que precipitarse y, muy profesional, se puso a hacer ejercicios para mover las articulaciones. Pero cada vez que Ramón sentía que su rodilla reposaba contra el cálido pecho de Carlos, los escalofríos lo recorrían.

Todo resultó así este primer día. Carlos dijo: “Quédese reposando un poco… Con permiso, paso al baño para lavarme las manos”. Ramón permaneció tumbado y desconcertado hasta que Carlos volvió y le ayudó a bajarse de la mesa. “Ahora vístase, no vaya a coger frío”. Mientras se ponía su polo, se despidió: “Pasado mañana vuelvo, si le parece bien. Ya será una sesión un poco más movida…”.

La confusión de Ramón fue en aumento durante el tiempo de espera. Se hacía cruces del efecto tan inesperado de la incursión de Carlos en su intimidad y, sobre todo, de que su contacto hubiera causado una reacción que ya creía excluida de su vida y que, para colmo, lo había puesto en evidencia. Porque, además, aunque el hombre no se había mostrado sorprendido, tampoco había dado el menor indicio de agrado o complicidad. El caso es que, cada vez que le venía el recuerdo de su cuerpo y de su tacto, volvía a manifestarse la resurrección de su entrepierna. Desde luego, lo que tenía que descartar era la posibilidad de tomar cualquier tipo de iniciativa, que ya no estaba él para hacer el ridículo o que le dieran un corte. Carlos, en cambio, se sentía muy complacido por los signos que Ramón –o su cuerpo– había manifestado y que le parecían inequívocos. Poco a poco se vería lo que daba de sí la situación.

La primera preocupación de Ramón fue qué ropa ponerse para la nueva visita. El tipo de calzoncillos que había llevado no sujetaban nada y lo habían delatado, pero no tenía de otra clase. Se le ocurrió recurrir a un viejo bañador, tipo meyba, que por lo menos tenía bolsa interior. Pero era de una talla hacía tiempo rebasada y le oprimía fuertemente la cintura, por más que sacara hacia arriba la barriga. La camiseta sería igual a la del otro día; no se iba a poner demasiado playero. Se cubrió con una bata y aguardó inquieto. Él mismo se consideraba estúpido por el desasosiego que experimentaba a estas alturas.

Por fin llegó Carlos y, esta vez venía aún más informal, con un chándal. Se quitó directamente la sudadera y dejó desnudo su torso. Dispuso la colchoneta sobre la mesa de cocina y, cuando Ramón se desprendió de la bata, bromeó: “¿Qué, vamos a nadar hoy?”. Lo que avergonzó al aludido. Le ayudo a subir a la mesa y, al ver lo que le ajustaba la cintura del bañador, exclamó: “¡Pero hombre de dios, si no va a poder ni respirar!”. A Ramón se le planteó un dilema inesperado. “Pues me bajo y voy a cambiarme”, pensando en que tendría que recurrir de nuevo a los calzoncillos delatores. Pero Carlos sugirió entonces: “Mejor le cubro con una toalla y se quita eso… Al fin y al cabo es lo que se hace en los masajes”. A Ramón, que nunca se había dado un masaje, la idea le pareció un mal menor, confiado en que la toalla fuera lo suficientemente discreta. El cambio, sin embargo, tuvo su complicación. Boca arriba y con una pierna averiada, levantar el culo para poder desajustar el bañador iba a ser toda una proeza. Carlos le echó entonces una mano. “Déjeme hacer a mí”. Con ambas manos estiró de la prenda y solo al quedar ésta al nivel del pubis, extendió la piadosa toalla. Terminó de sacar el bañador y, por fin, Ramón quedó tendido y púdicamente cubierto. “Así estará más cómodo ¿no?”, sentenció Carlos.

