miércoles, 30 de marzo de 2016

Mala conciencia


Cuando pasaba por un chaflán cerca de mi casa, veía con frecuencia un hombre que se sentaba en el escalón de entrada de un comercio clausurado y ponía a su lado una serie de libros. Todos bastante viejos y usados, normalmente novelas antiguas. Era una forma de pedir caridad con un remedo de venta ambulante. El hombre era robusto y próximo a los sesenta años, con ropa muy gastada pero limpia. Yo me acercaba de vez en cuando y, tras echar una ojeada a los libros, que solían ser siempre los mismos, sin comprar ninguno le daba unas monedas. La verdad es que, con independencia del sentido de solidaridad, el hombre me resultaba atractivo, con su corpachón allí medio encogido. Él tomó la costumbre de saludarme con afabilidad aunque no me detuviera, lo que me producía un cierto sinsabor.

Un día en que llevaba una bolsa de cruasanes para desayunar, tuve el impulso de acercarme a él. Le pregunté: “¿Ha desayunado usted?”. “Más bien poca cosa”, respondió mirando la bolsa. Me pareció algo humillante sacar un cruasán y dárselo en medio de la calle y se me ocurrió proponerle: “¿Por qué no sube a mi casa y nos tomamos esto con un café con leche?”. El hombre titubeó sorprendido pero, sin decir nada, metió los libros en una bolsa y se vino conmigo.

Como parecía muy reservado, no me atreví a preguntarle sobre sus circunstancias personales. Solo cuando hubimos desayunado, comentó de pronto: “Usted sí que vive bien… Le debe sobrar de todo”. Entonces se me ocurrió: “Si le viene bien, le puedo dar alguna ropa. Más o menos tenemos la misma talla”. “Me viene bien”, y añadió: “Si le sobraran también unos calzoncillos y unos calcetines, ya me podría ir de limpio”. Esta referencia a la limpieza me llevó a ofrecerle: “Si quiere, puede darse una ducha antes”. Lo que dijo a continuación me dejó estupefacto. “Y usted me mirará ¿no?”. “¿Cómo dice?”, pregunté abochornado porque probablemente habría captado algo en mí. Por si tenía dudas, añadió con tranquilidad: “Usted debe ser de los que les gustan los hombres como yo”. La expresión me pareció ambigua y quise que la aclarara. “¿En qué sentido lo dice?”. Entendió perfectamente mi pregunta. “No porque sea un pobretón, sino por mi aspecto físico”. “¿De dónde saca eso?”, insistí. “Hay miradas que dicen más que las palabras… Y usted siempre me ha mirado así ¿no cree?”. La verdad es que tenía razón, pero pensé que debía aclarar la situación. “No lo invité a venir con esa intención… “No, si a mí me da igual… Usted se porta bien conmigo y yo lo hago con lo que puedo”. “Eso que dice me suena algo cínico”. “Cada uno usa lo que tiene para sobrevivir ¿no le parece?”. “¿Ha hecho esto más veces?”. Lo pregunté no tanto por morbo, como porque me sorprendía esa larvada prostitución a su edad. Pero nada más hacerlo, me di cuenta de lo impertinente que sonaba. Contestó con ironía. “Eso es secreto profesional ¿no?”. Pero enseguida añadió. “A mí tampoco me desagrada. Si no, no podría hacerlo”. Ante mi perplejidad precisó: “Yo no exijo nada, lo dejo a voluntad”. Me sentía ridículo mirándolo sin saber que decir. Pero él ya empezó a quitarse la ropa y dejarla en el suelo con parsimonia. “Luego me la llevo en una bolsa. La tiro… o se la paso a otro”. Quedó completamente desnudo y me dieron escalofríos. Lo que había intuido se me revelaba ahora con creces. Un torso tetudo y barrigudo, poblado de abundante vello con algunas canas, cargaba sobre unos muslos robustos entre los cuales resaltaba un sexo contundente. Se limitó al decir: “¿Vamos al baño?”.

Me puse en movimiento mecánicamente y al llegar al baño le señalé la ducha. Dudé si salir y cerrar la puerta, en un gesto de dignidad. Él se me adelantó. “Se quedará ¿no?”. Me debatía entre impulsos contradictorios, pero me quedé apoyado en el lavabo. “Orinaré primero, para no hacérselo en la ducha ¿Le importa?”. Hice un gesto con la mano, pero procuré no mirar. Cuando entró en la ducha, pronto empezó a comentar: “¡Qué gusto de agua tan calentita!... Y este jabón ¡qué bien huele!”. Se remojaba y enjabonaba con naturalidad, sin actitudes de provocación. Aunque no me hacía falta para estar cada vez más excitado. Cuando pasó a lavarse la polla y los huevos, dijo: “¿Por qué no se desnuda también? Eso nos animará”. Hice un esfuerzo para decir: “No necesito tanta animación”. Se detuvo como extrañado con toda la entrepierna enjabonada. “Como quiera”. Sin embargo, al enjuagarse, me di cuenta de que mostraba una delatora erección. “El agua tan caliente…”, quiso explicar. Casi no lo oí cuando pidió: “¿Puedo coger esta toalla?”. “¡Sí claro!”, respondí confuso. Salió de la ducha y se me acercó. “Se la puedo chupar ¿No es eso lo primero que se hace?”. Se agachó e hizo el gesto de manipular en mis pantalones. Pero tiré de él hacia arriba. “¡No, levántate!”, y pasé a tutearlo sin darme cuenta. Entonces, encontré su cuerpo desnudo tan pegado al mío, que las manos se me fueron a sus tetas peludas. “Si es lo que le gusta, puede pellizcar y morder”. Me irritó su insistencia en ofrecerse tan fríamente, lo que contrastaba con el ardor que irradiaba y que me transmitía. Dejé caer las manos y me separé. “Será mejor que vaya a buscar la ropa”.

