miércoles, 24 de febrero de 2016

El acoso (Primera parte)


El señor Onofre, que era como todo el mundo le conocía, dueño de un restaurante mediano, pero que gozaba de cierta fama, se había quedado sin maître o jefe de camareros. El que desempeñaba esa función, tras algunas desavenencias que no vienen al caso, se había despedido con una buena indemnización. Onofre era un hombre en mitad de la cincuentena, grueso y hosco en el trato, salvo con su cuidada clientela. Siempre había vivido pendiente de su restaurant, aunque hubiera dejado hacía tiempo de atender personalmente la cocina. Nada escapaba a su supervisión y control, y era muy estricto con el personal a su servicio.

A la hora de contratar un nuevo maître, Onofre acudió a una agencia especializada. Su idea era que se tratara de un hombre no mucho más joven que él y que le diera prestancia al cargo. Por supuesto, aparte de experiencia y buenas referencias. No había muchos candidatos con esas características y Onofre solo pudo escoger entre dos o tres. Se entrevistó con ellos y hubo uno que le pareció el más adecuado. En su fuero interno habría debido reconocer que, además de corresponder al perfil deseado, una cierta atracción por aquel hombre fornido, de poco más de cincuenta años y muy buena presencia, había influido en inclinar la balanza a su favor. Pero Onofre se guiaba por su intuición y rápidamente aparcó este aspecto en su subconsciente.

El elegido fue Gregorio, que había trabajado durante años en un hotel de categoría, pero que, al haber pasado éste a manos de otra propiedad, que impuso una renovación completa, se quedó sin su empleo. Abocado al paro y con muy pocas perspectivas de salir de él a su edad, se hallaba en una situación angustiosa. Su anterior buena situación económica, ahora truncada, le había llevado a contraer deudas, como una hipoteca y préstamos para los estudios de sus hijos, a las que apenas podía hacer frente. De ahí que la oferta de Onofre llegó para él como caída del cielo.

Acordaron un contrato temporal a prueba, que podía convertirse en indefinido si todo resultaba como ambos esperaban. La retribución era buena y Gregorio confiaba en que, con ella, podría ir arreglando sus problemas. Por su parte Onofre deseaba que el funcionamiento del restaurant se normalizara, con los camareros debidamente coordinados. Por ello la incorporación de Gregorio sería inmediata, una vez puesto al día de sus funciones y, aunque asunto menor pero también importante, contara con la ropa adecuada a su talla. En este último proceso hubo que comprobar si alguno de los smokings de sus antecesores, bien conservados y pasados por la tintorería, se adaptaba al cuerpo de Gregorio. Onofre lo acompañó al vestuario del personal y el ambiente de intimidad en que aquél se iba probando las chaquetas, le provocó un punto de desasosiego, pues el robusto torso de Gregorio, moldeado por la blanca camisa, atraía irrefrenablemente su mirada. Una de las chaquetas pareció quedarle bastante bien y Gregorio señaló: “Debería probarme también los pantalones”. Daba por supuesto que, para ello, Onofre tendría la discreción de dejarlo solo. Pero éste se mostró remolón, limitándose a decir: “Sí, a ver qué tal”. No dejó de chocarle a Gregorio haber de quedarse en calzoncillos ante su jefe, pero no le dio mayor importancia. Sin embargo a Onofre se le aceleró el pulso con la visión de sus recias piernas. Los pantalones finalmente resultaron aceptables y Gregorio volvió a quitárselos para vestirse de nuevo con su ropa. Onofre no perdió tampoco la ocasión de recrear la vista. “Ha habido suerte y así podrá empezar mañana mismo”, dijo satisfecho.

Gregorio se volcó en desempeñar el trabajo con entusiasmo y profesionalidad. Le interesaba sobre todo que cuanto antes se consolidara su empleo. Se sentía, no obstante, observado constantemente por Onofre, aunque lo atribuía al celo y la minuciosidad con que llevaba todo lo relacionado con el funcionamiento del restaurant y a que, por ello, le interesaba calibrar su valía. Todo ello era cierto en lo que respectaba a Onofre, pero en la mente de éste también se iba asentando un sentimiento que estaba más allá de lo laboral. Gregorio le resultaba cada vez más atractivo y un deseo carnal hacia él le punzaba insistentemente. Este impulso y su despótica concepción de ‘el que paga manda’ lo iba a llevar a desplegar todo un acoso, gradual pero persistente, en torno a la persona de Gregorio.

Onofre vivía en un piso encima del restaurant y pasaba el día en éste desde primera hora de la mañana. Aparte del personal de cocina, Gregorio llegaba siempre bastante antes que los demás camareros para planificar las reservas y la distribución de mesas. Onofre no perdía la oportunidad de dejarse caer por el vestuario y entretenerse en comentar algunas cuestiones mientras Gregorio se cambiaba de ropa. Éste, que al principio lo encontraba algo embarazoso, se llegó a acostumbrar a mostrarse en paños menores en presencia de Onofre, aunque no le quitara ojo de encima cada vez con mayor descaro. En cualquier caso no iba a hacer una cuestión de eso. Y Onofre se conformaba de momento con esta intrusión en la intimidad de Gregorio.

