miércoles, 30 de noviembre de 2016

Intercambio de parejas


Pedro y Javier eran dos hombres de negocios cincuentones que, aunque todavía no se conocían, tenían más cosas en común de lo pudieran imaginar. Ambos eran robustos y pasados de peso, y se habían casado con mujeres bastante más jóvenes que ellos. Sus matrimonios transcurrían dentro de la rutina convencional de una convivencia acomodaticia, en que ellas les daban empaque social a ellos a la vez que disfrutaban de un elevado nivel de vida. En cuanto al sexo, había ido pasando a un plano secundario a lo largo del tiempo, con relaciones cada vez más esporádicas y carentes de pasión.

Rita, la esposa de Pedro, era una mujer de armas tomar. En el ámbito conyugal mantenía las formas con exquisitez, aunque no dejara de constituir un alivio para ella el declive de los ardores amatorios de su marido. La intensa dedicación de este a sus negocios, que conllevaba frecuentes viajes, le permitía una discreta, pero intensa, relación con amantes de su propio sexo. Tenía una habilidad especial para seducir a otras esposas insatisfechas, a las que descubría placeres más atrevidos que los que les proporcionaban sus aburridos maridos. Fue en este contexto en que trabó amistad con Sara, la mujer de Javier, quien, de carácter más maleable, había sido presa fácil de sus conquistas.

Al ser las dos de un mismo status social, les vino muy bien que los dos matrimonios empezaran a relacionarse. Salían juntos a cenar o a algún espectáculo y se visitaban en sus respectivos domicilios. La perspicaz Rita no tardó en captar que los maridos, en una irreprimible tendencia a apreciar más lo ajeno que lo propio, prestaban una atención especial, aunque contenida, a la mujer del otro. No dudó en hacérselo notar a Sara. “¿No te has dado cuenta de las miradas que Pedro le echa a tu escote?”. “¿Tú crees? ¿Te molesta eso?”, contestaba la menos aguda Sara. “¡Para nada! Si a Javier también le brillan los ojitos conmigo”, rio Rita. “¡Vaya con los carrozones! Pues no sé yo si ganaríamos mucho con el cambio”, se sinceró Sara. “Tampoco me seduciría mucho el intercambio de parejas. Pero…”, dejó en el aire Rita. Sara quedó pendiente de la inventiva de su amiga. “Se merecen que nos divirtamos a su costa… Un intercambio distinto al que ellos esperarían”, propuso Rita. “¿Nosotras por un lado y ellos por otro? La armarían”, se espantó Sara. “Si aceptan entrar en el juego, tendrán que aguantarse… A ver cómo se apañan cuando nos vean”, replicó Rita convencida. “No sé yo…”, dudó Sara. “Déjame que prepare el terreno”, decidió Rita.

En un hogareño momento de sobremesa, Rita comentó a Pedro: “Esta mañana, en la peluquería, dos clientas contaban con todo descaro que habían hecho un intercambio de parejas”. Pedro puso atención. “¿Ah, sí?”. “Decían que tenían mucha confianza los dos matrimonios y que se lo pasaron muy bien”, completó su relato Rita, y añadió: “¡Qué cosas! ¿No?”. Pedro se mostró comprensivo. “Ahora la gente se comporta con más libertad”. “¿Es como si lo hiciéramos nosotros con Javier y Sara?”, preguntó cándidamente Rita. “También hay mucha confianza entre nosotros ¿No crees?”, picó el anzuelo Pedro. “¿A ti te gustaría algo así?”, insistió Rita. “Tendría que gustarnos a todos”, contestó Pedro ambiguo.

Ahí quedó la cosa pero, en una cena conjunta, mientras degustaban las copas y el café, Pedro sacó el tema. “El otro día comentábamos lo de las parejas que hacen intercambio”. Rita observó divertida que Javier la miraba de refilón y ponía la antena. Pero se las dio de enterado. “Sí, hay clubs que se dedican a eso”. Pedro precisó: “También hay parejas que se conocen y deciden probarlo entre ellas”. “Hay que ser muy atrevidos ¿no?”, terció Sara que intuía los manejos de Rita. “Imagina que lo hiciéramos nosotros…”, dejó caer ésta con un tono de fingida incredulidad”. Los hombres guardaron un silencio tenso, hasta que Pedro se atrevió. “Hay confianza entre nosotros ¿No os parece?”. “Podría ser…”, lo apoyó Javier, y añadió: “¿Vosotras qué decís?”. “Si es como un juego, todos juntos…”, puntualizó Rita. “¡Eso! Que no tire cada pareja por su lado”, redondeó Sara. Ellos se miraron algo extrañados por la forma de intercambio tan poco íntima que se les había ocurrido a las mujeres, al imaginarse follando a la mujer del otro mientras veía cómo éste se follaba a la suya. Al fin Javier admitió: “Puede tener su morbo”. Pedro tampoco objetó ya. “Pues lo hacemos así… ¿Vamos a nuestra casa?”.

Una vez en casa de Pedro y Rita, los hombres se mostraron un poco cortados por cómo abordar el asunto. Rita aprovechó para hacer su propuesta. “Ponernos a desnudarnos en el salón va a resultar incómodo… Lo mejor será que los hombres vayáis a una habitación y nosotras, a otra. Nos quitamos la ropa y nos juntamos los cuatro aquí… Pero desnudos del todo ¿eh? No vale hacer trampas”. Por supuesto, las mujeres no tenían el menor problema para eso. Más vergonzosos ellos por mostrar sus robustas figuras, los animaba la idea de cepillarse sin tapujos a la mujer ajena. Mientras procedían a despelotarse, se miraban de reojo y por sus mentes circulaban pensamientos similares. “Está más gordo él que yo”. “¡Qué peludo es también el tío!”. “¿Cómo le sentará verme follando a su mujer?”. “¿Se lo hará mejor que yo a la mía?”. Una vez en cueros y nerviosos, Pedro preguntó: “¿Vamos?”. “Vayamos”, contestó Javier.

