lunes, 25 de noviembre de 2013

De viaje con el jefe (Primera Parte)


Trabajé durante unos años en una empresa mediana en la que, por aquellos tiempos, las cosas iban bastante bien. Rebasados los cuarenta y tirando a grueso, era lo que ahora se clasificaría entre chubby y bear, porque también era algo velludo. Decididamente me iban los tíos robustos y mayores que yo, aunque en la pequeña población en que vivía tenía muy pocas posibilidades de darme un gusto. Resultaba, por otra parte, que el jefe de la empresa encajaba a las mil maravillas en mi tipo de hombre soñado. De sesenta años, me sacaba un palmo de altura y era bastante más gordo que yo; muy extrovertido y simpático, por lo demás. Pero asimismo sabía que había pasado por más de un matrimonio, e incluso se rumoreaba que tenía una querida. Con lo cual mis expectativas se limitaban a comérmelo con la mirada cada vez que tenía ocasión, discretamente eso sí, y fantasear a su costa. Había veces, además, que me ponía negro porque, con su fogosidad, no era raro que, para ayudar a solucionar algún problema técnico que le planteaba, se arremangara la camisa luciendo unos brazos recios y peludos. Y para colmo, si tenía que manipular algo en alto, sobre una escalerilla o una silla, al levantar los brazos se le subía la camisa y le asomaba la barriga peluda, con el pantalón más abajo del ombligo y el paquete bien cargado, que se ajustaba sin el menor recato. En tales casos, tenía que disimular la erección que se me producía.

En este clima de pajas mentales, y alguna de las otras, llegó a acontecer algo que trastornó todos mis esquemas. Era costumbre en la fiesta anual de la empresa que se sorteara entre los empleados una semana en Tenerife con acompañante. Y ese año me tocó a mí. El jefe, que estaba ya algo achispado, después de felicitarme efusivamente, me comentó: “Buen sitio para llevarte a tu pareja…”. Me salió replicar: “Pues no sé a quién llevar…”. Entonces, con una sonrisa picarona me dijo: “Si no tienes a nadie con quién ir, igual me voy yo contigo…”. Esto me dejó perplejo y sin palabras, pero reaccioné convencido de que me gastaba una broma y, para seguírsela, contesté: “¡Por mí, encantado!”. Aún más alucinante fue su insistencia. “¡Oye! Que yo ahora estoy libre, y sería una lástima que se desperdiciara ¿No te parece?”. “¡Vaya, de vacaciones con el jefe!”, exclamé sin llegar a creerme que no fuera una broma. “Jefe de puertas adentro tan solo… Y no tenemos que dar cuentas a nadie ¿verdad?”, dijo ya en tono más serio. “Yo no tengo ninguna pega, desde luego”, no pude menos que declarar. Aunque en mi interior sentía verdadero pánico por situación tan comprometida. “Lleva tú los billetes y nos encontramos en el aeropuerto”, concluyó con absoluto convencimiento.

Mis preparativos para el viaje fueron de lo más tormentosos. Me parecía un sueño que el jefe estuviera dispuesto a venirse conmigo pero, por otra parte, me intimidaba una obligada convivencia que me iba a mantener en calentura constante. Y aún dudaba de si realmente iba a aparecer en el aeropuerto o si no había sido más que una tomadura de pelo. Así que me temblaron las piernas cuando lo vi, en plan deportivo, saludándome desde lejos con un brazo en alto y una amplia sonrisa. “Ya ves que soy un hombre de palabra”, dijo intuyendo mi incredulidad. Señaló nuestros equipajes y comentó: “Supongo que allí no vamos a necesitar demasiada ropa”. Ya a punto de embarque, quiso aclarar su posición: “No te vayas a pensar que soy un aprovechado… Todos los gastos extra irán de mi cuenta ¡Y los habrá!”. Aún añadió: “Además, nada de jefe ni de usted; Rafael a secas”. “Lo que usted diga”, lo provoqué. Y amagó darme un bolsazo riendo.

Tomamos asiento en el avión y aún no me podía creer que fuéramos volando el uno junto al otro. Además, fogoso como era, no tardó en quedarse en mangas de camisa y arremangárselas. Como si de ese modo explicara su disponibilidad para este viaje, empezó a hablarme de mujeres: “Yo es que no tengo suerte con ellas… No me duran nada, ni las legítimas ni las ilegítimas”, y soltó una carcajada. Menos mal que no me preguntó por mi situación al respecto ¿La sospecharía? Poca a poco le fue cogiendo la modorra y se repantingó para dormir. Como el asiento le venía estrecho, su pierna se tocaba con la mía y el brazo velludo me rozaba. Yo percibía embelesado su plácida respiración.