Ramón, inmóvil, no se sentía suficientemente protegido por la toalla, que sujetaba con las manos agarradas a los bordes de la mesa. Ya la unción de la crema suavizante por la pierna le empezó a poner la piel de gallina. Trataba de mirar al techo para rehuir la visión del pecho de Carlos inclinado sobre él. Pero lo inesperado fue que, en sus movimientos, Carlos iba rozándole el paquete, poco sujeto por el suelto chándal, sobre su mano aferrada al borde de la mesa. El conflicto entre retirarla bruscamente o dejarla estar lo dejó paralizado, lo cual facilitó la segunda opción. Por otra parte, ¿era consciente Carlos de dónde se arrimaba o, incluso, lo hacía deliberadamente? Estas cuitas, más que retraerlo, le fueron produciendo un acaloramiento que ya notaba en la entrepierna. El caso era que Carlos, consciente de su turbación, insistía en los roces, lo cual, junto con el manoseo y la visión de aquel cuerpo maduro, fue provocándole un evidente endurecimiento. ¿Será posible?, se dijo Ramón al sentir la persistente presión en su mano. Aun así se obstinaba en no reconocer la realidad. Eso en su mente, porque el cuerpo le iba por su cuenta. Confiaba en que la toalla lo protegería de la inoportuna erección que ya estaba notando, pero la tensaba tanto con las dos manos, y para colmo con una de ellas oprimida por el paquete vigorizado de Carlos, que el abultamiento se estaba haciendo patente. Recordó que su miembro viril excitado adquiría un volumen considerable.

Carlos iba haciendo un seguimiento disimulado, aunque regocijado, de sus avances. En un ejercicio de subir y bajar la pierna de Ramón, la toalla se fue corriendo hacia arriba y la polla se liberó. Ramón quedó avergonzado sin saber qué hacer. Pero Carlos aprovechó su confusión para comentar: “Se nota que está a gusto…”. Ramón no encontró otra salida más airosa que preguntar: “¿Queda mucho todavía?”. “Eso depende de usted”, fue la respuesta ambigua de Carlos. “Pues lo dejamos por hoy ¿de acuerdo?”, concluyó Ramón en el colmo de la confusión. Carlos, quien no quería tensar demasiado la cuerda, lo ayudó a bajar de la mesa e, incluso, a ceñirle bien la toalla a la cintura. Al despedirse tanteó el terreno. “Si le va bien, vuelvo mañana”. “¡Por supuesto!”, le salió a Ramón casi sin pensarlo.

Esa noche fue de profundas reflexiones. No tanto para Carlos, que viendo que el cerco se estrechaba, solo dudaba en cuál sería el momento oportuno para seducir definitivamente a Ramón. En cambio éste, por una parte, no se libraba del calentón que había experimentado y que se acentuaba al representarse el torso desnudo de Carlos y, cómo no, la dureza que había encontrado contra su mano. Hasta estuvo tentado de masturbarse, pero lo descartó al considerar que ya no tenía edad para esos desahogos de jovencito. Esto lo llevó a un segundo nivel de reflexión. Estar en manos de Carlos lo había puesto en un estado de excitación como no recordaba en mucho tiempo. Y Carlos había dado alguna muestra que no parecía precisamente de indiferencia. ¿Por qué no iba a dejarse querer? Desde luego se mantenía firme, o no tanto, en no dar un primer paso. Pero ¿y si Carlos se frenaba ante su excesiva pudibundez? Decidió que al menos daría facilidades. Para empezar prescindiría de la camiseta y hasta escogería una toalla menos ancha y más liviana, recordando los tiempos remotos en que había frecuentado una sauna. Solo ceñido con ella recibiría pues a Carlos. Al fin y al cabo ya había entre ellos más confianza…

Cuando llegó Carlos quedó gratamente sorprendido del cambio en la apariencia de Ramón, que aún lo estimuló más en su hasta el momento oculta intención. Con su tetudo pecho, velludo y canoso, así como la pícara toalla sujeta por debajo de la barriga, Ramón le resultaba de lo más apetitoso. Carlos se apresuró a quitarse la sudadera para lucir también su cuerpo, seguro ya de que a Ramón no le era indiferente. Además se le ocurrió la pillería de aflojarse con disimulo la cinta que mantenía fijado el pantalón del chándal. Hubo una mayor fluidez entre ambos en el ritual de subir sobre la mesa a Ramón. Éste ya no se empeñó en tensar la toalla con las manos, aunque se cuidó de que la del lado en que Carlos se situaba quedara adecuadamente salida.

