viernes, 18 de diciembre de 2015

Breves historias del metro


Hay situaciones inesperadas en que te puedes encontrar con que un hombre las aprovecha para regodearse en una provocación sin más consecuencias, por el puro placer exhibicionista o el envío de un mensaje de complicidad erótica. Como estos dos casos ocurridos en el metro.

Hora punta

Así, en una ocasión, Iba en un tedioso viaje de metro. Había pocos pasajeros y yo iba sentado en el extremo de una fila lateral. Me quedé medio adormilado, hasta que el vagón fue llenándose de gente. Delante de mí se situó un hombre grandote y casi sesentón. Sus brazos se veían robustos y peludos en la camisa de manga corta y además, al sujetarse a la barra superior con uno de ellos levantado, la camisa subía descubriendo el ombligo sombreado de vello. El paquete le quedaba justo a mi alcance y tuve unas ganas tremendas de echarle mano. El hombre miró hacia abajo y sonrió ante la expresión de mi cara. Con los achuchones que iba dando la gente al tratar de buscar encaje, llegó casi a meter las piernas entre mis rodillas, con lo que el paquete se me aproximaba cada vez más. No debía llevar un eslip ajustado porque el bulto, cargado hacia un lado, parecía bastante suelto. El brazo libre osciló para llevar la mano al paquete, que tocó de forma que marcara el contorno de la polla. Era evidente que se le estaba poniendo dura y, en mi impotencia ante la provocación, se me llenaba la boca de saliva. Como en la posición esquinada en que estábamos nadie más que yo podía ver su manipulación, el hombre se lo pasaba en grande luciendo la gordura de su polla. Hasta apareció una manchita húmeda en el pantalón. Cuando se dio por satisfecho, se la soltó, volvió a dedicarme una sonrisa sarcástica y se abrió paso en dirección a la puerta. En la siguiente parada desapareció de mi vista.
El turista provocador

Otra vez en el metro, eran asientos enfrentados dos y dos. Ocupé uno y, a la siguiente parada, subió una pareja con toda la pinta de turistas. Tanto ella como él eran bastante gruesos y se sentaron frente a mí. El hombre, que tenía justo delante, estaba impresionante. Cincuentón, con una camiseta que marcaba las tetas sobre la oronda barriga y bastante velludo de brazos y piernas. Llevaba un pantalón corto cuyas perneras se la habían subido casi hasta las ingles y mostraba unos muslos gruesos que atrajeron enseguida mi mirada. Desde luego se dio cuenta, porque también me miró y, para mi sorpresa, me dirigió una simpática sonrisa. La mujer entretanto iba enfrascada en descifrar un plano desplegado que casi la tapaba. El hombre cambió ligeramente de postura de forma que los muslos le quedaron más separados. Ahora se veía mejor el bulto del paquete que reposaba en el asiento. Sin dejar de mirarme sonriente llevó ahí una mano para acomodárselo. En ese momento la mujer le comentó algo del plano y él se giró levemente hacia ella para verlo. Aprovechó entonces para estirar un poco una pierna y meter un dedo por el borde del pantalón. Hacía como si se rascara en un gesto mecánico, pero a todas luces captaba yo que tocaba la polla y la impulsaba haca delante. Sacó el dedo y dejó a la mujer con sus cosas. Pero otra vez se ajustó el paquete y parecía que la tela estaba más tensa. El resto de trayecto combinó algún que otro toque a la entrepierna con un pautado abrir y cerrar de muslos, que se iba acariciando con delectación. Cuando por los altavoces avisaron de la próxima parada, la mujer le instó a prepararse para bajar. Ya de pie los dos, mientras ellas recogía las bolsas que llevaban, el hombre llegó a meter una pierna entre las mías. El perfil que hacía la bragueta no dejaba dudas de que estaba empalmado. Al salir de los asientos aún pasó suavemente una mano por mi hombro. ¿Me daba las gracias por mi atenta contemplación?
(La foto obviamente no es del metro, pero puede valer como ilustración…)

