lunes, 26 de febrero de 2018

El comisario (1)

NOTA: Este relato ha tenido una doble inspiración. Por una parte, en una serie sueca, sale un policía gordo, fachoso y homófobo empeñado en involucrar en un crimen al dueño de un local BDSM. Aunque se trataba de una escena anecdótica, su visita al local y su actitud hostil, que el dueño desafía, me ayudaron a idear el personaje. Por otra parte, me dio mucho morbo un vídeo visto en X-Tube y se me ocurrió poner en esa situación al policía. No sé si me habrá salido bien la combinación…

Jacinto era un policía próximo ya a la jubilación. Pese a su larga carrera en el cuerpo y a que no le faltara perspicacia, había perdido todas las oportunidades de ascender a inspector. Su carácter hosco y una excesiva afición a la bebida, que le habían  acarreado más de una sanción, no le favorecían demasiado y le relegaban a tareas rutinarias y de poca responsabilidad. Bastante grueso y rubicundo, era desastrado en el vestir, siempre con una vieja y arrugada gabardina, lo cual le daba un aspecto sacado de un noir americano. Solitario, se le conocía un matrimonio fracasado hacía ya tiempo, y su ocio se limitaba a frecuentar la barra de bares algo sórdidos o ver la televisión en su pequeño y poco aseado piso.

Se había cometido un asesinato de dimensiones mediáticas y las primeras pesquisas apuntaban a un sospechoso con antecedentes y en paradero desconocido. Como existían ciertos indicios de que pudiera ocultarse en la cuidad, a Jacinto le encomendaron que se pateara un barrio determinado en busca de pistas. Provisto de una foto del sospechoso, recorría las calles con desgana preguntando en bares, comercios y porterías. En un callejón sin salida, le llamó la atención un local con la fachada pintada de negro y tan solo una puerta de hierro, también negra. Antes de mirar si había algún timbre, la empujó y se abrió. Daba paso a una escalera en descenso con muy poca luz. Bajó por ella mientras llamaba “¿Hola?”. Sin respuesta llegó al último tramo y se encontró con un pasillo cuya única iluminación provenía de vitrinas de varios tamaños y contenidos chocantes: máscaras, esposas, pinzas, grandes penes de goma… Jacinto repitió un “¡¿Hola?!” más enérgico, que tampoco tuvo respuesta. Al acceder a un espacio más amplio, le sorprendió tanto lo que allí había que tropezó con una gruesa cadena colgada del techo. “¡Mierda!”, exclamó. Había objetos que le resultaban muy extraños, como una jaula con barrotes, una camilla, una gran aspa de tablones adosada a la pared y toda una parafernalia de cadenas, cuerdas, poleas… Lo sacó de su perplejidad una voz campanuda.

“¡Bienvenido!”. Había aparecido un tipo alto y fornido enfundado en un ropaje de cuero negro. “No he abierto todavía. Pero ya que ha entrado…”, dijo con amabilidad, “Por favor, tome asiento”. Jacinto, que venía cansado de tanto andar de un lado para otro, agradeció poder descargar sus posaderas en la silla que le indicó el hombre. Pero quiso dejar las cosas claras desde el principio. “Soy policía”. El otro, que se había sentado enfrente en un sillón más elevado, replicó: “Sí, ya lo he notado… Hemos ayudado a varios policías aquí”. “De usted no me interesa nada”, dijo brusco Jacinto, que sacó una foto y se la mostró. “¿Reconoce a este individuo?”. Miró con atención la foto y dijo muy serio: “No, no es mi tipo. Es demasiado flaco. Parece piel y hueso”. Jacinto insistió. “Entonces ¿no lo reconoce?”. El hombre siguió en la misma línea. “No. Yo quiero tener un poco más con qué trabajar… No sé si me comprende”. Jacinto se exasperó. “Y dice eso tan tranquilo, como si tal cosa ¡Maldita sea!”. “Estoy totalmente tranquilo”, replicó el otro, “Pero parece que el comisario comienza a excitarse”. Jacinto se levantó furioso. “¡Ni se le ocurra pensar algo así! ¡Maldito bujarrón!”. Desanduvo rápido el camino y, cuando empezaba a subir la escalera, oyó: “¡Pero comisario, no tenga miedo! Pensé que podíamos llegar a algo bueno”. Jacinto cerró la puerta de golpe y cogió aire para calmarse. Ya daba por terminado su, por lo demás, infructuoso recorrido por el barrio.

Jacinto estaba furioso consigo mismo porque no se le iba de la cabeza aquella visita tan extraña que había hecho. No es que fuera un ingenuo e ignorara que existían esos ambientes, pero para él eran un mundo lejano que solo le había inspirado una despectiva indiferencia. Sin embargo, la atmósfera de aquel lugar y la actitud desafiante de su dueño le habían impactado más de lo que estaba dispuesto a admitir. El caso fue que durante varios días se sentía inquieto de una manera difusa y terminaba las veladas bebiendo más de la cuenta. Hasta que de pronto una mañana, él, que no era hombre de ducha diaria, se metió bajo el agua. También se puso ropa interior limpia. Salió a la calle y, como si todo lo que hacía fuera maquinal, dirigió sus pasos al callejón de aquel otro día. Más o menos a la misma hora, empujó la puerta que volvió a encontrar abierta.

Para anunciarse, Jacinto llamó de nuevo un par de veces mientras avanzaba. “¿Hola?”. Prefirió no mirar el contenido de las vitrinas ni los aparatos tan inquietantes mientras avanzaba. Otra vez salió a su encuentro el dueño del local. “¡Vaya, el comisario! ¿Viene a enseñarme otra foto?”. Jacinto pasó por alto la ironía. “No. No es para eso”. “¿Me tengo que inquietar o puedo celebrarlo?”, siguió el otro. Jacinto, para ganar tiempo, pidió: “¿Puedo sentarme?”. “¡Faltaría más!”. Así que ambos ocuparon los mismos asientos. “¿Qué me cuenta entonces?”, lo animó el dueño. Jacinto hizo un esfuerzo para hablar. “Usted dijo el otro día, cuando me iba, que podíamos llegar a algo bueno ¿A qué se refería?”. El otro resumió: “Lo que ofrezco a quienes quieren tener experiencias emocionantes”. “¿Y pensó que yo podía buscar algo de eso?”. “¿Por qué no? No sería el primero de su gremio”. Jacinto no cejaba en su curiosidad. “Cuando le enseñé la foto de ese hombre, dijo que no era su tipo y que prefería que tuvieran un poco más para trabajar…”. El dueño lo interrumpió: “¡Me admira la gran memoria de que está haciendo gala! En efecto, trabajo mejor con hombres de más cuerpo”. “¿Cómo yo?”, quiso aclarar Jacinto. “Es lo que traté que entendiera, pero no lo encajó demasiado bien”. “Fui un poco brusco, sí”, reconoció Jacinto un tanto indulgente consigo mismo. “El caso es que hoy ha vuelto… ¿Me equivoco si percibo un cierto interés?”. “No sé qué decirle… Hay cosas ahí que a mí no…”. Jacinto señaló los aparatos que se veían. “No todas son de uso obligatorio… Yo voy adaptándome a las necesidades de cada cual”. “¿Qué cree que pueda necesitar yo?”. “Me voy haciendo una idea… Todo es empezar”. “¿Cómo?”. “Yo le sugeriría un buen masaje… especial de la casa”. “¿Qué tendría de especial?”. El dueño eludió de momento especificar y preguntó a su vez a Jacinto: “¿Le han dado masajes alguna vez?”. “No, nunca… Lo había pensado, pero con esta pinta me daba no sé qué”. “Ya sabe que eso que llama su pinta para mí es un aliciente”. “Usted sabrá… Pero ¿cómo sería su masaje?”, insistió Jacinto. El dueño midió sus palabras. “Procuro sensaciones más intensas y agradables que los masajes convencionales… No debería dudar en ponerse en mis manos”. Jacinto, cuyas reservas parecían aflojar, preguntó entonces: “¿Esto cuánto me va a costar?”. “La primera sesión es gratis”, contestó el dueño, “Y a los polis les hago un buen descuento… Así consigo que no me estén relacionando cada dos por tres con el hampa de la ciudad”. Jacinto superó definitivamente su indecisión. “¿Qué tengo que hacer?”. “Si está decidido, le pediría que se desnudara”. “¿Me lo he de quitar todo?”, se le atragantó a Jacinto. “Para trabajar necesito que el cliente se libere de prejuicios… Aunque si ve que no lo pude hacer, quedamos tan amigos”, lo apremió el dueño. “¡No, no! Ya que he venido…”, accedió Jacinto, “¿Cómo lo hago?”. “Puedes ir dejando la ropa aquí mismo… Yo vuelvo enseguida”. Jacinto no captó que el dueño ya lo tuteaba.

Al quedarse solo, a Jacinto lo recorrió un sudor frío. “¡Joder! ¿Qué estoy haciendo?”. Estuvo tentado de salir corriendo escaleras arriba. “Esto no es para mí… No sé lo que me habrá dado”. Pero ya se había quitado la gabardina. Siguió entonces con el resto de la ropa, que iba dejando sobre la silla. Dudó al quedarse solo con los calzoncillos. “Ha dicho que me desnude del todo… Si me los dejo, seguro que hará que me los quite”. Esta eventualidad le pareció más humillante, así que se decidió a desprenderse también de ellos. Miró hacia abajo su cuerpo, de gordas tetas y una barriga que no le dejaba ver lo que le colgaba. “¿Será esto lo que dice que prefiere?”. Se tocó la polla encogida e ironizó. “¿Tú también le gustarás?”. Como si lo hubiera calculado, enseguida apareció el dueño. Se había cambiado de ropa y ahora llevaba tan solo un suelto y breve calzón ajustado de seda negra. Se le veía robusto y bastante velludo. Miró de arriba abajo a Jacinto. “¿Ves como no ha sido tan difícil?”. A Jacinto le disgustó que solo él se hubiera desnudado al completo y objetó sin pasar al tuteo: “¿Usted no se quita eso?”. “Todo a su tiempo…”, contestó el otro. Y añadió provocador: “Pero si ya tienes prisa por vérmelo todo, no tengo problema”. “¡No, no!”, dijo Jacinto cortado, “Haga lo que le parezca”. Pese al confianzudo tuteo del dueño, Jacinto persistía en el ‘usted’, como una forma de marcar distancias.

