lunes, 15 de mayo de 2017

El vigilante jurado

Cogí el metro y, aunque había asientos libres, como mi trayecto era corto, preferí quedarme de pie en la plataforma. Pero el motivo real de esta opción fue quedar enfrente de un vigilante de seguridad privada que me dejó boquiabierto. Cerca de los cincuenta años, era alto y gordote, con la cabeza rapada, que obviaba una avanzada calvicie, y rostro muy viril. La cazadora, de llamativa combinación naranja y beige, realzaba su robustez y recogía su oronda barriga. Había apoyado el trasero en el respaldo de los asientos que tenía detrás, y los pantalones, también bicolores y que le ceñían los macizos muslos, marcaban una sugestiva protuberancia en la bragueta. Como parecía distraído manejando su teléfono móvil, recreé la vista contemplándolo e imaginando lo que habría bajo su ropa. Hasta la porra que le colgaba a un lado de la cintura tenía para mí un componente erótico. Sin embargo, me llevé un sobresalto cuando, al cerrar el móvil, su mirada se cruzó directamente con la mía y me pareció que esbozaba una leve sonrisa que no supe cómo interpretar. Llegó incluso a echar un poco el cuerpo hacia atrás, lo que acentuó el bulto de la bragueta, como si me indicara que sabía lo que había estado mirando. Cortado, y como mi parada estaba próxima, me giré frente a la puerta y, por el cristal, pude ver que él se me ponía detrás.

Salí sorteando a los que se disponían a entrar y percibí que me seguía. Para colmo oí a mi espalda un susurro: “Mirabas mucho tú ¿eh?”. Fingí sorpresa: “¿Cómo dice?”. “¡Tranquilo! Si me ha gustado”. Ahora estábamos de frente y él sonreía. Pero seguí haciéndome el longuis: “¿El qué?”. “Que me comieras con los ojos… sobre todo lo de abajo”. La cara, a pesar de su aspecto intimidante, derrochaba simpatía. El andén se había despejado y ya me relajé un poco. “No se te escapa nada. Debe ser intuición profesional”. Rio abiertamente. “Será eso. Pero reconoce que estabas deseando bajarme la cremallera”. “Yo respeto a la autoridad… ¿Me vas a llevar detenido?”, pregunté irónico. “Un buen cacheo sí que te mereces…”, contestó. Se creó un cierto impase que enseguida cortó. “¿A dónde ibas ahora?”. “De vuelta a casa… si no tienes inconveniente”, contesté. “Yo he acabado mi turno. Voy a cambiarme al cuartito que tenemos aquí”, dijo. “¡Lástima!”, bromeé, “El uniforme te da más morbo”. Volvió a reír y preguntó: “¿Me acompañas?”. “¿No irá contra el reglamento?”, objeté. “No hay nadie allí. Tengo la llave”. Echó a andar por un pasillo secundario, seguro de que lo seguiría.

El angosto cuartito tenía varias taquillas y una banqueta. Se lo tomaba con calma y no hubo ningún acercamiento físico, aunque dijo: “Mira por dónde vas a tener un poco de striptease”. En mi excitación solo me salió un ambiguo sonido gutural. Con toda naturalidad empezó por quitarse la cazadora. Debajo llevaba una camiseta negra que marcaba las redondeces de tetas y barriga, y que descubría los recios brazos suavemente velludos. Luego desligó la correa que sujetaba la porra y, burlón, me la alargó. “¿Has probado una de éstas?”. La cogí y me quedé con ella en las manos, mientras se descalzaba e iba soltando el cinturón. Se bajó la cremallera con intencionada calma y los pantalones fueron bajando. Antes de que me diera tiempo a visualizar mejor el eslip también negro, levantó una pierna tras otra para sacárselos. Una vez los dejó sobre la banqueta, ya estiró el cuerpo y pude apreciar las piernas robustas y los abultamientos que tensaban el eslip. Por los lados es escapaban algunos pelillos y, al haberle quedado algo subida la camiseta, mostraba el ombligo adornado de vellos. “¡Uf, qué bueno estás!”, me salió al fin del alma. Mientras se reajustaba la camiseta y el eslip, dijo: “Éste no es sitio, pero ¿me podrías invitar a tu casa?”. “Es lo que te iba a proponer”, contesté, aunque en realidad no me había dado tiempo a pensarlo. Se puso rápidamente unos tejanos y otra cazadora. Me extrañó que guardara el uniforme y sus accesorios en una bolsa de deportes, pero me explicó: “El próximo turno lo tengo en otro punto. Me lo he de llevar… Aunque eso será mañana”.