jueves, 10 de diciembre de 2015

La sauna del hotel


Me alojaba en un hotel y una tarde me apeteció ir a la piscina cubierta. Sobre el traje de baño me puse un albornoz y me dirigí a ella. Sin embargo un conserje me avisó: “Siento decirle que hemos tenido una avería en el calefactor y el agua estará todavía bastante fría”. Desde luego no me apetecía un chapuzón en esas condiciones, pues era pleno invierno. Pero ya que estaba, pregunté: “¿Funciona la sauna?”. “Eso sí. Sin problema”. Así que bordeé la piscina desierta y pensé que la sauna también lo estaría. Antes de entrar colgué el albornoz y sustituí el bañador por uno de los paños para la cintura que había en una repisa, como era lo habitual. Entré casi seguro de que no habría nadie, pero me llevé la sorpresa de que no era así. Y más que sorpresa, porque me encontré con un hombre completamente desnudo que, de pie y de espaldas a la puerta, en ese momento bebía agua de un botellín. Era uno de esos cincuentones regordetes, ancho de espaldas y culo prieto, con una suave pilosidad. Pronuncié un tímido “Buenas tardes”. Él paró de beber y contestó sin mirarme con un casi inaudible “Buenas…”. Ya no siguió bebiendo y se entretuvo en enroscar el tapón del botellín.

El nivel inferior de los bancos de madera era más ancho que el superior, y yo subí al primero para sentarme en el segundo, de los que hacían ángulo con los que parecía ocupar el hombre. Conservé el paño a la cintura. Sin fijarse en mí, había dejado la botella y ahora extendía el paño sin usar a lo largo del banco inferior. Con toda tranquilidad se tumbó bocarriba orientado hacia el ángulo. Y aún más, dobló la rodilla que daba a la parte interior y estiró los brazos por encima de su cabeza. Su delantera tan libremente exhibida no desmerecía en absoluto de la trasera. Con más vello, que se espesaba en el pubis, su desinhibida postura hacía que los huevos y la polla, muy bien colmados, se volcaran sobre el muslo de la pierna extendida. Tanto descaro empezó a enervarme y, como el parecía tener los ojos cerrados, los repasé a conciencia con la vista. Embelesado estaba cuando oí que decía. “No está muy fuerte hoy ¿verdad?”. Eso, aunque su piel brillaba por el sudor. Contesté lo más sereno que pude. “Como ha estado averiado el calefactor de la piscina, tal vez haya afectado también a la sauna”. Le vio el lado positivo. “Bueno, así se resiste más tiempo”. Esta toma de contacto me animó a abrirme el paño y dejarlo extendido hacia los lados, por si se decidía a mirarme. Se me ocurrió añadir. “Pensé que no habría nadie aquí”. Su comentario me sonó algo sugerente. “Ya no vendrá nadie más a esta hora. Estarán cenando… Mejor, más tranquilos ¿no?”. “Desde luego”, dije sin atreverme a ahondar en las sugerencias. Pero, como si esta expresión mía tan intrascendente fuera una incitación a la voluptuosidad, bajó un brazo y lo llevó directamente a la polla. La tocaba con suavidad como en un gesto inconsciente. Pero pronto empezó a sobarla y levantarla de forma ya inequívoca. “Este calorcillo…”, dejó caer con voz tenue. “Sí, relaja mucho”, dije yo. La polla se le había ido endureciendo, convirtiéndose en una pieza aún más deseable. Por primera vez levantó la cabeza para mirarme y su vista fue a mi entrepierna que, como se me había ido animando, había tenido el cuidado de enfocarla hacia él. Pero volvió a echar para atrás la cabeza, sin dejar de manosearse la polla y, ahora también los huevos. Aproveché para cambiarme al asiento de abajo  y casi junto al ángulo. Fingió sin duda sorpresa ante mi movimiento. “¿Qué haces?”. “Aquí hay más calor”, contesté. Soltó una risita cínica y se movió de forma que la pierna que mantenía recta le resbalara fuera del asiento. La polla se veía aún más tiesa. Pero diciendo “Aún me voy a caer…”, se enderezó y se puso de pie.