Al llegar al salón empezaron las sorpresas. Había dos sofás enfrentados y las mujeres ya habían ocupado uno. Los recibieron sonrientes y en una actitud descaradamente cariñosa. Aunque de momento los hombres se habían fijado sobre todo en la hembra que deseaban cepillarse, cuando Pedro le dijo a Rita “¡Venga! Deja que me ponga yo ahí”, se llevaron el primer chasco. “¡Ni hablar!”, replicó Rita, “El intercambio ya está hecho. Como no habíamos hablado de cómo sería, nosotras hemos escogido”. Para corroborarlo le dio un intenso morreo a Sara, que lo acogió gozosa. Pedro y Javier cayeron literalmente de culo en el otro sofá. Incrédulos todavía, Pedro buscó una explicación. “Así que se os ha ocurrido montar un numerito lésbico para excitarnos ¿eh?”. Rita fue implacable. “Si os excita, mejor para todos. Pero os tendréis que apañar entre vosotros”. Y aún se permitió darles ideas. “Si no se os ocurre nada, podéis imitar lo que hagamos nosotras”.

De momento, uno sentado junto a otro, Pedro y Javier miraban con ojos como platos las desinhibidas metidas de mano a las que se entregaban sus cónyuges. Se acariciaban y chupaban mutuamente las tetas, y los dedos hurgaban en las entrepiernas. Cuando Rita se deslizó para comerle el coño a Sara y ésta se puso a lanzar gemidos de placer, los hombres, pese a su estupefacción, no dejaron de empezar a sentir unos excitantes efectos. “¡Joder con las tías! ¡Qué morbo tienen!”, exclamó Pedro. “¡Cómo se te está levantado!”, comentó Javier mirándole la polla. “¡Pues anda que a ti…”, replicó Pedro. Y es que los dos se estaban empalmando con inevitable evidencia. Rita se interrumpió brevemente para observarlos y soltar, con la boca y la barbilla chorreantes de los jugos de Sara: “Mira cómo se van animando los chicos”. Porque ellos, mecánicamente, se habían llevado la mano a la polla; cada uno a la suya, por supuesto. Entretanto se consolaban con una cómplice camaradería. “¡Qué cachondo me estoy poniendo!”, reconoció Pedro. Javier le preguntó: “¿Tú le haces eso a Rita?”. “¡No, nunca!”, declaró Pedro como si se tratara de algo impropio de él. Javier confesó: “Yo a Sara cuando éramos jóvenes”. “Pues parece que le gusta cantidad”, comentó Pedro, al que ya le estaban entrando ganas de bajar de su pedestal y hacérselo él. Para mayor recochineo, Rita se desplazó de forma que ahora su coño también estaba al alcance de la boca de Sara. Las dos mujeres, así enlazadas, se retorcían y emitían murmullos voluptuosos. Javier expresó un deseo, aunque con poca convicción. “Igual luego dejan que nos las follemos”. Pedro, que conocía la cabezonería de Rita, lo desilusionó. “Me temo que la partida la tenemos perdida”.

Ante el sin parar de las féminas, Pedro y Javier estaban cada vez más excitados. Al fin el segundo dijo algo que ni él mismo habría imaginado nunca que diría. “¿Te importa si te la toco un poco?”. La respuesta de Pedro no fue menos asombrosa. “¡Vale! Y yo te lo haré también. Que no se crean ésas que nos vamos a quedar con un palmo de narices”. Mientras con manos temblorosas asían la polla del otro, se enzarzaban en un susurrante diálogo que iba dando pie a gestos cada vez más osados, arrullados y estimulados por los rumores y las posturas lascivas que captaban del sofá de enfrente. “¡Qué dura se te ha puesto!”. “Tienes la mano muy caliente”. “Se te moja el capullo”. “Los huevos los tienes gordos ¿eh?”. “Deja que palpe los tuyos”. “Separa un poco más los muslos”. “Espera, que me echaré un poco hacia atrás”. “Eso, que no estorbe el barrigón”. “¡Mira quién habla!”. “Me gusta cómo me tocas ¿sabes?”. “Tampoco lo haces mal”. “Cuando te inclinas hacia delante parece que tengas las tetas más gordas que Sara”. “Ella no tiene pelos”. “Unos pezones grandes ¿eh?”. “Tócalos si quieres”. “¡Uy! Se te ponen duros”. “A ver los tuyos”. “¡Vaya lametón!”. “¿Te ha molestado?”. “¡No, no! Puedes seguir”… Se habían casi abstraído de las maniobras de las mujeres que, ya con los ardores algo más calmados, observaban ahora divertidas, pero sin querer interferirlos, los avances de sus maridos.

“¿Y si hacemos como ellas?”. “¿Te refieres a chuparnos por abajo?”. “Yo nunca he hecho eso”. “Yo tampoco ¿Qué te crees? Pero ahora tengo muchas ganas”. “¡Venga! Ponte de pie aquí delante”. “¿Estoy bien así?”. “¡Uf, qué pollón! No sé si podré”. “Ahora no te eches atrás ¡Chupa ya!”… “¡Osti, qué gusto me estás dando!”. “No te vayas a correr ¡eh!, que me lo tienes que hacer también”. “Ya aguanto, sigue un poco más”… “¡Va! Vamos a cambiar”. “¿Sabes que tienes un buen culo?”. “¡Eso ni se te ocurra!”. “¡No, hombre, no! Solo es un comentario”. “¡Vale! Te la voy a chupar”… “¡Qué bien le das con la lengua!”… “Ya estoy casi a punto”. “Pues venga, échate a mi lado, que yo tampoco resisto ya”. Juntos y despatarrados en el sofá, cada uno se meneó la suya frenéticamente. Cuando se corrieron de forma casi simultánea, les sobresaltaron los aplausos que les dedicaban las mujeres.

“¡Uf, quién lo iba a decir!”, farfulló Pedro resoplando. “¡Qué pasada! ¿No?”, agregó Javier. Ya intervino Rita. “¡Vaya con los hombrecitos salidos! Qué bien os habéis apañado solos”. Pedro protestó. “Pero lo nuestro ha sido por necesidad, no por vicio como vosotras”. “Llámalo como quieras, pero os habéis dado el lote también”, replicó Rita, que añadió con cinismo: “Nos habríamos compadecido y dejado que vinierais a acabar la faena con nosotras, pero os hemos visto tan compenetrados que no hemos querido interrumpir”. “Pues no nos habéis hecho falta ¿Verdad, Javier?”, le devolvió la pelota Pedro, completándolo con un afectuoso achuchón a su compañero. Javier asintió todavía confuso.