Llegamos enseguida a mi casa y, nada más entrar, nos fundimos en un cálido beso. Pero a continuación pidió: “¿Podría pasar un momento por el baño?”. Se lo indiqué y, como vi que se llevaba la bolsa, aclaró: “No es que no me fíe de ti, eh. Necesito algo”. Me dejó con la duda, aunque intuí de qué se podía tratar. Y, en efecto, cuando salió vestía de nuevo el uniforme. Además llevaba la porra en una mano e iba dando golpecitos con ella en la palma de la otra. “¿No es esto lo que te pone?”, dijo sonriente. Sensualmente se pasó varias veces la porra por entre las piernas  y bromeó: “Siempre va bien tener una de repuesto…”. Pero la soltó y se acercó a mí. “Creo que te voy a cachear”. “¡Oye, que los seguratas no tenéis tantas atribuciones!”, protesté. Pero el morbo que me dio que empezara a meterme mano un uniformado me delató con una irrefrenable erección.

Mientras él se cambiaba, yo me había quitado la cazadora y quedado con la camisa. Me palpó por encima pero enseguida soltó botones para meter la mano y acariciarme el pecho. “Por aquí encuentro unas cosas duritas…”, dijo al sobarme los pezones, lo cual me puso la piel de gallina. “Eso es abuso de autoridad”, comenté dejándome quitar del todo la camisa. Indefectiblemente hubo de ir más abajo y con facilidad pudo agarrarme la polla. “Aquí hay algo mucho más duro… Tendré que ver lo que es”. Me bajó la cremallera y hurgó hasta sacármela, lo que me hizo sentir un poco abochornado. “Esto sí es que contrabando del bueno… Habrá que probarlo”. Con una agilidad que contrastaba con su volumen, se agachó y sin más me lamió el capullo y sorbió la polla entera. Me temblaban las piernas y tuve que contenerlo. Hice que se levantara y, guardándome la polla, me forcé a poner una expresión seria. “Creo que vamos a cambiar los papeles y te voy a cachear yo. Tanto ir y venir con la bolsa me ha dado mala espina”.

Entró rápidamente en el juego y puso las manos detrás de la nuca. Verlo así de disponible me dio no menos morbo que cuando me metía mano él. Llevaba cerrada del todo la cazadora, pero no hice ningún intento de abrírsela. Preferí palparlo primero por encima del uniforme. Pasé las manos por los costados y, al tocarle el pecho, noté el abultamiento de las tetas. Me di el gustazo de recorrerle las piernas tanteando la robustez de sus muslos. Por fin me ocupé de la entrepierna, donde encontré unas tentadoras protuberancias. Me recreé palpándolas y a él se le escapó: “¡Uf, eso me pone!”. Yo, como si no lo oyera, dije: “Tendré que ver si aquí guardas un alijo… Pero vayamos por partes”. Ya volví a la cazadora y, cuando empecé a separar las tiras de velcro, pude comprobar que había desaparecido la camiseta. “Primera sorpresa ¿eh?”, dije palpándole el velludo pecho. Acabé de quitarle la cazadora y el torso tetudo y barrigudo se me ofreció con toda su seducción. Mis dedos se fueron a los pezones cuyas puntas se endurecieron al contacto. “¡Oh, con lo me calienta eso!”, volvió a exclamar. “Pero he de seguir con el resto”, dije deslizándole los tirantes por los hombros. Los pantalones aún se le quedaban ceñidos a la barriga y volví a notar dureza en mis manos mientras le desabotonaba la bragueta. Cuando bajé los pantalones, vi que también había prescindido del eslip. Naturalmente la polla se levantó espléndida sobre los huevos. “Ya sabía yo que en ese paquete había droga”, declaré. Él se dio un meneo que la hizo oscilar. “Igual te la quieres fumar”, dijo provocador. “Sí, te pagaré con la misma moneda”, contesté y me agaché para darle una buena chupada.