Justo sobre el ángulo había un receptáculo con brasas incandescentes y, a su lado, un cubo con agua y un cazo. Para alcanzar éste, se echó hacia delante, teniendo que rozar su pierna con la mía, y con la polla tiesa muy cerca de mi cara. Impasible sacó agua y la vertió poco a poco sobre las brasas, haciendo elevarse un vapor perfumado. Yo estaba ya acariciándole un muslo, pues no me atreví todavía a agarrarle por las buenas la polla. Pero su  sutil “¡Uuuum!” y que siguiera arrimado una vez soltado el cazo, me alentaron para acariciársela. Él repitió el “¡Uuuum!”, y añadió: “¿Te gusta?”. Contesté: “Me gustas todo tú”. Emitió otra risita y dijo algo que no me esperaba, al menos tan pronto. “Anda, súbete”. Me senté pues en el banco superior y echó mano a mi entrepierna. “Hay que animarte también”, dijo. Después de unas breves caricias a mi polla se la metió sin más en la boca. Chupaba de maravilla, pero hice que parara a tiempo porque no quería correrme todavía. Bajé del banco y me quedé de pie frente al él. “¿Me follas?”, preguntó de sopetón. Sin esperar respuesta, se acodó en el banco de arriba y removió insinuantemente el apetitoso culo. “¿Así, sin lubricar?”, previne. “Ya estoy sudado. Tú empuja y verás como entra… Me gusta sentirla apretada”. De modo que apunté la polla con una mano y presioné con fuerza”. La cerrazón fue cediendo y él exclamó: “¡Aaajjj, me gusta este dolor! ¡Métela toda!”. Esto me excitó más; me agarré a sus caderas y llegué a tope. “¡Qué gusto de polla! ¡Arrea fuerte!”. Empecé a darle enérgicas arremetidas y el frotar de mi polla en aquel interior caliente que la atrapaba me enervaba. “¡Así, así! ¡Me gusta!”, pregonaba él su placer. “¿Te viene ya? ¡La quiero toda dentro!”. Esta incitación agotaba mi capacidad de aguante y me corrí como si se me escapara el alma. Mi parón le llevó a decir: “¿Ya? ¡No te salgas todavía, que no se escurra nada!”. Me mantuve bien apretado hasta que mi polla decreciente fue resbalando al exterior. “¡Uf, qué follada! ¡Qué falta me hacía!”, declaró al incorporarse. “Yo también la he disfrutado” añadí.

Cuando vi que recogía su toalla, le pregunté: “¿No quieres correrte?”. “Prefiero no hacerlo”, y explicó con toda naturalidad, “Mi mujer estará arriba esperando que cumpla y, si me corro ahora, luego no se me levantará”. “Así que esto te ha servido para cargar pilas”, dije irónico. “No lo dudes… Seguiré sintiendo tu polla quemando en mi culo”. Sonrió y fue a ducharse.