Removiendo por el armario me temblaban las manos por la excitación que aún me invadía, mezclada con el malestar por la actitud cínica del hombre. Saqué un chaquetón que usaba poco, un jersey, un par de pantalones, unas botas gruesas y lo otro que me había pedido. Al volver me lo encontré guardando en una bolsa lo que se había quitado. “Espero que todo esto le quede bien”. Ahora me arrepentía de haber dado paso antes al tuteo. “Me vendrá de coña”, dijo. Pero se le notaba algo avergonzado. Procuré no mirarlo directamente mientras se vestía, aunque tenía que reconocer lo mucho que me atraía. Dudé si darle algo de dinero, pero no quería que se entendiera como pago por sexo. “¿Algo más?”, opté por preguntar tímidamente. Zanjó la cuestión. “Si me voy cargado…”. Pero añadió: “Me habría gustado chupársela al menos”. Lo cual me volvió a mortificar.

Durante unos días esquivé el lugar donde sabía que estaría. Hasta que pensé que no tenía por qué esconderme. Así que pasé cerca de él y no pude evitar fijarme en que llevaba puesto mi chaquetón. Antes de que me decidiera a darle algunas monedas, fue él quien me llamó. “¡Señor!”. Me detuve y me preguntó: “¿No me invitaría a subir a su casa?”. Me inquietó el dilema entre que debería decirle que no y el tentador recuerdo de su cuerpo desnudo. Pero se me adelantó. “Ya sé que el otro día me porté de una forma desvergonzada. Me confundí con usted… Pero me gustaría explicarle por qué lo hice”. Esta inesperada actitud me sorprendió e inclinó la balanza a aceptar que viniera conmigo.

Nos sentamos en la cocina y le ofrecí un café con leche y unos bollos, que despachó muy a gusto. Entonces me contó una experiencia que lo había alterado sobremanera. “Hace unos meses se me acercó un señor de aspecto no demasiado agradable. Se puso a ojear los libros, pero me di cuenta de que se fijaba más en mí que en ellos. Al fin me dijo: “¿Querrías ganarte unos dineritos?”. Cómo no, si estaba en una situación desesperada. “Acompáñame al despacho que tengo aquí cerca”. No había nadie más y el señor sacó unos billetes de la cartera. Los puso en alto sobre un estante y me dijo: “No sé si eres maricón o no. Si no lo eres, todavía más morbo… Pero de todos modos me la vas a chupar para empezar,…si es que quieres lo que hay ahí”. A punto de que me echaran de la pensión por deber varias semanas, necesitaba ese dinero. Ya sabe usted que sí soy maricón, como él dijo, pero esa forma de tratarme me humillaba. Aparte de que era un tipo seboso y malcarado; más que atracción inspiraba rechazo. Interpretó mi silencio como barra libre. “¡Empieza por bajarte los pantalones!”. ¿Qué iba a hacer? Así que solté el cinturón y los dejé caer. “Buenas piernas ¿pero crees que con eso tengo bastante?”. Sabía que me tendría que bajar también los calzoncillos y quedé expuesto ante su mirada viciosa. “Lo que yo digo: Gallina vieja hace buen caldo”, soltó mientras él mismo me abría la camisa. “¡Cómo me ponen estas tetas gordas y peludas! Verás como estoy cuando me la saque”, decía estrujándomelas. Estaba salido y se apartó para abrirse la bragueta. Su polla asomó pequeña y arrugada. “¡Hala, a chupar! ¡De rodillas!”. Hice un esfuerzo y me plegué a sus deseos. Chupé pero apenas se entonaba, aunque él hacía grandes aspavientos. “¡Para, que te voy a dar por culo!”. A estas alturas me daba igual todo, aparte de que con aquello poco podría hacer. Me di la vuelta y me eché sobre una mesa. “¡Vaya culo! ¡Lo que debe haber tragado!”. Se arrimó pero apenas si pasó de frotarse por la raja. Se corrió enseguida, dejándome todo pringado. Para concluir me dijo: “No le has puesto mucho entusiasmo, pero cumplo mi palabra ¡Ahí tienes eso!”.

El hombre contó su incidente con gran sentimiento. Permanecí callado y dejé que siguiera. “Cuando usted me invitó a su casa, temí que se iba a repetir la historia y me puse a la defensiva tomando la delantera. Me equivoqué e hizo muy bien en pararme los pies. Demasiado bien se portó conmigo… Porque desde luego usted no es como ese otro”. Pareció aliviado y, entonces, puse una mano sobre la suya. “No, no soy como ese individuo… Aunque no voy a negar que me gustaras, nunca me aprovecharía de tu situación… Todavía me avergüenzo de que estuviera a punto de caer en la trampa al principio”. Entonces él dijo: “Lo que me ofrecí a hacerle lo habría hecho muy a gusto, aunque le diera esa cobertura de cinismo”. Traté de atajar lo que se me presentaba como una nueva oferta. “¿Crees que puedo prescindir de que estás en la esquina pidiendo limosna?”. Me replicó con otra pregunta. “¿Y eso me priva del derecho a relacionarme con una persona que me atrae?”. Ahora fue él quien me cogió una mano con las dos suyas. Yo había perdido la capacidad de contrargumentarle y ya no me sorprendió que pidiera: “¿Sería un nuevo abuso que me dejaras duchar?”.

Esta vez no lo acompañé al baño y quedé a la espera con el corazón palpitante. No tardó en volver con una toalla a la cintura, que apenas velaba el deseable cuerpo tal como lo recordaba. Yo estaba sentado en una butaca baja y se acercó a mí. No pude resistir el impulso de echar abajo la toalla. Apareció su sexo poderoso aunque en calma. Mi boca se fue sola hacia la polla y, con la lengua, la atraje hacia dentro. Crecía y se endurecía mientras asía sus muslos. Pero él me tomó de los hombros. “¡Espera! ¿No te vas a desnudar?”. Preferí hacerlo sin la presión de su mirada, por lo que le dije: “Ve al dormitorio y espérame ahí”. Él sonrió. “Me gusta que confíes en mí”. Me desnudé con la conciencia de que aquello ya no había quien lo parara.