Como no dejaban de ser gente de orden, dieron la experiencia por terminada. Javier y Sara se marcharon a su casa, mientras Pedro y Rita volvían a su rutina conyugal. Tanto a una pareja como a la otra les resultaba algo violento comentar lo ocurrido. Los hombres, por una parte, sentían su orgullo herido por la constatación de que sus mujeres se apañaran entre ellas con tanto desparpajo y menospreciando su colaboración. Pero por otra, les inquietaba la duda de si la excitación que habían experimentado se debía tan solo al numerito lésbico que les habían ofrecido. En cuanto a las esposas, sin bien habían sido las provocadoras conscientes de lo sucedido, les quedaba el resquemor de lo fácilmente que sus maridos se habían arreglado sin insistir en su deseo por la mujer ajena.

Pedro, que no le iba a la zaga a su esposa Rita en cuanto a decisión, le hizo una propuesta. “Ya que al parecer Sara y tú no nos necesitáis a Javier y a mí para pasároslo bien, no tengo inconveniente en que te la traigas a casa para hacer vuestras cosas. Yo os dejaré tranquilas y aprovecharé para ir a la de ellos. Así veré a Javier y podremos aclarar entre nosotros lo que nos sucedió el otro día”. A Rita le faltó tiempo para llamar a Sara y comunicárselo. A ésta le pareció muy bien la idea y se encargaría de transmitírsela a Javier, quien sin duda no tendría inconveniente. Así pues convinieron en la tarde de un sábado para este nuevo intercambio.

Pedro salió de su casa antes de que llegara Sara e hizo algo de tiempo para asegurarse de que Javier se había quedado solo. Cuando éste le abrió la puerta resultó evidente que no tenía ni idea de lo que se cocía. “¿No te ha dicho Sara que ella iría a mi casa y que yo vendría a la tuya?”, preguntó Pedro. “Lo primero sí que me lo ha dicho, pero lo segundo no… ¿Estarán tramando otro lío?”, dijo Javier haciéndolo pasar. Pedro explicó: “Ha sido a mí a quien se le ha ocurrido este encuentro por separado. Quería que habláramos tranquilamente de lo nuestro”. “¿Qué es lo nuestro?”, preguntó Javier aún perplejo. “Cómo nos comportamos los dos el otro día ¿No te pareció algo raro?”, aclaró Pedro. “Bueno, sí… Vino así la cosa”, admitió Javier algo azorado. “Pues a mí me gustaría entender por qué nos pusimos tan cachondos”, se sinceró Pedro. “Estaban allí ellas haciendo todo aquello…”, arguyó Javier. Pedro puso el dedo en la llaga: “¿Fue solo eso?”. Javier guardó silencio sin saber que responder. Pedro entonces lanzó su propuesta: “Nuestras mujeres estarán ahora dándose el lote en mi casa y se me ha ocurrido que nosotros hagamos una comprobación”. “¿Comprobar qué?”, preguntó todavía Javier. “Que nos pongamos en la misma situación que el otro día, ahora sin ellas delante… Y a ver qué pasa”. “¿Quieres decir que nos desnudemos?”, se extrañó Javier. “A mí no me importaría ¿y a ti?”, replicó Pedro. “Bueno… ya lo hicimos esa vez”, admitió Javier.

Más decidido Pedro y más cortado Javier, los dos se quedaron en cueros. Se miraron sin saber muy bien qué hacer a continuación. Pedro sugirió: “Vamos a sentarnos en el sofá como el otro día”. Como Javier lo hizo a una cierta distancia, Pedro lo animó: “¡Arrímate más, hombre! Que nos rocemos”. Quedaron pues con las piernas en contacto y entonces Javier preguntó: “¿Te acuerdas de lo que hicimos?”. “¡No me voy a acordar! Nos las chupamos”. “¿A ti te gustó?”. “No estuvo mal, la verdad”. “No…”. Hubo un silencio en el que la mano de uno se posó en el muslo del otro. “Estás caliente”, comentó Javier. “Hace calor aquí… ¿Te puedo pasar un brazo por los hombros?”, pidió Pedro. “¡Claro! Ya que estamos…”. “¿Qué tal así?”. “Bien”. “Hoy no tenemos a nadie enfrente…”. “¿Tú notas algo?”. “Un poquito”. “¿Verdad que sí?”. Abrazados, parecían aguardar algo. “Te dije que me gustaban tus tetas ¿te acuerdas?”. “Sí, hasta me las lamiste ¿Lo harías ahora?”. “Sí quieres…”. Pedro se puso a palpar los abultados pectorales de Javier y a pasar un dedo por los picudos pezones. Luego acercó la boca y los chupó. “Lo haces bien”, dijo Javier, “¿Dejas que te lo haga yo?”. Cambiaron de posiciones y Javier pasó los dedos y la lengua por las tetas de Pedro, no menos crecidas. “Tienes más pelo”. “¿Te molesta eso?”. “No… Me hace cosquillas”. “Me estás dando mucho gusto… Fíjate cómo estoy”. Javier miró hacia abajo y vio la erección de Pedro. “Yo estoy igual”. Todavía quisieron buscar una explicación. “¿Pensabas en mi mujer?”. “Ni en la tuya ni en la mía”. “Yo tampoco”. “Entonces nos bastamos solos”. “Eso parece”. “¿Seguimos?”. “¿Por qué no?”.

Pedro se despatarró para lucir su poderosa polla. “¿Cómo la ves?”. “Ya te dije que muy grande”. “Tampoco está nada mal la tuya… y mira qué tiesa la tienes”. “¡Vaya paja nos hicimos el otro día!”, evocó Javier. “Pero cada uno la suya”, puntualizó Pedro, “Hoy podríamos hacerlo distinto ¿no?”. “Tendremos que probarlo”. “Antes nos las chuparemos… Aquello estuvo muy bien ¿verdad?”. “Casi me atraganto con la tuya”. Mientras mantenían este diálogo, las manos se les habían ido a la entrepierna del otro. No solo manoseaban las pollas, porque Pedro dijo con sentido del humor: “Me estás tocando los huevos”. “¿Te molesta?”. “Son unas cosquillas agradables”. De pronto Pedro pidió: “Deja que te toque el culo”. “¡Ya estás con eso!”, protestó Javier. “No te voy a hacer nada… Solo verlo y tocarlo un poco”. Javier se levantó y le dio la espalda. Pedro enseguida se puso a acariciarlo. “Lo encuentro muy sexy… Y con esta pelusilla tan suave”. Cuando le abrió más de la cuenta la raja, Javier la apretó. “¡Cuidado con lo que haces!”. “¡Confía en mí, hombre!”, lo calmó Pedro. Pero tiró de él. “Siéntate aquí encima un poco… Solo para rozarte”. Javier transigió dejando que Pedro le restregara la polla. “¡Qué dura la tienes!”. “Me estoy poniendo muy caliente”, reconoció Pedro. Javier sorteó el peligro y se apartó. “¡Deja eso ya! Mejor nos las chupamos”. “¿Viste cómo lo hacía ellas?”, preguntó Pedro. “¿Las dos a la vez?”. “Sí ¿No te gustaría?”. “Nosotros estamos más gordos”. “¡Venga! Yo me tumbo en el sofá y tú te subes encima”, propuso Pedro. “¿Al revés?”. “¡Claro!”.