jueves, 3 de diciembre de 2015

Accidente laboral


Tuve ocasión de observar, o mejor dicho espiar, una escena de lo más tórrida. La azotea de la finca colindante a la mía queda un piso por debajo de la ventana de mi estudio. Dos operarios estaban cubriéndola de tela asfáltica y, aunque no era un trabajo ruidoso, de vez en cuando los observaba discretamente. Uno era un tipo gordote de cuarenta y pico de años que usaba casco protector. El otro, ya rebasados los cincuenta, de cabello canoso y también bastante robusto. De pronto oí un cierto estruendo y me asomé a mirar. Al parecer el más joven había tropezado con un cubo y se tambaleaba quejándose de un calambre en la pierna. Su compañero lo sujetó y le ayudó a sentarse en el suelo. A continuación hizo que se tumbara y le colocó un rollo de tela para que reposara la cabeza. Pude captar que le decía algo de darle un masaje en la pierna. No habían llegado a percatarse de mi presencia en la ventana y adopté una posición en que pudiera mantenerme mirando sin ser visto. El lesionado se dejaba hacer con los dedos cruzados sobre el pecho y sin corregir que la camiseta le hubiera quedado algo subida, mostrado la redonda barriga entre el cinturón y más arriba del ombligo. El otro, arrodillado a su lado, le fue subiendo una pernera del pantalón hasta dejarla arrugada cerca de la ingle. La pierna maciza atrajo mi atención. Con una mano en el muslo y  otra en la pantorrilla, la flexionaba y estiraba, al tiempo que aplicaba un suave masaje. La cosa debía funcionar porque el tumbado empezó a sonreír plácidamente y a contestar a lo que su compañero, no menos sonriente, le iba diciendo. Sentí no llegar a oírlos, aunque las manipulaciones de los fuertes brazos sobre la pierna desnuda no dejaban de tener su morbo. Pero pronto la escena adquirió un cariz de lo más interesante. El masajista, con una mano en la rodilla de la pierna flexionada y otra deslizándose por el muslo, la desplazó, como quien no quiere la cosa, sobre el paquete del yacente. Éste dio un respingo y, con rostro serio, le apartó el brazo. La maniobra de ambos se repitió varias veces y cada vez el rechazo era más débil. Hasta que la mano se mantuvo toqueteando y el tumbado ya dejó estirados los brazos a los costados. A continuación el masajista, que no había soltado la rodilla, la arrimó a su propia entrepierna y se restregó. El lesionado entonces hizo el gesto de taparse los ojos bajándose el casco. Una forma de dar vía libre… El otro le puso la pierna estirada y ocupó las dos manos en soltarle el cinturón y bajar la cremallera de la bragueta. Hurgó y asomó una polla flácida, que manoseó haciéndole tomar cuerpo. A continuación se sacó él mismo la polla, que tenía ya tiesa, y, desplazándose un poco sobre las rodillas, cogió una mano de su compañero y la puso sobre ella. Agarrada con aparente desgana, se limitó a sujetarla mientras el masajista lo seguía trabajando. Le subió la camiseta por encima de las tetas regordetas y maniobró para bajarle los pantalones, lo que el otro facilitó levantando un poco el culo. Se le notaba excitado cuando tuvo a su disposición la entrepierna liberada. Primero volvió a frotar la polla, pero luego se puso a mamarla y lamer los huevos. Intentó que el otro también se la chupara y acercó la polla a la cara medio tapada por el casco, pero lo rechazó negando con la cabeza. El masajista no se arredró, sino que se bajó del todo los pantalones. Entonces el lesionado mostró, en su actitud equívoca, un comportamiento muy curioso. El masajista empezó a empujarle el cuerpo con la evidente intención de hacerlo poner bocabajo. El otro parecía oponerse a los intentos pero su peso muerto iba cediendo hasta llegar a quedar girado del todo. El casco le cayó ahora y apoyó la frente en el rollo de tela. El gordo culo lucía tentador y el masajista tiró todo lo que pudo de los pantalones enrollados. Él se bajó los suyos y la polla mostró su dureza. No tuvo ya impedimento para colocarse encima del lesionado, que se mantenía en total pasividad y solo tembló levemente cuando recibió la primera clavada. El masajista follaba con una gran concentración, subiendo y bajando el peludo culo rítmicamente. La descarga fue rápida y no tardó en apartarse, poniéndose de pie y subiéndose los pantalones. El recién follado se quedó unos instantes tal como estaba. Luego se levantó sobre las rodillas y, con cierta dificultad por la trabazón de los pantalones, se puso de pie y se los ajustó a la cintura. Hizo bajar la pernera enrollada y, cojeando levemente, se incorporó al trabajo que ya había reanudado su compañero. ¡Vaya con el gordo! Resultó ser de los que dicen: “A mí no me va este rollo, pero si te empeñas…”.


miércoles, 25 de noviembre de 2015

El pintor descocado

(Variación sobre uno de los primeros relatos)