Me lo encontré sobre la cama. Había apartado la colcha y yacía bocabajo, luciendo el contundente culo como una tentadora oferta. Me quedé algo indeciso y él giró la cara hacia mí. “Tengo ganas de que me folles… Pero antes échate a mi lado. Ahora no te libras de que te la chupe”, dijo sonriente. Hice lo que me pedía y se puso a acariciarme la polla, a la que poco le faltaba para estar bien dura. Luego la chupó con una dulce calma, que me ponía la piel de gallina. “¿Me lo harás ahora? Estoy deseando sentirte dentro de mí”, me incitó. Se puso bocabajo y me ofreció de nuevo el espléndido culo. Me avisó con un tono pícaro: “Ya me puse en el baño un poco de aceite que vi. Así entrarás mejor”. El deseo que tantas veces me había inquietado se desbocó y ya me eché encima resbalando la polla por la generosa raja. Presioné y le penetré con facilidad. Él emitió un gemido: “¡Uuhh!”. Pero le añadió: “¡Está bien! Muévete sin miedo”. Lo hice ansioso y mi excitación se aceleró por la cálida elasticidad de su interior. “¡Cómo me gusta! ¿A ti también?”, decía. Repliqué: “Estoy ya negro… Creo que me falta poco”. Un chispazo me partió del cerebro y me sacudió. Me corrí con varios espasmos hasta caer sobre su espalda. “¡Uf, me has dejado seco!”, exclamé agotado. “Pues yo me he quedado en la gloria”, replicó él. Recompusimos nuestras posiciones uno al lado del otro. Pude ver que empezaba a tener una poderosa erección. “Imagino lo que estarás necesitado…”, le dije. “Tú descansa, que ya me apaño yo”. Se puso a meneársela mientras le acariciaba suavemente los muslos y los huevos. Luego, para dejarle el terreno despejado, me dediqué a chuparle las tetas. “¡Lo que me faltaba!”, agradeció él. No tardó en ir derramando abundante leche, que le escurría entre los dedos y empapaba el pelambre del pubis.

Nos quedamos un rato los dos relajados y en silencio sobre la cama. Hasta que él habló: “Estoy muy a gusto aquí, pero ya es hora de que me marche”: No dije nada y añadió: ¿Te importa que pase un momento por el baño para limpiarme todo esto?”. “¡Claro que no! …Yo ya lo haré luego”, contesté. Cuando estuve solo me vino de golpe la inquietud ante nuestras situaciones personales tan diferentes y me sentí bloqueado para ver las cosas claras en ese momento. Por eso pensé en dejarme un margen de tiempo y, mientras se vestía, le mentí. Como era viernes y él no ocupaba su puesto los fines de semana, le dije: “El lunes salgo de viaje por trabajo al menos por una semana… Así que tardaremos un poco en volver a vernos”. Él se limitó a replicar: “Por mí no tienes que preocuparte… Ya has hecho bastante”. Esta vez ni me pidió ni le ofrecí ropa, y se marchó dejándome con mala conciencia por la falsedad de mi excusa.

Durante los días de reflexión que me había tomado volví a eludir acercarme por donde él pudiera estar. Pero apenas pasada la semana sentí un poderoso deseo de buscarlo. Me sorprendió no encontrarlo en el lugar habitual y pensé que tal vez ese día habría tenido algo que hacer. Pero en dos días más obtuve el mismo resultado. Así que me decidí a preguntar por él al portero de la finca junto a la que estaba la tienda cerrada donde se colocaba. El hombre me informó enseguida: “¡Ah, sí! Resulta que ha tenido la suerte de que le han dado trabajo como vigilante nocturno en un parking… Me alegré porque es muy buena persona”. No supo decirme dónde se hallaba ese parking.


martes, 15 de marzo de 2016

El instalador


Eugenio era un gordito tímido y acomplejado. Ya cumplidos los cuarenta, todo lo que había tenido siempre de empollón y trabajador lo neutralizaba su incapacidad para hacerse valer, tanto en el ámbito laboral como en el vital. Así, sus esfuerzos en cumplir con creces cuantas tareas le encomendaban los desaprovechaba él mismo al preferir pasar desapercibido. Este era el caso de su empleo en una entidad bancaria, a donde, con su obsesión por el perfeccionismo, muchas veces acudía fuera del horario laboral para tener todo a punto, a salvo de la presión del entorno. Siempre pulcro y atildado, ni siquiera en estos momentos de soledad, aligeraba su indumentaria de traje y corbata.

En una de estas situaciones se hallaba cuando, inesperadamente, irrumpió en la sala, donde Eugenio se concentraba en su mesa ante el ordenador, un operario portando una escalera y una caja de materiales. “¡Uy, perdone! No sabía que hubiera alguien aquí”, dijo el hombre sorprendido. “No se preocupe. Pase, pase”, contestó Eugenio. El hombre entonces se explicó más: “Estoy haciendo el cambio de las cámaras de seguridad y me dijeron que a esta hora no habría nadie”. Eugenio quiso justificarse: “Es que estoy adelantando en un informe y he venido sin saber eso… Haga usted su trabajo. Procuraré no estorbarle”. El hombre sonrió: “Muy amable, joven. Ninguno tiene que molestar al otro”. A Eugenio le sonrojó que lo consideraran un joven. Y es que el operario era un tipo de cerca de sesenta años, robusto y barrigón. Lo resaltaba el mono azul enterizo y abotonado de abajo arriba, aunque con los últimos botones desabrochados, que mostraban el vello del pecho. Llevaba un casco de protección amarillo, que enmarcaba su redonda y afable cara. Instaló la escalera en una esquina enfrente de donde estaba Eugenio para acceder al techo y trepó por ella. Primero tenía que desmontar la cámara antigua y a Eugenio empezó a distraerle la visión de aquel hombre en equilibrio, con la barriga apoyada en los travesaños. Para colmo el operario no parecía que fuera a mantener estrictamente su promesa de discreción porque, a los sonoros resoplidos que iba dando, añadía comentarios para él mismo que, sin embargo, eran bien audibles. A Eugenio le sorprendió que, más que sentirse molesto, la forma en que el hombre se hacía notar, si quiera involuntariamente, le llevaba a estar cada vez más pendiente del instalador. De lo que no se había dado cuenta todavía era que éste sentía también curiosidad por aquel muchacho, desde su punto de vista, tan correctamente vestido que trataba de concentrarse en su trabajo sin demasiado éxito. Y empezó a imaginarse cosas poco decorosas…