Llegamos ya anochecido al hotel, que era espléndido. La empresa se había mostrado generosa desde luego. Estaba claro que la reserva era de habitación doble, con dos grandes camas juntas de estilo americano. “Ya ves, camarada, no nos pelearemos por el espacio”, comentó jocoso Rafael. Mientras deshacíamos nuestros equipajes, dijo: “Habrá que ir a cenar, pero se impone cambiarse de ropa y, de paso, tomar una ducha ¿Voy yo primero?”. Por supuesto le cedí la primicia y me desconcentró la naturalidad con que se tomaba nuestra convivencia. Porque una de mis más conspicuas fantasías se estaba haciendo realidad. El jefe se desnudó completamente y así se mantuvo a mi vista mientras recogía sus objetos de aseo. Fue indescriptible la impresión que me causó ese cuerpo robusto y peludo, con algunas zonas canosas. Las tetas le resaltaban al inclinarse y un sexo opulento lucía la sombreada entrepierna. No se le escapó que yo había quedado paralizado, pero lo atajó con su soltura habitual. “No nos vamos a andar con remilgos, digo yo”, y se dirigió al baño cimbreando el poderoso culo. No tardó en llamarme. “¡Ven, que esto no lo has visto!”. A la cruda luz del baño, y reproducido por varios espejos, me mostró que la ducha se ubicaba dentro de un amplio jacuzzi redondo. “¡Mira qué gozada, ya tendremos ocasión de relajarnos aquí!”. Empezó a ducharse y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no quedarme pasmado contemplando cómo recibía voluptuosamente el agua de varios chorros. Aproveché para hacerme con una toalla al volver a la habitación, y así, al desnudarme, poder llevarla colgada de un hombro y disimular el alboroto de mis vergüenzas. “¡Listo, tu turno!”, oí. Entré al baño de esa guisa y, mientras Rafael se secaba, ocupé la ducha y le di al agua fría, que atemperó mis ardores. Ello, y el hecho de que él ya estuviera vestido, facilitó que yo pudiera hacerlo con menos recato. La verdad es que, con los nervios, ni siquiera me fijé en si me miraba o no.

Cenamos en el hotel y luego se empeñó en invitarme a una copa en un pub de la zona, aunque advirtiendo que esta primera noche, después del viaje, mejor recogerse pronto. De vuelta a la habitación, me tomó de nuevo la delantera. Se desnudó por completo y, aunque le habían dejado el pijama sobre su cama abierta, lo apartó y se fue al baño. Oí como orinaba y se lavaba. Mientras, me desnudé y me pareció que también debía desechar mi pijama para no dar la nota. Cuando salió tomé el relevo y decidí hacerme una paja rápida para afrontar la noche con más calma. Me lo encontré destapado y despatarrado sobre su cama, ya con los ojos cerrados. Ocupé la mía y me di el gusto de contemplarlo en todo su lujurioso relajo, hasta que apagué la luz. Aun así, la claridad de la noche me hacía mantener fija la mirada en su silueta, y cada uno de sus movimientos y giros me producía estremecimientos. Ni que decir tiene que apenas llegué a pegar ojo.

Un cosquilleo en un brazo hizo que me despertara sobresaltado. Al abrir los ojos, vi  muy cerca de mí a Rafael recostado sobre un codo y sonriente. “¡Se te han pegado las sábanas, chaval!”. “Solo me he dormido al final… Extraño la cama”, balbucí. “¡Pues arriba, que estamos de vacaciones! Habrá que ir a la playa ¿no te parece?”. Como él marcaba la agenda, no tuve más que asentir. Añadió: “Me gustaría ir a una nudista. A mis años no he estado todavía en ninguna y aquí hay muchas… Cerca del hotel, sin ir más lejos. Podemos ir a pie”. Por lo visto venía muy documentado. Se equipó con un eslip de baño mínimo, que le quedaba de infarto, y una camiseta estampada. Yo hice algo parecido, aunque no tenía un bañador tan extremado ¡Lástima! De todos modos se permitió bromear: “Estás mejor así que con la ropa de la fábrica”. Le devolví la lisonja: “Pues anda que tú…”. Desayunamos en la terraza del hotel y Rafael confirmó con el camarero, sin el menor prejuicio, la ubicación y la naturaleza de la playa. La sonrisita con la que aquél nos despidió fue muy significativa.

La playa a la que accedimos estaba ya bastante concurrida. Rafael se fijó en un detalle. “¡Coño, si casi todos son tíos!”. Efectivamente, solos, en parejas o en grupos, abundaban los cuerpos masculinos desnudos de todas las tallas y pelajes. La observación, sin embargo, no arredró a Rafael y avanzamos hasta emplazarnos cerca de la orilla. Extendimos las toallas y nos despelotamos, como era de rigor. Debíamos formar una pareja muy vistosa, porque nos llovieron miradas de todas partes. Rafael se estiraba todo él con las piernas separadas y los brazos en alto, ofreciendo su cuerpo a los rayos del sol. “¡Oh, qué gusto da estar así!”. El gusto me lo daba a mí verlo pues, aunque pululaban algunos osazos impresionantes, el jefe, con su desinhibición provocativa, me tenía sorbido el seso. Me turbó cuando me miró como si ahora descubriera mi desnudez. “¡Vaya dos gordos! …Aunque no hacemos mala pinta ¿verdad? Tú por lo menos, que eres más joven”. Me atreví a replicar: “Pero si estás estupendo…”. “¡Venga, que aún me lo voy a creer! ¿Un bañito?”. Era para mí una tortura sentirme continuamente incitado sin atreverme a dar un paso en falso. Temía tomar como señales de seducción lo que para él, con su carácter extrovertido, podía no ser más que un desahogo liberador en unas circunstancias excepcionales de camaradería.

Comimos en un chiringuito. Unas mesas más allá había una pareja de osos que se morreaban. “Mira esos dos… ¡Eso es libertad!”, comentó jocoso. Quise pincharle. “Aún te vas a escandalizar”. “¡Qué va! Que cada uno haga lo que le apetezca”. Pensé que ojalá me lo ofreciera a mí. Disfrutamos un rato más de sol y de agua. Cuando Rafael se tostaba desenfadadamente el culo, se nos acercó un jovencito repartiendo tarjetas de bares y clubs. Rafael las repasó con atención y, para mi sorpresa, preguntó al chico: “¿En cuál de éstos no cantaríamos nosotros? Que ya nos ves…”. El otro indicó uno que hablaba de osos, cueros y cuarto oscuro. “En éste seguro que triunfáis”. “Pues igual vamos esta noche a ver cómo es ¿Te atreves?”, me dijo muy animado.

