lunes, 2 de octubre de 2017

El hombre del carromato

Hace bastantes años, antes de la caída del muro de Berlín, formé parte de un equipo de investigación geológica que iba a estudiar una montañosa zona remota en un país eslavo. Por problemas burocráticos quedé rezagado del grueso de la expedición y tuve que incorporarme por mi cuenta. Ello me supuso calurosos viajes en anticuados trenes. El último que cogí iba a morir en un valle al pie de las montañas en las que iba a trabajar. Bajé con los  otros pocos pasajeros en lo que apenas podía llamarse estación, cargado con mi algo pesado equipaje. Sabía que de allí partía un autobús, de incierto horario, que me subiría a la última población de montaña, donde contactaría con mi equipo.

Frente a mí se desplegaba una mezcla de mercadillo de comestibles y almoneda de trastos viejos. Hacia un lado, me llamó la atención un rudimentario carromato al que se enganchaba un tristón caballo de raza pequeña. Pero lo que verdaderamente atrajo mi mirada fue la figura en escorzo de quien estaba apoyado en él. Un hombre grandote que, entre la gorra y unos pantalones bastante caídos, llevaba el cuerpo desnudo. Resaltaba el contraste entre la piel más clara que había estado protegida por una camiseta imperio y el resto enrojecido por el sol. Echado hacia delante, la raja del culo le asomaba en buena parte y la barriga se le desbordaba generosa por encima de cinturón. Como tengo la costumbre de fotografiar escenas pintorescas que voy encontrando, no dudé en disparar la cámara que llevaba colgada del cuello aprovechando que no me miraba. Es una foto que todavía conservo.

Por suerte, sabía defenderme bastante decentemente en el idioma local. Así que me dirigí al hombre para preguntarle dónde podría tomar el autobús. Me miró sonriendo con simpatía. “¡Uy! Hace un rato que salió… Ya no hay otro hasta mañana”. Tras ese contratiempo, volví a preguntarle si me podía indicar un hotel para pasar la noche. Se rio abiertamente. “¿Hoteles aquí? Ni fonda hay”. Ante mi manifiesto desconcierto, me ofreció: “Si quiere, en el granero de mi casa mi mujer y yo hemos puesto una habitación de huéspedes. A más de uno al que le ha pasado lo que a usted le ha hecho el apaño”. No tenía otra opción salvo pasar la noche al raso y el hombre, aparte de su provocativo aspecto, parecía buena persona. Así que acepté agradecido. “¡Ande! Suba los trastos y usted también, que hay para un rato”. Solo había un estrecho asiento en el que apenas cabían dos personas. Me senté dejando el mayor espacio posible, ya que el hombre también lo habría de hacer para llevar las riendas del caballo. Tras ajustarle las cinchas, saltó con fuertes crujidas del carromato y se acomodó junto a mí, dejándome comprimido. No podía tener más pegado su cuerpo desnudo.

Empezamos a salir del pueblo para tomar un camino cada vez más pedregoso y sinuoso. Los zamarreones que daba el carro eran nefastos para mi precaria estabilidad y me aferraba con fuerza al borde del asiento por el lado sin protección para no precipitarme por él. Al notar mis equilibrios, el hombre me dijo con toda naturalidad: “Páseme el brazo por detrás y así se sujetará mejor”. Seguridad ante todo. De modo que me agarré a sus chichas en un abrazo que me puso la piel de gallina. Acoplados de esa forma, el hombre se puso a perorar con una intencionalidad que de momento se me escapó. “En estos sitios abandonados por el Estado hay que apañarse como se pueda. No somos como ustedes los capitalistas… Ya ve el invento de la habitación para sacarnos unos cuartos de vez en cuando. Pocos, eh, no se asuste”. Se acomodó mi brazo a su cuerpo diciendo: “Así  vamos mejor ¿verdad?”. No me podía esperar lo que vino a continuación.

En un tono persuasivo soltó: “Yo le gusto ¿a que sí?”. Contesté ingenuamente: “Está siendo muy amable conmigo”. “No lo decía por eso… Si ya me he fijado en cómo me miraba el culo”. Mientras enmudecido pedía que me tragara la tierra, continuó: “¡Tranquilo hombre! Si me he alegrado… Ya le dije que aquí uno se apaña como puede y yo tengo un culo que puedo aprovechar”. “No lo sigo”. “¡Sí hombre! Que si a alguno le apetece me la puede meter”. “¿Pagando?”, pregunté perplejo. “¡Pues claro! No lo hago por vicio… Pero pido poco, no crea”. Estaba tan alucinado que me dio por indagar más. “¿Es lo que ofrece a los huéspedes que lleva su casa?”. “No a todos, que tengo buen ojo clínico… Pero éstos son muy pocos y no saco casi nada”. “¿Tiene más clientes?”. “En el pueblo ya me conocen todos… En las afueras hay unas tapias y allí vienen a follarme. Hasta algunos de más lejos. Dicen que disfrutan más que con la mujer… Ahora eso sí, siempre con condón, que no quiero coger una porquería”. ¿Su mujer lo sabe?”. “¡Naturalmente! Es un negocio, como la habitación… Mejor que ella haga de puta ¿no? Que además aquí estaría muy mal visto. Y bastante tiene con el huerto y los hijos”. Esta conversación, abrazado a él, no podía ser más comprometedora y, cuando estábamos llegando a la casa, el hombre concluyó: “Así que ya sabe…”. La verdad es que estaba en sus manos y no sabía lo que depararía mi estancia ¡Qué surrealista podía ser el mundo!