Cuando el operario tuvo desmontada la antigua cámara, al enredarse con los cables que salían del falso techo, estuvo a punto de perder el equilibrio y la escalera se tambaleó. “¡Me cag’en!”, soltó. Eugenio se sobresaltó y se puso de pie. Pero el hombre ya se había estabilizado. “¡Tranquilo! Son gajes del oficio”. Bajo con calma de la escalera cargado con el material y, por lo visto, el incidente le sirvió de excusa para destarar su verborrea. “Si es lo que yo digo… Lo mandan a uno para que se apañe solo y pasa lo que pasa”. Una vez soltada su carga sobre una mesa, retomó su cháchara. “¡Joder! Hasta los huevos se me han encogido”. Subrayó su declaración dándose un toque a los bajos sueltos del mono, para turbación de Eugenio, que trató de volver a lo suyo. Pero al instalador ya no había quien lo parara. Se puso a desembalar la nueva cámara. “Y ahora veremos si la puedo encajar en el mismo sitio. Seguro que tendré que hacer otros agujeros… Y sin un puto ayudante que me eche una mano”, se quejó. Aunque Eugenio se encerraba en su mutismo, el hombre ya se tomó la licencia de entrar en lo personal y en plan confianzudo. “¿Qué hace un chico como tú metido aquí toda la tarde? Con la de cosas que podéis encontrar por ahí los jóvenes…”. Eugenio no sabía si sentirse ofendido o halagado porque se empeñara en considerarlo tan joven ¿Tan poca cosa lo vería? Trató de darse ánimos a sí mismo. “Tengo muchas responsabilidades”. “¡Va, papeleo! Pues aquí tengo uno que no veo muy claro ¿Tú sabes inglés?”, preguntó el hombre agitando una hoja de instrucciones. “Sí, un poco”, contestó Eugenio, pese a que tenía varios diplomas. El hombre se le acercó decidido con el papel en la mano. “Es que no quiero meterla por donde no debo”, bromeó con intención. Mientras Eugenio iba traduciendo concienzudamente, el operario se fijó en las regordetas manos, con un poco de vello en los nudillos, que delimitaban los puños de la camisa blanca, lo que le resultó excitante por lo que intuía del resto del cuerpo. Se arrimó más y forzó que se rozara con su muslo el codo de Eugenio. Notó que éste se iba poniendo nervioso sin atreverse a apartarse. “¡Tú sí que sabes! De no ser por ti monto aquí un cortocircuito”, dijo dándole un cariñoso apretón en el hombro.

Una vez aclarado todo, el operario se decidió: “¡Bueno, vamos allá! A hacer equilibrios encaramado en la escalera”. Entonces Eugenio dijo algo a lo que ni él mismo creyó que llegaría a atreverse. “Si quiere, se la puedo sujetar, no vaya a tener otro tropiezo”. Desde luego el hombre aceptó encantado. “Ya sabía yo que haríamos buena pareja… Por cierto, me llamo Alfonso ¿y tú?”, añadió para dar más confianza. “Eugenio”. “Pues mucho gusto… y deja de hablarme de usted, que ya somos colegas”. A Alfonso cada vez le iba poniendo más cachondo aquel gordito que se le estaba mostrando tan dócil. Le habría debido decir que, al menos se quitara la chaqueta para que estuviera cómodo, pero le daba más morbo que siguiera así de atildado para lo que se proponía conseguir. Alfonso se colgó unos cables al cuello y subió varios peldaños. Le dio instrucciones a Eugenio: “La escalera está firme. Será mejor que me vayas sujetando de las piernas”. Eugenio, tímidamente, puso las manos a la altura de las pantorrillas, pero Alfonso lo corrigió: “¡Más arriba, hombre! Tendrás más agarre”. Eugenio subió hasta los muslos y palpar sus recias formas empezó a provocarle palpitaciones. Además tenía de frente el orondo culo cuya raja quedaba marcada por la costura central del mono. Hay que decir que Eugenio, con una experiencia sexual más bien escasa y poco apasionada, estaba sintiendo un ardor inusitado por todo su cuerpo en la tesitura en que se hallaba. Para colmo Alfonso, mientras trajinaba por arriba, no perdía ocasión de ir soltando frases equívocas: “Así, así, agárrame bien”, “Contigo ahí trabaja uno más a gusto”. Por otra parte, con disimulo, se había ido desabrochando más el mono hasta la barriga e incluso soltó el botón inferior que se correspondía con la bragueta. Como no llevaba calzoncillos, algún movimiento indiscreto podía resultar revelador…