Volvimos al hotel, sudorosos y cargados de sol. “Podíamos meternos en el jacuzzi. Nos vendrá muy bien”. No creí haber oído mal que se refería a un baño conjunto, y desde luego el jacuzzi era lo suficientemente amplio. Rafael fue directo a abrir los grifos con termostato que lanzaron potentes caños de agua bien templada. “Esto se llenará enseguida”. Entretanto, y los dos ya desnudos de nuevo, se dedicó a una inspección ocular de nuestros cuerpos. “No nos hemos quemado mucho. Somos de piel recia”. Se dio la vuelta. “¿Cómo tengo la espalda?”. “Un poco roja”, dije mirando su espléndida trasera, “Con algo de arena pegada”. “Sacúdemela”, me pidió. Pasé mis manos por aquella epidermis cálida, procurando que no me temblaran demasiado. Como también había arena en los glúteos, no me abstuve de limpiarlos. Solo comentó: “Al tumbarse en cueros, se mete por todas partes”.  Y enseguida: “¡Ahora a ti!”. Me giré y me dio un enérgico repaso. Pensé que era la primera vez que nos tocábamos de forma tan íntima, aunque fuera de forma supuestamente aséptica.

“Esto ya está”, dijo cerrando los grifos del jacuzzi. “A ver cómo va”, y pulsó varios botones. El agua empezó a burbujear. “¡Venga, adentro!”. Así que nos sumergimos en los traviesos remolimos, uno frente al otro. “¡Qué gusto más calentito ¿verdad?!”, comentó eufórico. Nuestras piernas, agitadas por las corrientes, se iban rozando. “¡Joder, qué meneos me está dando por los bajos!”, exclamó de pronto. “Si hasta me he empalmado ¡Mira!”. Se incorporó lo suficiente para que su polla bien tiesa aflorara a la superficie. Ahora sí que pude decir: “Pues yo estoy igual”. Y lo demostré enseñando también la mía. Durante unos segundos quedamos en suspenso con las pollas flotando. “Las tenemos guapas ¿eh?”, glosó con toda naturalidad. Pero ahí quedó todo pues, dejándome desconcertado, volvió hacia abajo, y yo no pude sino hacer lo mismo, pese a las ganas de mamársela que me habían entrado.

No se había olvidado de la visita nocturna al bar de osos. “¿No tienes curiosidad?”, me preguntó a medio vestir, como si la decisión fuera a depender de mí, pero sin esperar respuesta. “Ya que estamos, podemos ver cómo funcionan esos sitios. Tomamos una copa, como en cualquier otro…”. “No pensaba que te gustaría ese rollo…”, dije para ver si se delataba. “Hay que conocerlo todo y aquí estamos de incógnito”, replicó orillando la indirecta. “¡Pues adelante!”, acepté sin cuestionar más el asunto.

Entramos y quedamos aturdidos por las luces cambiantes, la música y, sobre todo, la marea humana que había que atravesar. Rafael dijo decidido: “Vamos a buscar la barra”. Avanzábamos abriéndonos paso entre tiarrones y gordos que formaban una masa compacta. Me agarré a los hombros de Rafael para no separarnos. “¡Cómo tocan el culo estos tíos!”, comentó. Porque en el trayecto íbamos recibiendo sobeos y palmadas. Al fin alcanzamos la barra y pudimos pedir nuestras bebidas por encima de varias cabezas. “¡Qué ambientazo ¿no?!”, exclamó Rafael la mar de marchoso. Pero de pronto hizo algo que me descolocó. Me entregó su vaso y dijo: “Protege nuestras bebidas, que voy a asomarme un momento al cuarto oscuro”. Ni tiempo me dio para reaccionar y me quedé con un vaso en cada mano, cabreado porque se hubiera desembarazado de mí. Tardó un rato, que se me hizo eterno. Volvió sofocado, pero en absoluto disgustado. “¿Querrás creer que me la han sacado y me la han chupado?”. “¡Hala! ¿Y te has dejado?”, exclamé con un ramalazo de celos. “Como no se veía nada…”, fue su explicación. “Pues entonces ya verás cuando apaguemos la luz esta noche…”, exploté retador. “Capaz serás”, replicó con una risotada. Aún condescendió: “¿Quieres asomarte ahora tú?”. “No me hace falta”, respondí con displicencia. Pero la verdad es que, con lo lanzado que iba, no estaba dispuesto a dejarlo suelto.