Pedro quedó estirado mientras Javier hincaba las rodillas un poco por arriba de su cabeza y echaba el cuerpo hacia delante. “¿Así llegas?”. “Sí… ¡Qué tiesa la tienes!”. “Has puesto los huevos encima de mi cara”. “¿Llegas a la polla?”. “¡Sí, sí… Empecemos!”. Javier lamió el capullo y fue sorbiendo la polla de Pedro. Éste, dio unos chupetones a los huevos y tanteó con la lengua para poder atrapar la polla de Javier. Durante un rato, con las bocas ocupadas, mamaron al unísono. No podían expresar sus sensaciones más que con sonidos guturales y el temblor de los cuerpos que se transmitían mutuamente por las barrigas pegadas. En esa situación, a medida que el placer se iba intensificando en cada uno de ellos, les surgían unas dudas que no dejaban de tener su morbo. ¿Cómo saber que el otro iba ya a correrse? ¿Se les llenaría por sorpresa la boca de leche? Sin embargo ninguno paraba para no cortar también el gusto que se estaban dando. Las reacciones fueron distintas según la posición ocupada. Javier, al notar el efluvio lácteo, abrió la boca y la leche fue resbalando por la polla de Pedro para caer sobre los huevos y el peludo pubis. Pedro no tuvo más remedio que ir tragando para no ahogarse. Cuando deshicieron el enredo de sus cuerpos, Pedro protestó: “¡Cabrón! Me he tenido que tragar toda tu leche y tú me has soltado en el último momento”. Javier se disculpó. “Perdona. Ha sido un impulso por la cantidad que largabas… ¿Pero te ha gustado cómo te la he mamado?”. “Eso sí”, admitió Pedro. Javier añadió condescendiente: “En otra ocasión lo haremos al revés”. “¡Ah! ¿Pero habrá más ocasiones?”, replicó Pedro complacido con la idea. “Yo diría que sí… Nos estamos apañando la mar de bien ¿no?”. “Y de paso sabrán aquellas dos que se lo han buscado”. Pedro todavía se atrevió a expresar un deseo que le seguía rondando. “Igual hasta me dejas jugar con tu culo”. “Eso ya lo veremos”, se zafó Javier.

Sin dar más cuentas de sus andanzas, los dos matrimonios siguieron muy compenetrados. Acudían juntos a actos sociales y coordinaban a la perfección los intercambios de domicilios, e incluso de habitaciones de hotel por las noches cuando hacían algún viaje conjunto. ¡Ah! En cuanto a Pedro y Javier, perfeccionaron las mamadas y el primero logró con paciencia y persuasión que el segundo le acabara cediendo el culo. Cosa que Javier acabó disfrutando sin prejuicios.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

El ventanuco indiscreto y 3


Cuando apareció en el patio una nueva visita, me puse en guardia y a punto por si era la del barbero. Ya Manolo me daría las claves y, en su caso, informaría al otro de mi posible llegada. “¡Manolo, qué ganas tenía de venir a verte!”, fue su grito de guerra al irrumpir eufórico. Abrazó al desnudo Manolo con choque de barrigas. “¡Joder, nada más verte así me hace chup-chup el culo!”. “Desde que cerraste la barbería  vas con hambre ¿eh?”, le dijo Manolo, dándome de paso una pista. “¡No veas! Pero con ese pollón tuyo me voy a desquitar”, contestó el barbero, que ya se estaba empezando a quitar la ropa. Aunque Manolo lo dejó hacer, aprovechó para anunciarle: “Lo que pasa es que un conocido de hace tiempo, que no es del pueblo, pero está pasando aquí unos días, tal vez venga también hoy”. Al barbero no le desagradó la idea. “Cuantos más seamos más reiremos ¿no?”. Aunque añadió: “¿Pero se asustará si me ve también en pelotas?”. “¡Para nada! Si además tiene un saque… El otro día, a mí que no soy mucho de que me enculen, me pegó una follada de campeonato”. Echadas las cartas, me concentré en inspeccionar la catadura del barbero, que ya estaba en cueros. Y desde luego, si alguna duda tenía, la despejé por completo. Poco mayor que Manolo, era un compendio perfecto de hombre tetudo, barrigudo y culón, con un vello muy bien repartido y una soltura de movimientos que le daba un sensual encanto. Los dejé iniciando un magreo mutuo y me dirigí a la casa de Manolo.

Como entré sin avisar en el patio los pillé en plena faena preparatoria. Manolo se había sentado en un poyete que quedaba más alto que las butacas, facilitando así que el barbero, metido entre sus piernas, se la chupara. “¿Llego en mal momento?”, pregunté desde la puerta con cinismo, aunque dándole el tono de estar azorado. Naturalmente Manolo no se sorprendió, pero el barbero levantó la cabeza y miró hacia mí. Enseguida Manolo intervino. “Lo que te acabo de decir… Aquí está Daniel, que no creo que le importe unirse a nosotros”. El barbero no se cortó un pelo y pareció darme su aprobación. “¡Hombre, pasa! Los amigos de Manolo son también míos”. Manolo subrayó: “Ya ves que eres bienvenido ¿Por qué no te pones cómodo como nosotros?” No tardé nada en hacerlo y así pude decir: “Pues si me hacéis un hueco…”. Me acerqué a la pareja añadiendo: “¡Seguid, seguid! Que mientras me pondré a tono”. El Barbero volvió a chupar la polla de Manolo, que me sonreía socarrón.