Alfonso estaba conectando cables en el orificio del techo y de pronto dijo: “Esto lo haré mejor si me giro… Tú me estás aguantando muy bien”. Fue dándose la vuelta hasta quedar apoyado en los talones y con el culo sobre otro travesaño. Eugenio lo ayudaba pasando las manos temblorosas de atrás a delante de los muslos. Fue cuando se dio cuenta de los cambios que se habían producido en el mono de Alfonso. Tontamente comentó: “¡Uy! Se te está desabrochando”. Alfonso replicó con descaro: “Así me estira menos y muevo mejor los brazos… Además me está entrando calor. No sé cómo resistes tan vestido”. “Estoy bien”, contestó Eugenio, aunque sudaba con su chaqueta y corbata. Pero es que por nada del mundo podía ahora dejar de sujetar de la forma en que lo estaba haciendo el cuerpo de Alfonso. Casi lo tenía abrazado y, ante su cara, percibía el abultamiento que iba mostrando la entrepierna, tan inestablemente protegida, de Alfonso. Éste, que vio llegado el momento de lanzarse, simuló dificultades con los cables y, con los brazos en alto, fue tensando el cuerpo hacia atrás. “¡Jodidos empalmes!”, maldijo. Pero la que realmente estaba empalmada era su polla, que poca resistencia tuvo que vencer para ir asomando ante la cara de Eugenio, que puso los ojos como platos y se le llenó la boca de saliva. Alfonso hacía como si no se diera cuenta y la polla ya estaba completamente fuera, mientras a Eugenio le iban entrando unas irrefrenables ganas de metérsela en la boca. Pero eso habría sido una osadía impensable para él y, en su lugar, optó por un torpe aviso: “Le ha pasado algo…”. Ni siquiera se atrevió a usar el tú. Alfonso miró hacia abajo y, sonriente, soltó: “¡Uy, sí! Se me ha salido ¿Te has asustado?”. “¡No, no!”, balbució Eugenio. “Entonces te gusta ¿no?”, se descaró Alfonso. Eugenio no contestó, pero su expresión, sofocado y con la boca medio abierta, lo decía todo. Alfonso lo animó: “¡Venga, hombre! No te prives. Yo también lo estoy deseando”. Eugenio, fuera de sí, sentía cómo le latía el corazón y el cerebro. Esto no le estaba pasando a él… Sin embargo, acercó la lengua al capullo y lamió el juguillo que lo abrillantaba. “¡Adentro!”, lo incitó Alfonso, que ya se había desabrochado del todo el mono. Ver sobre su cabeza aquel cuerpo rotundo y velludo excitó aún más a Eugenio. Se amorró a la polla y la chupó con un ansia nueva para él. La corbata se le había manchado de la saliva goteante y a Alfonso le daba un morbo tremendo que lo mamara con la chaqueta bien ajustada.

Todavía quiso disfrutar más del contraste entre su mono ya caído y la rígida vestimenta de Eugenio. Además no era cuestión de correrse todavía, lo que ocurriría si no lo paraba a tiempo. “¡Espera, que me bajo!”. Le encantó restregar su desnudez con los tejidos que envolvían a Eugenio. “¿Te gusto? Pues cómeme lo que quieras”, ofreció al verlo desbocado. Eugenio no se resistió a sobarlo por todas partes, acariciando el vello, para enseguida llevar la boca a las gordas tetas y chupar los pezones. “¡Uy, lo que me pone esto!”, exclamó Alfonso, que decidió que ahora sí que Eugenio no se libraba de lo que le exigía su deseo. “¡Bájate los pantalones!”, lanzó perentorio. Eugenio quedó parado y preguntó temeroso: “¿Para qué?”. “También tengo derecho a catarte ¿o no?”, respondió Alfonso poniéndole las manos sobre los hombros. Eugenio, nervioso,  se soltó el cinturón y los pantalones cayeron- Alfonso le echó mano a los calzoncillos para bajárselos también, pero lo encontró húmedos y pringosos. “¡Joder, si te has corrido!”. Eugenio musitó compungido: “No lo he podido evitar”. “Bueno, da igual”, dijo Alfonso, “A ver ese culo”. Eugenio se dejó dar la vuelta y Alfonso le levantó el faldón de la chaqueta. “De lo más apetitoso, como me imaginaba”. En efecto, el culo bien orondo y algo peludo asomaba haciendo estallar el deseo de Alfonso. “Échate sobre la mesa”. “¿Qué va a hacer?”, preguntó Eugenio trémulo. “¿Tú qué crees?”, replicó Alfonso, que ya lo estaba poniendo doblado sobre la mesa. “Eso no me lo han hecho nunca”, avisó Eugenio, que sin embargo se dejaba manejar dócilmente. “Pues ya va siendo hora”, insistió Alfonso, que le estaba sobando el culo. “¡Qué raja tienes más golosa!”. “Pero me va a doler…”, protestó Eugenio. “No es para tanto… Te va a gustar”. Alfonso ya hurgaba por la raja y tanteaba el ojete con un dedo. Presionó y lo metió entero. “¡Ostia, qué agujero más caliente!”. Pero Eugenio temblaba. “¡Ay, ay, uh, uh!”. Una palmada en el culo lo acalló. Alfonso apuntó la polla y apretó. “¡Joder, qué bien entra!”. “¡Sí, sí, pero me quema!”, gimoteó Eugenio. “¡Calla, quejica! Verás cuando me menee”, lo atajó Alfonso. Y vaya si se meneó, bombeando cada vez con más fuerza. Eugenio aguantaba la respiración, hasta que dejó de lamentarse. “¡Oy, si me está gustando!”, exclamó como si no pudiera creérselo. “Si tienes un culo para ser follado ¡Qué cachondo me estoy poniendo!”, dijo Alfonso cada vez más excitado, “Ya me falta poco”. Las últimas arremetidas fueron seguidas de un parón, con varios espasmos que confirmaron el vaciado de Alfonso. “¡Vaya corrida!”. Se apartó y Eugenio siguió sobre la mesa. “Parece que te ha sabido a poco”, ironizó Alfonso ayudándolo para que se levantara. Casi avergonzado, Eugenio mostró lo tiesa que tenía la polla. “Me he calentado mucho”. Alfonso se rio. “No hay nada como ser joven… Mira el tío otra vez empalmado”. Hizo que Eugenio se apoyara de espaldas en la mesa. “¡Venga, que te voy a premiar!”. Se agachó y se puso a chupar la polla. Eugenio resoplaba, pero pronto se contrajo y le dio toda la descarga en la boca. Alfonso la aguantó y, al soltarse, con los labios llenos de leche dijo: “¡Coño, esto se avisa!”.