La mujer, una matrona tan oronda como el marido, pareció muy contenta de tener un huésped. Sin hablar apenas nos sirvió una cena modesta pero sustanciosa. Al terminar, el marido le dijo a la mujer: “Tú acuéstate, que yo me encargo de todo”. En ese todo pensé que incluía ‘todo’.

La habitación, que se veía que habían delimitado dentro del cobertizo, constaba tan solo de una cama baja y una lamparita en el suelo, pero las sábanas parecían limpias. “Bueno, lo dejo”, dijo el hombre, “Luego me asomaré por si se anima”. Balbucí una torpe excusa. “Estaré muy cansado…”. “¡Venga, hombre!”, insistió, “Si ese suplemento al alquiler de la habitación nos vendrá muy bien a mi familia y a mí”. “Ya le añadiría algo de todos modos”, concedí. “¡Eso no!”, me atajó, “No queremos caridad… Se paga lo que se hace”. No supe qué añadir ante su peculiar coherencia y ya me dejó solo. Me puse a quitarme la ropa, sin poder sacarme de la cabeza el ofrecimiento del hombre. Como tardaba, pensé que tal vez habría desistido. Pero cuando estaba ya tendido en la cama en calzoncillos, tras unos breves golpecitos en la puerta, la abrió.

Venía completamente desnudo. “He estado dándome un buen lavado”, explicó, “Y he traído esto”. Llevaba en la mano el envoltorio de un condón. Verlo así ante mí, empezó a echar por tierra mis prejuicios. Las tetas abundosas de marcados pezones y la prominente barriga se completaban con unos compactos huevos sobre los que reposaba la polla ancha y corta. El contraste del enrojecimiento de brazos y escote con la casi blancura del resto del cuerpo, que apenas matizaba un vello dorado, le daba un realce de lo más lascivo. Para colmo se dio la vuelta y me mostró el culo separando con las dos manos las gruesas nalgas. “¡Mírelo! Más limpio imposible y hasta untado con mantequilla”, me hizo observar orgulloso. Yo había sacado las piernas de la cama dudando si levantarme y él se fijó en mis calzoncillos. “¡Pero quítese eso! Si estamos entre hombres… O si lo prefiere se los quito yo. Los suplementos del servicio solo le costarán un poquito más”. De su pormenorizado cálculo mercantil  deduje que el precio base era el de darle por el culo. Todo lo que se añadiera, o más bien precediera, iría sumando. No por tacañería sino por bochorno, opté por hacerlo yo mismo y quedar también en cueros.

Aunque mi excitación estaba desatada, lo peculiar de la situación impedía que se reflejara en mi entrepierna. Desde luego no le pasó desapercibido. “Igual va a necesitar que lo ponga a tono. Tengo buena mano para eso… O boca, que no le hago ascos”. Así iba exponiendo sus extras. Como paso intermedio, se me ocurrió preguntar: “¿Puedo tocar?”. “¡Faltaría más! Menos darme de hostias, a su gusto”, dijo poniéndose a mi disposición. Lo primero que me apeteció fue echarle mano a las tetas. Aún frescas por el lavado, redondas y firmes, daba gusto palparlas. Cómo no, hubo la glosa correspondiente. “Gordas ¿eh? Mi mujer dice que más que las suyas”. Para concentrarme mejor en lo que tenía  entre manos habría preferido que hablara menos, pero era una vana pretensión. Bajé una mano al paquete y manoseé huevos y polla. Dejándose tocar advirtió: “¡Uy! Eso de ahí va a su aire… No se esfuerce, que se animará cuando quiera”. En efecto, el sobeo que le daba a la fibrosa polla la dejaba tal cual. Cosa lógica, me dije, tratándose de una transacción comercial.

Por mi parte, ya había empezado a empalmarme, pero no lo suficiente para el fin propuesto. “Ahora me encargo yo de usted ¿Cómo lo prefiere?”. Me dejé caer bocarriba en la cama. “¡Haz lo que se te ocurra”. Se sentó en el borde de la cama y se giró hacia mí. Me agarró la polla y la sopesó expertamente. “Bien hermosa que la tiene”. A dos manos me la frotaba, corriendo la piel y pasando un dedo por el capullo. Lo veía hacer con sus carnes rebosantes y su semblante concentrado. Desde luego me la había puesto dura, pero ofreció tentador: “¿Lo animo un poquito más?”. Sabía a lo que se refería y acepté. Bajó la cabeza y me sorbió directamente la polla. Sus chupadas y revoloteos de lengua eran tan eficaces que, de buena gana, ya me habría dejado ir dentro de su boca. Pero me frenaba el temor a decepcionarlo si le privaba de lo que para él debía ser su prestación estrella y justificante de todo lo demás. Él mismo supo cuándo había de parar. “A punto ya ¿no?”. No olvidó coger el condón. “Yo se lo pongo”. Me lo encajó con precisión mientras calculaba la operación. “Si me subo encima, lo voy a aplastar con lo gordo que estoy. Así que me pondré debajo”.

