lunes, 20 de noviembre de 2017

Car wash

Una noche fui a tomar una copa a un bar de osos que suele tener un ambiente agradable y una música vintage que resulta muy relajante. Ocupé un taburete en la barra y pedí mi bebida. Al poco rato se sentó a mi lado, en el hueco que estaba libre, un tipo alto y gordote. Debería tener algo más de cincuenta años y derrochaba simpatía en las bromas que se gastaba con el camarero. Su corpulencia le hacía mantener separadas las piernas invadiendo mi espacio. Desde luego no me molestó en absoluto que una de ellas se juntara con otra mía como forma de establecer contacto. Cuando le trajeron su bebida, miró la que yo tenía ya y comentó sonriente: “Veo que tomamos lo mismo”. Lo suficiente para dar pie a una de esos inicios de conversación intrascendente, típica de estas situaciones. “¿Vienes mucho por aquí?” … “No te había visto nunca” … “No está mal este sitio” … Lo más interesante era que, al hilo de la charla, habíamos ido girando los taburetes hasta quedar enfrentados y nuestras piernas se ensamblaban en una agradable intimidad. Mi recién conocido era además muy expresivo, con gesticulaciones de sus recios brazos suavemente pilosos, que a veces llevaban sus manos a palmear mis muslos. Por supuesto no me privé de toquetear también los suyos. En uno de sus meneos, me di cuenta de que se le había soltado el botón de la camisa que moldeaba su barriga por encima del cinturón, y el óvalo abierto dejaba ver el ombligo velludo. Le dije divertido: “Te va a reventar la camisa ¿eh?”. Él rio y desabrochó un botón más. “¿No te gusta?”. Enseguida propuso: “Pedimos otra copa y nos vamos a ese sofá”. Éste había quedado vacío y permitía mayor relajación.

El sofá, bajo y mullido, permitía estar medio estirados. Pese a que era espacioso, mi acompañante se dejó caer con todo su volumen muy arrimado a mí. Nuestros brazos y piernas, más que rozarse casi se entrelazaban. Me encantó sin embargo que, para un mejor acomodo, me pasara un brazo por encima de los hombros y notar su calor y el cosquilleo de sus vellos en mi nuca. Pero aún más, con la mano libre volvió a soltarse botones de la camisa, ahora los de arriba, de forma que solo uno quedó sujetándola. “Me gusta que me toquen”, dijo entre oferta y petición. Mi mano se fue directa a aprovechar la abertura y dar con un pecho grueso y consistente. Deslicé los dedos por los pelos y pasé sobre la roseta del pezón, que se endureció al contacto. “Creo que nos vamos a entender”, susurró manteniéndome sujeta la mano en su pecho y girándose para buscar mi boca. Nos besamos enlazando las lenguas y libando las salivas. Sentía su peso sobre mí y la calentura se me aceleraba, sabiendo que la suya también lo hacía.

Lo que menos me esperaba, no obstante, fue el sesgo que tomó nuestro ligue. De pronto me preguntó: “¿Tienes coche?”. Pensé que sería para que nos fuéramos a un sitio a revolcarnos. Contesté casi disculpándome: “Sí, pero no he venido en él”. “No importa”, replicó, “¿Podrías venir con él mañana a mi casa?”. “Supongo que sí…”, me mostré desconcertado. Él sonrió. “Son cosas mías… Es que me encanta lavarlos”. Mi expresión de asombro habló por sí misma y él siguió explicando. “No te asustes… Es una fantasía que tengo. Creo que te gustaría”. Me vinieron a la cabeza algunas fotos y vídeos que había visto en internet y aventuré una pregunta: “¿Cómo esos lavacoches ligeros de ropa?”. “No vas desacertado”, reconoció, “Pero ahora no te daré más pistas”. “¿Eso lo puedes hacer en tu casa?”, insistí incrédulo. “Vivo en las afueras y tengo un patio que sirve para dar un buen lavado a un coche… Lo dejo como nuevo”. “¿Y el conductor?”, seguí preguntando, encontrándole cada vez más morbo a la idea. “Servicio completo”, afirmó con picardía. Estaba tan sorprendido que me hice de rogar. “No sé yo… Un poco rara tu fantasía”. “Divertida más bien”, corrigió, “Me vas a tener a tu entera disposición”. La verdad era que, nada más imaginarlo, se me estaba reavivando la excitación. Así que acepté y él me dio las indicaciones para llegar a su casa.