Alfonso se volvió a poner el mono y Eugenio, pese a lo tiesos que le habían quedado los calzoncillos, se subió éstos y los pantalones. Alfonso comentó: “Se me ha quedado sin conectar la cámara… Pero ya se ha pasado el horario. Mejor que vuelva mañana”. Eugenio no se lo pensó: “¿Querrá que esté yo también aquí?”. “Si al señorito le ha quedado el culo hambriento…”, rio Alfonso.


miércoles, 2 de marzo de 2016

El acoso (Segunda parte)


(Continúa)

Tras la heroica decisión adoptada por Gregorio, en cuanto tuvo ocasión se armó de valor y le dijo a Onofre: “He estado pensando en lo que hablamos en su casa y creo que no me he comportado como usted se merece. Tiene razón en estar disgustado conmigo y me gustaría compensarlo… Si quisiera volver a invitarme…”. Onofre, para disimular su sentimiento de triunfo, se mostró displicente. “Ya me lo pensaré”. Así dejó pasar varios días, en que solo habló con Gregorio de lo mínimo indispensable para la marcha del restaurant, fomentando de ese modo la zozobra e incertidumbre sobre su futuro. Gregorio llegó a temer que fuera ya demasiado tarde para él y la inquina de Onofre irreversible para su desgracia. Hasta que éste, satisfecho del tiempo en que había tenido en vilo a Gregorio, puso fin a su incertidumbre. “Si no ha cambiado de idea, puede subir conmigo esta noche”.

Gregorio iba con espíritu de derrota y temeroso de lo que Onofre exigiría de él una vez se viera con carta blanca. Nada más entrar en la sala, sin que Onofre se lo sugiriera todavía, se desnudó por completo ante él. “Ya ves que vengo con buena voluntad”. Onofre lo contempló con deseo y precisó: “Mientras no se trate solo de provocarme a distancia…”. Para demostrar que ahora venía en otro plan, a Gregorio se le ocurrió pedirle: “Me gustaría que te desnudaras también”. A Onofre le faltó tiempo para quedarse en pelotas y se encaró a Gregorio, que se fijaba por primera vez en aquel hombre mayor que él, con sus redondeces de amenazante lujuria. No era el suyo tanto un sentimiento de rechazo como de incomprensión acerca de hacia dónde irían. Onofre pareció leerle el pensamiento. “Seguramente no te gustaré como me gustas tú a mí, aunque espero que confirmes esa buena voluntad”. “La tendrás toda”, replicó Gregorio elevando los brazos en posición de entrega con cierta teatralidad forzada.

Onofre se le acercó con la excitación que le producía estar saliéndose con la suya. Dio el paso que hasta entonces Gregorio le había frenado y le puso las manos sobre el pecho. Se recreó moldeando las marcadas tetas y jugueteando con los dedos por el cálido vello. Gregorio sintió escalofríos y optó por cerrar los ojos. Onofre siguió manoseando lentamente la barriga hasta hundir los dedos en el pelo del pubis. Pinzó con dos de ellos la encogida pero prometedora polla y palpó lo huevos. “¡Joder, cómo me gusta todo lo tuyo!”, exclamó. Notó los temblores que estos tocamientos provocaban en Gregorio y le preguntó con retranca: “¿Estás molesto?”. “¡No, no!”, se obligó a decir Gregorio.

Entonces Onofre lo tomó por los brazos y lo orientó hacia el sofá. “¡Échate ahí!”. Gregorio cayó desmadejado y Onofre, agachado, le separó los muslos. Gregorio no pudo evitar el preguntarle: “¿Qué vas a hacer?”. “Algo que a cualquiera le gustaría”, contestó Onofre. “Pero es que yo…”. “¿Temes que no se te ponga dura?... ¡Déjame probar!”. Onofre sorbió la polla y se puso a mamar su blandura. Gregorio, de nuevo con los ojos cerrados, emitía desmayados “¡Oh, oh!”. Onofre no se daba por vencido y, cuando por fin apartó la boca, la polla apareció bien tiesa. “¡Mira que hermosa se te ha puesto! Y decías que no…”, soltó Onofre triunfal. “¡Cómo quería yo ver así este pollón! Lo que voy a disfrutar con él”. Gregorio se sentía confundido y avergonzado por el innegable placer que había llegado a sentir.

Pero todo quedó borrado por el sobresalto que tuvo cuando Onofre dijo: “Ahora me lo vas a hacer tú”. Gregorio se espantó. “Pero yo…”. “Ya supongo que nunca has chupado una polla. Y eso es lo que más me pone”, lo cortó cínicamente Onofre, añadiendo: “Pero al menos habrás comido algún coño… Tampoco hay tanta diferencia”. Gregorio estaba paralizado y ya la polla había empezado a encogérsele. Pero Onofre fue inflexible. “¡Venga, cambiemos de posición!”. Así que Gregorio quedó arrodillado ante el despatarrado Onofre. La polla de éste, medio descapullada y mojada, apuntaba regordeta sobre los huevos que apretaban los gruesos muslos. Gregorio, al que ahora no le valía el recurso de cerrar los ojos, sujetó la polla y pasó un índice por la punta tratando de secarla. Hizo un esfuerzo para abrir la boca y la acercó, llegando solo a amoldar los labios al capullo. “¡Para dentro!”, lo apremió Onofre impaciente. Gregorio succionó ya más, procurando evitar las arcadas. “¡Así, chupa, chupa!”. La excitación de Onofre crecía no tanto por la pericia, y menos el ansia, con que Gregorio se esforzaba, como por el hecho en sí de que estuviera haciéndole aquello. Hasta tal punto llegó su exaltación que, sin que él mismo lo previera, la leche le empezó a brotar dentro de la boca de Gregorio. Éste quedó aturdido con la pastosa y agria lefa que le impregnaba la lengua y se extendía hacia su garganta. A medias la tragó y a medias la expelió sobre la propia polla y los huevos de Onofre, que resoplaba con la corrida y que acabó por excusarse, pero devolviéndole la pelota. “¡Joder, cómo la chupas! Ni me has dado tiempo a que te avise”. Gregorio echó mano del olvidado vaso de whisky y se enjuagó la boca. “Era lo que querías ¿no?”, dijo resignado. Pero esa noche, cuando su mujer se interesó por cómo le había ido, contestó: “No preguntes, pero creo que continuaré en mi puesto”.