En una de estas ocasiones, A Onofre se le ocurrió preguntar: “¿Usted cuida adecuadamente su higiene? Ya sabe que, en un sitio como éste, es algo fundamental”. A Gregorio le cogió por sorpresa y se sintió molesto porque se pusiera en duda su pulcritud. Pero contestó con calma: “Vengo recién duchado de casa, como supongo que hace todo el personal”. Aún más sorprendente fue la insistencia de Onofre. “Me quedaría más tranquilo si lo hiciera aquí antes de ponerse el smoking… Para eso tenemos duchas”. Desde luego era algo que a Gregorio le constaba que no se exigía a los otros camareros. Sin embargo, tampoco en este caso su todavía precaria situación laboral le permitía elevar una protesta. Por lo que se contuvo y se plegó al a todas luces despropósito. “Si lo cree necesario…”. “Vaya, vaya”, lo instó Onofre, quien por ahora se conformó con sentar el caprichoso precedente.

Así, durante varios días, Onofre se limitó a comprobar que Gregorio, una vez en ropa interior, se avenía a seguir la costumbre impuesta. Pero no tardó mucho en poner en práctica lo que era el verdadero objetivo de su ofensiva y arbitraria regla. Aprovechando que había surgido un problema de proveedores y, como Gregorio tuviera prisa en estar a punto para el servicio, Onofre, con la excusa de dejar aclarada cuanto antes la cuestión, que por lo demás no parecía ser tan urgente, lo siguió a donde se hallaban las duchas. Una vez entraron los dos, Gregorio, en calzoncillos y camiseta, se detuvo algo más que extrañado y avisó: “Me tendría que duchar ¿No es eso lo que quiere?”. Onofre lo miró como si el sorprendido fuera él. “No se irá a andar con puñetas… Estamos entre hombres”. Gregorio desechó lo que tenía en la punta de la lengua –“Por eso mismo no debería mirarme tanto”– y, una vez más, se resignó a no enfrentarse a su jefe. No es que fuera especialmente pudoroso, pero la intencionalidad cada vez más evidente de las imposiciones de Onofre le producía una gran desazón. Se desnudó pues ante él y fue enseguida a ponerse bajo la ducha. Pero Onofre, insensible a su incomodidad, se asomaba manteniendo una cháchara innecesaria y repetitiva. Con ella, en realidad, pretendía enmascarar su excitación mientras miraba aquel cuerpo robusto y viril en completa desnudez.

A partir de este momento quedaron clarificadas las posiciones de ambos. Onofre, cada vez más poseído por su deseo y envalentonado por el dominio al que parecía plegarse su subordinado, no iba a frenar en sus actos de acoso. Por su parte Gregorio, al que ya pocas dudas le cabían sobre las pretensiones de su jefe, se debatía entre el impulso de pararle los pies y la necesidad de consolidar el puesto de trabajo que, dada la forma de ser tan despótica de aquél, podía poner en peligro. Por ello procuraba infundirse calma y decirse, no sin cierta desconfianza: “Mientras solo se trate de mirar…”.

Ya más de una vez Onofre había repetido el seguimiento a las duchas, sin apenas molestarse en buscarse una excusa. Contemplaba lascivo la figura bajo el agua de Gregorio, que intentaba evadirse rehuyendo su mirada. Pero de pronto Onofre dio un paso más en su actitud. Apenas aquél había cerrado el grifo, cogió una toalla y se fue hacia él. “¡Deje que le seque!”, dijo con tono imperioso. Gregorio comprendió al instante que ya Onofre no se iba a conformar con verlo desnudo e instintivamente le arrebató la toalla. “¡Gracias! Puedo hacerlo yo”. Onofre, soberbio, no se esperaba tal rechazo y, pasando a tutearlo, cosa que nunca había hecho antes, le soltó: “Si no eres tonto, te habrás dado cuenta del interés que tengo por ti. Desde luego, provocarme sí que sabes”. Tanto cinismo dejó sin palabras a Gregorio y Onofre lo aprovechó para irse todo airado.

Gregorio acabó su aseo y se vistió sumido en una gran confusión. Hasta pensó si debía buscar a Onofre para disculparse. Pero ¿y si éste lo tomaba como que estuviera jugando con él? Estaba así cayendo en la paradoja del acosado que se siente culpable y trata de buscar una ilusoria paz. Onofre, por su parte, se lo quería poner difícil y todo el día mantuvo una actitud huidiza. A la mañana siguiente, no lo acompañó al vestuario, pero le dijo: “Cuando esté listo, quiero hablar con usted”. Gregorio se desnudó y duchó en soledad, temeroso de las consecuencias de su rechazo. Sabía además que Onofre siempre se cuidaba de que nunca hubiera testigos de sus inapropiadas confianzas y, ante los demás, mantenía con él un comportamiento que llegaba ser distante. Si las cosas venían mal dadas, siempre sería la palabra de aquél frente a la suya.

Onofre adoptó una actitud solemne. “Siento que unas muestras de confianza mías hacia usted hayan dado lugar a un malentendido entre nosotros”. Estas formas tan educadas cogieron a Gregorio con el pie cambado y le forzaron a ser él quien se disculpara. “Reconozco que tuve una reacción desmedida y es natural que usted se mostrara ofendido”. Onofre se sintió en su terreno y entró en la vía de los sentimientos. “Ha de comprender que soy un hombre muy solitario en el fondo y tal vez me apego en exceso si una persona me cae bien… como es su caso”. Nuevo giro desconcertante para Gregorio, que trató de corresponderle. “No sabe cómo le agradezco ese afecto y quisiera ser digno de él. Tal vez los problemas en que he estado sumido me han vuelto desconfiado… Cuando precisamente voy a poder salir de ellos gracias a usted”. Onofre ahora no hiló tan fino. “No crea que no soy consciente de ello. Pero también por eso agradecería una mayor entrega por su parte”, dejó caer con deliberada ambigüedad. Y qué podía hacer Gregorio sino utilizar una frase hecha para estas ocasiones. “Por supuesto que puede contar conmigo para lo que necesite”. Verdaderamente no tenía muy claro a qué se estaba ofreciendo. Pero Onofre no dejó de tomar nota. “Eso espero”.