Aproveché para tomar medidas a la trasera del barbero. Desde luego tenía uno de esos culos que la naturaleza había formado exprofeso para ser follado. Ancho de ancas y con suave pilosidad, su raja era de las que permitían otear el goloso ojete sin apenas forzar su apertura. Sin dudarlo me agaché detrás y le di unos intensos lametones. El barbero volvió a interrumpir la mamada y exclamó: “¡Uuuy! Tu amigo sabe lo que se hace”. Se volvió hacia mí y directamente se puso a sobarme la polla. “¿La tienes tan juguetona como la lengua?”. Manolo entendió que el interés del barbero se había desplazado ahora a comprobar lo que el recién llegado podía dar de sí para sus pretensiones, así que me cedió su asiento en el poyete. En cuanto me subí, el barbero se metió mi polla en la boca y, con su experto chupeteo, enseguida la noté dura y con ganas de entrar en otro caladero. El barbero no había descuidado sin embargo a Manolo ya que, mientras me la chupaba, su mano seguía estimulándolo. Manifestó pronto su deseo. “Me vais a follar los dos ¿verdad?”. “¿Los dos a la vez?”, bromeó Manolo. “¡Ojalá pudiera!”, contestó muy serio, “Pero seguidos sí ¿eh?”. Me bajé y enseguida el barbero se echó sobre el poyete clavando los codos. Nos ofrecía el formidable culo removiéndolo con voluptuosidad. “¡Venga, que estoy listo!”.

Manolo me dio preferencia, lo cual me vino muy bien, no solo por la calentura que ya tenía, sino también porque, al tener él la polla más gorda que la mía, encontraría al barbero menos ensanchado. Aun así le entré sin el menor esfuerzo, pero no sé lo tendría ese culo que enseguida sentí un efecto de ventosa que me apretó cálidamente la polla. “¡Ah, qué gusto me da una buena polla!”, exclamó el barbero. Follé con energía agarrado a las anchas caderas, cada vez más excitado por las incitaciones que iba soltando. “¡Sí, sí, dame, dame!”, “¡Qué bien, cómo la noto!”. “¡Me está viniendo!”, avisé. “¡Lléname!”. Vaya si lo hice, con un placer tremendo. Todavía no la había sacado y el barbero ya estaba pidiendo: “¡Ahora tú, Manolo!”. Éste, que se la había estado meneando a nuestro lado, tomó rápidamente el relevo. “¡Ay, sí, tu polla la conozco! ¡Hazme un destrozo!”. Manolo, que ni siquiera le puso las manos encima, le arreaba con el cuerpo recto y dando golpes de culo. “¡Más leche, quiero más leche!”, lloriqueaba el barbero. “¡Pues toma, toma y toma!”, cumplió Manolo agitando todo el cuerpo. Cuando se salió, el culo del barbero goteaba en abundancia. Se puso derecho con las piernas separadas. “¡Oh, cómo he disfrutado! Sois unos hachas follado”. Manolo se burló: “Si con dos pollas no tienes ni para empezar…”. “¡Qué mala fama me pones!”, protestó el barbero, aunque sonriendo de satisfacción. Luego le dijo a Manolo: “Deja que me dé un poco con la manguera, que aún me cae leche por los muslos”. “No te la vayas a meter también por el culo”, dijo aquél. Mientras el barbero se limpiaba y se secaba con una toalla, Manolo me preguntó: “¿Qué, valía la pena apuntarte?”. “¡Y tanto! ¡Vaya tío!”, contesté.

Una buena sorpresa me llevé otro día. Acababa de volver a casa después de hacer unas compras y, como era ya costumbre ineludible, me distraje espiando el patio. Todo parecía estar tranquilo, con mi vecino dedicado a la jardinería, cuando oí una voz bronca y fuerte proveniente de un tipo que enseguida reconocí. “¡Manolo! Por fin me puedo pasar por aquí”. Se trataba del kiosquero al que casi cada día le compraba prensa y tabaco, como acababa de hacer un rato antes, y que no había dejado de llamarme la atención por su aspecto de gorila. Sentado en una banqueta baja, su camisa medio desabotonada dejaba ver el pelambre de pecho y brazos. Y no menos peludas eran las piernas que salían de sus pantalones cortos, con un buen paquete marcado entre sus muslos separados. En esa postura apenas se movía y dejaba que el cliente se sirviera y le entregara el dinero. Esta pasividad contrastaba con su irrupción precipitada en el patio, aunque con la misa ropa que le había visto hacía poco. A Manolo apenas le dio tiempo de decir “¡Vaya, hombre! Ya pensaba que no ibas a querer nada conmigo este verano”, y el kiosquero ya se había desnudado. Pude ver al completo su tipo bajo, gordo y muy peludo, que confirmaba la impresión simiesca. “¡Joder, no sería por falta de ganas! Es que el chaval se ha ido de colonias y no tenía quien me echara una mano en el kiosco… Pero me he dicho que de hoy no pasaba y le he pedido a la mercera de al lado que me vigile el negocio. Poco rato tengo, así que a aprovecharlo”. Se abalanzo sobre Manolo, que se dejó manosear y hasta chupetear sin contemplaciones. “¡Qué bueno estás, puñetero! Mira cómo me has puesto ya”, exclamó el kiosquero que, al apartarse, enseñó una verga tiesa y dura”. Aunque también vi que Manolo no estaba menos empalmado. Éste preguntó: “Si vas con prisas, querrás que te haga ya lo que tanto te gusta ¿no?”. “¡Cómo me conoces, tío!”, rio el kiosquero, “Es que como me lo haces tú me vuelve loco”. Manolo, sonriendo cachazudo, le dijo: “¡Anda, súbete aquí!”. Él mismo lo ayudó a encaramarse a una banqueta y así equilibrar las alturas. El kiosquero, con su gordura peluda, exhibía la polla rojiza que sobresalía en la maraña de pelos de la entrepierna. Excitado se estrujaba las tetas y Manolo, sin más preámbulos llevó la boca a la polla y la sorbió. “¡Uuuhhh!”, soltó el kiosquero. Manolo le pasó las manos por detrás agarrándose al culo y ya mamó constante. “¡Aj, Manolo, qué boca tienes!”, decía el kiosquero, “Creo que me correré enseguida”. Puso las manos sobre la cabeza de Manolo, que seguía sin inmutarse. “¡Sí, sí, sí!”, gimoteaba. Y poco después tembloroso: “¡Oh, oh, oh!”. Era evidente se estaba corriendo. Cuando Manolo soltó la polla, respiró acompasadamente y al fin dijo: “¡Coño, qué cantidad de leche! Creí que me ahogaba”. El kiosquero se bajó del taburete apoyándose en un hombro de Manolo. “¡Qué gustazo me has dado! Eres único”. Pero enseguida, con cierta desconsideración, añadió: “Perdona que no me ocupe de ti, pero me tengo que marchar ya”. Se vistió rápido y Manolo, con bondadosa socarronería, lo despidió: “¡Hala! Que ahora irás más ligero de peso”.