A Ramón no le intranquilizó hoy tanto el cosquilleo en la entrepierna que le provocaban los tocamientos por la pierna. Sintió escalofríos cuando se repitió el roce del paquete de Carlos por su mano y más todavía al notar cada vez mayor dureza. Tenía que hacer esfuerzos para no mover atrevidamente los dedos. Pero en Carlos además iba haciendo efecto el aflojamiento de la cintura del pantalón. Éste bajaba poco a poco hasta el punto de que la mano de Ramón fue pasando de tocar tela a tocar vello púbico y, a no tardar, la mismísima polla tiesa de Carlos que había quedado al descubierto. Ramón experimentó una conmoción y, sin control de sus actos, los dedos se le movieron en torno al miembro. Por supuesto Carlos se dejó hacer sin interrumpir su actividad. Pero veía asimismo con regocijo que la toalla de Ramón se estaba levantando estirada por la polla desbocada entre unos hinchados huevos. Con la coartada del ‘tú has sido el primero’, Carlos encontró vía libre para alargar una mano y empezar a acariciar la entrepierna de Ramón. Éste reaccionó agarrando con más determinación la polla de Carlos, cuyos pantalones ya le habían caído. A medida que la mano de Carlos pasaba de cosquillear los huevos a repasar la polla de Ramón, la barriga de éste subía y bajaba por la respiración acelerada. Carlos, de natural más locuaz, iba a decir algo, pero Ramón lo cortó en seco. “No digas nada”.

El torpe sobeo que Ramón seguía dando a la polla de Carlos no obstaculizó que éste se empleara a fondo, con boca y manos, por el cuerpo de Ramón, ya libre de la toalla. Inició una mamada mientras una mano repasaba muslos y huevos, y otra barriga y pecho, estrujándole las tetas. Le encantaba el tacto del vello sobre las blandas redondeces. Ramón, sin desocupar la mano que tenía atareada, experimentaba como una novedad el casi olvidado placer que la boca de Carlos le estaba proporcionando. El deseo acumulado era tal que no tardó en sentir como una corriente eléctrica que  lo sacudía. Con la mano libre asió la cabeza de Carlos, dudando entre apartarla para que acabara manualmente o sujetarla. En su frenesí hizo lo segundo y Carlos, que captaba lo que estaba a punto de producirse, estrechó el cerco de sus labios. Las sacudidas de Ramón a punto estuvieron de hacerlo caer de la mesa. Pero no impidieron que Carlos fuera libando sus ráfagas de semen.

Carlos, entre el manoseo de Ramón y la excitación de lo que acababa de lograr, tenía la polla a punto de estallar. Sabía que, en el estado de laxitud en que había caído Ramón, no podía pretender de él mayores esfuerzos. Así que se puso a meneársela llevado por la urgencia. Sin embargo Ramón, quien captó la maniobra, tuvo el detalle de atraerlo y ofrecerle su pecho para que descargara sobre él. El gesto estimuló todavía más a Carlos, que acabó proyectando su chorro sobre la palpitante barriga.

“¡Vaya, vaya!”, fue el único comentario a lo sucedido que salió de la boca de Ramón, porque enseguida cambió el discurso. “¡Tendré que bajarme de aquí, digo yo!”. Así que Carlos retomó sus funciones asistenciales y ayudó a Ramón, algo desorientado. La toalla desechada le sirvió para limpiarse la leche de Carlos.

A cada uno en sus propias reflexiones le parecía increíble que ahora estuvieran desnudos frente a frente, aunque ya sosegados. Fue Carlos quien se decidió a preguntar: “Ramón ¿querrás que vuelva?”. Casi le sorprendió la respuesta: “Por mí desde luego… Y a ver si nos ponemos más cómodos”.

No se había concretado fecha y Carlos pensó que tal vez sería conveniente dejar al menos un día de por medio. Por una parte, para permitir que Ramón se recuperara y se sosegara, ya que estaba convencido de que aquella situación había sido completamente inesperada para él. Por otra, él mismo debía reflexionar si no se habría visto envuelto en un episodio de seducción pasajero. Ramón le atraía mucho, pero dudaba si superaría su talante huraño.

Ramón, a su vez, tenía la sensación de haber descendido en el túnel del tiempo. El resurgimiento de su deseo sexual había sido explosivo. ¡Y qué mamada! Le recordaba las que le hacía su antiguo amante… Pero estaba asustado; eran muchos años ya de retraimiento y no entendía que le pudiera gustar a Carlos. Así pues temía y ansiaba a la vez la vuelta de éste, no ya como asistente del que aprovechar subrepticiamente sus roces, sino para el goce completo de sus cuerpos. Por ello, al transcurrir el día siguiente sin novedad, casi sintió alivio: aquello era demasiado para él. Aunque la agitación sensual seguía dominándolo.