Con una emoción contenida, a primera hora de la tarde del día siguiente enfilé con el coche el camino a su casa. Tal como me había indicado, encontré abierto el ancho portón de acceso al patio. Siguiendo sus instrucciones, entré, paré el coche y salí para cerrar el portón. El patio era bastante amplio y, a un lado, había otro coche, impoluto y brillante. Además me había pedido que esperara dentro del coche. Cosa que hice, impaciente y con la mirada fija en la puerta que daba acceso a la casa. No tardó en abrirse y allí apareció la sorpresa. Apenas reconocí a mi ligue de la noche anterior, con una gorrita calada que ensombrecía su cara. Pero lo espectacular era que llevaba tan solo un eslip de talla tan reducida que apenas asomaba un triángulo azul enterrado entre sus abundosas carnes. Éstas se agitaban orondas y velludas mientras se acercaba rápido al coche. Al verlo bajé el cristal y él se inclinó sonriente con las manos en el marco. Las tetas le colgaban generosamente mientras preguntaba: “¿Qué te parece tu lavacoches?”. “¡Impresionante!”, afirmé. Y como sabía que sería de su gusto, añadí: “Con mucho que tocar”. Se arrimó aún más y entonces saqué una mano para palparle las tetas. Se dejaba hacer con rumores de placer. Hasta que, poniéndose derecho, llegó a apoyar el llamativo triángulo azul con un descarado abultamiento. “Mira lo que estás provocando”, le oí decir con la cara por encima del techo. Se lo acaricié notando su dureza, pero le quedaba tan ajustado que no pude sacar lo que ocultaba. Ya se apartó y volvió a asomarse. “No te precipites, que el coche lo tienes muy sucio”. Casi me había olvidado del guión preestablecido. Pero él siguió con lo suyo. “Sube el cristal, que voy a empezar dándole un manguerazo”. Se volvió y, al agacharse para coger la goma, me ofreció la visión de su culazo, del que el pequeño eslip dejaba al aire más de la mitad.

Sin más dilación abrió el agua y proyectó un fuerte chorro sobre el coche. Había quedado tan encandilado que solo entonces tomé conciencia de encontrarme atrapado, como si estuviera en un peculiar túnel de lavado. A través de los regueros en los cristales, veía distorsionada la gruesa figura semidesnuda que, de un lado para otro, manejaba la manguera. Más aislado me sentí todavía cuando, con una gran esponja que iba empapando en un cubo espumoso, se puso a frotar por todas partes. Ahora el contacto era más próximo. Volcaba el cuerpo sobre el capó para repasar toda su superficie y, cuando se pegaba a las ventanas para alcanzar el techo, los pelos de su barriga se aplastaban contra el cristal enjabonado. Él mismo parecía empapado y el eslip mojado adquiría un tono más oscuro. Nuevos manguerazos de agua clara fueron diluyendo la espuma y enseguida pude ver con más nitidez que también proyectaba los chorros hacia su cuerpo, en un gozoso y sicalíptico enjuague. La carrocería brillaba secándose al sol, pero los cristales fueron objeto de un repaso adicional con una gran bayeta.

Llegados a este punto, me debatía entre salir del coche, abalanzarme sobre él y arrancarle el eslip, o bien alargar el morbo dejándome llevar en su voluptuoso capricho. Pero me sacó de dudas al ser él quien abrió la puerta del coche. Pegado al hueco y secándose con una toalla, le veía de las tetas para abajo y ponía deliberadamente ante mí el dichoso triángulo que, mojado, parecía más dado de sí. Ya lo tuve claro. Eché abajo el eslip y una polla gorda y a medio descapullar se desperezó sobre los huevos que se esponjaban entre los muslos. Él tan solo emitió un resoplido y oí que sus manos caían sobre el techo del coche. Acerqué la cara y sorbí la polla, que empezó a endurecerse en mi boca. Me daba facilidades arrimándose más y balanceando las caderas con provocativa lubricidad. Cuando la polla estuvo tan crecida que necesité respirar, aprovechó para agacharse hasta mostrar la cara sonriente. “¡Qué buen chico has sido! Ni siquiera te has desabrochado el pantalón”, dijo burlón. Entonces introdujo el busto y, pasando sobre mí, estiró el cinturón de seguridad, que me había soltado al llegar, y lo sujetó. Salió fuera y cerró la puerta tras avisar: “¡Ahora veras! ¡Espera!”. Dio la vuelta y abrió por el otro lado. Se sentó pero, con evidente conocimiento de los mecanismos del coche, llegó a poner los dos respaldos casi horizontales.