En nuestra habitación repetimos más o menos el ritual de la noche anterior, aunque Rafael no se echó a dormir, sino que esperó a que yo también me acostara. No dejé de observar en él una cierta inquietud, además de que su polla no estuviera en completo descanso. Le costó pero al fin preguntó: “¿Lo que has dicho antes que harías cuando apagáramos la luz iba en serio?”. “¿Tú qué crees?”, repregunté mirándolo ya con descaro. “¡Pues apaga!”. Lo hice inmediatamente, más bien por su valor simbólico, porque no quedamos del todo a oscuras. Cuando eché mano a su polla se le endureció al instante. Tomé posiciones y mi boca la engulló. “¡Uy, mejor que el del cuarto oscuro!”, exclamó. “Aún hay clases”, repliqué con una interrupción momentánea. “¡Sigue, sigue!”, reclamó. Pero todavía pregunté azuzando su deseo: “¿Te corriste allí?”. “¡Qué va! Si solo fueron cuatro chupadas”. Ya me dediqué a fondo y, con las manos, le acariciaba los muslos y cosquilleaba los huevos. La respiración se le aceleraba y hacía subir y bajar su barriga. “¡Estoy a punto!”, avisó con voz quebrada. Yo apreté los labios como indicación de lo que quería. La leche empezó a brotar y la tragaba bien a gusto. Todo y lo excitado que estaba, me costaba creer lo que le acababa de hacer al jefe tan deseado.

Fui consciente de que ahora se planteaba una situación muy delicada ¿Se había tratado tan solo de un momento de debilidad por su parte, influido por el ambiente? En tal caso me quedaría a la intemperie e, incluso, podría él en adelante sentirse incómodo conmigo. Pero estos temores se fueron despejando. Ya relajado, me preguntó: “¿Te ha gustado?”. “Eso tendría que preguntártelo yo a ti”. “¡De maravilla!”. Pensó unos instantes y continuó. “Nunca me la había chupado un hombre y me alegro de que lo hayas hecho tú”. Para rebajar la solemnidad, ironicé. “Yo habré sido el segundo…”. Me dio un manotazo afectuoso. “Eso fue solo para picarte”. “¡Vaya! Así que lo tenías todo planificado”. “Deja que me explique… De siempre me ha atraído, aparte de las mujeres, cierto tipo de hombres hechos y derechos. Pero no me decidía a buscar una relación con ellos y, cuanto mayor me hacía, más difícil me parecía. Hasta que empecé a darme cuenta de ciertas miradas tuyas, que me avivaron el gusanillo. Cuando te tocó el viaje y me dijiste que no tenías acompañante, no resistí el impulso de proponerme yo”. “Y me pareció un sueño”, confesé, “Aunque no veas lo que me has hecho sufrir desde que apareciste en el aeropuerto”. “¡Hombre! Había que tantear el terreno. No me podía arriesgar a tirarme una plancha y quedar ante ti como jefe crápula tratando de seducir al empleado”. “Pues, salvo que ya estaba seducido de antemano, vaya un tanteo: despelote, jacuzzi, playa gay, bar de osos…”. “¡Coño! También yo tenía que mentalizarme”, se defendió, “No me digas que no te lo has pasado bien hasta ahora…”. “Si ni yo mismo me lo creo. Estoy en la gloria”, y me arrimé a él. “Y yo me alegro mucho de haber dado este paso”, declaró rebosante de placer saciado.

A todo esto yo estaba con una calentura insufrible y me habría lanzado a sobarle y lamerle todo el cuerpo que tan apetitoso me resultaba, pero sabía que, en cuestión de sexo masculino, debería irlo introduciendo poco a poco. Así que dije: “¿Me permitirás que haga algo que necesito con urgencia? Hacerme una paja mirándote”. Sonrió comprensivo viendo cómo me agarraba la polla, pero hizo más. “Te puedo ayudar”. Cambió mi mano por la suya, que rodeó cálidamente mi miembro. Solo ese contacto hizo que no necesitara muchas frotaciones para que una explosiva corrida me liberara de todas las represiones habidas hasta esa noche. Poco más llegamos a decir hasta caer en un sueño reparador, ya en una sola cama.

Volvió a ser él quien me despertó a la mañana siguiente. Pero lo hacía acariciando el vello de mi cuerpo, que recorría con sus manos como si lo estuviera estudiando. Mis ojos al abrirse dieron con su acogedora sonrisa. Le eché los brazos al cuello y cayó sobre mí con toda su humanidad. Ahora fui yo el que propuse: “¿Por qué no pedimos que nos suban el desayuno y nos quedamos aquí sin prisas?”. “¡Excelente idea!”, y descolgó el teléfono. Rafael se fue al baño y yo me adecenté con el pantalón del pijama en espera del pedido. Desayunamos con apetito y pronto nos deslizamos de nuevo sobre la cama inflamados de deseo. Nos acariciábamos y Rafael dijo: “A ti no te vendrá de nuevo todo esto ¿verdad?”. “Bueno, yo lo he tenido siempre más claro, aunque donde vivimos ahora las oportunidades han sido más bien escasas”. “Si lo decía porque, a pesar de mi amplia experiencia con mujeres, me siento un poco torpe aquí contigo. Enséñame todo lo que haga falta para que disfrutemos plenamente y seré un aprendiz disciplinado”. Dicho esto con un cierto tono provocador, le tomé la palabra, proponiéndole algo que ansiaba intensamente. “¿Qué te parece si nos comemos las lenguas?”. Lancé mi boca sobre la suya y entreabrió los labios. Hurgué con la lengua para superar la barrera de los dientes y los dos apéndices se encontraron y entrechocaron. Mis manos entretanto le habían asido las peludas tetas y las estrujaban. Cuando nuestras bocas quedaron saciadas, la mía aún continuó bajando por el cuello hasta tomar posesión de los tensos pezones. Rafael se retorcía rezongando. Arrastré la lengua por el centro de la barriga, rebasé el ombligo y hundí la cara en el frondoso pubis. Le alcé las piernas para chupar y lamer los huevos y su contorno. La polla inhiesta me golpeaba pero, cuando fui a atraparla con la boca, me retuvo. “Ahora te lo voy a hacer yo a ti”. “¿Te atreves a chupar una polla?”. “La tuya sí”. Hizo que me pusiera bocarriba y se arrodilló a mis pies separándome las piernas. Se echó hacia delante y, sin usar las manos, cerró los labios sobre mi capullo. Fue avanzando hasta tener casi toda mi polla dentro de la boca. Se detuvo unos instantes para concentrarse y el placer que me dio con sus succiones enérgicas fue indescriptible. “¡Acaba con la mano!”, le insté para evitarle la ingestión de mi leche. Pero él hizo un gesto expresivo que significaba: “si tú lo hiciste, yo también”. Todo y lo intenso de mi orgasmo, todavía me conmovía más estar descargándome en aquella boca, lo cual había ido más allá de todas mis fantasías. Lo atraje hacia mí y quise compartir con mis labios lo que quedaba en los suyos. “Me ha gustado”, dijo simplemente.