Cuando decidí cambiar mi bañera por una amplia ducha, para las obras necesarias me habían recomendado unos paletas de buen precio, rapidez y limpieza. De paso quise aprovechar el inevitable trastorno para dar también un repaso de pintura al piso. Me dijeron que vendría un pintor que trabajaba con ellos. Los primeros eran dos tipos muy serios sin ningún atractivo físico. Siempre me lamentaba en mi interior de la mala suerte que tenía con los operarios que me venían a casa; ni siquiera me podía alegrar la vista. El día concertado llegaron ambos para iniciar el trabajo, pero poco después apareció un tercero, que me presentaron como el pintor. Y ahí dejé de quejarme del destino. Era un tipo gordote  de unos cincuenta y pico de años y aspecto rudo, aunque muy simpático y dicharachero, en contraste con sus compañeros. Yo me recluí en el despacho, que quedaría para el final, aunque daba paseos para supervisar el trabajo. Pero esas salidas se hicieron más frecuentes a partir del momento en que vi al pintor en acción. Como ropa de faena se había puesto una camiseta encogida por los lavados, que le marcaban las gruesas tetas, y un pantalón corto de chándal muy suelto. Los robustos brazos y piernas lucían bastante velludos. Pero lo más llamativo era que, cada vez que se agachaba, el pantalón se le bajaba y dejaba al aire media raja del culo, voluminoso y peludo. Y eso no una vez por casualidad, sino que parecía tenerlo por costumbre. Pocas veces rectificaba y cuando lo hacía tiraba para arriba del pantalón con tanta vehemencia que,  si lo veía de frente, le marcaba un buen paquete. Pero no se molestaba en ajustarlo a la cintura, por lo que volvía a bajar. Mi interés aumentaba cuando venía a hacerme alguna consulta y, mientras hablábamos, para secarse el sudor de la cara, usaba el borde inferior de la camiseta. No muy higiénico; pero mi mirada viajaba en esos segundos desde la raíz de la polla al pecho descubierto: vientre redondeado sobre la pelambre hirsuta y tetas salidas con pezones oscuros entre un vello recio y con algunas canas. La naturalidad con que lo hacía todo le daba aún más morbo. Al parecer sus colegas debían estar acostumbrados a su indumentaria, porque iban y venían sin prestarle la menor atención.

Cuando los tres acabaron la jornada, los del baño avisaron que al día siguiente no vendrían porque era conveniente que se secara el mosaico que habían instalado. Pero el pintor me aseguró que él sí continuaría. Cuando los vi marcharse con su ropa de calle, me quedé con las ganas de haber mirado cómo se cambiaba el pintor. Pero iba a tener compensación…. En efecto volvió con su sonriente expresividad y me dijo que iría haciendo y procuraría molestarme lo menos posible. No le contesté que de molestia nada por prudencia. El primer sofoco me vino cuando, para cambiarse de ropa, en lugar de irse al baño como los otros, dejó la bolsa en el pasillo y en un instante se quedó en pelotas. Lo veía de espaldas mientras se ponía el pantalón corto y, en lugar de la camiseta del día anterior, otra imperio no menos cutre. El reverso completo del hombre resultaba de lo más tentador. En los primeros movimientos el pantalón ya se bajó y, como esta camiseta era aún más corta, además del trozo de raja de siempre, por delante lucía desde el ombligo hasta los pelos del pubis. Buen comienzo para su trabajo en solitario.