Duró poco, porque me apartó. “¡Uf, que me pierde esa boca!”. Aprovechó para sacarse del todo los pantalones y me pidió: “Quítatelos tú también”. Ya los dos desnudos, nos abrazamos restregando los cuerpos. Nuestras bocas se juntaron, enredando las lenguas y libando las salivas. Bajé una mano y atrapé las dos pollas que se entrechocaban. Las froté unidas y él se estremeció de placer. Cuando necesité tomar aire, liberé los labios y los desplacé sobre una de sus tentadoras tetas. Lamí el vello, chupé y mordisqueé el endurecido pezón. Lanzó un vibrante suspiro. “¡Esto sí que me mata!”. Insistí alternando las tetas y él gemía crispando las manos sobre mis hombros. De pronto soltó como pregunta y súplica a la vez: “¿Me vas a follar?”. Me pilló por sorpresa porque todavía no me había planteado cómo irían las cosas en adelante. Desde luego su oferta era sugestiva pero, tal como me estaba dejando disfrutar de su cuerpo, merecía la pena tomárselo con calma. Así que jugué con la idea. “¿Es una orden?”, pregunté a mi vez. “Si hace falta… Pero la quiero dentro”, contestó agarrándome la polla. Caí en la cuenta de que, hasta entonces, solo lo había visto de frente y se me ocurrió decirle: “Tendré que hacerte antes una inspección a fondo… Ya se sabe que hay gente que esconde cosas por ahí adentro”. Se dejó empujar hasta que lo hice abocarse con los codos sobre la mesa.

Conteniendo la excitación que me producía manejar a mi antojo a aquel tiarrón que tanto me había impresionado en el metro, con gesto decidido le separé las piernas, electrizándome al posar las manos en los cálidos y velludos muslos y notar sus temblores de deseo. Las orondas nalgas, de pelusilla que las sombreaba y que se oscurecía al confluir en la raja, parecían vibrar ofreciendo el secreto que protegían. Calmoso, por mi morbosa intención de incrementar su ansia, primero las acaricié con suavidad. Pero pronto no pude resistirme al impulso de darle unas palmadas. Su reacción implorante –“Sí, sí”– me enervó y aumenté la potencia de mis tortazos, arrancándole gemidos complacientes. De pronto me fijé en que, sobre la mesa y a su lado, estaba la corta porra que él había esgrimido. La cogí sin ocultar mi acción a su vista y soltó con tono meloso: ¡Uy, qué peligro eso en tus manos!”. “Así te tendré más dócil”, repliqué. No la usé sin embargo como instrumento agresivo sino intimidatorio. La pasaba por las nalgas y la hacía resbalar por la raja, tanteando el ojete con amagos de meterla. Él temblaba con más excitación que temor. Luego pasé a deslizarle la porra entre los muslos, sobrepasando los huevos y la polla bien erecta. Ya solté la porra y manoseé directamente por ahí abajo. Palpé las cargadas bolas y agarré la verga que estaba mojada. La froté extendiéndole el juguillo hasta que imploró: “¡Deja eso ahora y fóllame de una vez!”. “¡A la orden!”, repliqué burlón, pero con la voz quebrada por el acaloro. Con la mano aún pringosa sobé mi propia polla, que se mantenía dura y también destilaba. La apunté hacia la raja y, sujetándome a las anchas caderas, di en el blanco. Tuve que apretar y pensé que le haría daño, pero a su “¡Ooohhh” inicial siguió: “¡Qué bien, toda dentro!”. Y yo encantado de ello y ajustándome bien a fondo. Porque aquellas interioridades que ceñían mi polla con su calor húmedo me embriagaban. Empecé a bombear crispando los dedos sobre su espalda perlada de sudor. Él me jaleaba: “¡Así, así, cómo me gusta!”. “Pues anda que a mí… Estoy que me salgo”, repliqué. “Aguanta y no pares”, pedía.