Gregorio era consciente de que las visitas al piso de Onofre se iban a convertir en una costumbre, aunque no tenía claro qué nuevas prestaciones le demandaría. Quiso mentalizarse de que, al fin y al cabo, el sexo era pura mecánica que funcionaba a base de estímulos físicos, y de que podría aparcar sus arraigadas inclinaciones. Si el fin era asegurar el bienestar de su familia y de él mismo, merecía la pena el sacrificio. Desde luego Onofre, que se sentía  en parte rescatado de su misantropía, empezó a mostrarse con Gregorio mucho más condescendiente y confiado en sus relaciones cotidianas. Pero eso sí, él era quien marcaba la pauta de cuándo habían de tener sus encuentros íntimos. De todos modos, Gregorio consideró prudente dejar de dar la impresión de que acudía a ellos a rastras.

Pronto tuvo ocasión de adaptarse a los nuevos tiempos al decirle Onofre: “Creo que vamos a estar más cómodos en la cama”. Por supuesto ya desnudos los dos, se tumbaron en la amplia cama de Onofre. Éste enseguida se le echó encima para manosearlo y besuquearlo con ansia. Gregorio trató de no mostrarse demasiado pasivo y llegó a abrazar también a Onofre quien, encantado, pegó la boca a la de Gregorio. Le apretaba los labios y empujaba con la lengua buscando la de Gregorio, que  se esforzó en acogerla e incluso enredarla con la suya. “¡Cómo me pones!”, exclamó Onofre cuando apartó la boca. Entonces se puso a sobarle la polla y los huevos buscando alguna reacción. Gregorio trató de concentrarse para lograr una erección sin que Onofre hubiera de acudir al recurso de la mamada. Él mismo se asombró de que lo estuviera consiguiendo y la intensificación de las manipulaciones de Onofre hizo el resto. Éste se entusiasmó. “Me la vas a meter ¿verdad?”. Gregorio dudó unos instantes de a qué se refería, pero Onofre lo dejó bien claro poniéndose bocabajo y elevando el culo en pompa. “¡La quiero bien adentro!”, subrayó. Gregorio encontró ante él las orondas nalgas que lo reclamaban y se frotó la polla para que no perdiera firmeza. Antes de proceder quiso asegurarse en terreno desconocido para él  y abrió con las dos manos la raja. El ojete se le mostró como la diana a la que debía apuntar. Tomó impulso y se dejó caer apretando. “¡Aaajjj, bruto!”. Se detuvo a medias preguntándose qué había hecho mal. Pero Onofre lo sacó de dudas. “¡Sigue, sigue, y menéate!”. Ya no tuvo más que entrar a fondo y afanarse en el mete y saca. “¡Oh, qué ganas tenía de esto! ¡Cómo me gusta!”. Pero el caso es que Gregorio empezó a notar que algo le removía las entrañas con aquel calor apretando su polla. Cuando Onofre le preguntó por sorpresa: “¿Te correrás?”, a Gregorio le salió del alma: “Creo que sí”. “Pues no pares y lléname”. Gregorio no paró y acabó vaciándose con un extraño placer. Reconoció que era la primera vez que lo obtenía de una forma tan poco ortodoxa para él. “¡Uf, qué bueno ha sido!”, lo sacó de sus cavilaciones Onofre, “Y tú ¡vaya descarga me has arreado!”. “¡Sí!”, se limitó a confirmar Gregorio.

Esta bisexualidad funcional, que era lo que Gregorio estaba dispuesto a admitir, iba trastocando sin embargo todos sus esquemas mentales. Cada vez le resultaba menos embarazoso estar arrimado al obeso cuerpo de Onofre y tenía menos dificultad en empalmarse a poco que éste lo sobara o chupara. NI siquiera le repelía ya ser él quien tomara ciertas iniciativas para serle más grato ¿Sería simplemente por costumbre adquirida? Pero ¿y aquella follada, con el calentón que le había llegado a provocar? No se entendía a sí mismo, aunque el hecho de que las sombras sobre su futuro profesional se fueran disipando lo tranquilizaba. Por otra parte, su mujer respetaba sus silencios, pese a la frecuencia con que llegaba más tarde  de lo habitual… ¿Y Onofre? Pues no cabía en sí de satisfacción, no tanto por contar con un excelente maître para su restaurant, como, y sobre todo, por haber conseguido tenerlo en un puño para sus expansiones libidinosas, sin que en su conciencia pesaran sus inmorales métodos coercitivos.