Sin dejar de hacer sus cosas, se notaba que tenía ganas de charlar y yo le seguía la corriente impulsado por mi calentamiento. Me contó que tenía dos hijos y que le habría gustado seguir en el pueblo, pero en la ciudad había más trabajo. Subido a una escalera y poniendo las cintas protectoras del techo, la caída del pantalón llegó a límites alarmantes. El recurso de soltar una mano y dar un tirón para arriba tenía una breve eficacia. No pude reprimirme y le dije: “Quiere que le deje algo para sujetarse el pantalón… No vaya a enredársele y se caiga”. Él se rio y, como si no hubiera oído mi oferta, comentó: “Mis colegas se meten conmigo por eso… Pero, si pudiera, no me pondría nada, que es como más cómodo me siento… En mi casa siempre lo hago todo en cueros”. No podía desaprovechar la oportunidad, así que, con el tono de mayor indiferencia posible, dije: “Hoy sus colegas no están y, por mí, puede trabajar como se sienta más a gusto… No doy importancia a eso”. Reaccionó enseguida. “¡Vaya, gracias! Si es lo que yo digo: todos tenemos los mismo”. Bajaba de la escalera dispuesto a ponerse cómodo tal como él lo entendía y, para reforzar mi actitud, dije: “Si quiere lo dejo solo…”. Me interrumpió. “¡No, hombre, no! Que está usted en su casa”. En éstas ya se había quedado en cueros vivos y, para colmo añadió: “Además me gusta la compañía… Si no tiene nada mejor que hacer”. Me reí para aliviar lo nervioso que estaba. “Es usted de lo más divertido… En pelotas y pegando la hebra”. Le hizo gracia mi comentario y replicó volviendo a trepar por la escalera: “Gordo y feo pero ¿de qué hay que avergonzarse?”. El culazo peludo sobre los muslos recios casi me quedaba a la altura de la cara y para congraciarme mientras lo contemplaba dije: “Yo siempre voy a playas nudistas. Es donde mejor se está”. “Me costó trabajo convencer a mi mujer, pero ahora también vamos”. Se interrumpió y se giró hacia mí. Ahora lo que tenía cerca de la cara era un conjunto que no se lo saltaba un galgo. Unos huevos gordos enmarañados de pelos y un pollón ancho a medio descapullar. “Fíjese lo que le voy a contar… Una vez nos metimos mi mujer y yo entre unos pinos y me puse a follármela. En plena faena levante la cabeza y vi a un tío que nos estaba mirando. No le dije nada a ella y seguí tan pancho. El tío hasta se hizo una paja ¿Creerá que me puso más cachondo?”. “Esas cosas tienen su morbo”, dije con la boca pastosa de excitación. Pero quería aprovechar lo suelto de lengua del hombre y no me privé de comentarte: “Con eso que tiene usted ahí debe poner bastante contenta a su mujer…”. Se rio de nuevo. “¿Esto?”, y se tocó la polla. “Con el tiempo que llevamos ya de casados, todavía, si antes no me echo yo encima, me lo pide ella… Y de gatillazos, ni uno ¡oiga!”. “Si ya se le ve un hombre vigoroso…”, dije medio embobado. Estaba echado sobre la escalera y la polla le había quedado apoyada sobre un travesaño. “Es que a mí se me levanta enseguida… Nada más que me roce por aquí y se me dispara”. ¿Lo hará o no lo hará?, me pregunté. Pues lo hizo. “¡Fíjese! Sin manos ni nada”. Hizo un movimiento de vaivén y, en efecto, la polla fue desbordando el travesaño. “¿Ve?”. Se separó y se giró hacia mí. La polla, grande y dura, estaba en horizontal. Tuve que esforzarme para no echarle mano y limitarme exclamar: “¡Qué facilidad más envidiable!”. “Cada uno es como es”, filosofó, pero añadió: “Y lo que me dura…”.

Así siguió con lo suyo y yo con la boca produciendo saliva. Pero enseguida recuperó el tema… y ampliado. “Lo único que no consigo de mi mujer es que me la chupe. Para eso es antigua y dice que le darían arcadas con lo gorda que la tengo… Hasta una vez fui de putas solo para eso. Me tumbé con los ojos cerrados ¡y cómo me gustó!”. Se quedó parado unos instantes y añadió: “No sé si contarle otra cosa…”. Dije todo expectante: “A estas alturas no me voy a asustar”. Al fin se decidió. “No hace mucho en el pueblo me encontré con un amigo. Estuvimos bebiendo bastante por varios bares y nos metimos en un callejón para mear. De pronto me bajó los pantalones y, casi sin darme cuenta, se puso a chupármela ¡Mejor que la puta, oiga! …Y con la corrida que le eché en la boca, no me iba a quejar ¿no cree?”. “Una boca es una boca”, sentencié con un brote de esperanza. “Eso me dije yo…”, replicó tranquilizado porque yo no me hubiera escandalizado. Por ello remaché: “Si a él le gustó y a usted también ¿qué malo hay?”. Se quedó pensativo y, cosa rara en él, le costó preguntar: “¿A usted se lo han hecho?”. Estaba claro que se refería a hombres y fui sincero. “Sí… No hablo de oídas”, y me atreví a añadir: “Y lo he hecho”. Puso cara de asombro. “¡Vaya! ¿Quién lo iba a decir?”. “Tampoco lo iría a decir de su amigo y ya ve lo a gusto que lo dejó”, repliqué.