Gregorio casi agradeció que Onofre retomara la costumbre de acompañarlo al vestuario. Ya consideraba un mal menor sus descaradas miradas y esperaba que siguiera limitándose a ellas después del incidente de la toalla. Incluso se mantuvo en esa esperanza cuando Onofre se le volvió a colar en las duchas. Pero éste iba a cambiar de táctica para dedicarse a las alusiones más o menos directas, en las que volvió a introducir el tuteo para un mayor acercamiento. Resignado Gregorio a mostrar su desnudez completa bajo la ducha, Onofre comentó: “Tienes un cuerpo magnífico y muy bien conservado para tu edad”, Gregorio hizo como si no lo hubiera oído por el ruido del agua. “Ya me he fijado en las miradas que atraes cuando circulas por el comedor… de mujeres y de hombres”. Nuevo silencio de Gregorio y mayor insidia de Onofre. “Me pregunto si aún te satisfarás con tu mujer”. Esta referencia tan íntima no pudo menos que provocar una detención momentánea en las abluciones de Gregorio. Onofre entonces reculó tácticamente: “Perdona… Solo pensaba en voz alta”. Cuando Gregorio fue a salir de la ducha, Onofre cogió la toalla, pero solo se la alargó con el brazo estirado, como dando a entender: “¿Ves cómo sé contenerme?”.

Estaba claro, y también para Gregorio, que Onofre iba consiguiendo minar su moral a base de arrancarle pequeñas concesiones. Resultó patente al día siguiente en el ritual de la  ducha. Onofre ya no hizo comentarios y se limitó a mirarlo con avidez. Pero esta vez su maniobra con la toalla consistió en abrirla para acoger el cuerpo mojado. Con sonrisa cínica le pidió: “Acepta una muestra de afecto”. Gregorio se sintió desarmado y se dejó envolver y frotar el torso. Solo cuando Onofre iba a pasar más abajo, le quitó suavemente la toalla y continuó él. “¡Desconfiado!”, protestó irónico aquél.

Pero a Onofre ya no le bastaban las migajas que iba obteniendo para colmar su posesivo deseo. Así que, volviendo al trato formal, le dijo a Gregorio: “Esta noche me gustaría que habláramos sobre su situación en el restaurant… He pensado que, cuando cerremos, podríamos subir a tomar una copa en mi piso. Así descansamos de este ambiente… Espero que no tenga inconveniente”. Gregorio, una vez más, se encontró entre la espada y la pared, consciente de lo comprometido del encuentro, en cuya propuesta Onofre había mezclado arteramente la búsqueda de mayor intimidad con su situación laboral. Solo pudo responder: “Le agradezco la confianza, señor Onofre”.