El corazón me iba a tope allí tumbado y sujetado, a disposición aquel hombre voluminoso que se volcaba sobre mí. Aunque había dejado abierta la puerta de su lado, me asombraba la facilidad con que se manejaba por allí dentro, como si fuera un terreno dominado de sobra por él. Con delicadeza empezó por abrirme la camisa y, al no poder quitármela del todo, la apartó hacia los lados. Entretanto iba lanzando murmullos de complacencia: “Umm”, “Umm”…  Yo me dejaba hacer fascinado por la  peculiaridad de la situación. Luego se ocupó de mis pantalones por debajo de la tira del cinturón. Hube de levantarme ligeramente para que pudiera sacarlos y arrastró con ellos los calzoncillos. Mi polla había experimentado varios episodios de empalme a lo largo del proceso y ahora estaba en plena expansión. “Esto quería ver”, dijo él al acabar su tarea. La acarició con una mano mientras con la otra me palpaba los huevos. Mi excitación se aceleró sabiendo lo que iba a venir. En efecto, tras mirarme a la c ara con picardía, me lamió el capullo. Se interrumpió para decirme: “Es lo que me has hecho tú antes ¿no?”. Ya se metió la polla entera en la boca y chupó de forma tan deliciosa que me puso la piel de gallina y mi calentura se desbocó. Ponía una mano sobre su cabeza y estiraba la otra para manosearle la espalda y llegar a darle palmadas en el culo.

Cuando ya estaba al límite, supo parar prudentemente. Entonces me soltó el cinturón y, con una habilidad increíble, maniobró con su respaldo hasta ponerlo al nivel del asiento trasero. A continuación se colocó a cuatro patas, dejándome espacio para que me metiera por detrás de él. Superando cualquier incomodidad, el morbo de presentarme el culo de tal forma arrastró mi deseo de hacerme con él. Si bien ya había tenido algún que otro escarceo dentro de un coche, lo reducido del espacio distorsionaba las proporciones y aquella inmensa grupa que parecía tener vida propia con su hendedura palpitante me alucinaba. Por ello contuve mi impulso de montarlo inmediatamente para recrearme en un disfrute previo. Sobé la extensa y velluda superficie, sólida y mullida a la vez. Aparté las nalgas y la raja que se abrió atrajo mi cara. Chupeteé y mordisqueé los bordes más blandos, hasta que mi lengua se hundió con enérgicas lamidas. Los suspiros que oía se trocaron de pronto en un imperioso “¡Fóllame ya!”. Su llamada hizo que me levantara y buscara el equilibrio para que mi polla alcanzara la raja. La saliva que le había dejado ayudó a que la deslizara y encontrara fácilmente el punto donde no hubiera resistencia. Empujé y fui absorbido hasta que mi pubis quedó aplastado entre las nalgas. El “¡Oh, sí!” que soltó el follado me cargó de energía. Bombeé cada vez más decidido y él daba facilidades procurando mantenerse elevado sobre las rodillas. Yo me sujetaba a sus hombros para mayor precisión y ya me olvidé de la precariedad del sitio y la posición. La calentura me iba subiendo, alentada por sus denuedos: “¡Qué bueno!”, “¡Dale, dale!”, ¡Lléname!”… “¡Ya voy!”, avisé y me descargué con temblores por todo el cuerpo.

Quedó planchado y yo sobre él. Después de un rato, cuando recuperé el habla, dije tomando de nuevo conciencia de donde estábamos: “A ver cómo salimos de aquí”. Ahora fui yo quien tuvo que maniobrar para salir de culo por la puerta que afortunadamente había quedado abierta. Asimismo le ayudé para que pudiera darse la vuelta y seguir mis pasos. Al fin quedamos junto al coche los dos, de pie, entumecidos, sofocados y en pelotas. No se le ocurrió otra cosa que preguntarme: “¿Ves lo limpio que ha quedado?”. Mo pude menos que reírme. “¿Y cómo hemos quedado nosotros?”. Respondió categórico: “Bien follados, al menos yo, y de una forma muy original ¿no te parece?”. “Original sí que ha sido, pero me ha dejado baldado”, repliqué. Riendo me echó un brazo por los hombros. “Vamos adentro y nos reponemos”. Aun a riesgo de que me enredara en otra de sus ocurrencias ¿quién se iba a negar? Así que, sin preocuparme de mi ropa que había quedado dispersa por el suelo de coche, me dejé guiar tan desnudo como él.