Una vez tomada la decisión, el dueño dijo: “Te vas a tender en esa camilla”. Cubierta con una sábana estaba allí cerca. No obstante, Jacinto aún preguntó receloso: “¿Por dónde me va a dar el masaje?”. “Por todo el cuerpo… Lo tienes muy tenso”. “¿Cómo lo sabe?”. “No hay más que verte… Y es por eso que estás aquí ¿no?”. La paciente persuasión del dueño iba aflojando las defensas de Jacinto, pese a que éste se obstinara en no reconocer su morbosa curiosidad. “¡Vale! Ya que ha hecho que me ponga en cueros, lo probaré… ¿Cómo me pongo?”. “Empezaremos bocabajo”. El dueño tuvo que ayudar a Jacinto a dejar su pesado cuerpo adecuadamente tendido en la camilla. Había un hueco abierto y acolchado en el que podía encajar la cara para mayor comodidad. Lo que a la vez dejaba una visión bastante limitada de lo que sucedía alrededor. Que el dueño pusiera las manos sobre él por primera vez para centrarle el cuerpo en la camilla hizo sentir escalofríos a Jacinto. Pero que además metiera la mano entre sus muslos para colocarle bien el paquete y que no le quedara aplastado, le provocó un estremecimiento mayor. “¡Eh, ojo con eso!”, soltó en tono airado. “Es por tu comodidad”, dijo el dueño sin alterarse. Aunque avisó: “Y no te vayas quejando cada vez que te toque, si es que quieres que haga las cosas bien para que te quedes a gusto”. Jacinto emitió un sonido gutural de incómoda conformidad y se reprochó a sí mismo internamente: “Es que me lo he buscado. Si el masaje empieza así…”.

Sintió el frío de un líquido resbaloso que le iba goteando por la zona entre los hombros. A continuación las manos del dueño fueron extendiéndolo por la parte superior de la espalda con movimientos circulares y presiones que le resultaban agradables a Jacinto y no le causaban recelos. También le subió los brazos, que le habían quedado colgando a los lados, para untarlos y frotarlos. Pero después los colocó estirados a lo largo del cuerpo y, para sobresalto de Jacinto, que no podía ver lo que hacía, le cerró una abrazadera unida a la camilla en cada una de las muñecas. “¡¿Para qué es eso?!”, se alarmó Jacinto. “Para que no se te vayan cayendo los brazos y estés así más relajado para poder seguir”, explicó calmoso el dueño. “No sé yo…”, rezongó Jacinto que, entre esa sujeción y la cara encastrada en el agujero, se veía inmovilizado. Lo cual, más que relajarlo, lo puso más inquieto. Hasta entonces había pensado que, si la cosa se ponía rara, siempre podía levantarse y poner en su sitio al abusón, pero ahora… Pese a que iba asumiendo que las manos del dueño recorrerían su cuerpo sin respetar nada, solo la tozudez de Jacinto le impedía prever el alto contenido erótico del masaje que había aceptado. “Que toque por donde quiera”, trataba de convencerse a sí mismo, “Que a mí no me va a sacar de mis convicciones… ¡Solo faltaría a estas alturas!”.

Una vez bien lubricado Jacinto, el dueño inició el masaje propiamente dicho. Sus manos amasaban los hombros. “Estás muy tenso”. “¿Usted cree?”. Pero lo cierto era que Jacinto iba notando un alivio que le infundió cierta confianza. Luego el dueño prosiguió trabajando la espalda, con presiones de los dedos y golpecitos a lo largo de la columna. Dado sin embargo que el ancho cuerpo de Jacinto ocupaba toda la camilla y sus manos sujetas a los costados sobresalían, el dueño se arrimaba tanto por uno y otro lado que iba rozando la entrepierna por ellas. Y lo que entraba en contacto con el dorso de las manos de Jacinto no era precisamente la seda del calzón, que el dueño debía haberse quitado en algún momento, sino el pelambre del pubis y hasta la polla, flácida para menos contrariedad de Jacinto. Aunque no por ello dejaba de pensar: “¡Cómo aprovecha el tío para restregarse!”.

El momento crítico llegó al traspasar el masaje la rabadilla. Aquí Jacinto apretó ya los glúteos preventivamente y el dueño, al notarlo, lo reprendió. “Éstos son unos músculos como los otros y tú, por cierto, los tienes bien gordos… Así que déjate de puñetas porque voy a profundizar donde los masajes convencionales no llegan. El mío es muy especial y lo vas a notar”. “Espero que no se atreva a violarme”, dijo Jacinto, con tanto sofoco y en tono tan bajo que solo él se oyó. El dueño, imperturbable, cacheteó las opulentas nalgas para, a continuación, verter aceite por la raja y pasar por ella el canto de la mano. Estaba tan resbalosa que un dedo fue entrando sin dificultad por el ojete, provocando una sacudida de Jacinto, enseguida atajada. “¡Quieto! ¿No te han hecho nunca una revisión médica? Verás que lo que yo hago es mejor y tu próstata lo agradecerá”. Movió el dedo con habilidad y Jacinto notó que se le erizaba la piel. “¡Joder, qué gusto!”, pensó, “El médico me hizo más daño”.

La sorpresa, que Jacinto hubo de reconocer que había sido tolerable, lo pilló desprevenido cuando el dueño anunció: “¡Bueno, ahora por delante!”. Jacinto trató de no complicarse más la vida, porque además temía que se le notara cierta animación que había sentido en su intimidad.  “¿No ha habido ya bastante?”. “Un masaje nunca se deja a medias”, sentó rotundo el dueño. “¡Venga! A ponerte bocarriba”. Jacinto, resignado, fue girando su voluminoso cuerpo con ayuda del dueño. Éste comentó: “Ya sabía yo que el masaje extra que te acabo de dar te sentaría bien”. Como la barriga de Jacinto no le permitía ver más allá, prefirió ignorar a qué se refería el dueño exactamente.

La aplicación del aceite y el masaje consiguiente por toda la delantera de Jacinto iban a poner a prueba aún más la tolerancia de éste. Como primera medida, tampoco quiso el dueño dejarlo suelto. Con rapidez le subió los brazos por encima de su cabeza y, poniéndole unas bridas en las muñecas, las sujetó a una abrazadera que había en la cabecera de la camilla. “¡¿Otra vez con eso?!”, protestó Jacinto. “No me conviene que bracees”, explicó simplemente el dueño. Lo cierto era que, a cara descubierta Jacinto ahora, esta parte del masaje iba a resultarle mucho más incisiva, con una actitud del dueño descaradamente provocadora. Y no solo por la forma de usar sus manos, sino también su propio cuerpo.

Al extender el aceite, el dueño recorría y moldeaba las abundosas carnes de Jacinto, comprimiéndolas con una energía que lo hacía estremecer en su indefensión. Le apretaba las tetas y enredaba los dedos en el vello, pinzando los pezones. “¡No tan fuerte!”, pedía Jacinto. Al ir bajando, el dueño contorneaba las caderas y los muslos, para subir luego y meterle las manos por las ingles, orillando de momento los huevos y la polla. Pero es que además, al ir dando vueltas en torno a la camilla, se volcaba restregándose sobre Jacinto. Tanto trajín tenía a éste sobrecogido y ya sin ánimos siquiera de protestar. Incluso, cuando se colocaba en la cabecera de la camilla, ponía su polla al alcance de las manos atadas de Jacinto que, al notarla ahora no tan caída, llegó a palparla brevemente, en un impulso que consideró como mera curiosidad.

El dueño hizo como si se zafara y, considerando que Jacinto ya estaba a punto para su actuación final, se desplazó a los pies de la camilla. Fue entonces cuando Jacinto, al cesar los constantes meneos, se dio cuenta de que, con toda certeza, su polla había adquirido una tensión que hacía tiempo no experimentaba. No tuvo tiempo para sacar conclusiones, porque el dueño le apartó las piernas hacia los lados y, con una agilidad que debía tener ya bien practicada, se impulsó para quedar de rodillas sobre la camilla, en el hueco dejado por las piernas de Jacinto. Sentado en los talones, el dueño, en una perspectiva incómoda para Jacinto, que agotaba sus fuerzas intentando levantar la cabeza, se sobaba su propia polla ya del todo endurecida. Llegó a juntarla con la de Jacinto, no menos tiesa, y con un chorreo adicional de aceite, las frotaba suavemente. De repente Jacinto sintió que una sacudida le recorría desde la coronilla hasta la entrepierna y, de una forma que escapaba a cualquier control, fue expulsando borbotones de leche. Quedó anonadado ante la brusca e inesperada reacción de su cuerpo.

El dueño no hizo el menor comentario de la corrida de Jacinto. Se limitó a limpiarle cuidadosamente la leche con una toalla. Luego dijo: “Ahora voy a soltarte ya las manos. Creo que por hoy podemos darlo por acabado”. Jacinto casi agradeció la no mención de lo ocurrido, como si no hubiera pasado nada. Cuando el dueño le quitó las esposas, pudo estirar los brazos y desentumecerlos. “Me bajo ya ¿no?”. Aunque el dueño hubo de ayudarlo a recobrar el equilibrio sobre el suelo. “Si quieres, puedes recuperar ya tu ropa… Espero que te marches más relajado”. Jacinto prefirió guardar silencio mientras se vestía con cierta precipitación. Solo al acabar, por decir algo más neutro, recordó: “Hoy no tengo que pagarle ¿verdad?”. “¡Por supuesto!”, contestó el dueño, “Pero confío en verte de nuevo”. “Ya veremos”. Jacinto dio media vuelta y, con la gabardina al brazo, buscó la salida al exterior. Antes de empujar la puerta, se puso la gabardina y, al abrir, lo deslumbró la luminosidad del mediodía.