Onofre estuvo pendiente de los últimos movimientos de Gregorio para la clausura del local y, cuando éste le sugirió que, antes de subir, dejaría colgado el smoking y se pondría su ropa, lo apremió: “¡No perdamos el tiempo! Coja la ropa y ya se cambiará arriba”. Onofre lo tenía todo previsto. Nada más entrar en el piso los acogió una bocanada de aire cálido. “¡Uf!”, exclamó Onofre, “Ha quedado puesta todo el día la calefacción y esto es un horno". Fue la excusa perfecta para añadir: “Como usted de todos modos iba a quitarse el smoking, aproveche y póngase más fresco”. Ante la expresión intranquila de Gregorio, dijo burlón: “No será la primera vez que charlamos en paños menores ¿verdad? Además, ahora lo voy a hacer yo también”. Con lo que pretendió dar por zanjada la cuestión. Predicó con el ejemplo y enseguida se quedó en calzoncillos tipo eslip y camiseta imperio. A Gregorio le sobrecogió la visión del cuerpo de una gordura algo fofa y escaso vello, que desbordaba las escuetas prendas. Pero a él no le cupo más que imitarlo, aunque ya estaba acostumbrado a mostrársele de ese modo. “¿A que estamos mejor los dos así?”, preguntó Onofre con tono pícaro. Como había un carrito con botellas de licor y vasos, le vino bien a Gregorio cambiar de tema. “¿Le parece que sirva lo que a usted le apetezca?”. “¡Lo que nos apetezca a los dos!”, lo corrigió Onofre, “Seguro que al whisky de esa botella no le haces ascos”. Mientras Gregorio servía, aprovechó para comentar: “Te habrás dado cuenta de que, cuando estamos en la intimidad, me sale hablarte de tú… Me gustaría que hicieras lo mismo conmigo”. Gregorio replicó: “No sé si me saldrá”. “¡Joder!”, reaccionó Onofre, “¿También eso te cuesta… como otras cosas?”. Gregorio captó la puya. Onofre hizo que se sentara en un sofá a su lado. Con un vaso en la mano y rozando como al descuido una pierna con el velludo muslo de Gregorio, habló con un tono afable. “En primer lugar quería decirte que estoy muy satisfecho con tu trabajo como maître. Enseguida has tomado las riendas del comedor y sabes mantener la categoría que nos caracteriza. Hasta le das prestancia con tu buen aspecto… Aunque eso ya lo sabes”. Se interrumpió para darle una palmadita en el brazo. Cambió a un tono más severo. “También sabes que tu contrato es provisional y a prueba, y que necesitas consolidarlo de forma más estable ¿No es así?”. Gregorio asintió con el corazón en un puño por lo que pudiera seguir, y que con seguridad Onofre no le iba a ahorrar. “Sin embargo, hay aspectos personales que también he de tener en cuenta. Y ahí surge el problema…”. Gregorio quiso intervenir. “Por mi parte…”. Pero Onofre lo cortó. “Yo no te oculto que me resultas muy atractivo y tú estás siempre a la defensiva. Eso para mí está siendo molesto y hasta humillante, lo que me hace dudar en la conveniencia de tu continuidad”. Gregorio sudaba. “Es que hay cosas que no pueden ser…”. “¿Ves? A eso me refiero, a la barrera que levantas frente a mí, como si te repeliera”, insistió Onofre. Gregorio protestó: “¡En absoluto! Si le estoy muy agradecido y haría cualquier cosa por usted. Pero…”. “¡Siempre hay un pero! Ni siquiera aceptas la confianza que te doy de tutearme”, iba enredándolo Onofre. “¡Perdona! Si has visto que no me ha importado desnudarme ante ti…”, fue aflojando Gregorio. “Y si me acerco reaccionas como un puercoespín…”, ironizó Onofre. “¿Qué más quieres? Son cosas que no me van”, reiteró Gregorio con voz trémula. “Si falta buena voluntad… A veces pienso en lo de muerto el perro se acabó la rabia”, sonó amenazante Onofre. “¿Qué quieres decir?”, se espantó Gregorio. “Si me haces sentir incómodo…”, remachó Onofre. “Eso que insinúas es injusto… Yo trabajo bien y lo necesito”, suplicó Gregorio. “Al que algo quiere, algo le cuesta”, volvió Onofre al refranero. Gregorio estaba desalentado al máximo hasta el punto de ofrecer: “Si quieres, me desnudo aquí ahora…”. Onofre simuló desinterés. “¿Para sentirte incómodo…?”. “¡No, no! ¡Mira!”. Gregorio se puso de pie y tembloroso se despojó de camiseta y calzoncillos. Onofre, aunque tener allí mismo, y no ya con el subterfugio de la ducha, aquel cuerpo robusto y velludo, con un apetitoso sexo, lo excitaba tremendamente, quiso disimularlo mostrándose distante. “No es mucha novedad…”. Pese a ello, el latigazo del deseo lo dominó y le hizo exclamar: “Al menos deja que me desahogue”. Con un movimiento brusco, levantó un poco el culo y se echó abajo el eslip. Su polla rechoncha apareció mojada entre sus gruesos muslos y empezó a masturbarse ante el inerte cuerpo de Gregorio, que optó por desviar la vista al vacío. Resoplidos seguidos de una respiración agitada le indicaron que Onofre se había corrido. Una vez desfogado, y en cierta manera con su orgullo herido, decidió que por ahora ya había tenido bastante y le dijo sin ocultar su sinsabor final: “Será mejor que te vistas y te vayas a tu casa”. Gregorio no supo qué decir e hizo todo eso en silencio, con el corazón en un puño.

Gregorio llegó a su casa de madrugada, mucho más tarde de lo habitual. Su mujer, a la que no había sido infiel en sus largos años de matrimonio, dormía. Pero estaba tan alterado e inquieto que la despertó. Ella se asustó al verlo en ese estado y Gregorio se derrumbó y decidió contarle la encrucijada en que se encontraba. No le ahorró las secuencias más escabrosas y a lo que se exponía si le hacía frente a Onofre. “Si pierdo este trabajo ya no podré evitar la ruina para todos nosotros”, declaró lloroso. La mujer quiso consolarlo y al fin le dijo: “Si te sientes con fuerzas para hacerlo, no te juzgaré si cedes a las pretensiones de ese hombre. Sé que de lo contrario nunca te perdonarás tu fracaso y será fatal para todos. Al fin y al cabo no actuarás por vicio sino para el bien de tu familia”. Tras este pragmático consejo, Gregorio comprendió que debía hacer de tripas corazón y cambiar su actitud hacia Onofre.

(Continuará)

miércoles, 10 de febrero de 2016

El eslip


Estaba pasando yo solo unos días del verano en un hotel. A media tarde, con horas de luz por delante, vi la piscina tan solitaria que me apeteció ocupar una tumbona con un buen libro. Cuando estaba disfrutando de la tranquilidad, irrumpieron de pronto tres niños de distintas edades con intención de jugar en la piscina. Para colmo no se les ocurrió más que venirse cerca de donde estaba yo. Empezaba a lamentarme del contratiempo, que me iba a obligar a abandonar el lugar, cuando apareció tras ellos el que debía ser su padre. Aunque venía diciendo “Niños, no molestéis”, ya se sabe que ese es un mantra paterno nunca atendido. Pero la mirada hostil que estaba a punto de dirigirle se trocó en una sonrisa de simpatía. Y es que el padre era un tipo que me dejó pasmado. Casi cincuentón, lucía un cuerpo grandote, grueso pero nada fofo y muy bien contorneado en pecho y barriga, con una pilosidad ni escasa ni excesiva. Para colmo llevaba un eslip con motivos geométricos de fuertes colores, de una pequeñez sobrecogedora para su talla. Por delante apenas recogía el abultamiento de la entrepierna, desbordado por el prominente vientre y enmarcado por los robustos y velludos muslos. Por detrás, el final de la rabadilla aún dejaba fuera el oscurecido comienzo de la raja y la elasticidad del tejido tenía tendencia a atraer los bordes hacia el centro, descubriendo parte de los glúteos. Él acogió mi sonrisa como una muestra de que en absoluto me molestaban los juegos infantiles y se unió a éstos con dedicación.