Aunque Rafael mantenía una buena excitación, prefirió no forzar la máquina y que quedáramos relajados. Después de un rato de placidez, sin embargo, se le iluminó una idea. “¿Te acuerdas del jacuzzi?”. “¡Umm, cómo no!”, respondí recordando nuestra primera exhibición de erecciones. “¡Tú repón fuerzas, que yo lo preparo!”. Corrió agitando su espléndido cuerpo y lo dejé hacer, imaginando los sensuales juegos que nos esperaban. Me llamó y ya estaba dentro, en pleno apogeo de burbujas. Entré y provocadoramente me senté sobre él. Hice que su polla se frotara por mi trasero. “¡Oye, que estás corriendo demasiado!”, protestó. “¿Eso te da miedo?”. “No creas que no lo haya hecho ya a alguna de mis amantes, pero contigo ha de ser distinto… Ya le he echado ojo a tu culo, ya”. “¿Te gusta?”, pregunté zalamero. “Me encanta… Y no te diré que no si quieres trabajar el mío”. “¡Vaya, vas a por todas tú”. “Recupero el tiempo perdido…”. Me sumergí y le di varias chupadas. Rafael pataleó y me hizo emerger. “Me estás provocando demasiado”, amenazó riendo. “Es lo que pretendo”. Y es que la idea de que me penetrara me tenía superexcitado. Entonces se levantó de repente, me tomó entre sus brazos e hizo que me volcara sobre el borde del jacuzzi. “¡Tú lo has querido!”. Tomó un poco de jabón y me lo pasó por la raja. Su polla tanteaba ya en ella y yo la esperaba procurando relajarme. “¡Esto es un culo, sí señor!”, exclamó Rafael entrándome con fuerza. Vi las estrellas, pero tenerlo dentro me enloquecía. Sus arremetidas se iban trocando en placer, que se incrementaba sabiendo el que él sentía. “¡Qué gusto, qué gusto!”, farfullaba crispando las manos en mi espalda. “¡Lléname! ¡Déjame bien follado!”, pedía yo. “¡Ahí voy, me vacío entero!”. Resbalamos los dos dentro del agua en un amasijo de cuerpos. “¡Vaya follada! ¡Increíble!”, proclamó Rafael. “¡Qué destrozo! Pero merecía la pena…”, reconocí.

Comimos algo ligero en el mismo hotel y nos encerramos de nuevo en la habitación. Era tiempo de entregarnos a una siesta reparadora que, abrazados, disfrutamos varias horas. Salí de las brumas del sueño y estaba pegado a la espalda de Rafael. Mi polla erecta se apretaba contra su culo. Oí un murmullo. “Umm ¿qué estarás buscando?”. Me estreché aún más. “¿No sabes que soy virgen?”. “Querías probarlo todo ¿no?”. “¡Uy, qué miedo me das!”. Entonces se giró y me abrazó de frente. “¿Prometes hacerlo con cariño?”. “¿Es que algo de lo que hemos hecho ha sido sin cariño?”, repliqué. Fui a buscar una crema al baño y, al volver, me arrebaté al verlo bocabajo con la grupa en alto. Unté la sombreada raja de ese incitador culo orondo y velludo. Completé la lubricación con un dedo y solo comentó: “¡Oh, qué sensación!”. Cuando apunté la polla sobre el ojete, pidió: “¡Poco a poco, eh, que eso es más gordo”. Empujé y, a medida que entraba, iba rezongando: “¡Uy, uy, uy, cómo quema!”. “Toda dentro ¿Qué tal?”, cumplí la primera fase. “Como si fuera a reventar… ¿Eso da gusto?”. “Espera y verás”. Empecé a bombear con calma, a pesar de que el orificio caliente y apretado me iba excitando una barbaridad. “¡Oh, oh, qué cosa más rara”. “¿Pero te gusta?”. “Creo que sí”. Cogí ya un buen ritmo y me animó. “¡Sí, sí, lo voy notando!”. “¿Notando qué?”, lo azucé. “No sé, pero me excita mucho”. “¡Pues anda, que a mí…”. Estaba ya a punto de explotar, pero traté de aguantar al ver que Rafael ya lo iba disfrutando. “¡Joder, qué hoguera, pero qué buena!”. No pude resistir más. “¡Me corro ya, eh!”, avisé. “¡Sí, hasta el final!”, exclamó en el colmo del paroxismo. ¡Qué magnífica fue la corrida en ese culo recién estrenado! Caímos derrengados el uno junto al otro. Afirmé: “Me he quedado en la gloria ¿Tú, qué tal?”. “El comienzo durillo, pero luego… ¡Puaf, vaya descubrimiento!”. Eufórico, declaró a continuación: “Ya estamos en el mismo nivel: tanto monta, monta tanto”. Pero todavía era el ecuador de nuestro viaje y nos aguardaban nuevas experiencias…