Jacinto empezó a vagar sin rumbo fijo y decidió meterse en el primer bar que encontró. Entre cerveza y cerveza, trató de aclarar las ideas. Pero más bien las embrollaba desde el momento en que solo se emperraba en autojustificarse. Había vuelto a aquel sitio por mera curiosidad, después de haber visto casualmente lo raro que era, y ese tipo lo había enredado además con su labia. Una vez allí le picó el amor propio de demostrar que no se echaba atrás ante nada. Claro que aguantó el masaje con tantos toqueteos y roces, pero por mantener el tipo, sin que eso significara que se hubiese cambiado de bando ¡Faltaría más! Ni siquiera pensaba que lo que pasó al final hubiera sido en realidad una paja. Simplemente se había corrido porque, con el tiempo que llevaba sin vaciarse, el aceite y el masaje lo habían hecho venir solo. Si el tío se daba el gusto conmigo, habrá sido cosa suya… No es que estos argumentos lo estuvieran dejando muy tranquilo y enfiló ese fin de semana bebiendo mucho y sin apenas comer. El lunes amaneció hecho unos zorros y llamó a la comisaría alegando una gripe. Seguramente ya estarían acostumbrados.

Sí tuvo ánimos Jacinto en cambio, con la ropa de tres días y sin haberse lavado ni las manos en ese tiempo, para emprender la ruta del local que ya le era de sobra conocida. Únicamente sabía que por la mañana encontraría solo al dueño, pero no tenía ni idea de a qué iba allí. Empujó la puerta y bajó tambaleante la escalera. Ni se molestó en avisar de su llegada y se dejó caer en la primera silla que encontró en la sala de los aparatos. El dueño acudió al oír los ruidos. Esta vez llevaba una bata de raso negro hasta las rodillas. “Esto sí que es entrar sin llamar… ¿Tiene alguna urgencia el comisario?”. Jacinto balbuceó con la respiración entrecortada: “Necesito algo muy fuerte”. El dueño preguntó extrañado: “¿Estás seguro de lo que dices?”. “¡Sí!”, se exaltó Jacinto, “Quiero que me haga lo más fuerte que  se le ocurra… Lo que sea, como sea y por donde sea”. Ni siquiera ahora lo tuteó. El dueño se quedó pensativo. “Se me ocurre una cosa que puede responder a esos ardores que traes hoy… Pero necesitaría que me ayudara un colega”. Jacinto ni se lo pensó. “¿Podrá venir ya?”. “Puedo llamarlo y no tardaría”. El dueño sin embargo se quedó mirando la pinta que hacía Jacinto. “Antes habrá que hacer algo con esa mugre que llevas encima… No dará gusto trabajar contigo así”. “Haga lo que quiera, pero llámelo”, le urgió Jacinto. “¡Anda! Ve quitándote todo eso y ahora vuelvo”. Jacinto no sabía muy bien qué seguiría, pero se desnudó maquinalmente y sintió cierto alivio al quedarse sin aquella ropa desastrada. No tardó en volver el dueño. “Ya está todo en marcha y mi colega vendrá pronto… Mientras te hace buena falta pasar por el agua… Entre alcohol y sudor no hay quien se te acerque. Y de paso te despejarás”. Llevó a Jacinto a un cuarto donde había varias duchas sin separación. “¡Anda! Abre el grifo de una”, dijo el dueño. Pero como Jacinto se limitó a dar el agua y quedarse quieto debajo, el dueño tomó la iniciativa. Se quitó la bata, que era lo único que llevaba y entró junto a Jacinto. “Aquí hace falta jabón también”, dijo poniéndose a frotarlo. Jacinto se dejaba hacer sin inmutarse, ni siquiera cuando le enjabonó la polla y los huevos. Solo tuvo un pequeño sobresalto cuando sintió un dedo por el culo. En esas estaban cuando apareció el compinche avisado. “¿Habéis empezado sin mí o qué?”, preguntó por saludo. Era tan alto como el dueño, pero más robusto y de aspecto más fiero. “Ya acabamos” dijo el dueño, “Aquí mi amigo el comisario… Lo he tenido que poner en condiciones, porque venía poco recomendable”. “Gordito y de una edad, como te van a ti ¿eh?”, comentó el compinche mirando a Jacinto desnudo, que hacía pinta de cordero listo para el sacrificio. El dueño quiso asegurarse con Jacinto. “Ya ves que he traído refuerzos… Ahora que tal vez estás más despejado ¿sigues queriendo lo que me has pedido antes?”. “¡Sí, sí! Destrozadme”, enfatizó Jacinto. “¡Joder, con el comisario! Éste es de los que quieren probar su propia medicina”, comentó el compinche, que también se estaba desnudando para no ser menos.

Tanto el dueño como el compinche tenían claro cómo iban a proceder. Volvieron a llevar a Jacinto a la sala de los aparatos. Una traviesa de madera con argollas en los extremos colgaba horizontal de unas cadenas. “Ven aquí debajo”, ordenó el dueño. Jacinto lo hizo dócilmente y vio cómo graduaban la altura de la traviesa por encima de su cabeza. Cada uno tomó un brazo de Jacinto y los levantaron para acercar las muñecas a las argollas. Había ya pasadas unas cuerdas por ellas y empezaron a ligarle los antebrazos. El verse ahora atado de esa forma produjo en Jacinto una sensación de temor, pero también de extraña excitación. Pero ni hablaba ni preguntaba, dispuesto a someterse a lo que aquellos dos hombres quisieran hacerle. El porqué de su insólita actitud ni siquiera él era capaz de explicar. Solo sabía que le venía de muy adentro. Habían dejado una lazada más floja en la atadura de cada argolla para que pudiera cerrar los puños en torno a los trozos de cuerda. Así agarrado, Jacinto distendió los brazos en cruz y, para mantener el equilibrio, separó un poco las piernas y afirmó los pies en el suelo. Los hombres habían desaparecido momentáneamente de su área visual, dándole la sensación de haberse quedado solo. “¿De qué irá esto ahora?”, se preguntaba ansioso, “¿Por qué dos?”.

Pero pronto empezó a tener respuestas. No le sorprendió ya que la primera medida fuera untarle de aceite, pero fue ya más impactante la forma de hacerlo. El dueño por delante y el compinche por detrás, le iban extendiendo el líquido en abundancia, y que ya le chorreaba por las pantorrillas hasta los pies, haciendo que el apoyo en el suelo se volviera resbaloso. No era un masaje lo que le daban, sino un completo manoseo por toda la superficie y los recovecos de su cuerpo. Cuando el compinche le embadurnaba las nalgas, Jacinto ya no las apretó y aguantó que los dedos ahondaran en su raja. El dueño a su vez se le encaró y ahora no era el masajista persuasivo del otro día. Le abofeteaba el pecho y la barriga haciéndole perder el equilibrio. Estrujaba las tetas y pellizcaba los pezones retorciéndolos. Jacinto gemía, pero se entregaba. Al bajar las manos, rodeaba los muslos y metía los cantos por las ingles para zarandear los huevos y la polla. Jacinto se percató sin embargo de que, a diferencia de los otros todavía, estaba teniendo una fulminante erección.

Tal vez fue esta reacción física de Jacinto lo que dio la señal al dúo para entrar en una nueva fase. Ahora enlazaron los brazos en torno al cuerpo colgado, asidos firmemente uno a otro. De este modo, muy pegados a él, se restregaban al tiempo que iniciaban un balanceo que llevaba a Jacinto, como si fuese un pelele, hacia delante y hacia atrás cada vez con mayor impulso. Apretaban y frotaban las pelvis contra él y ya sí que Jacinto notó las erecciones de ambos. La del compinche le azotaba las nalgas y la del dueño se cruzaba con su propia polla. Jacinto, al borde del mareo, lo soportaba todo con un jadeo acompasado, que denotaba una atormentada aceptación.

Se fue frenando el balanceo y, mientras el dueño seguía sujetando firmemente a Jacinto, el compinche la tomó con su culo. Empezó dándole fuertes tortazos en las nalgas, que arrancaban respingos a Jacinto. Luego, ayudado con el aceite que había quedado impregnando la raja, hurgó hasta meterle un dedo entero en el ojete. Jacinto gimió desfallecidamente y el compinche se lanzó a un frenético frotado al que añadía más dedos. Jacinto hundía la cara en un hombro del dueño para soportar el dolor. Ya no le sorprendió, puesto que lo esperaba en realidad, que el compinche lo hiciera volcarse todavía más sobre el dueño, quien le servía de apoyo, y deslizara la polla tiesa por la raja. Se clavó bruscamente y Jacinto ahogó un sollozo. El bombeo del compinche empujaba a Jacinto contra el dueño y los crecientes resoplidos de aquél se sobreponían a sus desfallecidos quejidos. Jacinto se sentía arder por dentro y, cuando el compinche tensó el cuerpo para las últimas arremetidas, con las que ya bramaba, esa violación consentida, y aún deseada, lo invadió de un increíble morbo.

La erección de Jacinto se había mantenido inalterable y ahora era el compinche, una vez descargado, quien lo sujetaba manteniéndolo erguido y agarrándole las tetas con las manos como garras. El dueño por su parte unió su polla también endurecida a la de Jacinto para frotarlas juntas enérgicamente. La excitación parecía que iba a hacer estallar la cabeza de Jacinto y, cuando notó que la leche del dueño le empapaba el pelambre del pubis, también la suya se disparó entre los muslos del masturbador.

Dueño y compinche fueron soltando y apartándose de Jacinto que, agarrado a las cuerdas de las muñecas, dejó caer todo su cuerpo. Ante su desfallecimiento, el dueño lo instó. “¡Enderézate, que te vamos a soltar ya!”. Aún tuvieron que sujetar al tambaleante Jacinto, que buscó una silla para dejarse caer. Ninguno comentó nada de lo sucedido y Jacinto se mantenía con la mirada baja. Se sentía sucio y sudoroso, con el cuerpo dolorido. El dueño le preguntó con un tono de ironía: “¿Te quedan fuerzas para ir a ducharte?”. Jacinto se levantó con esfuerzo y, como un autómata, se dirigió con pasos vacilantes a donde antes lo había lavado el dueño. Bajo el chorro de agua se interrogó perplejo: “¿Cómo era posible que se hubiera entregado a semejante sometimiento?”. Sin embargo reconocía sentir una especie de morbosa plenitud que se sobreponía a su malestar físico. Por otra parte le desasosegaba tener que enfrentarse de nuevo a los que había contratado y a quienes tendría que pagar ya esta vez.