A medida que aumentaba mi excitación la capacidad de resistencia se me agotaba y lo previne: “¡Estoy a punto ya!”. Reaccionó entre gemidos: “¡Sí! ¡No te salgas! ¡Échamela!”. Así que, cuando sentí que me venía la descarga, me apreté con fuerza al culo y, con temblores de piernas, me fui vaciando en varios espasmos. Él guardó un tenso silencio hasta que me volqué sobre su espalda con la respiración cortada. Entonces soltó: “¡Vaya follada!”.  “¿No es lo que querías?”, repliqué casi sin voz. Me aparté y fue levantando su cuerpo entumecido. Al ponerse de frente mostró una erección de escándalo. “Ni que te hubiera inyectado viagra…”, comenté. Entonces se tomó la revancha.

Puso las manos sobre mis hombros y me impulsó hacia abajo. Yo, que estaba todavía flojera, fui cayendo hasta quedar de rodillas y sentado en los talones. Sobre mi cabeza se erguía su polla desafiante. “Me has puesto a cien”, corroboró. Empezó a meneársela y, como hipnotizado, levanté la cabeza y abrí la boca. “¿Eso es una provocación?”, preguntó acelerando la frotación. Saqué la lengua en asentimiento y me fue acercando la polla. “¡Pues ahí va!”, exclamó con voz ronca. La leche empezó a salpicarme mientras me introducía la polla en la boca. La cerqué con los labios y fui deglutiendo el abundante y espeso semen. Apoyó las manos hacia atrás sobre la mesa y me dejó que acabara de relamerle la polla. “¡Qué a gusto me he quedado por detrás y por delante!”, comentó jocoso. Tuve que sujetarme en sus muslos para poder incorporarme de la postura genuflexa en que me hallaba. Me rehíce y me eché sobre él. Busqué su boca con la mía, todavía impregnada de leche, y él respondió hurgándomela con su lengua. “Haces lo que quieres conmigo”, dijo al fin burlón. “¡Mira quién habla!”, repliqué, “Lo tuyo sí que ha sido abuso de autoridad”.

Se creó un impase y de pronto me di cuenta de que, llevados por el morbo del uniforme, habíamos ido directamente al grano y mi hospitalidad estaba dejando mucho de desear. Por eso dije: “Ni siquiera se me ha ocurrido preguntarte si te apetecía beber algo”. “¡A buenas horas!”, replicó burlón, “Aunque hemos tenido bastante ocupadas las bocas ¿No te parece?”. Pero aprovechó también para echarme una puya. “Tampoco hemos pasado de aquí”, dijo señalando la sala donde habíamos follado, “Por lo visto tu dormitorio lo reservas para otros”. Reconociendo que tenía razón, salí del paso bromeando: “Como empezaste con el numerito del uniforme pensé que no te hacía falta pijama”. Quise sin embargo mostrarme más acogedor al recordar que, al venir con la bolsa, había dicho que era para el turno del día siguiente. Así que añadí: “Además, ya que te has traído el equipaje, habrá tiempo para que disfrutes del dormitorio…”. “¿Quieres decir que me invitas a pasar la noche aquí?”, preguntó no demasiado sorprendido. “Si no tienes nada mejor que hacer… Estaré encantado desde luego de quedarme tan bien protegido”, afirmé. “Entonces no te quitaré los ojos de encima”, dijo dándome un beso.