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El jefe de personal


Julio, recién cumplidos los cincuenta, era jefe de personal de una empresa mediana en la que gozaba de muy buena consideración. Grueso y afable, era respetado por los empleados que valoraban su buen trato. Siempre le habían atraído hombres mayores que él, por lo que la convivencia con aquéllos, bastante más jóvenes en su mayoría, no le generaba ningún problema ni tentación. Hubo, sin embargo, un reajuste empresarial que trajo consigo un cambio en el organigrama, de modo que Julio, a quien mantuvieron en su categoría, pasó a depender de un nuevo director. Éste, enterado de su buena reputación, pronto iba a adoptar a Julio como su hombre de confianza. Esta novedad, sin embargo, vino a perturbar la hasta entonces apacible vida profesional de Julio. Y no precisamente por motivos laborales, sino por la atracción que Marcos, el nuevo director, le hizo sentir desde el primer momento. Grandote y enérgico, de poco más de sesenta años, encajaba al dedillo en el tipo de hombre que cautivaba a Julio.

Pero, por singularidades del destino, resultó que a Marcos también le había hecho tilín, y mucho, el aspecto y las buenas maneras de Julio. Con lo cual, y dado el desconocimiento mutuo de la percepción del otro, quedaba abierto un abanico de incógnitas de cara a la evolución de su relación. Porque Julio, con un sólido sentido de la jerarquía y, además, de natural tímido, se esforzaría en que no trasluciera el menor indicio de sus sentimientos. Asimismo, por lo que se refiere a Marcos, aunque más abierto y expeditivo, no se podía permitir, desde su respetabilidad de alto ejecutivo, que su otorgamiento de confianza a Julio, tuviera otro sentido más allá del profesional. Éste era, pues, el punto de partida de una jugada en que difícilmente podía preverse cómo se moverían las piezas.

Nada de particular tuvo que Marcos, como primera medida, le pidiera a Julio que le apeara el tratamiento de “Señor Director” cuando se dirigiera a él; prefería el uso de los respectivos nombres de pila. Se convirtió por lo demás en frecuente que Marcos convocara a Julio a su despacho para tratar los asuntos de la empresa. No era inusual que Marcos, quien demostraba una gran capacidad de trabajo, prolongara su jornada varias horas tras el cierre de las dependencias. No tardó Julio en ofrecerse a echarle una mano en estos casos, queriendo convencerse a sí mismo que lo hacía por corresponder a la confianza en él depositada. Marcos, al principio reticente a que Julio se cargara con este exceso de trabajo, acabó agradeciendo esa ayuda extra. Lo cierto era que, en tales ocasiones, se creaba un especial ambiente de intimidad que no desagradaba a ninguno de los dos.

Marcos se mostraba más relajado en estos momentos y, agobiado por la calefacción que había funcionado durante todo el día, se quedaba en mangas de camisa, se remangaba y, sin corbata, se desabrochaba algunos botones. A Julio se le aceleraba el corazón al reparar en los brazos regordetes y de vello suave, como el del pecho que se entreveía. Además Marcos instaba a Julio a imitarlo: “¡Venga, Julio! ¡Ponte cómodo, hombre!”, y no se privaba de observar la piel más velluda de Julio. Como Marcos trabajaba con el ordenador, mientras Julio, sentado al otro lado de la mesa, le iba suministrando datos de un cúmulo de informes y facturas, no era raro que aquél lo reclamara a su lado para que lo ayudara a desatascar algún embrollo informático. Entonces, la proximidad y el roce de brazos provocaban en ambos estremecimientos, que se cuidaban muy mucho de disimular. Así podrían haber seguido indefinidamente, por más que la atracción mutua fuera consolidándose en su interior. Desde luego Julio habría sido incapaz de dar el menor paso revelador de aquélla. Pero ¿y Marcos, más fogoso y extrovertido? ¿Se arriesgaría a afrontar un hipotético  y vergonzante rechazo, que por lo demás cada vez se le aparecía como menos probable?