Cuando Jacinto volvió a donde estaban los otros, éstos hablaban con la tranquilidad de haber acabado un trabajo. Solo cuando Jacinto empezó a ponerse su desastrada ropa, el dueño le comentó burlón: “No te vayas a pasear mucho por ahí con esa pinta… ¡Quién diría que eres todo un comisario!”. Jacinto replicó: “Voy a mi casa  a dormir”. Arreglaron la transacción y, cuando Jacinto se iba a marchar ya, el dueño le dijo: “Supongo que te volveremos a ver por aquí…”. Jacinto se oyó a si mismo contestar, como si otro lo hiciera por él: “¡Seguro! Quiero probar más cosas”.

lunes, 12 de febrero de 2018

Crónica de una experiencia nudista y algo más...

Una pareja de amigos son asiduos veraneantes en una de las zonas naturistas más importantes del país. Aparte de bordear una inmensa playa, está plagada de urbanizaciones de la misma naturaleza, que constituyen una verdadera ciudad en que el nudismo es la regla. Estos amigos, al tener previsto realizar un viaje, nos cedían los últimos días del mes en que habían alquilado un apartamento. Cuando se lo comuniqué a mi amigo Javier, le pareció estupendo. No es que no hubiéramos frecuentado playas nudistas, pero la idea de poder estar todo el día en pelotas yendo de un lado para otro le entusiasmó.

Para quien no conozca anteriores descripciones que he hecho de él, diré que Javier, alto, grueso, velludo y cincuentón, tiene un cuerpo que desde luego resulta ideal para los adictos a hombres maduros y robustos como él, entre los que desde luego me encuentro. De una gran vitalidad en todos los sentidos, le excita el atractivo que suele desplegar y sabe provocarlo con gran desinhibición en cuanto se le presenta la ocasión ¡Qué mejor oportunidad que la novedad que se nos brindaba!

Llegamos por la mañana  y los amigos nos esperaban para que tomáramos posesión del apartamento. Como su avión no salía hasta la tarde, se ofrecieron a hacernos de informadores de la vida que nos aguardaba. La pareja era más o menos cerrada, aunque uno de ellos, que era el que más conocíamos, ya se las había tenido con Javier algunas veces que venía por casa. De todos modos guardamos las formas. Lo primero que sugirieron fue que nos diéramos un baño en la piscina de la urbanización. Ya tendríamos ocasión de disfrutar de la playa por nuestra cuenta. Por supuesto el uso de la piscina exigía el desnudo integral, así que solo nos hicieron falta unas zapatillas y, si acaso, una toalla en la mano. Nos despelotamos los cuatro en el apartamento y nos pusimos en marcha. Por el camino nos explicaron que, aunque había alguna que otra familia con niños pequeños, dominaban las parejas maduras, heteros y también gais, aunque en los baños que se prolongaban por la noche hasta altas horas, no se distinguía muy bien quién era qué. Dominaba el respeto mutuo y nadie se metía con lo que hacían los demás. Todo esto encandilaba sobre todo a Javier, que ya llegó a la piscina medio empalmado. Menos mal que la ducha fría previa lo calmó bastante. Aunque con su volumen no dejaba de llamar la atención, lo cierto es que, dentro y fuera del agua, había más de un tío de impresión. Siendo pleno día dominaba la corrección, pero era muy normal que alguna pareja se mostrara cariñosa. Cosa que no dejamos de imitar nosotros dos para irnos entrenando.

Nuestros anfitriones quisieron invitarnos a comer en un chiringuito próximo a la playa. Javier preguntó si también se podía ir en pelotas. Nos comentaron que, aunque no pasaba nada si se hacía, se consideraba que, sobre todo por razones de higiene, para sentarse se solía usar una toalla o, lo que era más frecuente, un pareo más o menos transparente. Tanto mujeres como hombres los llevaban con estampados llamativos y, sobre todo ellos, aún más si eran gais y tenían qué lucir, solían acortarlos a la mínima expresión. La idea del pareo encantó a Javier y, como los colegas tenían un buen surtido que nos ofrecieron, escogió el más transparente… aunque, con el frenesí con que se llegó a desarrollar nuestra estancia, poco uso le iba a dar.

De momento no llegamos a ponérnoslos y disfrutando de nuestra desnudez, como tantos otros que nos cruzábamos, deambulamos por las calles entre las urbanizaciones hasta enfilar una especie de paseo marítimo en cuyo extremo se hallaba el chiringuito. También nos explicaron que aquel paseo sobre la playa se había quedado a medio hacer a causa de la crisis y, por las noches, no muy iluminado, se había convertido en un concurrido lugar de cruising. Otra información versaba sobre locales de gais y osos, y hasta de intercambio o revoltijo de parejas en sentido amplio. Todas estas cosas las debía ir anotando mentalmente Javier, además de los baños nocturnos en la piscina.

Al llegar al chiringuito nos ceñimos los pareos a la cintura para ocupar una mesa. El de Javier, de una gasa blanca finísima con pequeñas motas coloreadas y que cuidó mucho acortárselo al máximo, no podía quedarle más provocador. Hasta el más circunspecto de nuestros acompañantes llegó a comentarle: “Como sigas así, vas a arrasar”. Comimos un excelente pescado regado con abundante vino blanco. No perdimos ocasión de ampliar conocimientos sobre la forma de aprovechar al máximo nuestra estancia.

Al terminar, como teníamos que regresar a la urbanización donde los colegas recogerían su equipaje y nosotros tomaríamos ya posesión del apartamento, decidimos hacer el camino de vuelta por la misma playa, donde ya ni siquiera el pareo iba a ser necesario. Bordeamos la orilla y nos indicaron la zona en la que solía concentrarse la colonia de osos. Desde luego el rebaño quitaba el hipo. Nuestros acompañantes aprovecharon para despedirse y de paso presentarnos. En especial conocimos a una pareja, de buena talla ambos, y a un invitado que tenían, no menos robusto, que residían en nuestra misma urbanización. Quedamos en que nos veríamos por allí e incluso ofrecieron una cena en su apartamento.

Cuando nos quedamos solos, eran tantas las posibilidades que bullían en la cabeza de Javier que tuve que recomendarle que se lo tomara con calma. “Tenemos por delante varios días y no quieras abarcarlo todo de golpe”. Sacamos lo más imprescindible de nuestro equipaje e inspeccionamos con más detalle el apartamento. Dos dormitorios con una gran cama cada uno me hicieron comentar: “¡Mira! Podremos montárnoslas por separado”. “Aquí lo vamos a hacer todo juntos”, me cortó rotundo.  “Ya veremos…”, pensé. Nos encantó la amplia terraza semicircular que, haciendo esquina, permitía la visión de las calles por donde transcurría una forma de vida tan peculiar. “¡Qué gusto va a ser desayunar aquí!”. Propuse entonces un plan de acción. “Como venimos acalorados de andar por la playa, ahora nos vendrá bien pasar un rato en la piscina. Luego vamos al súper para comprar lo que nos pueda hacer falta. Cenamos después y nos queda la noche por delante para ir de inspección”.

La piscina estaba desierta y solo alguna que otra persona tomaba el sol sobre el césped. El agua estaba deliciosa y unos chorros diseminados por el borde daban un agradable masaje. Jugamos un poco y las erecciones no tardaron en aparecer. Al poco rato aparecieron, provenientes de la playa seguramente, los tres osos que nos habían presentado antes y, al vernos, nos saludaron. Venían con vistosos pareos que enseguida se quitaron para ducharse. Entraron en la piscina y se acercaron a nosotros. Se mostraron de lo más cordiales y acogedores, completando las informaciones sobre los usos y costumbres del lugar. Pero los balanceos de cuerpos que propiciaba el agua daban pie también a roces y tocamientos más o menos directos. Cómo no, Javier en particular, con sus miradas pícaras y sus insinuantes formas de ofrecerse, atraía manoseos que la transparencia del agua no disimulaba e iban a parar a su polla endurecida. “¡Uf! ¿Vas siempre así?”, comentó uno de los tocones. “Reacciona por contacto, como las medusas”, bromeé.

La cosa no iba a ir a más, de momento, y pasamos a asuntos prácticos. Al saber que teníamos intención de hacer las primeras compras, dijeron que a ellos también les convenía y ofrecieron acompañarnos. Además sugirieron que fuéramos a cenar todos juntos y así luego nos guiarían por la vida nocturna. Al coincidir con nuestros planes, aceptamos encantados. Para prevenir excesos nudistas a los que tan proclive se mostraba Javier, me interesé por la indumentaria más adecuada. Al quedar el súper fuera del perímetro naturista, habría que ir cubiertos. Lo cual también era indicado para cenar en un restaurante, con ambiente distinto al de los chiringuitos de playa, e incluso para recorrer los clubs que nos iban a mostrar. Lo que se hiciera dentro de éstos ya era cosa de cada cual.