Al entrar en la casa me dijo: “Anda, ponte cómodo en el sofá que enseguida te atiendo como te mereces”. Con cierta suspicacia vi cómo desaparecía, aunque no pude dejar de admirar su oronda e imponente presencia. Aproveché el poco tiempo en que me dejó solo para inspeccionar ocularmente el entorno, por si hallaba indicios de alguna otra extravagancia. Pero todo estaba en orden y mi inquietud se disipó cuando reapareció trayendo un carrito en el que, además de bebidas, había unos apetitosos aperitivos, que debió tener ya preparados. Lo dejó ante el sofá y se sentó a mi lado, arrimándose como había hecho en el bar la noche anterior. Aunque con los cuerpos desnudos el contacto resultaba más voluptuoso. Volvió a sacar el tema de utilizar como elemento erótico el lavado de coches y quiso ponerlo en un contexto que pareciera más coherente. “Aparte de que la afición me venga de que mi familia tenía una gasolinera con túnel de lavado, lo que me hacía fantasear con sus morbosas posibilidades, también me sirve para liberar mis complejos”. Hizo una pausa que aproveché para expresar mi asombro. “¿Acomplejado tú?”. Me achuchó con cariño y siguió. “Aunque no te lo creas, me veo tan grandote y gordo que temo que en el momento de la verdad eche atrás a más de uno…”. Lo interrumpí con énfasis. “¡Pero si estás buenísimo! Desde que te vi ayer estaba deseando un revolcón contigo”. “¡Gracias, guapo!”, me dio un sonoro beso, “Pero en pelotas a la luz del día no tenía yo muy claro que no salieras corriendo… Con el truco del lavado y el juego dentro del coche quedaba todo más adornado”. Ahora reí yo. “Desde luego lo has bordado… Pero mira: Estamos aquí y no se me pasan las ganas de meterte mano”. “Entonces no te prives”, dijo poniéndose esponjoso. Aunque los ardores de la entrepierna se me habían apaciguado, el ofrecimiento de aquel cuerpo tan mullido me atraía como a una mosca la miel.

Me faltaban manos para sobar, estrujar y lamer las generosas y vellosas curvas. La entregada complacencia con que me daba facilidades me incitaba a seguir adelante. Chupé las tetas y mordisqueé los pezones, haciendo que se estremeciera y suspirara. Más lo hizo todavía cuando le palpé los huevos y la polla que, sin descargar todavía, se endurecía progresivamente. Recorrí con la lengua la balumba de la barriga y me fui deslizando hasta quedar en el suelo entre sus piernas. La polla se erguía allí tentadora y, apoyado en sus muslos, la sorbí con mucha más vehemencia de la que había empleado cuando le bajé el eslip. Porque ahora quería bebérmelo y nada me iba a parar. Sus suspiros se convirtieron en gemidos y sentía sus manos sobre mi cabeza. Chupé y chupé hasta que sus piernas empezaron a temblar y, con un silbido como el de una cafetera, me fue llenando la boca de abundante leche. La saboreé y tragué mientras su corpachón se destensaba. Todavía no había llegado a levantarme cuando soltó: “¡Uf, vaya mamada!”.

Tuvo que ayudarme a subir al sofá junto a él y buscó mi boca para diluir con su saliva la leche que aún impregnaba mis labios. Con la lujuria atemperada, quedaban caricias y arrullos que nos relajaban a ambos. Me preguntó si me apetecía ducharme. “¿También a manguerazos?”, bromeé. “Eso ya pasó por hoy”, replicó, “Tengo una ducha muy normal… y de mi talla”. “Si lo hacemos juntos, de acuerdo”. Rio. “No hay quien te pare ¿eh?... ¡Anda, vamos!”. Compartimos el espacio de la ducha con una relativa calma. Eso sí, enjabonándonos mutuamente con morbosa delectación. Cuando ya nos enjuagábamos, sin embargo, mi compañero de aguas me impulsó para dejarme con la espalda pegada a la pared.  Se agachó y se puso a chupármela, no ya como mero juego, sino con la evidente intención de no soltarme hasta conseguir su propósito. En su boca la polla se me endureció inevitablemente y se me renovaron las ganas que creía atemperadas por la enculada. “¿Sabes lo que va a pasar?”, pregunté sin respuesta. Porque precisamente fue lo que pasó gracias a su perseverancia. Quedé traspuesto sujetándome a la pared y él se fue levantando oscilante. Abrió la boca bajo el chorro, que había seguido fluyendo sobre nosotros, y la mezcla del agua con mi leche le fue resbalando por la barbilla y el pecho.

Desnudos salimos al patio, donde yo tenía que recuperar la ropa que había quedado en el coche. Mientras me vestía preguntó sonriente: “¿Volverás?”. Evocando lo que había pasado en el coche, contesté: “Otro polvo como el de hoy puede afectar a mis vértebras”. Pero él tuvo réplica: “Podríamos lavar el coche entre los dos. También tendría su morbo ¿no crees?... Y más si me follas sobre el capó”. Me prometí a mí mismo que volvería.


1 comentario:

  1. Que buen relato, me gusto la idea de follar en el interior de auto. Me gustaria muchisimo, si pudieras hacer un relato de una orgia. O mejor, orgia navideña, con santa claus y sus asistentes pasando ratos libre. Saludos y por favor no pares de escribir.

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