Con agilidad se tumbó en la cama desplazándome del centro y con el culo realzado. “¡Hala! Aquí lo tiene”. Parecía increíble que, de aquella media raja que había llamado mi atención nada más salir de la estación, hubiera pasado de forma rocambolesca a tenerla ahora entera a mi disposición. Me arrodillé entre sus robustas piernas y, enervado, le di contenidas palmadas a las dos nalgas. “Si eso lo entona, no se prive”, oí, “Que las tengo duras”. Repetí con más energía, pero enseguida tiré de las caderas para poner el culo más elevado. Él cooperó plegándose sobre las rodillas. “Así mejor ¿no?”. Sin dudarlo ya, apunté y me clavé. La fluidez de la mantequilla y la elasticidad de conducto me la engulleron al completo. “¿Ve qué bien?”, dijo sin inmutarse, “¡Arree sin miedo!”. Lo hice con todas las ganas y con breves interrupciones para no precipitarme. Al compás de mis embestidas, creía percibir leves sonidos guturales que no llegaban a gemidos y quise convencerme de que algo debería sentir. Me concentré en lo mío y no tardé en notar que la corrida electrizaba todo mi cuerpo. Me quedé parado y preguntó “¿Ya?”. Como respuesta me derrumbé a su lado. El condón doblaba su extremo lleno de leche. Enseguida se puso de rodillas para quitármelo sin derramar ni una gota.

Me sorprendió ver que, entre sus muslos, la polla estaba bastante más crecida. Captó mi mirada y dijo: “Si es lo que me pasa… Me zumban por detrás y ésta se me llena”. Se la agarró con una mano y la zarandeó. “Si ya está a punto… Ahora va a ver”. ¿Habría otro suplemento? Preventivamente cogió la toalla que había a los pies de la cama y se la puso bajo las piernas. “Luego se la cambio”. Me pareció una verdadera proeza que, sin manos y solo apretando como si fuera a hacer otra cosa, la polla empezara a soltar sucesivos chorros de leche abundante y espesa. Al acabar resopló con fuerza, envolvió la toalla y se limpió los restos de la polla. Ante mi cara de sorpresa, se ufanó: “Cuestión de práctica… No se ríen ni nada los colegas cuando lo hago después de que me hayan follado”. La anécdota no hizo más que aumentar mi asombro.

Bajó de la cama con la toalla arrugada en la mano. “Ahora le traigo otra”. “¡No, no!”, me apresuré a rechazar porque ya necesitaba un poco de tranquilidad, “Ya me la dará mañana”. “Descuide… Lo despertaré temprano para que no pierda otra vez el autobús”, dijo sin salir todavía. “Muchas gracias y buenas noches”, quise cortar ya. “Las gracias a usted… Y ya ajustaremos cuentas”. Al fin me quedé solo y, tal como estaba, me fui adormilando con el insólito polvo dándome vueltas en la cabeza.

El hombre vino a despertarme puntual. Traía la toalla y una jofaina con agua. Al dejarlas no hizo alusión a la desnudez en que me había dormido. Él llevaba el pantalón del día anterior, pero se había puesto la camiseta imperio, tan corta que le dejaba al aire el ombligo. “El desayuno ya está servido”, informó, “Afánese para que vayamos con tiempo”. Ya no vi más a la mujer y desayuné solo, pues el hombre se sentó a mi lado con una hoja de papel en la que había escrito una larga lista. Además del alojamiento y la alimentación, me sorprendió que había pormenorizado con una precisión extrema todos y cada uno de los actos que fueron complementando la follada. Me preguntó: “¿Se lo calculo al detalle o hacemos números redondos?”. Preferí lo segundo para evitar el recordatorio y la verdad es que no salí demasiado mal parado. Me marqué el farol de ofrecerle: “¿En moneda local o en dólares?”. Se le iluminó la cara y contestó en seguida: “Mejor dólares, si puede ser”. Pensar que me había tildado de capitalista…

El viaje de vuelta fue tan ajetreado como el de ida. Ya no tuve el menor reparo en agarrarme cómodamente al cochero. Al fin y al cabo bien que le había pagado. No hablamos mucho, sin aludir para nada a lo sucedido en la habitación. Solo al llegar al pueblo, donde estaba haciendo tiempo el autobús, mientras me estrechaba cordialmente la mano, me hizo un guiño. “Si ha de volver por aquí, ya sabe. Casa y lo otro, si le apetece”. Cuando me encontré por fin con mis colegas, les di una versión, por supuesto censurada, de la amabilidad con que había sido tratado. Al acabar los trabajos, ya fue una marcha organizada y no tuve ocasión de volver a ver al hombre con el carromato. ¿Qué sería de él con los cambios políticos y sociales que al poco tiempo se produjeron en su país? Era una pregunta que me hacía con frecuencia.