Julio vivía solo y sabía que Marcos era casado y sin hijos. Fueron estas circunstancias la que dieron pie al último para entrar en el terreno de las confidencias. “¿Sabes, Julio? Las noches que me quedo aquí son para mí un respiro”. “Ya veo que no tienes prisa por irte a casa”, se atrevió a comentar Julio. “¡Uy! Mi mujer no me echa de menos, no”. “¡Vaya! Siento oír eso”, dijo Julio educadamente. “Ya hace tiempo que solo seguimos juntos por inercia… ¡Suerte tú, que no tienes estos problemas!”. “Ya sabes que puedes contar conmigo”, y Julio temió que lo que acababa de decir no venía a cuento. Pero, inesperadamente, Marcos se levantó, rodeó la mesa y, detrás de Julio, colocó las manos sobre sus hombros, dándole unos afectuosos apretones. “¡Suerte la mía contigo!”, expresó con voz sentida. A Julio lo invadió un intenso deseo de llevar sus manos sobre las de Marcos, pero su azoramiento le hizo perder la ocasión. Marcos lo soltó, pero dijo: “Hoy no vamos a trabajar más”. Fue a abrir un armarito, del que sacó una botella y un par de vasos. “Esto no lo habías visto… Es un whisky muy bueno que guardo para agasajar a alguna visita”. “Es que yo…”. Julio iba a decir que no bebía, pero Marcos lo cortó: “Yo casi tampoco… Pero ahora sí…, los dos”. Puso los vasos delante de Julio y sirvió con generosidad. Tomó el suyo y ocupó una butaca en el mismo lado en que se sentaba Julio, quedando así frente a frente. Se acercó para chocar los vasos y luego separó un poco más la butaca y se arrellenó extendiendo las piernas. Esta nueva visión de Marcos medio tumbado, que resaltaba sus robustas formas, erizó la piel de Julio, quien dio un buen sorbo al whisky. Para colmo, Marcos soltaba el vaso de vez en cuando y aún se estiraba más, llevando las manos tras la nuca y haciendo que la camisa se tensara sobre el pecho y la barriga. Julio se dio cuenta, por otra parte, de que la postura hierática en que permanecía sentado contrastaba con la desinhibida de Marcos, denotando demasiado su turbación. Así que optó por echar el cuerpo adelante, con la barriga volcada sobre sus regordetes muslos, lo cual lo acercó aún más al cuerpo de Marcos. “Apenas sé nada de ti… ¿Qué vida llevas?”. Le cogió por sorpresa la pregunta de éste. “Bueno…, ya me ves, aquí en la empresa…”. “Eso ya lo veo. Pero habrá algo más fuera ¿no?”. “Nada que merezca la pena contar”, se obstinó Julio en su cerrazón. “A ver si lo adivino”. Y a Julio le entró un sudor frío. “Poco de mujeres tú ¿verdad?”. El rubor de Julio respondió por él y lo alivió con otro trago. “¡Oye, que no hay de qué avergonzarse!”, advirtió Marcos con una sonrisa alentadora, y continuó más frívolo: “Pues con la de chicos jóvenes que hay aquí estarás muy distraído”. A Julio le salió rotundo: “¡Eso no!”. Tanto que sobresaltó a Marcos. Pero éste, tal vez porque el whisky le inyectaba osadía, no estaba dispuesto ya a soltar la presa. “No me dirás que te van tipos tan mayores como yo…”. “¿Por qué no?”, replicó Julio, que también tenía la lengua más suelta. Hubo unos segundos de silencio que se podía cortar. Al fin Marcos declaró muy serio: “No sabes lo que me alegra oír eso”.

Quedaron en silencio y pensativos sin mirarse, como si hubieran estado hablando en abstracto y no de ellos. Marcos se bebió el último trago y dijo: “Se ha hecho muy tarde. Será mejor que nos marchemos”. Así pues se separaron como cualquiera de las otras noches en que habían prolongado la jornada. Pero cada uno de ellos siguió pensando intensamente en lo ocurrido. Julio temeroso de que, con su confesión, hubiera dado lugar a que se elevara a la postre una barrera entre ellos. Marcos, satisfecho de poder gustar a Julio, indeciso no obstante sobre la conveniencia de ir más allá.

Los días siguientes transcurrieron en la más absoluta normalidad. Marcos y Julio se veían con frecuencia, pocas veces solos, y parecía que la conversación de aquella noche hubiera quedado olvidada. Pero el día en que Marcos comunicó que volvería a quedarse más tiempo, Julio preguntó precavido: “¿Querrás que me quede también?”. Marcos respondió con naturalidad: “Si tú no tienes inconveniente, por supuesto”. Pronto comprendió Julio que aquella no iba a ser una sesión de trabajo más. Porque Marcos ni siquiera encendió el ordenador y, desprendiéndose de americana y corbata, deambuló indeciso por el despacho, cosa extraña en él. Finalmente volvió a sacar el whisky, pero sin servirlo. “Tal vez nos haga falta”, explicó enigmático. Se acercó a Julio, levantó los brazos y puso las manos en sus hombros. Este gesto, que la otra noche también había tenido aunque desde atrás, conmocionó no menos a Julio. Entonces Marcos dijo: “He pensado mucho en lo que hablamos aquí”. “Yo también”, replicó Julio. Marcos deslizó las manos por los brazos de Julio hasta acabar abrazándolo. “No sé si esto estará bien…”, y juntó la boca a la suya. Julio abrió los labios para recibirlo y la cabeza le daba vueltas. El beso fue largo e intenso, con las lenguas buscándose y enredándose, cada vez más pegados los cuerpos.

Pararon para respirar, y Marcos se fijó en la chaqueta que Julio aún conservaba: “¡Te quito esto!”: Julio dejó que se la sacara, así como que le deshiciera la corbata. Pero Marcos no se detuvo ahí, sino que siguió desabotonándole la camisa. Su mano caliente se adentró acariciando el pecho de Julio y sus dedos juguetearon con el vello recio en torno a las turgentes tetillas. Julio gimió de placer y quiso corresponder, pero Marcos, más expeditivo ya se estaba despojando de la camisa. Julio, liberado de su timidez, lanzó su boca a los pezones que resaltaban en el robusto pecho de Marcos, poblado de vello suave y entrecano. Marcos lo recibía complacido, sin descuidar quitarle del todo la camisa a Julio. Ahora, los dos torsos desnudos se acoplaban enfebrecidos y se entregaban a las manos y bocas del otro. Fueron frenando, saciados de momento, y se contemplaron. A Marcos le encantaba ese busto redondeando y peludo. Julio se deleitaba en la robustez madura que encarnaba Marcos. Éste musitó: “¡Cuántas ganas de tenerte así!”. “¡Y yo de que me tuvieras!”.