Una de aquellas noches, en la que Gregorio no estaba teniendo reparos en chuparle y mordisquearle las tetas a Onofre, éste lo hizo bajar hasta su polla. No tuvo que decirle lo que quería que hiciera y Gregorio se esmeró mamándosela. Pero Onofre no pretendía que llegara al final, sino que soltó por las buenas: “Te voy a follar”. Lo cual, esto sí, sonó en los oídos de Gregorio con una explosión. “¡¿Eso también?!”, exclamó espantado. “¿Cómo que también? Pues no disfrutaste de lo lindo haciéndomelo a mí”, replicó Onofre. “Pero es que a ti te gusta. En cambio yo…”, alegó Gregorio. “Eres virgen por ahí… faltaría más. Pero eso me da todavía más morbo”, declaró Onofre con cinismo. Gregorio buscó una última tabla de salvación. “Yo creía que solo gusta una cosa o la otra”. “¿Qué? ¿Que si tomamos por el culo no la podemos meter también? ¡Déjate de tonterías!”. La contundencia de Onofre tenía acorralado a Gregorio, que sabía de sobras que no habría quien lo parara. Pero es que, hasta entonces, su integridad física no se había visto afectada y aquello se lo representaba como una mutilación. El que Onofre lo hubiera disfrutado tanto no le servía de demasiado consuelo. Precisamente, todavía tenía delante la gruesa polla que acababa de poner bien dura e imaginársela rompiéndole el culo le daba vértigo. Onofre, sin embargo, estaba decidido y ya lo empujaba para hacerlo poner bocabajo. Cuando se arrodilló entre las piernas de Gregorio, éste entendió que aquello era irreversible. Todo y el miedo que lo embargaba, un prurito de curiosidad le ayudó a resignarse. “¿Lo vas a hacer a la brava?”, preguntó con voz temblorosa. Pero Onofre ya se aprestaba a un disfrute previo de aquel culo suculento y suavemente velludo. “Antes te voy a poner a punto”, dijo. Sobaba y separaba las nalgas como si las amasara, y acercó la cara a la raja para mordisquearla y lamerla. Esta práctica sorprendió por completo a Gregorio y lo hizo gimotear al sentir la lengua cargada de saliva. De repente Onofre se irguió y ya centró la polla. Al empezar a hacer presión, se produjo la primera queja de Gregorio. “¡Cuidado, que me estás desgarrando!”. “¡Aguanta, gallina, y no te cierres!”, le instó Onofre impertérrito. Porque tuvo que apretar en firme para abrirse paso y completar el primer acceso. A cada vaivén que daba, los lamentos de Gregorio lo excitaban más. “¡No la aguanto! ¡La tienes muy gorda! ¡Me quema!”. “¡Tú sí que me estás calentando!”. Gregorio optó ya por respirar a fondo y desear que Onofre se corriera cuanto antes. Al fin descargó con fuertes sacudidas y resoplidos. La polla salió como si se tratara de un descorche y Gregorio tuvo una sensación de vacío en su dolorido culo. “¡Joder, qué buen polvo!”, exclamó Onofre dejándose caer. “Habrá sido para ti”, dijo Gregorio todavía temblando. “Te has portado muy bien”, admitió Onofre condescendiente, “Verás cómo le coges el gusto”. “Dudo que pueda acostumbrarme”, replicó Gregorio escéptico. Aunque sabía que, fuera como fuese, Onofre repetiría cuando le viniera en gana. Esa noche, al levantar las piernas para meterse en su cama, a Gregorio se le escapó un leve gemido que oyó su mujer. “¿Qué te ha pasado?”. “Ni te lo imagines”. Pero la mujer lo imaginó y vio el lado práctico. “Hemos podido pagar la matrícula de los chicos”.

El desvirgamiento de Gregorio supuso un punto de no retorno en su relación con Onofre y, de paso y no menos importante, en su consolidación como maître estable. Entre el personal del restaurant empezaron a circular rumores acerca de la compenetración observada entre ambos pero, como estaba redundando en beneficio de todos, ya que Onofre se mostraba más amable e incluso generoso, la discreción los mantuvo controlados. Poco a poco Gregorio, con su buen sueldo y algunas ayudas extras de Onofre, pudo ir saldando sus deudas y recuperar, mejorado, el nivel de vida de su familia. Por un cierto pudor, Gregorio nunca quiso que ésta acudiera a su restaurant ni, por consiguiente, conociera a Onofre. Desde luego la mujer comprendía perfectamente tal prevención y, si los hijos mostraban su extrañeza ante ese veto de su padre, los convencía de que se trataba de una manía supersticiosa de éste y que valía la pena respetarla.

En cuanto a los juegos de alcoba, desde luego Onofre no cedió en su papel dominante, que Gregorio aceptaba ya con gusto. Aunque Gregorio no llegó a compartir el entusiasmo por la penetración anal de Onofre, que por lo demás éste, al gustarle sobre todo ser el tomante, le practicaba con moderada frecuencia, no le resultaba tan dolorosa como al principio y se dejaba hacer con el culo ya más adaptado. Le compensaban además las placenteras lamidas que Onofre le daba por la raja y el ojete como preparación. Con lo que sí disfrutaban los dos como locos era cuando Gregorio montaba a Onofre, receptor enardecido y tragón. Gregorio, por su parte, se convirtió en un perfeccionista de la follada, con variedad de ritmos y posiciones, que retardaban la corrida y hacían las delicias de Onofre. Cuando no descargaban sus leches por la vía trasera del otro, gozaban saboreándolas, después de un minucioso recorrido por los cuerpos con manos y bocas. Gregorio no se quedaba a la zaga en su maestría del uso de la lengua, bien fuera para enredarla en la de Onofre, bien para despertarle dulces sensaciones por cualquier recoveco corporal. En resumen, también para el sexo llegó a convertirse Gregorio en el mejor maître que Onofre hubiera tenido nunca. Este frenesí amatorio tuvo desde luego consecuencias para la vida íntima de Gregorio. Ya no le quedaban fuerzas ni apetencia para acercarse a su mujer. Aunque ella, que tampoco estaba ya demasiado necesitada, era muy comprensiva a este respecto. Si su marido se apañaba de la forma que fuera, todo estaba siendo por una buena causa.

Llegó el momento en que Onofre decidió retirarse y cedió la gestión del restaurant a Gregorio. Como se trasladó a una población de la costa, para disfrutar de una calidad de vida mejor de la había tenido siempre pendiente de su negocio, también permitió que Gregorio y su familia se instalaran en el piso sobre el restaurant, más amplio y lujoso que el de ellos. No por eso perdieron el contacto, porque Onofre hacía periódicas visitas. En estas ocasiones, con los hijos de Gregorio viviendo ya fuera, la mujer aprovechaba para pasar esos días con su anciana madre en una ciudad cercana.