Dada la situación, se imponía que tomáramos algo más que una copa. El problema eran mis limitados conocimientos culinarios y, en consecuencia, la precariedad de mi despensa. Hube de reconocerlo al decir: “Lo que no sé es qué te voy a poder ofrecer de cena… Como no pidamos algo por teléfono…”. “¡Déjate de pedidos!”, contestó, “Seguro que me apaño con lo que tengas por ahí”. Ante su buena disposición, le mostré, no sin cierta vergüenza, lo que había en la cocina. Rescató algunas patatas que no se habían florecido todavía y comprobó que había huevos en la nevera. “¡Anda! Pela las patatas, si te atreves”, me dijo con recochineo, “Mientras me daré una ducha, si no te importa”. “¿Otra vez volverás de uniforme?”, pregunté. “Si lo prefieres a seguir viéndome en pelotas…”, me provocó. “¡No, no!”, repliqué, “Un cocinero en bolas me pone cantidad”.

Apenas acababa de pelar y trocear las patatas cuando apareció desnudo y secándose con una toalla. Rápidamente se puso en acción y calentó aceite en una sartén. Mientras freía las patatas, verlo de espaldas luciendo su espléndido culo reavivó mi excitación. “¡Cómo me has puesto otra vez!”, declaré. No se volvió a mirarme, sino que hizo un provocador meneo de caderas. Esto bastó para que me arrimara y restregara la polla endurecida por su raja. Más que inmutarse, lo que hizo fue pasar los dedos por un poco de aceite que había caído en la encimera, llevar la mano hacia atrás, frotarme la polla y conducirla al punto justo. Le entré limpiamente y dijo: “Quédate ahí un ratito, que me gusta… Pero tranquilo, no vayas a provocar un accidente”. Me quedé quieto bien encajado y cogido a sus caderas, y él pícaramente contraía la musculatura anal mientras removía las patatas en la sartén. Lo cual me estaba dando un gusto tremendo.

Hizo una llamada al orden, haciéndome salir de su culo, para abordar las tareas más delicadas de la tortilla. Me aparté y, viéndolo maniobrar, no se me ocultó la erección que él también exhibía ahora. Pero acabó confeccionando una tortilla perfecta de lo más apetitosa. Corté unos tacos de queso y abrí una botella de vino. Con buen saque, fuimos dando cuenta de todo ello sin hablar demasiado.

No nos bastó con acabarnos el vino sino que, para la sobremesa, le ofrecí degustar un buen licor, que de eso sí que estaba mejor surtido. Ocupamos el sofá, muy juntos los dos, y empezamos a darle a una botella de whisky. Se le soltó la lengua y se puso a contarme anécdotas de sus tareas de vigilancia y, en particular, de algunos ligues provechosos. “Así que no he sido el primero ¿eh?”, le dije zalamero. “Que le tenga que hacer una tortilla de patatas, sí”, bromeó. Aunque estábamos relajados, no parábamos de acariciarnos y achucharnos, hasta que me preguntó: “¿Conoceré por fin tu cama?”.

Rápidamente lo conduje al dormitorio y se lanzó en plancha sobre la cama. “¡Qué ganas tenía, con las vueltas que me da ya la cabeza!”, exclamó. Me tendí a su lado y entonces él se puso de lado dándome la espalda. Una vez más me tentó meneando el culo provocativamente. “Eres insaciable”, le dije. “¡Uuummm!”, remugó, “Me gustaría dormirme contigo dentro”. Nada más arrimarme y sentir su calor en la entrepierna note que me venía otra erección. No me costó nada metérsela y quedarme bien abrazado a su espalda. Así nos quedamos dormidos los dos entre efluvios alcohólicos.