 Me vino bien dar esa impresión ya que pude dejar el libro abierto sobre mi barriga y hacer ver que me distraía con el espectáculo en general, aunque desde luego era el del padre el que absorbía toda mi atención. Porque en movimiento estaba resultando aún más seductor. Tras equipar a los niños con flotadores, todos se lanzaron al agua y el padre jugó como uno más. También usaban una pelota y un mal lanzamiento la sacó fuera de la piscina, delante de donde estaba yo. El padre se alzó a pulso sobre el borde y salió para cogerla. Con el esfuerzo el eslip, que en seco se veía tan ajustado, al mojarse parecía que se hubiera distendido y desencajado. Más bajo aún por delante, le quedaba fuera el vello púbico y hasta la raíz de la polla, y por un lado asomaba parte de un huevo. El caso es que el hombre no hizo el menor gesto de ajustárselo al ir a por la pelota. La devolvió al agua y se acuclilló al borde para dar instrucciones. En esa postura el eslip se le bajaba escandalosamente hasta más de medio culo, con la sombreada raja al aire. El juego al que se entregaron ahora iba a mantener al padre en el exterior, recogiendo la pelota que le lanzaban los niños y devolviéndosela. La actividad de saltos, agachadas, giros y contorsiones llego a ponerme a cien. Porque si contemplar aquel cuerpazo en acción era una gozada, la inestabilidad del eslip le añadía más morbo. Hasta tal punto llegaba su exhibición que me hizo dudar entre si se había olvidado por completo de mi presencia o si me la estaba dedicando intencionadamente. Una de las veces la pelota cayó al pie de mi tumbona. El padre se acercó con parsimonia y, ahora sí, aprovechó para reajustarse el eslip, pero de una forma que supuso un desajuste previo. Estiró del borde y lo llevó hacia abajo, destapando el paquete casi entero, para subirlo a continuación y dejarlo más o menos colocado. Esto lo hizo mirándome sonriente, como si me lo brindara. Recogió la pelota y prosiguieron los juegos, con sus meneos seductores y el eslip volviendo a hacer de las suyas.

Dio orden de retirada y consiguió que los niños salieran de la piscina. Secándose con las toallas marcharon hacia el hotel, aunque el padre se rezagó. Buscó un ángulo que lo ocultaba del edificio, pero no de mí. Se bajó el eslip y se lo sacó por los pies. Se desplazó para alcanzar una toalla dejada en una tumbona cercana a la mía y se secó ligeramente. Se ciñó la toalla a la cintura y marchó tras los niños. En este espléndido desnudo integral no me miró ni una sola vez, pero al irse levantó una mano como saludo, que yo correspondí.

Me quedé un rato aplatanado en la tumbona recapitulando lo que había presenciado. Cuando decidí marcharme y me levanté, me di cuenta de que el eslip le había quedado en el suelo. Lo recogí con una cierta pulsión fetichista y lo mantuve en las manos pensando en lo que hacía poco había contenido. Como no aparecía nadie, lo mejor que podía hacer era llevármelo y tratar de devolverlo. El acceso a la piscina estaba alejado de la entrada principal, así que atravesé la planta baja para llegar a la recepción. Pregunté si podían decirme cómo localizar a un señor con tres niños, pero el recepcionista, un tanto impertinente, me dijo: “Lo siento, señor. Pero si no me da más detalles… En este hotel tan grande y en temporada alta, padres con niños los hay a montones”. Así que conservé el eslip y me lo llevé a mi habitación. Lo extendí en el baño para que se secara y cada dos por tres me daba  a mí mismo una excusa para volver a mirarlo e imaginarlo puesto en su dueño.

Al día siguiente no conseguí ver al padre por ninguna parte y, a la tarde, se me ocurrió volver a la piscina. Tampoco pensaba usarla, pero decidí ir en traje de baño, para no parecer un mojigato, y escogí el eslip más pequeño que tenía, aunque no tan vistoso como el que dejé en mi habitación. Ritualmente repetí zona y hasta tumbona, con un libro que no lograba leer, por la de veces que miraba hacia la salida del hotel. Cuando, al cabo de un buen rato, vi que los tres niños venían corriendo a la piscina, me dio un vuelco el corazón. Esta vez se detuvieron más alejados de mí, soltaron sus trastos y quedaron a la espera. Probablemente el padre les habría dicho que no empezaran a jugar hasta que él llegara. Al fin apareció, medio corriendo y sofocado. “¡No hay quien os siga, niños!”, se quejó con voz potente. Esta vez llevaba unos shorts muy cortos y ajustados de un amarillo claro. No pareció percatarse de mi presencia y quise pensar que, tal vez por ello, sus juegos con los niños eran más pausados que el día anterior. Se bañaron y chapotearon hasta que, dejando a los niños con sus flotadores, dio unas brazadas hasta más cerca de donde estaba yo. Allí salió de la piscina apoyándose en el borde y se giró para mirar hacia aquéllos. Pude ver entonces que los shorts mojados, que no debían llevar forro interno, se habían vuelto casi transparentes y marcaban claramente la raja del culo.