Como obedientes a un mismo impulso, los dos se apresuraron a desprenderse de los pantalones y, sin titubeos, también de los calzoncillos, ansiosos de ofrecerse sin velos el uno al otro. Julio presentaba, bajo su prominente barriga, un pubis peludo que enmarcaba una polla regordeta como él, asentada sobre unos huevos encajados entre los muslos. Marcos contrastaba por un pelambre más claro, que daba realce a verga y huevos.

Lo que ambos deseaban hacer ahora tropezaba con el inconveniente de la austeridad del despacho. Marcos lo resolvió despejando la mesa de papeles y otros objetos, así como arrinconando el ordenador. Hizo que Julio se sentara en ella y se echara hacia atrás. Así quedó el sexo entero de Julio a su disposición. Le separó los muslos y metió la cara para lamerle los huevos, mientras le acariciaba la polla, que se endurecía entre sus dedos. Julio gemía y suspiraba. Pero cuando Marcos se la metió en la boca, el cuerpo de Julio se estremeció. Marcos chupaba, gozando  de ese miembro gordo y jugoso. Julio exclamó: “¡Oh, qué gusto  me estás dando!”. “Pues no pienses en correrte todavía”, advirtió Marcos haciendo una pausa. “¡Haz lo que quieras conmigo! ¡Poséeme!”. “¡Es lo que más deseo!”.

Entonces Marcos subió las piernas de Julio sobre sus hombros, de manera que quedó visible el ojete. Lo lamió y ensalivó, usando con delicadeza los dedos. Pese a lo cual Julio se contrajo. “¡Uy, uy, uy!”. Pero al darse cuenta de que Marcos se disponía a realizar su deseo, le pidió: “¡No vayas tan deprisa! ¡Deja que antes te disfrute!”. Bajó de la mesa y se puso en cuclillas frente Marcos. Tuvo ante sí la verga de esté, ya bien dura, y sorbiéndola la mamó con ansia. Marcos le dirigía la cabeza y llegó a reprenderlo con humor: “No hagas trampas, que ya sabes dónde me quiero vaciar”. Aún Julio hizo que se girara para contemplar y acariciar el orondo culo; y tampoco evitó mordisquearlo y lamerlo. “¡Me vuelve loco todo tu cuerpo!” exclamó exaltado. “Ahora ya sabes que lo tienes”.

Julio al fin se levantó y le pidió a Marcos. “¡Venga, que quiero sentirte dentro de mí!”. La mesa sirvió de nuevo para que Julio se echara sobre ella, apoyados los codos. Ofreció así el apetitoso culo, que Marcos trató con cariño. Comprobó la abertura, todavía ensalivada, y fue entrando poco a poco. Julio retenía la respiración acoplándose a la penetración. “¡Sí, sí, adelante!”, profirió enseguida para estimular a Marcos. Éste se movió para obtener placer y darlo. Placer que iba en aumento en ambos. “¡Cómo me estoy excitando!”. “¡Sigue, sigue hasta el final!”. Este final llegó entre resoplidos de Marcos y ablandamiento del cuerpo de Julio. “¿Quién iba a decir que llegaríamos a esto hace tres días?”, se preguntó Marcos. “¿Te arrepientes?”. “¡Para nada! Tenía que pasar”.

“¿Y tú qué?”, refiriéndose Marcos a que Julio no había llegado a correrse. “Me encantaría hacer una cosa…”. “¡A ver ese capricho!”, soltó Marcos que estaba pletórico de satisfacción. “Tú descansa ya, pero siéntale como estuvimos la otra noche”. “Pero si estábamos vestidos…”. “Ahí está la gracia… Si entonces me pusiste a cien, imagínate ahora”. “Así que te la vas a cascar mirándome…”. “Me apetece mucho… Si ya lo hice alguna vez solo pensándolo, ahora te tengo bien real”. “¡Vaya, vaya! Así que, mientras hablábamos de cosas serías, ya me desnudabas con la mirada”. “¿Acaso tú no lo hacías conmigo?” Marcos rio y Julio aprovechó para persuadirlo. “Mira cómo estoy ya”, y le señaló la polla bien cargada.

Marcos tomó asiento y recordó la pose en que había tratado de encandilar a Julio. Así que se despatarró bien estirado e, incluso, cruzó las manos detrás de la nuca, con la vista puesta en Julio. “¡Qué buenísimo estás!”, exclamó éste, mientras se masturbaba a conciencia. “¡Va para ti!”, brindo. Y de su gorda polla fueron saliendo borbotones de semen. “¡Uf, qué a gusto me he quedado”. Marcos replicó: “Pero otra vez, eso no se va a desperdiciar”. “¿Habrá otra vez?”. “¿Tú qué crees?”.

Hombres responsables como eran ellos, todo siguió funcionando en la empresa como de costumbre. Incluso hacían las periódicas reuniones nocturnas, que se desarrollaban con total seriedad, solo que con alguna que otra manifestación de afecto. Pero, de vez en cuando, en una de ellas se dedicaban exclusivamente a expansionarse. No eran sesiones maratonianas, pero fueron experimentando y alternando los diversos placeres sexuales. Así, Julio se follaba también a Marcos y ambos saboreaban las leches respectivas.