Ataviados con pantalones cortos, sin calzoncillos, y finas camisas, hicimos nuestras compras. Al volver a la urbanización para descargar, quedamos con los otros tres para encontrarnos e ir a cenar. Azuzados por la novedad no nos sustrajimos a volver a la piscina. En la infantil que había al lado, unos niños jugaban, sin demasiado alboroto, bajo la atenta vigilancia de un par de madres. En la grande solo estaba una pareja madura, bastante robustos tanto él como ella, a la que no le estorbó nuestra irrupción para seguir con lo suyo. Incluso nos saludaron cuando entramos en el agua. “¿Has visto cómo está el tío?”, comenté. “Seguro que nos tiene ganas”, aventuró Javier. “Muy ocupado se le ve”, objeté. “¡Fíate de eso…!”, afirmó él. Nos colocamos ante uno de los chorros no muy apartado del que usaban ellos. Hasta pareció que los animábamos, porque los achuchones que se daban se hicieron más descarados, a pesar de que, al haber ya atardecido, la iluminación interior de la piscina acentuaba la nitidez del agua. No nos privamos de hacer otro tanto y, cuando Javier estuvo ya bien empalmado, me dijo: “Ahora verás”. Con la mejor de sus sonrisas se les acercó. “¡Perdonad!…Es que nos acabamos de instalar en uno de los apartamentos y querríamos saber si la piscina se puede usar también por la noche… Con el calor que está haciendo resulta muy apetecible”. Fue la mujer quien habló, mientras la mirada del hombre repasaba a Javier. “¡Uy, desde luego! A cualquier hora aparece gente… Mi marido siempre se pasa un rato aquí”. “Bueno es saberlo… Muy amables”, se despidió Javier, que se me acercó con expresión triunfante. “Nos ha puesto al marido en bandeja”.

Cenamos con los vecinos osunos en un restaurante muy coqueto. Nos contaron que dos de ellos se habían casado hacía unos años y que el otro era el ex de uno de ellos. “Pero ahora nos llevamos muy bien los tres y siempre venimos juntos aquí”, concluyeron con toda naturalidad. “Nosotros somos también muy abiertos ¿verdad?”, aclaró Javier pasándome un brazo por los hombros. Nos recordaron: “Reservad una noche para cenar en nuestro apartamento… Se nos da bien la cocina”.

Se hizo ya buena hora para recorrer la zona de ocio. En concreto la de los clubs más interesantes. Era excitante observar que la mayoría de hombres que circulaban por allí eran más bien maduros y de unas pintas que tiraban de espaldas. Javier, ya animado y para no ser menos, optó por desabrocharse del todo la camisa para lucir su oronda y velluda pechera. Primero estuvimos en el bar de osos, bastante concurrido, y nuestros acompañantes, muy conocidos, iban presentándonos a unos y a otros. Javier, con su descocado aspecto, disfrutaba cuando, en los besos de salutación, alguna mano aprovechaba para tocarle las tetas o acariciarle la barriga. Me desentendí de él porque el desparejado de nuestros vecinos me había tomado cariño y muy a gusto me dejaba querer. De todos modos era imposible sustraerse del todo a la desfachatez con que Javier provocaba y facilitaba que le metieran mano. De pronto se le ocurrió ir a indagar detrás de un cortinón que dividía el espacio. No era difícil suponer que ocultaba una zona de mayor intimidad. Más de uno le siguió. Tardó un rato en volver y, cuando lo hizo, venía con la camisa desencajada, el cinturón suelto y el rostro congestionado. “¡Qué buenas mamadas me han hecho!”, exclamó para todo el que quisiera oírlo.

El otro sitio que vistamos era de lo más peculiar. Se trataba de un bar bastante grande y abierto, con incesante trasiego de hombres y mujeres, todos ya talludetes. Para entender su funcionamiento nos hubieron de explicar: Cerca hay un auténtico club de swingers o intercambio de parejas que, aparte de ser caro, solo admite la entrada de tales, ni hombres solos, ni mujeres solas. Por ello, en el bar en que estábamos se hacían algunos tanteos previos que, en caso de dar resultados, facilitaran el acceso al club. Asimismo se veían maridos, que exhibían a sus sicalípticamente engalanadas esposas, buscando acuerdos para acabar en el club sin el riesgo de gastarse el dinero previamente y no encontrar lo que se buscaba, o bien hacer el apaño en otro lugar más íntimo y menos costoso. Pero en ese mercadeo se jugaba con mucha más liberalidad. No solo había hombres y mujeres sueltos con ganas de echar un polvo, sino también hombres ligando con hombres y mujeres, con mujeres. No dejaba de ser frecuente igualmente que algunas parejas tantearan con quien montar tríos o más, usando de reclamo los encantos de él o de ella según los gustos. En resumen, que se podía salir de allí para follar en cualquiera de las variantes posibles. Tal especie de Sodoma y Gomorra local no dejó de llamar la atención de Javier, que me indicó: “Esto lo hemos de tener apuntado en la agenda”.

Para completar el tour turístico, nuestros guías nos sugirieron que, al emprender el regreso a la urbanización, nos llevarían por el paseo marítimo inacabado. “Seguro que ya hay movimiento por allí”, afirmaron. Hacía una noche espléndida y cálida, que dio pie a que ya nos quitáramos las camisas, empezando por Javier. Unas farolas dispersas y no muy potentes alumbraban escasamente la franja pavimentada que corría paralela a la playa, con una zona intermedia de dunas con matorrales. Se detectaban dos niveles de actividad. Alguna que otra silueta se movía en la extensión más oscura de dunas y playa. Por el paseo había un deambular más discreto, con descanso a veces en los pocos bancos existentes. Nuestro grupo de cinco, algo alborotador, no dejaba de ejercer un cierto efecto disuasorio. Así, cuando nos íbamos acercando a un banco en el que un tipo gordo recibía los favores de otro agachado ante él, se produjo una interrupción de la faena y el otro se sentó también, en espera de que hubiéramos pasado. Poco después, y sin inmutarse, se cruzó con nosotros un tipo gordote impresionante llevando de una correa a un perro pequeñajo. Solo se cubría con un pareo reducido al mínimo, y su actitud seria y desafiante era la de quien se siente admirado. Le susurré a Javier: “Te sale competencia ¿eh?”. “A mí no me hace falta perrito”, contestó.

Al llegar a la urbanización, nuestros acompañantes se despidieron porque por la mañana pensaban ir temprano a un pueblo cercano muy pintoresco. Nosotros ni subimos al apartamento. Dejamos la ropa sobre el césped y nos duchamos, dispuestos a conocer la actividad nocturna de la piscina. Las luces, tanto las exteriores como las interiores, estaban atenuadas y en el agua había ya cierto movimiento. Dos parejas hetero maduritas se abrazaban sin recato arrimadas a los bordes y algunos tíos jugueteaban metiéndose mano. Como si nos hubiera estado esperando, apareció de pronto el casado que habíamos conocido por la tarde. Al vernos dentro del agua, se metió también y muy sonriente se dirigió hacia nosotros. “Ya veis que esta piscina nunca duerme”. Se quedó un momento indeciso y añadió: “Pero no quisiera estorbaros…”. “¡Para nada! Estamos a tu disposición”, replicó Javier rumboso. Como movidos por un resorte enlazamos los brazos sobre los hombros y nos morreamos a tres liando las lenguas. El hombre llevaba tantas ganas que nos dejaba sin respiración. Las manos se pusieron a palpar por todas partes dentro del agua. Tenía un culo grueso y velludo que daba gusto sobar. Y la polla, ancha y corta, estaba ya bien dura. No más que las nuestras, que se afanaba en manosear. “¡Qué buena pareja hacéis! Pienso en vosotros desde que os vi esta tarde”. El asunto se fue caldeando a pesar de estar en remojo y, de pronto, señalando a una de las parejas, cuyo varón se había sentado en el borde de la piscina y la mujer se la chupaba con todo el descaro, nuestro admirador hizo una propuesta. “Ponte como ese, que te la voy a mamar”, dijo a Javier, y a continuación a mí: “Tú mientras me la metes por detrás”. Javier, complaciente, saltó para quedar sentado abierto de piernas, y yo tomé posiciones agarrado a la culata. Nada más hubo atrapado la polla con la boca, me impulsé y un ojete bien elástico facilitó que me clavara a fondo. El hombre emitió un murmullo sin soltar la polla y me esforcé en irle zumbando, aunque la follada subacuática no resultara demasiado fácil. Tampoco Javier, que se dejaba hacer echado hacia atrás y apoyado en las manos, parecía tener intención de correrse. El hombre llegó al límite de su resistencia y como colofón soltó: “Voy a despertar a mi mujer y echarle un polvazo a vuestra salud”. Salió de agua, todavía con la polla tiesa, y se perdió camino de su apartamento. Javier se deslizó de nuevo en el agua. “¡Mira que llevo hoy ya mamadas!...Pero sigo intacto”, comentó abrazándome. “Pues la follada que acabo de dar ha sido solo un ensayo”, repliqué. “Entonces ya sabes lo que quiero que me hagas”, dijo él. “Pero mejor que nos vayamos ya arriba ¿no te parece?”. Así estrenamos el apartamento.

Era de rigor que la mañana siguiente la dedicáramos a la playa. Javier se empeñó en hacer el trayecto sin siquiera un pareo. Solo una bolsita con protector solar y algo de dinero. Yo al menos llevé una toalla grande enrollada. Había bastante gente, aunque no llegara a agobiar y, por supuesto, el desnudo integral imperaba de forma casi absoluta. Nos pusimos el protector solar ayudándonos mutuamente en las zonas que no alcanzábamos… y en algunas más. Después de un buen baño, nuestras apetencias divergieron. Yo quería dar un largo paseo por la orilla, pero Javier prefirió quedarse tumbado al sol, para lo que le vino muy bien mi previsora toalla. Durante el paseo me distraje con la variada visión de hombres a cual más interesante. Bien me cruzaba con los que también paseaban, bien se despatarraban sobre tumbonas o toallas, solos o en compañía de esposas o amigos. Me encantaban los papás gorditos que jugaban en la orilla con sus hijos, sobre todo los que les daban a la pelota con una pala dando saltos que les agitaban las carnes y los colgantes de la entrepierna. Cuando volví para encontrarme con Javier, lo hallé efectivamente bien estirado a pleno sol. Como estaba con los ojos cerrados, le di con un pie. “¿Te has quedado frito?”. Dio un respingo y me miró. “No… Estaba pensando en el gusto que da el sol en los cataplines”, contestó. “Bien cocidos te estarán quedando…”, comenté. “Pues a los dos nos vendrá bien otro baño”, añadí.