No supe cuánto tiempo pasamos así cuando una placentera sensación hizo que me fuera desvelando. Era que mi compañero de cama, bocabajo entre mis piernas, se afanaba en una deliciosa mamada. “¿Qué haces por ahí?”, pregunté medio aturdido. “¡Psss!”, me acalló, “Tú déjate”. Y vaya si me dejé, tan a gusto que soltaba suspiros y sentía cómo la excitación crecía hasta estallar en una liberadora corrida. No me soltó la polla de su boca hasta que empezó a aflojárseme. Ya pudo decir: “Tenía ganas de desayunar”. Aunque me había quedado KO, tiré de él para abrazarlo. Se dejó hacer pero me avisó: “Estoy aquí en la gloria, pero dentro de poco tendré que entrar en el curro… Ya viste que me traje el equipo”.

Mientras se vestía, hice café y añadí unas magdalenas, que no tocó. La despedida fue rápida, pero suficiente para intercambiar teléfonos y promesas de futuro. Porque en verdad aquel encuentro en el metro fue el comienzo de una buena amistad.

martes, 2 de mayo de 2017

Exhibicionismo rural

Paseaba por un paraje solitario entre campos de cultivo y, al ir a pasar por un ajado puente sobre un cauce seco, observé que había alguien apoyado en el pretil. Se trataba de un tipo sesentón con una buena barriga y unos brazos peludos en su camisa de manga corta. Por su aspecto algo rudo, pensé que se trataría de un campesino que se tomaba un descanso. Pero al fijarme mejor y hallarse el hombre un poco de medio lado, pude ver perfectamente que tenía la bragueta abierta y le salía la polla echando un potente chorro. Avancé algo más y me detuve haciendo ver que me interesaba en el paisaje. Pero él me miró y captando mi atención me sonrió. Se dio unas aparatosas sacudidas y se dejó la chorra fuera. Oí que decía: “¿Te gusta?”. “No está mal”, contesté. “¿Te gustaría ver más?”, volvió a provocar. “A nadie le amarga un dulce”, repliqué. Señaló un cobertizo abandonado: “Allí te lo puedo enseñar todo… ¿Vamos?”. Se guardó la polla, pero no se molestó en cerrar la bragueta. Lo seguí y me avisó: “No es que vayamos a echar un polvo. Solo quiero que me mires… sin tocar. Es lo que me pone. Pero si te apetece puedes hacerte una paja conmigo”. Algo rarillo me pareció la cosa, pero me pudo la curiosidad y el tío desde luego estaba muy bueno.

Ya a resguardo me dijo: “Anda, siéntate ahí”. Dejaba claro que mantenía las distancias. Se plantó ante mí y, poniendo voz anhelante, preguntó: “Me lo quieres ver todo ¿verdad?”. Asentí: “Claro”. Muy serio, y con la mirada un tanto perdida, se sacó los faldones de la camisa fuera del pantalón y fue desabrochando los botones. Se quitó la camisa con naturalidad y la dejó a un lado. Aunque lo pareciera, no me daba la impresión de estar ante un striptease convencional. Acompañaba los calmados gestos a los que se entregó, con un punto de lubricidad, de subrayados e incitaciones que no esperaban respuesta, solo mi atenta contemplación. Un vello recio se extendía por gran parte de pecho, barriga y brazos. Todo ello se puso a sobárselo y estrujárselo a dos manos. “Buenas tetas ¿eh? ¿A que las lamerías?”. Dos rosetones cárdenos, de puntas más oscuras, asomaban entre el pelambre. Se chupó los dos índices y los pasó por los pezones. “Me gusta ponerlos duros, estirarlos y pellizcarlos”. Cosa que hizo con recia lascivia, poniéndome los dientes largos. Luego se dio la vuelta, para lucir la espalda también con vello. Se palpaba los michelines de la cintura. “Estoy hermosote ¿a que sí?”. Aproveché para darme unos toques a la entrepierna revuelta. Volvió a ponerse de frente y se soltó el cinturón. “Te estás poniendo cachondo ¿eh?”. Como la bragueta se la había dejado abierta, sujetó los pantalones mientras se quitaba los zapatos moviendo los pies. “Verás lo que viene ahora…”.