Una vez más pude confirmar la disponibilidad de Manolo para satisfacer a sus amigos, sin exigir nada a cambio. Sin embargo no me extrañó demasiado que, en cuanto se quedó solo, hiciera señas hacia mi ventana en una clara indicación de que bajara. Recordé que en otra ocasión ya había recurrido a mí al haberse quedado con ganas de hacer una mamada, y ahora estaba yo dispuesto a hacer lo que el kiosquero había dejado pendiente. Pero antes, con la confianza que se había asentado en nuestros encuentros, no perdió ocasión de sonsacarme comentarios de su última visita. Por supuesto le dije que conocía de sobra al kiosquero y lo impresionante de su aspecto, que confirmé al verlo desnudo. Manolo me explicó: “El hombre está un poco acomplejado. Considera que tan pequeñajo y peludo no resulta demasiado atractivo. Como lo trato muy bien, me ha tomado mucho afecto… Y no creas, que da gusto meterle mano”. “Si ya vi que tú también te empalmabas…”, comenté. “¡Claro! Y se la chupé con ganas”, afirmó rotundo, “Prefiero un hombre así que a un flacucho lampiño". Por mi parte precisé: “Si no lo estoy menospreciando… Cuando lo veo en el kiosco no deja de ponerme cachondo”.  Ya arrimé el ascua a mi sardina. “Aunque con la prisa que tenía te dejó un poco colgado ¿no?”. “Bueno, una visita rápida. Lo justo para desahogarse”,  lo disculpó Manolo. “Pues yo no tengo prisa…”, dejé caer. “Ya que has bajado…”, dijo el insinuante. “Mejor di que me has hecho bajar”, le repliqué. Pero ya me había levantado y le estaba acariciando las tetas. Él se esponjó como un gato mimoso y dijo: “¿Quieres que también me suba a la banqueta?”. Me resultó atractiva la idea de remedar lo que habían hecho ellos “¡Venga, arriba!”. Verlo allí encima ofreciéndoseme me dio un calentón e hice lo mismo que había hecho él con el kiosquero. Lo abracé agarrándome a su culo y me metí la polla en la boca. Noté cómo se endurecía del todo y la mamé con vehemencia. Manolo me dejaba hacer relajado con los brazos en jarra. Si elevaba la mirada, su recia figura velluda me avivaba el deseo de que se vaciara en mi boca. “¡Qué bien lo haces, Daniel!”, “¡Uh, me está viniendo!”, iba diciendo él, y yo notaba el temblor de su corpachón. Cuando empezó a correrse apreté los labios en torno a su polla y fu saboreando la leche al tiempo que la tragaba. “¡Qué a gusto me he quedado!”, exclamó. Bromeé satisfecho. “Lo que no te ha hecho el kiosquero, aquí estaba el vecino para arreglarlo”. Enseguida me dijo solícito: “¿Y tú qué? ¿No necesitas nada?”. Me vino una idea a la cabeza y la expresé: “¡Sí! Quédate ahí subido, que me la quiero menear mirándote… Lo he hecho tantas veces asomado arriba, que aprovecharé tenerte tan cerca”. Sonrió por mi capricho. “¡Pues hala; tú mismo!”. Volvió a poner los brazos en jarra y separó un poco las piernas. Contemplando su voluptuosa figura me hice una paja deliciosa.

Otro día en que bajé para pasar un rato con Manolo, me preguntó: “Habrás conocido al dueño de bar ¿verdad?”. “¡Uy, desde luego!”, contesté enseguida, “No me digas que también pertenece a vuestra mafia”. Manolo se rio. “¡Cómo no! Cualquiera desperdicia a un ejemplar tan exótico”. “¡Y que lo digas!”, afirmé, “La de veces que me he extasiado mientras me tomo un café observando su aspecto y sus brazos poblados de ese vello rojizo”. Porque se trataba de un hombre grandote y de abundante pilosidad con una particularidad inconfundible, ya que era intensamente pelirrojo. Manolo explicó: “Es de origen escocés, afincado aquí desde hace muchos años… Es de los tíos más buenos de todo el pueblo… y de calentorro no te digo”. “Mejorando lo presente”, dije para alagarlo, pero con sinceridad. Manolo volvió a reír. “A mí ya me tienes catado pero ¿no te gustaría venir con él un día?”. “¿Venir? ¿Como hicimos con el barbero?”, pregunté interesado. “¡No! Que lo traigas tú”. “¿Así por las buenas?”, pregunté extrañado. Manolo parecía verlo muy fácil. “¡Mira! Ahora te vas al bar, que a esta hora estará con poca gente, y le dices al dueño que le llevas un recado de mi parte”. “¿Qué recado?”, volví a preguntar sin entenderlo demasiado. “Que tengo muchas ganas de que venga a verme… Él ya sabrá para qué”, dijo sonriente. “¿Y yo qué pintaré en eso?”, insistí. “¡Usa tu imaginación Daniel! ¿Cómo crees que funciona esto que tú llamas mafia? Con insinuaciones y sobreentendidos”. Seguía estando perplejo, pero me animó. “¡Anda, échale huevos! Os quiero tener pronto a los dos aquí”.