Llevábamos un rato en el agua cuando aparecieron los tres vecinos de nuestra urbanización, ya de regreso del que debía haber sido una breve excursión. En cuanto nos vieron entraron también y se nos unieron con efusivos achuchones. Nos comunicaron que habían traído cosas muy apetitosas y que además luego irían a comprar un pescado exquisito de la zona. Nos recordaron la invitación a cenar en su apartamento y qué mejor que esa noche en que estaban tan bien provistos. Aceptamos de buena gana, aunque también intuíamos que se trataría de algo más que compartir la cena. Quedamos en encontrarnos en la piscina de la urbanización para subir todos a su apartamento. Aunque decidimos hacer una buena siesta para estar en forma, también dimos una escapada al súper para llevarles unas botellas de vino.

Cuando estábamos ya en la piscina, llegaron ellos  y, antes de unírsenos, fueron a dejar el pescado que habían comprado. Solo volvieron dos, pues el más grandote, que era el cocinero, se había quedado para poner todo a punto. El ex de uno de ellos volvió a mostrar su interés por mí, con descaradas metidas de mano que, naturalmente, yo correspondía. El otro estaba encantado poniéndole dura la polla a Javier. Hubo que parar y subir al apartamento, por supuesto desnudos los cuatro. Como también lo estaba el cocinero, que había dispuesto ya la mesa, provista en abundancia, y anunció jovial: “Estoy dando los últimos toques”. Javier, tan cocinillas también, no pudo resistir la tentación de seguirlo para curiosear en lo que había todavía en el fuego. El cocinero titular no debió desaprovechar el interés de Javier para resarcirse de lo que no pudo hacer en la piscina. El caso es que los dos volvieron descaradamente empalmados.

La cena, realmente abundante y sabrosa, acompañada de un maridaje de vinos, transcurrió en jocosa camaradería. Durante ella pudimos saber cosas de su intimidad. Así, los casados confesaron tener un cierto problema. “Vaya por delante que tenemos un sexo estupendo desde que nos conocimos”, empezó el cocinero. “Pero resulta que los dos somos activos y, por ese lado, no dejamos de tener una limitación”, completó el marido. El ex de éste explicó a su vez con hilaridad: “Fuimos pareja durante un tiempo y ahí no había problema, porque soy pasivo a mucha honra… Pero me dejó por ese, que es más gordo y le hace la comida, y así siguen”. Tomó un buen trago y siguió: “Como la ruptura fue muy civilizada, quedamos los tres como buenos amigos… Tanto que llegamos a un apaño. Ellos me acogen amorosos y yo les pongo el culo para que no se priven de nada”. Tan divertida historia tenía por lo demás una lectura que perfilaba el reparto en el revolcón que indudablemente se avecinaba. Como estábamos sentados juntos, me bastó dar con el codo a Javier para que éste me echara una mirada pícara, y tan  expresiva que el cocinero soltó: “¿Qué estaréis tramando vosotros?”. Javier replicó con lo mismo que yo había pensado. “¡Nada! Que ya sabemos cómo repartiremos el trabajo a gusto de todos”. Reímos con ganas y a partir de entonces entró ya más prisa por levantarnos de la mesa.

El cocinero dijo bromista: “¡Qué malos anfitriones somos! Todavía no les hemos enseñado a los invitados el resto de la casa”. Fue la excusa perfecta para conducirnos a una zona que invitara a mayor intimidad. Resultó curioso que en la habitación más grande habían juntado dos camas dobles, creando una de gran tamaño. Y no lo habían hecho solo para la ocasión porque el ex enseguida explicó: “Así dormimos juntitos… y me tienen a mano cuando les vienen las ganas de desfogarse”. Ya todo claro, Javier tomó la delantera y se dejó caer bocabajo sobre una de las camas, en un gesto que venía a decir: “Si lo que queréis hoy es mi culo, aquí lo tenéis”. La pareja lo entendió al instante y lo secundaron subiéndose a la cama. De rodillas uno a cada lado iniciaron un sobeo a cuatro manos por toda la parte de la anatomía que Javier les presentaba. Cuando se centraban ya en las nalgas y los muslos, manoseándolos y abriendo la raja, Javier lanzaba murmullos de placer e incitación. No descuidaban estimularse mutuamente las pollas por encima de él, hasta que las tuvieron bien duras. En paralelo al trío, el ex me había tomado por su cuenta para obsequiarme con una mamada, deliciosa pero controlada, con una finalidad que no se me escapaba.

El cocinero le cedió la vez al marido para que iniciara el ataque a Javier, que ya se meneaba provocador pidiendo guerra. Como en los tiempos en que, siendo pequeños, nos daban un cachete en el culo para disimular la inyección, el marido le dio un par de tortazos a las nalgas y acercó la polla a la raja. Se dejó caer y el ulular de Javier proclamó el acierto en la diana. “¡Wow, cómo tragas!”. “¿Te gusta? ¡Pues folla!”, le soltó Javier. El otro le arreó enérgico y Javier lo jaleaba. “¡Así, Así!”. Pero de pronto  el marido salió y se apartó. “¡¿A dónde vas?!”, se quejó Javier. “¡Ahora voy yo!”, avisó rápido el cocinero echándosele encima. En cuanto se la clavó, Javier se adaptó enseguida. “¡Venga! ¡Sigue, sigue!”. La visión de un culazo detrás de otro subiendo y bajando encima de Javier me despertaron las ganas de follarme al ex que, dejándome la polla bien mamada, muy a gusto se puso bocabajo. “Una polla nueva ¡qué bien!”. Su culo, como ya había tenido ocasión de constatar, era de lo más apetitoso y su raja se abría mostrando el ojete glotón. Se la metí sin esfuerzo y acompasé la follada al ritmo de los que se afanaban a mi lado. Porque éstos se alternaban con frecuencia, sumiendo a Javier en un excitante desconcierto. “¡Cómo me estáis poniendo, jodidos! A ver quién me da la leche primero”.

Para los que estábamos al lado, el asunto quedó resuelto antes. Como mi follada era continuada, y teniendo en cuenta además que la mamada previa me había dejado preparado, no pude menos que informar: “Creo que el primero voy a ser yo”. Mi partenaire confirmó: “Nosotros a lo nuestro, que esos tienen para rato”. Unas últimas embestidas, que él estimulaba con contracciones expertas, me dieron la puntilla. “¡Ahí va!”. Me corrí bien a gusto dentro de tan cálido culo, donde permanecí por deseo expreso del ex. “¡Quédate ahí hasta que se te afloje!”. Cuando ya la naturaleza hubo hecho lo suyo, el muy golfo se giró y mostró síntomas inequívocos de haberse corrido también. “Algo tendrás que ver tú con esto” dijo mientras se limpiaba con una toalla. Nos quedamos relajadamente abrazados, sin estorbar a los compañeros, pero disfrutando con el espectáculo que seguían ofreciendo.

Javier, aprovechando uno de los cambios de pareja, subió las rodillas y elevó el culo. “Tenía la polla y los huevos aplastados ya”, explicó sofocado, “¡Hala, que todavía puedo con vosotros!”. El culo en pompa daba una nueva y excitante perspectiva para la follada. Los dos atacantes se coordinaron mejor y, mientras uno de ellos, encajado entre los muslos de Javier, le zumbaba, el otro aporreaba con la polla las nalgas en espera del relevo. Le pregunté a mi compañero si con él también montaban ese circo y aclaró: “Se lo suelen tomar con más calma. No siempre están los dos apremiados al mismo tiempo… Pero a tu hombre lo están exprimiendo a base de bien,…y no es que él se corte para provocarlos”. “Ya conozco de lo que es capaz cuando se pone burro”, confirmé. La compenetración con que actuaba la pareja folladora incrementaba su calentamiento y, de paso, el de Javier que, aunque al  límite de la resistencia, no dejaba de menear el culo y pedir la doble corrida. “¡Venga, llenadme de leche!”. Cuando el que había sido el primero tomó posesión una vez más del culo de Javier, pareció evidente que iba a ser la definitiva para él. Resoplando y agarrándole por las caderas, tensó el cuerpo hasta vaciarse y quedar inmóvil. El otro casi lo empuja para tomar su lugar y le bastó quedar encajado para descargarse con no menor contundencia. Al fin los dos, con caras de satisfechos, quedaron arrodillados a los lados de Javier. Éste, al no esperar nada más, fue girando lentamente hasta estar despatarrado. Su rostro sofocado y sonriente era la expresión del éxito frente a la carga lujuriosa que se había desatado sobre él. “Me habéis dejado el culo para el arrastre… ¡Pero qué rico ha sido!”.

Javier tuvo entonces una necesidad imperiosa de aliviar la excitación. Dado que los otros cuatro estábamos en fase de descompresión, se iba a bastar él mismo. Empezó a meneársela con delectación para ponérsela en forma después del aplastamiento. No obstante, los demás nos aprestamos a cooperar, sin dificultar su tarea. El matrimonio se encargó de chuparle las tetas, y mi pareja ocasional y yo le sobábamos los muslos y cosquilleábamos los huevos. “¡Mirad, mirad cómo está ya!”, disfrutaba él ante nuestra expectación. “¡Uy, uy, uy, ya me viene!”. Mansamente empezaron a brotarle borbotones que iban cayéndole en la mano y la barriga. “¡Uf, qué ganas tenía!”. Encantado de la atención obtenida, aún bromeó: “¿Qué, empezamos?”.

Como eran muy organizados, los anfitriones se quedaron recogiendo los restos de la cena y limpiando. Nosotros dos no dimos un chapuzón en la piscina, solitaria ya a esas horas de la madrugada. Casi con compasión le pregunté a Javier: “¿Cómo has quedado?”. “¡De coña! ¿Me follarás tú también cuando subamos?”. “¡Anda ya!”, y le metí la cabeza en el agua.