Fue bajando los pantalones. Llevaba unos calzoncillos blancos clásicos, de bragueta con abertura delantera. Por lo que, al agacharse e ir levantado las piernas para sacarse los pantalones, le asomaban pelos por ella, e incluso los huevos por las anchas y cortas perneras. Ya solo en calzoncillos, se puso a jugar con ellos. La procacidad de sus manejos y de las expresiones que los glosaban denotaba una creciente agitación, pese a su concentrada seriedad. Los calzoncillos algo arrugados le permitían provocadoras insinuaciones. Se cogía el paquete y lo sacudía. “¡Lo que hay aquí…!”. Subía las perneras hasta las ingles. “¡Mira qué muslos!”. En verdad los tenía rollizos y velludos. “¡Uy lo que asoma!”, al salírsele de nuevo un huevo. Se bajaba la cinturilla  hasta la raíz de la polla, mostrando el rizado pelambre del pubis. “Tengo un bosque aquí”, y moldeaba la tela sobre la polla. “Y vaya tronco ¿eh?”. Una manchita de humedad se formaba en el blanco tejido. “Eso que estoy haciendo esfuerzos para no empalmarme todavía”. Metió la mano en la bragueta haciendo amago de sacársela. “¡Qué ganas debes tener de que te la enseñe! Con lo que te gustó verla mientras meaba…”. Siguió tocándosela por dentro de los calzoncillos. “Pues vuelvo a tener ganas… ¡Vas a tener suerte otra vez!”.

Se puso de perfil y sacó la polla, que se veía bastante más crecida. Sin manos, como había hecho antes, el chorro fue a caer a una lata oxidada con fuerte sonido metálico. Ahora sí que se la cogió para sacudirla con energía. “¡Qué a gusto se queda uno!”. No se molestó en metérsela dentro, pero se puso de espaldas. “Te voy enseñar una buena cosa”. Se bajó los calzoncillos hasta las pantorrillas. Desde luego tenía un culo impresionante. Voluminoso y bien redondeado, el vello se le espesaba en la raja. “¿Qué? ¿Impresionado? …Pues se mira pero no se toca. Que ya imagino lo que querrías hacer con él”. Se agachó para  sacarse los calzoncillos por los pies. “¿Ves lo que me cuelga?”. En efecto entre los muslos se bamboleaban los cargados huevos rojizos. “Gordos ¿verdad? …Luego los verás mejor”. Primero tenía que mostrar con voluptuosidad las excelencias de su culo. Se dio varias palmadas. “Duro como una piedra”. Después se inclinó y alargó los brazos hacia atrás para agarrarse con las dos manos las nalgas. Tiró hacia los lados abriendo todo lo que pudo la raja. Entre los bordes peludos, en una franja cárdena se vislumbraba un botón oscuro. “¿Ves bien el ojete? Seguro que te gustaría follártelo ¿eh, golfo?”. Seguí callado pero, por supuesto, me daban unas ganas locas de lamerlo y clavarme en él. “Pues mira cómo el gusto me lo doy yo”. Soltó un lado y llevó la mano a la boca para chuparse los dedos. Con un forzado e insospechado giro, dado su volumen, logró meterse el índice y lo frotó. “¡Joder, qué rico! Hasta tres dedos me caben”. Dicho y hecho, hurgó en la raja y parecía que tuviera casi la mano entera dentro. “¡Oh, que bruto soy!”, se increpó a sí mismo.