Entonces hice un esfuerzo para que no me temblara la voz y lo llame. “¡Eh, oiga!”. Se volvió hacia mí y se fue acercando sonriente. Por delante, la transparencia de los shorts dejaba apreciar el sombreado de la peluda entrepierna y el contorno de la polla ladeada y pegada a la tela. “¡Ah, hola! Eres el de ayer ¿no? Al principio no te había reconocido”, dijo en evidente alusión a mi cambio de indumentaria. Procuré mirarle solo a la cara y le expliqué apuntándome también al tuteo: “Ayer te olvidaste aquí el eslip. Lo recogí y, como no pude encontrarte, me lo llevé a mi habitación para que se secara. Expresó su alegría. “¡Estupendo, muchas gracias! Es el único que he traído y lo daba por perdido… Hoy me he tenido que poner esto y ya ves cómo me queda”. Me salió de alma un “¡Muy bien!”, que podía entenderse como lo que realmente pensaba o como una simple expresión de que entonces todo quedaba resuelto. Él, en cualquier caso, amplió su sonrisa y enseguida añadí: “Pues cuando te vaya bien lo puedes recuperar…”. Se quedó pensando unos instantes y dijo: “Si te parece, cuando suba y deje a las fieras en la ducha, me paso por tu habitación ¿Estarás?”. “Sí, ya me iba a ir de aquí”, improvisé sobre la marcha para dar facilidades, aunque me hubiese gustado apurar más la contemplación de su nuevo atuendo no menos provocador. Pareció quererme compensar, porque pinzó con los dedos el escaso y mojado tejido de los shorts y, reajustándoselos, hizo subir y bajar la polla. “Mientras seguiré con esto”, explicó gratuitamente. Le dije mi número de habitación y ya se lanzó al agua nadando hacia los niños. Aproveché para recoger mis cosas y bordeé la piscina en su dirección. Me entretuve un poco como si me divirtiera el juego de los niños para tener ocasión de volver a ver al padre salir del agua. Cuando lo hizo pude constatar de nuevo que entre llevar bañador y estar en cueros había tan solo un papel de fumar. Ya me despedí. “¡Hasta luego! No te olvides…”.

Esperé en mi habitación con el corazón bombeando a tope. Encendí el televisor, pero ni me enteré de lo que hacían. Por supuesto seguí con el eslip tan solo, aunque siempre tiendo a pensar que ‘el otro’ está mucho más bueno que yo y, por eso, me sentía algo acomplejado ante la opulencia de aquel hombre. Por otra parte, la concentración con que, en la piscina, trataba de no perderme ni un detalle de sus exhibiciones no me había dejado espacio para captar el nivel de su posible interés hacia mí. Pero, si no fuera lo que yo quería esperar ¿a qué venía tanto esfuerzo en metérseme por los ojos? En estas elucubraciones casi me sorprendí cuando oí llamar a la puerta y me tembló la mano al abrirla ¿Cómo aparecería?

Pues apareció como lo había dejado en la piscina, aunque, al estar menos mojados los shorts, su transparencia era menos escandalosa. Pareció justificarse. “Si estamos aquí al lado…”. “¡Pasa, pasa!”, le dije. Y añadí poniendo una entonación jocosa: “Ahora podrás recuperar tu bonito eslip”. Entré al baño para recogerlo y, al salir, casi se me cae de las manos. Para ganar tiempo se había quitado los shorts y lucía su desnudez con toda naturalidad. Por decir algo comenté: “Sí que vas con prisas…”. “Me pareció que no te molestaba”, replicó desenfadado. Le devolví la puya. “Ya me tienes acostumbrado”. Se puso ya el eslip. “¿Ves? Este me queda más cómodo”. “Es muy llamativo”, comenté. “¿Lo dices por los dibujos?”. “Por todo”. Rio. “Pues el tuyo tampoco está mal”. Me pareció como si fuera la primera vez que me miraba a conciencia. “Es más soso”, dije. “Eso depende de quien lo lleve”. Dejado caer esto, hizo un gesto de acordarse de algo. “Oye. Si no vuelvo enseguida a la habitación, los críos pueden hacer un desastre”. Aun así le pregunté: “¿Cómo es que estás solo con ellos?”. “Divorciado, estos días de vacaciones me toca hacerme cargo”. De pronto pareció venirle una idea. “Mañana temprano se irán de excursión con unos monitores ¿Te apetece que nos veamos en el desayuno?”. “¡Perfecto!”, contesté con entusiasmo no disimulado. Ya se despidió, dejándome la visión de casi media raja del culo que salía del errático eslip.

Al día siguiente, cuyo amanecer esperé con ansia, tuve que controlarme para no presentarme en el comedor antes de que lo abrieran para el desayuno. Me puse pantalones cortos con mi mejor polo, dejé pasar un buen rato y, de todos modos, llegué primero. Casi temí que a última hora hubiese tenido que ir con los niños. Pero por fin apareció, también de corto, con una camisa estampada medio desabrochada y desbordando vitalidad. “Eres madrugador”, saludó. Se sentó a mi mesa y añadió: “No sabes qué alivio descansar por unas horas de esos diablillos… Tú no debes tener esos problemas”. “Esos no”, repliqué con calculada ambigüedad. “Se te nota”, me devolvió la pelota. Yo estaba ya acabando y él desayunó con apetito. Lo cual no le impidió entrar en materia. “Tengo la impresión de que llevas dos días pasándotelo bien a mi costa”. “¿Se me notó?”. “Hice todo lo posible para que así fuera…”. “¡Y de qué manera! Tú y tus famosos bañadores”, dije ya sin tapujos. “Me di cuenta de cómo me mirabas y tal vez me pasé un poco ¿no crees?”. “Si lo que querías era provocar, lo conseguiste”. “Reconozco que tengo un punto de exhibicionista, si se me presenta la ocasión…”. “En eso no caí”, repliqué burlón. Se veía la piscina y los primeros huéspedes que se disponían para el baño matutino. Así que pregunté: “¿Te apetecerá bañarte?”. “¿Hoy que no tengo que hacer de socorrista? ¡Ni lo sueñes!”. “Pues cuando me vio bajar, la chica de servicio se ocupó de mi habitación. Ya debe de estar lista”, comenté. “La mía la dejan los críos hecha unos zorros”. “¿Entonces…?”, propuse tácitamente. “Paso un momento por mi habitación y voy a la tuya”. “No tardes…”.