Al día siguiente del revolcón a cinco con los vecinos, pareció que Javier iba a entrar un poco en calma. Nos levantamos tarde y, aunque quiso ir a la playa, no fue tanto para acercarnos al agua como para picar algo en el chiringuito que había allí. Lo que le hacía gracia sobre todo era que ni pareo hacía falta, por lo que emprendimos el camino solo con un monedero en la mano. Nos quedamos de pie en la barra y Javier se sentía a sus anchas exhibiendo su desnudez; y como es tan grandote, no pasaba ni mucho menos desapercibido. Me apeteció darme un chapuzón y lo dejé bien instalado. Me entretuve un rato en el agua y, al salir para volver al chiringuito, observé que estaba de cháchara con un matrimonio, ella tetuda y culona y él grandote y rubicundo, por supuesto desnudos ambos. A saber de qué les estaría hablando porque no paraban de reír y darle confianzudas palmaditas. Por lo visto, si había alguien integrado con más naturalidad en el ambiente nudista era él. Me decidí a unirme a ellos y Javier, pasándome un brazo por los hombros, me presentó como su pareja. Los otros dos me besaron efusivos, lo que aprovechó Javier para bromear. “Has tenido más suerte que yo… A mí solo me toquetean”. Rieron y él marido me comentó: “¡Vaya amigo que tienes! Está a la que salta”. “Lo tendría que atar corto, pero no se deja”, repliqué. Javier terció con desfachatez. “Fíjate que me he ofrecido para que tengan nuevas experiencias conmigo y se han rajado”. La mujer dijo como si tuviera que excusarse: “Somos más conservadores para esas cosas”. El caso es que, cuando se marcharon, insistieron en pagar nuestras consumiciones. Ahora sí que repartieron besos de despedida a los dos y Javier aprovechó los suyos para arrimárseles con impudicia. La pareja se marchó riendo. “Así que te los has estado trabajando ¿eh?”, le comenté. “Si no se intenta, no se consigue”, sentenció. Aparte de esto, no hubo ningún otro evento reseñable y dedicamos la tarde a dormir una reparadora siesta.

Sin embargo,  cuando oscureció, a Javier se le ocurrió que todavía habíamos de vivir nuevas experiencias. Se empeñó en que volviéramos los dos al bar de los supuestos intercambios, pero esta vez dispuestos a probar suerte con lo que fuera. Le previne de que, a estas alturas de mi vida como homosexual puro y duro, no pensaba dejarme seducir por una dama cachonda. Javier, que siempre presume de su bisexualidad, ni que sea esporádica, quiso tranquilizarme. “Por eso no te preocupes. No me niegues que hay maridos que están como un tren y, si de paso hay que darle gusto a la esposa, ya me encargo yo”. Nos pusimos con nuestras copas en un sitio bien visible y de forma que se notara que íbamos juntos. Pero Javier, aparte de las carantoñas que nos hacíamos, dirigía miradas seductoras a cuanto varón hermosote cruzaba por su campo visual. En esas estábamos, yo bastante escéptico y Javier con su proverbial optimismo, cuando se nos acercó un hombretón ya cercano a los sesenta, pero con pinta de haber sido una estrella del rugby. Nos saludó con cierta timidez. “Ya se nota que sois pareja, pero es que al ver que lleváis un rato aquí, le he dicho a mi mujer que iba a hablar con vosotros… Es aquélla de allí”. Nos señaló a una dama, algo exuberante, que nos miraba desde lejos. ‘¡Tate!’, pensé poniéndome en guardia, ‘Éste va a querer que nos cepillemos a su parienta, que debe ser una ninfómana’. Pero estaba muy equivocado. “Veréis”, continuó él, “A mí me gustan los tíos como vosotros y ella lo sabe. No es que le disguste, pero  prefiere verme en acción. Lo que más la excita es que me posean en su presencia… Y si son dos, como es vuestro caso, para qué os digo”. Hasta Javier quedó perplejo y el hombre pareció perder la esperanza. “Tal vez os haya resultado algo raro, pero he querido probarlo”. Ahora sí que Javier reaccionó para no dejarlo escapar. “¡Para nada, hombre! Si nos alegramos de que te hayas decidido ¿Verdad?”. Como el tío estaba cañón y mis temores se disiparon, contesté con un sentido “¡Desde luego!”. Al hombre se le iluminó la cara e hizo una señal a su mujer para que se acercara. ”Entonces os voy presentar”. Ella no pareció nada cohibida. “Te dije que me causaban muy buen efecto y resulta que han aceptado unirse a nosotros”, le explicó el marido. La mujer nos estampó un par de besos a cada uno y dijo: “A mí también me gustáis… Mi marido va a disfrutar con vosotros”.

Nos preguntaron si tendríamos inconveniente en acompañarlos a la urbanización donde estaba su apartamiento. “Es muy cerca. Llegaremos enseguida”. No dejaba de ser chocante que la pareja nos precediera con un brazo de él pasado sobre los hombros de ella y cuchicheándose al oído, aunque nos llegaba alguna frase. “Parece que son unos tíos estupendos”… “Te van a poner muy cachondo”… “Y a ti también, mirona”. Desde luego iba a ser una experiencia nueva, al menos por mi parte. Entramos en la urbanización, bastante más grande que la nuestra y también con su correspondiente piscina. “Si os apetece, podéis refrescaros un poco. Mientras, subiré para prepararlo todo… Pero no tardéis”, dijo entonces la mujer acabando con una risita. Era un buen pretexto para vernos previamente en pelotas y el marido, dándolo por hecho, nos indicó: “Hay unas toallas en nuestras tumbonas”. Dejamos sobre éstas la escasa ropa que llevábamos y cada uno buscó una ducha disponible, con un inevitable cruce de miradas ¡Y vaya cómo estaba nuestro anfitrión! Con un cuerpo moldeado en otros tiempos por deportes de fuerza, ahora estaba grueso aunque manteniendo la reciedumbre de sus carnes. Era abundante el vello claro, que se oscurecía al mojarse. Su sexo, en cambio, no destacaba demasiado, aunque nunca se sabe cómo sería una vez en forma. En la piscina, mayor que la de nuestra urbanización, había cierta actividad nocturna y los tres entramos juntándonos. El hombre no ocultó su satisfacción. “¡Joder, qué buenos estáis los dos! Y con esas pollas… ¡Uf! Me vais a volver loco”. “Y tú nos volverás a nosotros”, le correspondí. Javier, más directo, ofreció: “¡Toca, toca!”. El otro no se privó de palparnos las pollas bajo el agua, lo que lo puso aún más nervioso. “¡Cómo sois! Mejor que nos vayamos ya para arriba”. Salimos de la piscina y nos secamos someramente. Ni siquiera recogimos la ropa y el anfitrión nos guió a su apartamento. “Es de propiedad y lo hemos reformado a nuestro gusto”, nos explicó.

Abrió la puerta la mujer, que se había cambiado y llevaba un fino pareo sobre las tetas y hasta las rodillas. Educadamente preguntó si nos apetecía beber algo, pero declinamos la oferta porque ya habíamos tomado bastante en el bar y urgía entrar en materia. Habían remodelado el coqueto apartamento como si fuera un loft, suprimiendo paredes y todo abierto a una gran terraza, cuyas cristaleras tenían las cortinas descorridas. En paralelo había una cama enorme, en consonancia con la envergadura del dueño de la casa. No dejaba de sorprender que lo que sin duda iba a constituir nuestro centro de operaciones quedara tan a la vista de la terraza de enfrente, donde se veían varias personas alumbradas con velas. En cambio las luces indirectas dispersas por el loft no dejaban ni un rincón en penumbra. Cosas de la liberalidad de estos sitios…

Mientras la mujer se reclinaba cómodamente en el sofá enfrentado a la cama, el marido nos arrastraba sobre ésta. “Echaos, que os las voy a comer”. Apenas habíamos tenido tiempo de acomodarnos bocarriba y el hombre ya se había plantado de rodillas entre los dos. Impresionaba lo que aquel tiarrón sería capaz de hacer. Con mirada enfebrecida se puso a meneárnoslas a dos manos. El calor que trasmitía y el cerco de las pollas con sus manazas nos las pusieron duras enseguida. “¡Joder, qué buenas!”. En cambio la suya seguía inerte entre sus muslazos. Luego, agachándose, chupaba una y otra con gran vehemencia. Javier, más enfático, elevaba el tono de sus expresiones. “¡Vaya boca! ¡Te daría toda la leche!”. Esto alertó al hombre. “¡No! Quiero que me folléis los dos”. Se lanzó en plancha bocabajo con tanta energía que casi tira a Javier de la cama, lo que ya es decir, y puso a nuestra disposición el espléndido culo. Javier me cedió el turno con una generosidad que luego llegué a entender. Por supuesto no lo cuestioné y me eché encima de aquel corpachón que tan lujuriosamente se ofrecía. Me clavé con una facilidad pasmosa pero, una vez bien adentro, el calor que envolvió mi polla y las contracciones musculares que la aprisionaban me impulsaron a zumbar frenéticamente. “¡Sí, sí, qué bueno! ¡Cómo me gusta!”, “¡No pares, no pares!”, profería el follado. Me enardecí tanto que crispaba las manos sobre las anchas espaldas y añadía fuertes palmadas a las ancas. “¡Más, más!”, pedía él. “¡Uf, me está viniendo!”, avisé. “¡Sigue, lléname!”. No me hicieron falta sus ánimos para soltarle una liberadora descarga. Caí sobre él extenuado, pero enseguida me sacó de mi relajo su demanda. “¡El otro, el otro!”.

En mi frenesí, perdí la conciencia de lo que pudiera hacer Javier entretanto. Solo sabía que, aprovechando el empujón que le dio el hombretón al extenderse en la cama, había bajado de ésta dejando todo su espacio a nuestra disposición. Por ello añado este inciso para recoger lo que él mismo me contó muy ufano con posterioridad: ‘Mientras tú follabas con tanto entusiasmo, al  salir de la cama, me la fui meneando para mantenerla tiesa. Me fijé en la mujer que miraba embelesada cómo te cepillabas a su marido. Me acerqué a ella y le solté: “¿No querrías ayudarme mientras espero?”. Rio nada cortada. “Desde luego estás muy bien dotado… Vas a volver todavía más loco a mi marido”. Insistí en ofrecerle más ostensiblemente la polla. “Pues no te prives tú tampoco y échame una mano”. Titubeó un poco, pero al fin se decidió a agarrármela. Frotándola con suavidad, comentó: “Ya la querría así en mi marido…”. … Si hubiera durado un poco más tu jodienda, seguro que habría conseguido algo más de la mujer. Pero la demanda insistente del marido nos interrumpió y ya acudí a desfogarme con él’.