Fue enderezando el cuerpo y ya erguido volví a tenerlo de frente. Bajo la orza que le hacía la barriga, entre un crespo pelaje, el sexo sobresalía en la confluencia de los muslos. Sobre los huevos medio ocultos por los pelos, reposaba la polla. Vista de frente, la vi más ancha y agreste. La piel del prepucio no cubría del todo el capullo, que brillaba más claro y húmedo. Me dejó mirar con los brazos en jarra. Pero pareció que se excusaba. “Meterme los dedos por el culo me ha aflojado. Pero así podrás ver cómo se me llega a poner”. Entretanto levantó la polla y separó las piernas para enseñar los huevos al completo. “¡Qué buenas pelotas! Por detrás parecía que me colgaban ¿a que sí? Pero ya ves que las tengo bien pegadas”. Se los sobó. “No me caben en la mano”. Se soltó la polla y se me acercó peligrosamente. “Ahora sin manos… Ve mirándola con atención y verás cómo se me pone cachonda del todo”. Efectivamente, al conjuro de mis ojos que casi se me salían, la verga iba engordando y alargándose. La piel se retraía y el capullo llegó a asomar entero, romo y mojado. Al irse levantando, llegó a quedar en horizontal. “¿Qué te dije? Cómo se me ha puesto solo con que me la mires”.

Ya se la agarró. “Me voy a hacer un buen pajón… ¿Tú no te animas a acompañarme? Seguro que te he puesto a cien”. Hablé por primera vez. “¿Así quieres que me la saque?”. “Menéatela mirando cómo lo hago yo”, insistió. Para más comodidad, me bajé los pantalones y la polla me saltó liberada. Pero al hombre parecía interesarle tan solo que fijara mi atención en su ritual masturbatorio. Lo cual, por otra parte, sería un estímulo definitivo para mí. Con una mano se la sobaba y con la otra se tocaba los huevos, separadas las piernas. “La tengo que me quema” decía. Unas veces se la restregaba con el puño cerrado alrededor y otra usaba solo el pulgar y el índice. “Variando así alargo el gusto”, explicaba. A mí, casi automáticamente, me contagiaba el método. “¿No ves lo hinchada que la tengo ya?”. Mostraba el capullo enrojecido. “Vaya paja me estoy haciendo ¿eh? Y la hago aguantar”. Pausa y meneo; pausa y meneo. “Seguro que estás deseando ver cómo me sale la leche para sacarte la tuya también”. Se dio con energía ahora. “Ya falta poco. Estoy a punto de estallar”. Estaba sofocado mirando hacia lo alto. “¡Me viene, me viene! … “¡Aaaaajjjj”. Empezó a expulsar chorros de leche en varias oleadas, acompañadas con sacudidas de todo su cuerpo. Cuando los chorros cesaron, aún siguió frotando más lentamente y apretando el capullo para extraer las últimas gotas. Mi excitación funcionó sola y noté que tenía la mano pringada de mi propia leche.

Se limpió la mano en el pelambre de la barriga y se dirigió más directamente a mí. “¿Qué? Te ha puesto cachondo verme ¿eh?”. Y volvió a explicar con toda seriedad. “Me gusta que me mire alguien mientras me toco”. “¡Vaya exhibición que me has hecho!”, dije con la respiración entrecortada. “Ahora te irás con las ganas de haberte dado un revolcón conmigo… Eso también me pone”. “Y cómo has conseguido ponerme a mí…”, concedí y me ajusté los pantalones. Aún me quedé contemplándolo vestirse con parsimonia y expresión de haberse dado un gustazo. Se me ocurrió preguntarle: “¿Haces esto muy a menudo?”. Contestó sin darle importancia: “Alguno del pueblo me lo pide y a veces se juntan varios para pajearse mirándome… Pero con un desconocido me da más morbo”. Logrado su propósito pareció sin embargo que ya le sobraba. Así que dejé que siguiera vistiéndose y me marché. “¡Qué tipos más raros hay por el mundo!”, pensé, “Pero que me den muchos como éste”.