Decidí quitarme al menos el polo y apenas me hizo esperar. Pero la sorpresa, aunque no tanto dados sus antecedentes, fue que se presentó con el dichoso eslip tan solo. Dejándose mirar, dijo: “He dudado si preferirías éste o el que llevaba ayer”. “La gracia del otro es cuando está mojado… Pero con éste me conformo”, afirmé. Hizo uno de esos reajustes que tan provocadores me resultaron el primer día. Me debatía entre el deseo de arrancarle de una vez el eslip o de disfrutar un poco más de su morbosa exhibición. Entonces se me ocurrió soltarle: “Eres lo más parecido a un boy de despedidas de solteras”. “¿Tan gordo y carrozón?”, preguntó insinuante. “¡Quita, quita! Más vale que sobre que no que falte”, repliqué. “Ahora solo me interesa animar a este solterón”, dijo arrimándose. Me di el gustazo de pasar la mano por encima del eslip y contornear la dureza que lo tensaba. “¿Me dejas que te lo quite?”, pedí. Se apartó zalamero. “Yo te he ido enseñando ya todo… y tú con tus pantaloncitos ¿Qué habrá ahí abajo?”. “No me he puesto calzoncillos”, avisé. “¡Tanto mejor!”, y me dio un tirón hacia abajo. La polla me salió disparada. “Así que esto es lo que escondías ¿eh?”, dijo mirándola. “Siento decepcionarte…”, contesté con cierto complejo. “¡Anda ya! Pues no tenía yo ganas de echarle mano desde que te vi en la tumbona…”.

Me empujó para hacerme caer sobre la cama y, en uno de sus habilidosos quiebros, se metió mi polla en la boca. “Eso es algo más que echar mano ¡eh!”, protesté, aunque estaba encantado porque chupaba que daba gusto. Se la sacaba y daba lamidas a los huevos sorbiéndolos. No dejaba de soltar su verborrea. “¡Qué ganas tenía de comerme un huevera!”. “Ya lo noto, ya. Pero no te los vayas a tragar y me desgracies”, le avisaba. Al fin dijo: “Paro porque te quiero enterito todavía”. Pero seguía manteniéndome inmovilizado con su cuerpo sobre el mío y restregándose. Su cálido peso y el arrastre del vello me ponían la piel de gallina. El eslip sin embargo persistía interponiéndose entre nuestras pollas y su roce sedoso no dejaba de causarme una agradable sensación. De todos modos me quejé: “¿Pretendes quedarte con ese taparrabos? ¡Qué cariño le has cogido!”. Se apretó aún más y contestó con comicidad: “¿Cómo no, si me ha dado suerte? Es el causante de que estemos ahora aquí”. “¡Menos lobos!”, repliqué, “Estás aquí por lo putón verbenero que eres”. Se enderezó y fingió sentirse ofendido. “¿Cómo dices eso a un honrado padre de familia?”. Pero se meneó con exagerada lubricidad y se metió la mano por dentro del eslip. “Así que es esto lo  único que quieres ¿eh?”. Desde luego sabía provocar. “Te quiero a ti entero ¿Pero tendré que meterte algún billete antes?”, contesté sin dejar de admirarlo, divertido y medio reclinado en la cama. Después de todo, no había prisa y merecía la pena disfrutar de su provocativa extroversión. Él lo entendía así, porque conectó el canal musical y sonó una pieza disco. “Espera, que te bailo”. Se marcaba unos pasos que dejaba en pañales a los boys con los que lo había comparado antes. Aunque en realidad me recordaban los juegos con que había atraído mi atención el primer día en la piscina, y que ahora sabía que no habían tenido nada de inocentes. Le daba un desenfrenado juego al dichoso eslip, estirándolo, bajándolo, subiéndolo y enseñándolo todo, en unos flashes que se me gravaban en la retina.

Eché una mirada a la mesilla de noche para ver si había algún billete, pero solo encontré la tarjeta de crédito. La cogí de todos modos y le pregunté: “¿Acepta Visa?”. “Compruébalo tú mismo”. Se bajó el eslip por detrás y me mostró el  magnífico culo. Hice el gesto de pasarla por la raja y quedó atrapada unos instantes por las nalgas apretadas. “Tendrás que marcar el pin”, dijo riendo. Ya tiré de él, lo puse de frente y le agarré la polla que, con tanto meneo, estaba solo morcillona. Pero al fin pude chupársela y enseguida se endureció en mi boca. Sin embargo, como el eslip había quedado trabado en medio muslo, yo pugnaba por quitárselo de una vez y el muy puñetero tiraba hacia arriba para dejarlo bajo los huevos. “Me gusta el roce que me da mientras mamas”, dijo para justificar su capricho. Pronto se olvidó de él y le empezaron a temblar las piernas. “¡Para, para, que me vas a dejar fuera de juego!”, pidió. Saqué la polla de mi boca, pero todavía seguí acariciando su mojada textura y palpando los contundentes huevos, ya soltados del eslip. “Es que me corro enseguida”, aclaró.