El hombre no se había movido de su posición para recibir a Javier. Seguí en la cama, dejando espacio, no solo por cansancio, sino también porque siempre me da morbo ver cómo Javier, con su corpulencia, se folla a otro. Y se trataba de dos pesos pesados. Javier se colocó con la polla bien tiesa entre las piernas del otro. Para un mejor encaje y que su propia barriga no le estorbara, le tiró de los muslos haciéndole subir la culata. El hombre quedó así apoyado en las rodillas y con el torso volcado hacia delante. Temblaba ansioso, dispuesto a la nueva clavada. “¡Venga, otra polla!”. A Javier le facilitó la entrada la leche que yo había descargado y quedó empotrado con la barriga sobre el  gran culo. “¡Uahhh, qué gorda! ¡Aprieta, aprieta!”. Javier no se hizo de rogar y se puso a dar enérgicas embestidas con el rostro congestionado. “¡Vaya culo más tragón! ¡Lo voy a destrozar!”. “¡Sí, sí! ¡Cómo me quema tu polla”. Javier tiene una gran capacidad de resistencia y hacía durar la enculada sin desfallecer. Hasta el punto de que el otro empezaba a acusar el agotamiento “¡Córrete ya!”. “¡Aún aguanto!”, presumió Javier. Y añadió algo que me dejó estupefacto, ya que no sabía todavía lo ocurrido mientras yo estaba en acción. “¡Hasta me podría follar a tu mujer!”.

Tras unos segundos de impasse, el hombre se movió haciendo salir a Javier y poniéndose de lado. Temí que Javier se hubiera pasado, pero la reacción de hombre fue no menos inesperada. “¿Por qué no? ¿Vienes?”. Esto último lo dirigió a la mujer que, sin dudarlo demasiado, se despojó del pareo y se subió a la cama. No le costó nada a Javier cambiar de agujero. Se metió entre las piernas de la mujer que se le ofrecía y, subiéndolas hasta sus caderas, primero le restregó la polla por encima del coño. Enseguida se la fue metiendo y la mujer emitió fuertes suspiros. El marido se irguió sobre las rodillas a su lado y empezó a manosearse la polla para avivarla. Javier arreció la jodienda y la mujer se estrujaba las tetas gimiendo. El marido estaba cada vez más excitado y se frotaba la polla con arrebato. No me mantuve ajeno al desmadre y animé al marido sobándole el culo. Javier empezó ya a resoplar y, con seguidos espasmos, llenó a la mujer. Simultáneamente el marido lanzó una corrida en aspersión que salpicó tanto a su mujer como a Javier. Éste se derrumbó con la polla todavía semi erecta y la respiración agitada. Reinaba una satisfacción general en la melé sobre la cama. Al fin el matrimonio habló. “¡Vaya sesión más completa! Habéis sido todo un hallazgo”, sentenció él. “Nunca imaginé que llegaría a participar… ¡Y de qué manera!”, reconoció ella para nada arrepentida.

Solo cuando nos fuimos poniendo de pie me vino a la mente lo visibles que habríamos estado para los de la terraza de enfrente, donde seguía habiendo actividad. Precisamente sonó en ese momento el teléfono y la mujer fue a atenderlo. “Sí, sí… ¿Lo habéis visto?... Ha estado genial… Vale, a ver qué les parece”. “Son los de allí”, informó señalando a la otra terraza, “Nos invitan a tomar una copa y luego iríamos todos a la piscina ¿Qué os parece?”. Aunque ya era cuestión de pensar en dar por acabada nuestra experiencia nocturna, Javier, ufano de su proeza y más todavía sabiendo que hasta habíamos tenido público ajeno, se anticipó a mostrarse encantado. Así que los cuatro, e ignorando por nuestra parte cuántos y qué clase de gente serían, cruzamos a la otra casa.

Nos acogieron cinco hombres y dos mujeres, todos en cueros por supuesto y bastante achispados ya. No llegamos a saber qué emparejamientos tendrían. Ellos, por su corpulencia, parecían haber formado parte del  mismo equipo deportivo que nuestro anfitrión y, al menos dos de ellos, mucho mejor dotados que éste. Alegremente intercambiamos besos efusivos a los que el roce de desnudeces daba mayor encanto. Tenían montada la juerga en la terraza iluminada con velas y contrastaba el alboroto de ahora con la discreción que hubo durante nuestro revolcón. Pronto quedó aclarado, porque el tema de conversación fue, como no podía ser otra cosa, lo sucedido enfrente de ellos. Primero en general: “Nos habéis dejado boquiabiertos”, “¡Vaya espectáculo en vivo!”, Yo hasta me he hecho una paja”. Luego al matrimonio: “Te habrán dejado contento el culo para una temporada”, “Hasta tú has mojado… Y decías que solo mirabas lo que hacían con tu marido”. Finalmente a nosotros: “Y vosotros ¿de dónde habéis salido? ¡Vaya par de fieras!”, “Cambiar sobre la marcha del marido a la mujer tuvo un morbo tremendo”. Hasta Javier estaba anonadado con tanto revuelo y, para integrarnos en el jaleo, bebimos como todos a base de bien.

El grupo acabó desplazándose al completo a la piscina que, a esas horas de la noche, estaba a nuestra entera disposición. Con comedido alboroto, para no perturbar al vecindario, dentro del agua la desinhibición era total. Trompas como íbamos, y en un juego de ‘aquí te pillo aquí te mato’, guardo fugaces visiones de Javier que la metía y también que se la metían, o bien que, sentado en el borde, recibía una mamada. Algo de eso también me pasó a mí y, desde luego, achuchones a mansalva. No recuerdo cómo volvimos a casa pero, cuando caímos derrumbados en la cama, ya clareaba.

El siguiente fue un día perdido, si por ello se entiende reponerse de la resaca, recuperar fuerzas y descansar. Dormimos hasta casi media tarde y picamos algunas cosas que aún teníamos en la nevera. Sentados en la terraza y disfrutando del plácido atardecer, Javier me ofreció el mejor regalo de toda nuestra estancia vacacional. “Mañana nos vamos ya… Lo que propongo es que nos vistamos de guapos… que no quiere decir desnudos. Vamos a cenar en el restaurante más pijo del entorno y nada de tomar copas después. Volvemos aquí y tenemos la noche entera para nosotros solos”. Viniendo de él no podía ser más de agradecer después del ajetreo que habíamos vivido. Ni siquiera pasamos por la piscina y seguimos a rajatabla el plan previsto.

Estábamos cenando, exquisita aunque comedidamente y, al servirnos el café, el camarero añadió dos grandes copas en las que escanció un cognac de categoría. Ante nuestra extrañeza, se apresuró a aclarar: “Es una invitación del señor de aquella mesa”. Miramos en la dirección que nos indicó con discreción y vimos a un hombre solo, maduro y corpulento, que saludó levantando una copa como la nuestra. Javier no se pudo resistir a añadir, al educado gesto de agradecimiento con que correspondimos, otro que lo animaba a venir a nuestra mesa. El hombre no lo dudó ni un segundo y, con su copa en la mano, acudió a sentarse junto a nosotros. Vestía informal pero elegante y mostraba unos robustos brazos velludos. Se explicó sonriente. “No me extraña que no me reconozcáis con la locura que fue lo de anoche…”. “¿Tú estabas allí? Íbamos todos tan trompas…”, dije como excusa. “Yo bebo poco y por esos tengo la memoria más clara. Pero jugué con vosotros en la piscina como el que más… ¡Vaya par de lanzados! Y más de admirar después del espectáculo que habías dado con el matrimonio que os llevó”. Este recordatorio hizo que Javier preguntara con morbo: “¿Me porté bien contigo entonces?”. “¡Y tanto!”, exclamó el otro, “Pusiste tu culo a mi disposición y bien que lo aproveché”. Sonrió como si ahora le diera corte la crudeza de su confesión. “¡Vaya, vaya!”, soltó divertido Javier y levantó la copa, “¡A tú salud pues!”. Llegué a temer que estuviera tentado de incumplir la promesa para nuestra última noche. No pude saberlo ya que fue el que nos había invitado quien puso sensatez. “No os entretengo más porque imagino que hoy os lo estaréis tomando con más tranquilidad…”. Me apresuré a cortocircuitar cualquier salida de tono de Javier. “Además es nuestra última noche aquí”. El hombre no pareció sorprenderse, sino que dijo: “Creo que anoche dijisteis algo de dónde vivís… Yo también vivo allí”. Sacó una tarjeta de su cartera y nos la entregó. “Si alguna vez os apetece, podéis llamarme”. Ya se despidió, no sin que le diéramos un par de besos cada uno.

Cuando volvíamos paseando a nuestra urbanización, Javier me soltó un comentario con carga. “¿Vas a quedarte con las ganas de ligar con el hombre del perrito? Con lo que te gustó…”. Lo miré perplejo ante su provocación. Pero insistió: “Si quieres, nos damos una vuelta por el paseo marítimo… Seguro que a esta hora debe estar por allí”. Me disponía a echarle en cara la fragilidad de sus promesas, cuando me agarró del brazo riendo. “Si lo he dicho para ponerte a prueba…”. Y añadió socarrón: “Aunque si te apetece, yo te esperaré en el apartamento”. Ahora fui yo quien lo achuchó: “Y yo que no sabía que tenía un amante tan virtuoso”. Así pues se cumplió lo previsto y tuvimos una noche, en solitario para variar, pero de amor calmado y gozoso. Ya en el avión de vuelta, Javier me pidió: “Escribe sobre todo esto y mándaselo a los que tan amablemente nos han cedido el apartamento, para que vean que hemos dejado el pabellón bien alto”.