Con la cabeza hecha un lío me encontré en la calle camino del bar. No sabía cómo iba a salir del papelón que Manolo me había asignado. Vi por la cristalera del bar a su dueño y entré tratando de controlar mis nervios. Éstos no impidieron sin embargo que me reafirmara en lo bueno que estaba aquél hombre, que arremangado limpiaba la barra con un paño. Había pocas mesas con gente y me coloqué directamente ante él. “¿Qué le pongo?”, me preguntó servicial. Pedí un café y, mientras lo preparaba, traté de aclarar mis ideas para lanzarme al ataque. Primero había que pegar la hebra, así que dije: “Está tranquilo esto hoy”. “Sí, cosa rara”, contestó, y se fijó más en mí, “Usted ha venido más veces ¿no?”. “Sí. Estoy pasando unos días en el pueblo”, contesté. “No hay muchas distracciones aquí”, dijo irónico. “Siempre se encuentra algo”, dejé caer. No quise que se creara un silencio y dejara de atenderme, por lo que me apresuré a entrar en materia. “Por cierto, he conocido a un tal Manolo…”. “¿Manolo?”, preguntó prestando interés. “Sí. Que tiene una patio muy bien cuidado”, añadí. “¡Claro, Manolo! Si somos la mar de amigos”, reconoció. “Ya lo suponía, porque precisamente hace un rato estuve con él y, al decirle que venía al bar, me ha pedido que le dé un recado”, recité mi guión. “¡Ah, vaya! Qué querrá Manolo”, exclamó divertido. “Pues dice que a ver si se pasa un rato por allí”, solté el mensaje. “Sí que es verdad, que lo tengo pendiente”. Pensó un poco y añadió: “Va a ser un buen momento. Enseguida vendrá el camarero y podré dejarme caer”. “Se va a poner muy contento”, dije con segundas. Como la misión estaba cumplida, aunque me temía que mi papel se fuera a quedar en el de mensajero, pregunté: “¿Qué se debe?”. Me sorprendió que contestara: “Invita la casa”. Y más me gustó todavía que dijera sonriente: “Estarás también allí ¿no?”. “¡No lo dudes!”, me salió del alma.

Cuando volví a casa Manolo, quise hacerme el interesante. Con cara de circunstancias dije: “Ya ves, vengo solo”. Mostró extrañeza. “No será que no te has atrevido ¿verdad?”. “Cumplí al pie de la letra tu recado”. “¿Entonces?”, insistió. Ya sonreí. “En cuanto deje el bar en manos del camarero aparecerá por aquí”. “¡Buen trabajo!”, exclamó. Pero aún preguntó: “¿Y tú qué?”. “Parece que no le importará que os haga compañía”. Me abrazó contento. “¿Qué te dije? Así funcionamos aquí”, añadiendo: “¡Anda! Quítate la ropa para que le causemos buena impresión”. Solo de pensar que dentro de poco iba a estar allí ese pedazo de hombre para darnos guerra me entró una excitación tremenda. Resultaba también que en mi vida había visto desnudo a alguien tan pelirrojo como él y además tan velludo, lo que aumentaba mi curiosidad. Cuando Manolo vio que estaba empalmado, se rio. “A ver si me voy a poner celoso”. “¿Acaso contigo no me empalmo también?”, repliqué y me eché sobre él. “Podemos crear un poco de ambiente ¿no te parece?”. Con mis sobeos, que acogía gozoso, no tardó en estar tan en forma como yo. “Verás cuando nos pille así… Ya te dije que es un lanzado”. Acababa Manolo de hacer este cometario cuando oímos: “¿Quién es el lanzado?”. El del bar había entrado sigiloso y, tal como lo había visto hacía poco, nos miraba divertido. Manolo lo saludó sin soltarse de mí. “El reclamo que te he mandado ha surtido efecto ¿eh, Alec?”. “No iba a dejar que os pusierais las botas sin mí”, dijo el nombrado Alec. Manolo me pasó un brazo por los hombros afectuosamente. “No sabes lo impresionado que tienes al amigo Daniel por tus colores”. “Ya me parecía a mí que no venía al bar solo para tomar café”, rio Alec, que añadió provocador: “Pues si quieres investigar más a fondo aquí me tienes”.

Se plantó en una evidente incitación a que fuera yo quien le quitara la ropa. Manolo me dio un empujoncito. “¡Hala, a pelar la panocha!... No sabes cómo le pone”. Me acerqué a Alec con la erección que aún mantenía. Él murmuró un “¡Uh!”, esperándome en una actitud  de brazos caídos. Pero la forma en que me sonreía con su rostro arrebolado y bien rasurado, enmarcado por un denso cabello flamígero cortado al cepillo, hacía que me diera vueltas la cabeza. Mi primer impulso fue llevar las manos a los brazos arremangados para acariciar aquel vello que tanto había llamado mi atención. Vi también más de cerca el vello anaranjado que le asomaba por el escote de la camisa con un par de botones desabrochados. “¡Adelante!”, me invitó. Acabé de abrir la camisa y tiré de los faldones para sacarlos de dentro del pantalón. Se la deslicé por los hombros, recreándome en el conjunto de sus pronunciadas tetas que descansaban en la oronda barriga, todo ello poblado por su colorido vello. No me resistí a ponerle las manos sobre el pecho, pero Manolo, que en todo este tiempo había estado a nuestro lado meneándosela con complacencia, dijo ahora con cierta impaciencia: “¡Eso luego! Sigue, que aún hay más cosas”. Solté ya el cinturón y bajé la cremallera. Me dio escalofríos palpar la intimidad de su entrepierna. Cayeron los pantalones y apareció un eslip blanco con un prometedor abultamiento y que, al haberse desencajado, dejaba escapar el rojizo pelambre. No quise prolongar la demora y eché abajo el eslip, deslizando las manos por los cálidos y velludos muslos. Una poderosa polla parecía desperezarse al quedar liberada. “¡Wow!”, solté, y Alec aprovechó mi pasmo para desprenderse de la ropa por los pies.

A pesar de lo caliente que me habían puesto tan lúbricos trabajos manuales, no quise acaparar al dueño del bar. Al fin y al cabo había venido para ver y estar con Manolo, y yo no era más que un añadido novedoso. Sin embargo Manolo, no menos excitado que yo y orgulloso de la excelencia de su amigo, agarró a Alec y, haciéndole dar la vuelta, le dio una palmada en el culo. “Esto no lo has visto todavía”, dijo dirigiéndose a mí. Desde luego merecía la pena no perderse esa espalda recia, también velluda, que se prologaba en un culo espléndido cuya raja se marcaba rojiza. Alec reaccionó ya. “¡Bueno, que no soy un mono de feria!”. Entonces hizo algo que me llevó a caer en la cuenta de que nunca habíamos llegado a hacer, a pesar de nuestros ya frecuentes y afectuosos encuentros, Manolo y yo, y tampoco se lo había visto hacer con sus otros visitantes. Nos echó los brazos sobre los hombros y atrajo nuestras caras a la suya. Pegó los labios, primero a  los de Manolo y luego a los míos, hurgando con la lengua para abrirnos lar bocas. Ya nos fundimos en un  ardoroso morreo a tres, enredando las lenguas y entrando en las bocas. Buscando aire, me fui deslizando hacia abajo hasta quedar en cuclillas. Encarado a las dos espléndidas y duras pollas, me puse a chuparlas en una febril alternancia. Por arriba ellos seguían metiéndose mano con unos murmullos voluptuosos que aún me excitaban más.