Temí que le fuera a resultar incómodo seguir con su desnudez ante mí. Pero se puso a pasar el rodillo por la pared con aire concentrado. Su silencio era muestra más bien de que la tentación lo estaba rondando. “No se lo habrá hecho a un tipo como yo…”, reflexionó en voz alta. Medité la respuesta. “No me ha parecido que le acompleje su cuerpo…”. “¡Eso no!”, reaccionó. Y hasta hizo una broma que me sorprendió. “Además tengo mucho para chupar”. “Lo mismo pienso yo”, dije en el mismo tono. Su erección, que durante la última parte de la conversación se había atenuado, se reafirmaba con toda evidencia. “¡Uf, cómo me estoy poniendo otra vez!”, casi se disculpó. “Ya se ve lo que le está pidiendo el cuerpo…”, dije persuasivo. “¿Usted me la quiere chupar?”, preguntó dubitativo. “¿Lo tengo que decir más claro?”. Había subido un par de travesaños de la escalera y fue dándose la vuelta para quedar apoyado con los talones y echado hacia atrás. La polla estaba tiesa y palpitante, y él miraba hacia arriba. De buena gana, antes de proceder a lo que me ofrecía, me habría lanzado a sobarlo y chupetearlo por todo el cuerpo. Pero temí que esto le resultara demasiado extraño y solo esperara el contacto de mi boca. Sí que manoseé primero la polla, que latía húmeda en mi mano. Notaba su exuberante humanidad en tensión y, cuando rocé con la lengua el capullo que asomaba casi entero para rebañar el traslúcido jugo que emanaba, se estremeció emitiendo un sordo silbido. Fui metiendo la polla en mi boca poco a poco, al tiempo que la descapullaba por completo. Me llegó al fondo del paladar y succioné con fuerza. Ahora se relajó con la respiración agitada. Ya chupé a conciencia, variando la cadencia y jugando con la lengua. “¡Oh, qué gusto!”, “¡Esto es la gloria!”, “¡Jo, qué boca!”, iba exclamando. Se agarró con fuerza a la escalera y avisó: “¡Hará que me corra!”. Como no alteré mi ritmo, al poco declaró: “¡Pues ahí va!”. No paraba de soltar una leche espesa que me llenaba la boca y a duras penas lograba tragar.

Luego se deslizó de la escalera con una respiración agitada que inflaba su barriga. “¡Qué gusto me ha dado, oiga!”, me agradeció. “Yo también he disfrutado”, afirmé. “Si usted lo dice…”. Pero luego reflexionó. “Lo habrá puesto cachondo ¿no?”. “¡No sabe cómo!”, reconocí. Se mostró comprensivo. “Yo eso no… Pero si quiere le puedo hacer una paja, como hacíamos en el pueblo de chicos”. “¿Lo haría?”, pregunté. “¡Sí, hombre, sí! No soy un desagradecido… ¡Bájese los pantalones!”. Lo hice, algo confundido por el escaso contenido erótico de su ofrecimiento. Al verme comentó: “¡Vaya chirimbolo que se le ha plantado!”. Se puso a mi lado y, sin mirar, alargó un brazo y cerró el puño en torno a la polla. “Le doy ¿eh?”. Tenía la mano muy caliente y frotó mecánicamente. No era muy mañoso, pero no se le podía pedir más. La imagen reciente de su entrega en la escalera puso el resto y no tardé en correrme. “¡Gracias!”, me salió del alma. “¡De nada, hombre! ¿Qué menos?”, dijo limpiándose la mano con un trapo. “Pero esto que quede entre nosotros ¿eh?”, añadió un tanto innecesariamente.

Los días restantes no volvió a quedarse solo. Siguió con su descaro habitual, ante la indiferencia de sus colegas. Pero yo me la meneaba recordándolo con deleite en cuanto se marchaban.