Se echó bocabajo sobre la cama, pero todavía tuvo tiempo de volver a subirse el eslip. Casi me crispó su manía. “¿Lo usas también como cinturón de castidad o qué?”. “¡Calla, soso!”, replicó, “Es que me da morbo que me lo bajes para follarme”. “Así queda más en plan violación ¿no?”, dije irónico, y añadí: “Aunque ¿de dónde has sacado que pretenda follarte?”. “No seas cínico”, contestó, “Que ya he visto que te comes mi culo con los ojos”. “Eso se llama visión en 360 grados… Habré de ir con más cuidado de dónde miro”, dije alargando este diálogo de besugos que no dejaba de tener una función de precalentamiento. Pues entretanto me la iba meneando para afirmármela, con el aliciente de aquel culo que parecía latir bajo el fino tejido multicolor.

Sin previo aviso me lancé sobre él y, como primera medida, le eché hacia abajo el eslip fetiche. Tuvo un estremecimiento e incluso hubo de levantar un poco el culo para desenganchar la polla. Se lo acabé sacando por los pies y lo lancé delante de su cabeza. “¡Ya no te protege su amuleto!”. “¡Oh, me vas a follar por fin!”, declaró. Manoseé las orondas nalgas con su vello suave y le abrí la raja. Cosquilleé en el ojete y exclamó: “¡Uuuyyy! Ponme al menos saliva”. Lo que hice fue darle intensos lametones que lo hicieron gemir. “¡Venga, entra!”. Lo hice poco a poco, pero sin parar de apretar hasta tenerla entera dentro. Él emitía una especie de silbido quejumbroso. “Si no te gusta, la saco”, ofrecí falsamente. Tuve la respuesta adecuada. “Como te salgas ahora no te hablo más”. Ya me moví con más soltura y él me jaleaba. “¡Así, así, cómo me gusta! ¿Y a ti?”. “¡Cómo no, con este culo tan tragón que tienes”, contesté. Pero procuraba concentrarme en el delicioso bombeo y hasta la daba tortazos en las nalgas. “¡Eso, pégame! Pero lléname pronto”. Esto último no hacía falta que me lo pidiera, porque ya me dominaba la sacudida del orgasmo. Me descargué con un gusto tremendo y no pude menos que reírme cuando al mirarlo tenía la cara sobre el eslip.

Caí a su lado y él fue girando el cuerpo hasta ponerse de lado hacia mí. Su humor no había decrecido. “Lo que me has hecho lo cargas también a la Visa”. “Creo que estamos compensados: Yo te pago por el baile y tú a mí por dejarte contento el culo”, afirmé. Me achuchó cariñosamente. “¡Oye, que yo aún tengo algo que hacer! No me irás dejar colgado”. Con la follada la polla le había quedado algo inerte y le dije: “Pues habrá que animar esto”. “¡Coño, déjame un respiro! Las ganas van por dentro”. Pero el respiro consistió en escabullirse y no se le ocurrió otra cosa que ponerse rápidamente el eslip de nuevo. “¿Con eso ya te quedas contento?”, le pregunté extrañado por tanta insistencia con la prenda. Él volvió entonces a la cama y se colocó de rodillas a mi lado. Solo dijo: “Tú espérate y veras”. Se puso a sobarse la entrepierna de la forma más lúbrica y la polla empezó a tensar el tejido, hasta el punto de que le salió por un lado. Por mucho que hubiera renegado por su obsesión con el eslip, me dio un morbo tremendo su peculiar método de excitación. Tuve el impulso de darle una lamida al húmedo capullo y seguí sorbiendo la polla. Él me la ofrecía risueño y mamé con ansia. “¡Uf, qué bien me lo haces!”, exclamó facilitándome la tarea. Yo insistía y él anunció: “Te voy a devolver lo que me has metido por el culo”. ¡Y vaya si lo hizo! Me fue llenando la boca de su caliente leche.

Se quedó inmóvil, con los brazos caídos y la respiración acelerada. “¡Oh, me has dejado seco!”, exclamó. La polla se le fue aflojando y solo tuvo que hacer un leve movimiento de caderas para que volviera a metérsele dentro del eslip. “Ya estás tal como entraste. Se diría que no ha pasado nada”, comenté. Se agachó y me beso. “¡Um! La boca te sabe a leche”, dijo pasándome la lengua por los labios. “¿De quién será?”, apostillé. “Ahora tendré que ir a recoger a los niños”, recordó sus deberes, y añadió: “Espero verte luego en la piscina”.

Naturalmente que fui por la tarde a la piscina. El grupo familiar ya estaba allí y pude escoger una tumbona estratégicamente situada, aunque en esta ocasión había algunas personas más por los alrededores. Sin embargo el padre lucía – ¡cómo no!– el famoso eslip y no se abstuvo de dedicarme alguna de sus provocadoras poses, ahora adornadas con una sonrisa sardónica. Rebobinando mi moviola mental, apenas podía creer que esa misma mañana hubiésemos tenido aquel desenfadado revolcón.

Al día siguiente no supe nada de ellos. De modo que, la otra mañana, me decidí a indagar en recepción. Esta vez pude ser más concreto, pues sabía el número de la habitación. El recepcionista, tras consultar el registro, dijo: “Se marcharon ayer”. Sin embargo, añadió: “Por cierto, hay un paquete para usted”. Era algo pequeño, blando y cuidadosamente envuelto. Antes de abrirlo ya supe lo que contenía.