Procuré calmarme y me salí de entre sus piernas. Entonces la imagen de machos desbocados que me ofrecieron me subyugó. Sus formidables cuerpos entrelazados contrastaban entre sí, el más tostado y de vello oscuro de Manolo, y el rosáceo y de vello rojizo de Alec. Se  dieron cuenta de mi exclusión y Alec tuvo el detalle de decirme: “Perdona, pero es que le tenía muchas ganas”. “Y Manolo a ti”, contesté, “Ya se nota y me encanta veros”. Tuve recompensa porque Alec me tomó de los hombros e hizo que me sentara en el borde de la mesa. Me separó las piernas y se puso a chupármela. Se acercó también Manolo y mi polla entonces fue pasando de una a otra boca. Me hacían sentir un placer tan intenso que, sin poderme controlar, me sobrevino una prematura corrida. Ellos la recogían con sus labios y su lengua, y yo gemía no solo por la fuerza del orgasmo, sino también avergonzado por mi inoportuno anticipo.

Momentáneamente fuera de juego, tuve la compensación del tremendo morbo que irradiaba el juego voluptuoso en que se enzarzaron los dos hombretones. Alec ocupó mi puesto sobre la mesa, pero vuelto de espaldas y ofreciendo el culo a Manolo. “¡Fóllame como tú sabes!”. Manolo se volcó sobre él y le dio una certera estocada. “¡Oh, cómo me gusta!”, exclamó  Alec. Los dos cuerpos se acoplaron con un vaivén frenético y un entrecruce de murmullos y  resoplidos. Alec parecía enrojecerse aún más aplastado sobre la mesa, mientras Manolo lo cubría con contracciones del culo para impulsarse. Alec seguía con la polla tiesa, que se agitaba con las arremetidas. A Manolo se le notaba ya a punto de desbordarse, tensándose todo él y bufando con intensidad.  “¡Ay, me corro!”, soltó jadeante. “¡Uuummm, sí, hazlo!”, alentó Alec. Manolo se descargó con los seguidos espasmos que ya le conocía y, al terminar, emitió una mezcla de bramido y silbido. “¡Uf, cómo me has puesto, rubio!”. “¿Y tú a mí qué? Me has inundado por dentro”, replicó Alec mientras se levantaba. Trastabillando buscó una butaca y se dejó caer despatarrado. Su polla se elevaba magnífica. Se la acarició con la evidente intención de masturbarse tras la excitación de la follada. Pero de pronto se fijó en mí y sonriendo me dijo: “¿Me ayudas?”. Aunque me pilló por sorpresa, mi deseo no podía ser otro y me lancé a introducirme entre sus piernas. Él ya soltó su polla ofreciéndomela. La froté suavemente mientras con otra mano jugueteaba por su rojizo pelambre y palpaba los huevos. Manolo, que se había situado por detrás,  se puso a masajearle y pellizcarle las tetas. Atrapé la polla con mi boca y, al tiempo que chupaba con deleite, mi mirada se extendía por aquel cuerpo cuya dorada vellosidad parecía darle luz propia. Alec murmuraba llevando las manos a mi cabeza. No la presionaba sino que la acariciaba. “¡Uf, Daniel, solo me faltaba esto!”. Su respiración se aceleró y puse los cinco sentidos en completar la mamada. La leche le brotó generosa y la fui bebiendo ávido de ella. Su corrida silenciosa lo dejó como si se hubiera reblandecido todo él.

Me levanté empalmado de nuevo y entonces fue Manolo quien se me ofreció. Y lo hizo de una forma que no podía ser más lujuriosa. Ocupó mi lugar entre las piernas de Alec, que seguía tumbado relajado y sonriente. De pie frente a él se echó hacia delante y se agarró firmemente al respaldo de la butaca. Presentando así el culo, me retó: “¿Te animas?”. ¡Y vaya si me animé! Le pegué una buena clavada y, sujetándome a sus hombros, lo follé arrebatado. Alec allá abajo reía: “¡Seréis cafres!”. A punto estuvimos de derribar la butaca y acabar los tres rodando por el suelo. Pero con la excitación que llevaba acumulada por la mamada a Alec, tardé poco en dispararme. Después de mi doble corrida apenas pude ya mantenerme de pie y tuve que dejarme caer en la butaca que había al lado. “No te quejarás ¿eh?”, se burló Alec. “Tampoco vosotros os habéis quedado cortos”, repliqué. Manolo puso el colofón. “Una visita aprovechada ¿no os parece?”.

Alec tuvo ya prisa por marcharse. Había dejado demasiado tiempo el bar en manos del camarero. Se vistió rápido y bromeó. “¡Qué contento me llevo el culo!”. Al quedarnos solos, Manolo y yo, anonadados, guardamos silencio un rato. Al fin lo rompí yo. “Habéis estado bestiales”. Manolo sonrió y pensó sus palabras. “Merecía la pena tener un buen fin de fiesta”. Lo miré extrañado y añadió: “Mañana es el día en que vuelven mi hija y mis nietos… Se acaba mi verano en libertad”. Tuve que hacerme a la idea de que aquello iba a pasar inexorablemente. No era cuestión de ponerse tristes, así que al marcharme solo pude decir: “Conocerte ha sido maravilloso e increíble”.

Cuando al día siguiente miré por el ventanuco, Manolo estaba en su patio, pero volvía a llevar el viejo pantalón que le había visto al principio de mi estancia. Todavía aproveché el tiempo que me quedaba para concentrarme por fin en el trabajo que me había llevado a buscar un lugar tranquilo y apartado de las tentaciones. Lo cual no podía resultarme sino irónico. No dejé de pasarme de vez en cuando por el bar y Alec me atendía con toda cordialidad… Pero ya no teníamos el patio de Manolo.