Le dio un vuelco el corazón un día después la llamada ya no esperada. No había hecho ningún preparativo y llevaba su descuidada indumentaria de andar por casa. Carlos venía sin bolsa y había cambiado el chándal por un liviano pantalón corto y una camiseta ajustada a los contornos de su torso. Impactó a Ramón lo deseable que lo encontraba y se avergonzó de su falta de previsión. Tuvo unos momentos de indecisión y de pronto le surgió una idea. “¿Te importa esperar un momento?”. No aguardó repuesta y se perdió por el pasillo, dejando a Carlos un tanto perplejo. Aunque no tardó en llamarlo. Carlos avanzó hasta dar con el dormitorio. Ramón estaba en la cama, desnudo y parcialmente cubierto por la sábana. A Carlos le llegó a emocionar tal gesto de entrega. Se acercó al borde de la cama y facilitó que Ramón lo tocara a su gusto. Éste le metió primero una mano por un camal  y hurgó en el sexo; luego estiró hacia abajo en pantalón. Fue inmediata la erección de Carlos, quien se despojó de la camiseta. Le sorprendió gratamente que Ramón se girara y alcanzara con la boca la polla, supliendo la falta de práctica con una gran aplicación. Mientras, Carlos había apartado la sábana y veía a Ramón de medio lado con la verga abriéndose paso entre los rollizos muslos.

Al fin Carlos se dejó caer sobre la cama y los cuerpos se fundieron en un abrazo, palpándose mutuamente. A continuación Carlos quiso realizar deseos no del todo satisfechos hasta entonces y con caricias y besos recorrió el orondo y peludo pecho de Ramón, para bajar luego por la barriga. Ramón se plegaba con gusto a ello y a su vez iba tocando cuanto alcanzaba. Cuando la cabeza de Carlos se enfrentó al bajo vientre, su boca se deleitó repasando y lamiendo los rotundos huevos. La polla se erguía gruesa y húmeda, atrayendo sus labios que la cercaron. No habría parado de no ser porque Ramón se movió para apartarlo. Y es que previamente deseaba otra cosa. Esto lo comprendió Carlos al ver que Ramón se giraba para quedar bocabajo. Su ponderoso culo, que hasta el momento Carlos solo había vislumbrado, era toda una invitación. Se lanzó hacia él manoseándolo y jugando con la oscura raja, que luego mordisqueó y lamió. Ramón suspiraba ante cada envite y, para Carlos, era evidente su demanda. No obstante preguntó: “¿Quieres que te penetre?”. La voz de Ramón sonó temblona. “Sí, pero me da mucho miedo… Hace tanto tiempo…”. Si Carlos ese día hubiera traído su bolsa, habría encontrado algo que sirviera para suavizarlo;…y Ramón no hacía pinta de usar cremas y lubricantes en el baño. Tuvo una idea. “¿Te parece que vaya a la cocina a por un poco de aceite?”. La sugerencia tranquilizó a Ramón.

En un momento Carlos estaba de vuelta con la aceitera. Se echó unas gotas en un dedo y lo pasó por la raja de Ramón. Cuando llegó al ojete apretó un poco y el dedo fue resbalando hacia dentro. Un “uyyy” lastimero salió de la boca de Ramón, pero sin el menor gesto de rechazo. Carlos aprovechó para frotarse la polla y comprobar su plena turgencia. Apoyado en los glúteos, tanteó por la raja y cuando dio con el centro empujó un poco hasta meter en capullo. Los “uff, uff, uff” de Ramón no le parecieron dramáticos, así que llegó a tenerla toda dentro. Aquellos gemidos se fueron trocando poco a poco en un sentido “¡Sí, así, así…!”, hasta culminar en un explosivo “¡Hazme tuyo hasta el final!”. La memoria debió reverdecer en Ramón antiguas proezas. Clavó la cara en la almohada y sus resoplidos sonaban atenuados, mientras Carlos se esforzaba en cumplir su deseo. Sin desviar la mirada del maduro cuerpo que se le entregaba, fue alcanzando el clímax, hasta que se apretó al culo con fuerza y se descargó en varias sacudidas. Ramón hizo aparecer su cara y exclamó en un susurro: “¡Cómo me ha gustado!”. Carlos, aun fatigado, se extendió a su lado y lo abrazó. Con una mano buscó el sexo de Ramón, que estaba flácido. “Hoy no necesito nada más”, dijo éste.

Pero hubo más días y cada cual puede imaginar lo que más le complazca en la relación entre Ramón y Carlos.