martes, 27 de marzo de 2018

El comisario se lo busca (3)

Para Jacinto, el comisario, el singular club había supuesto todo un hallazgo para satisfacer su retorcida sexualidad recién descubierta. Porque cada vez tenía más claro que su entrega a las prácticas vejatorias e, incluso, brutales de desconocidos le infundía una vitalidad que, por su edad y aspecto físico, creía desaparecida. Necesitaba sentirse objeto de una lujuria desatada y ser él quien la atrajera. Le enardecía que le dieran por el culo cuantos quisieran, hasta dejarlo abierto, dolorido y goteando sus leches. Y tampoco había tardado en comprobar que su boca también podía ser usada como instrumento de placer y receptáculo del agrio semen, que ansiaba saborear. Ni siquiera concebía ya la masturbación si no era obligado a ella o, aún mejor, estimulada por manos enérgicas. Sujetado y forzado, ese era el estado en que hallaba la plenitud. Qué lejos había quedado el Jacinto homófobo hasta la agresividad y al que, por otra parte, más de una mujer, incluso prostituta, había rechazado por sus maneras autoritarias y abusivas.

Jacinto había guardado en un bolsillo de la gabardina el formulario de inscripción como socio en el club. Pocos días después de su última experiencia en él, tuvo que pasar cerca ya de noche y tanteó el papel ya arrugado. Aunque había de volver a la comisaria porque le tocaba guardia, decidió entrar. Llamó a la puerta y quien le abrió fue el dueño. “¡Hombre, qué pronto te han entrado ganas de volver!”, lo saludó. Jacinto replicó muy serio sacando la hoja: “Hoy no puedo quedarme, pero quería saber cómo hago esto”. “Por lo pronto te doy otro formulario”, contestó el dueño al ver el estado del que enseñaba, “Solo tienes que poner dónde te cobraremos las cuotas mensuales y ya serás miembro de pleno derecho”. Jacinto aún preguntó: “¿Y cómo funcionará esto entonces?”. El dueño le explicó con detalle: “La mayor parte de los días solo pueden acceder los socios. Pero dos sábados al mes la entrada es abierta… Tú precisamente viniste una de esos días libres y por eso pudiste pasártelo tan bien, al parecer. Son en los que se encuentra más gente de todo tipo…”. Jacinto lo interrumpió con un golpe de sinceridad. “Eso es lo que me va mejor a mí ¿no?”. “Bueno… Entre los socios suele haberlos de aficiones, digamos, más sofisticadas. Además tienen acceso a una sala VIP que puede resultar muy interesante”, le vendió el producto el dueño. “¿Qué pasa en esa sala?”, inquirió de nuevo Jacinto. “Solo lo conocerás cuando vengas como socio”, lo intrigó el dueño sonriente. Jacinto acabó de convencerse. “¡Vale! ¿Pongo los datos y ya está?”. “Así de fácil… por tratarse se ti”, lo aduló el otro. Jacinto cumplimentó el formulario y recibió una tarjeta bastante discreta. “Con esto ya tienes acceso libre… y hasta barra libre”, concluyó el dueño. “Ahora tengo prisa… Ya vendré en cuanto pueda”, se despidió Jacinto.

Esa noche en la guardia, por suerte bastante tranquila, Jacinto estuvo dándole vueltas al asunto. A la vista de las explicaciones del dueño del club, dudaba si realmente merecía la pena haberse hecho socio ¿No sería mejor para él limitarse a ir los días de entrada libre? Le vez en que estuvo le habían dado un buen tute, que era lo que buscaba. Y le parecía que encajaba mejor en esa mayor variedad de hombres ¿Le iría a él eso de los socios más sofisticados y lo de la sala VIP? A saber de qué se trataría. Pero lo hecho estaba hecho y ya lo probaría… Siempre se podía dar de baja. Por el momento prefirió dejar aparcadas las novedades y esperar al próximo sábado de entrada libre… y comprobar si le iba como la primera vez. El único inconveniente de su opción era el de haber de amoldarse a esos días tasados y eso pudo llevarle a dejarse arrastrar por situaciones imprevistas…

Jacinto había tenido un día muy pesado y, ya anochecido, volvía de la comisaría por una calle del barrio antiguo. Aunque estaba cansado, se le ocurrió entrar en el primer bar que vio para tomarse una copa. Era un local destartalado y con pocos parroquianos. Jacinto se colocó en la parte más despejada de la barra y el camarero, que estaba de charla con dos tipos, se le acercó lo justo para servirle y volver enseguida con los otros. Con su copa en la mano, Jacinto, por puro prurito observador, se giró para echar una ojeada al resto del establecimiento. En una mesa estaba sentado un individuo maduro y fornido que lo miraba. Su aspecto tosco y la expresión burlona que a Jacinto le pareció percibir, hicieron que le sostuviera la mirada. No era consciente de que estaba enviando un mensaje que el otro, más ducho en esas lides, captó. Por ello le sorprendió que se levantara de la mesa y se pusiera a su lado. Pero lo que en otros tiempos le habría causado incomodidad, ahora le estaba produciendo una inquietud distinta. Muy seguro en cambio pareció ir el hombre cuando le preguntó: “¿Te va el rollo?”. Jacinto, en lugar del exabrupto que le habría soltado en otras circunstancias, se oyó preguntar a su vez: “¿De qué clase?”. “Que te trabaje una buena polla”, contestó el otro sin morderse la lengua. “¿Y por qué yo?”, quiso asegurarse Jacinto. “Por ese culo gordo que tienes”. Jacinto aún miró al descarado individuo de arriba abajo y, provocadoramente, se le ocurrió comentar: “Igual no tengo bastante contigo”. “Si tanta hambre de pollas tienes, mi vecino se apuntará encantado… Pero te aviso de que es todavía más bruto que yo”, replicó el hombre. “Eso me vale”, afirmó decidido Jacinto. “Mi casa está aquí al lado… ¡Vamos!”, resolvió ya el otro. Jacinto lo siguió con el corazón bombeándole.

Llegaron a un edificio muy antiguo y subieron varios pisos por una escalera mal iluminada. Se oían voces y el sonido de televisores. El hombre abrió una puerta e hizo pasar a Jacinto. Más que un piso era una habitación única, grande y destartalada. El tipo se quitó el chaquetón que llevaba y lo colgó de una percha junto a la puerta. Jacinto se sacó la gabardina y quedó indeciso. El hombre se le fue acercando mientras se desabrochaba algunos botones de la camisa y se sobaba ostentosamente el paquete. Ahora se le veía más grueso y rudo, rebosando por el escote un vello espeso. Le dijo burlón: “¿Te piensas quedar con chaqueta y corbata?”. Jacinto empezó a quitárselas y el otro aprovechó para meterle mano en el culo. “Aquí hay chicha”. Se dispuso a salir. “Enseguida vuelvo”, y añadió: “Mejor te quedas en pelotas y así nos das la sorpresa a mi vecino y a mí”. Jacinto reconoció que le excitaba el tono mandón que usaba el hombre y, con manos temblonas, no dudó en desnudarse por completo. Había perdido la vergüenza de mostrarse tal cual era. Quedó en espera y no tardó en oír voces por el pasillo. “¿Dices que es un gordo ya mayor?”. “Pero tiene toda la pinta de que le va la marcha”.

Se abrió la puerta y Jacinto pudo ver también al acompañante. Iba en pijama y, algo mayor que el otro, era aún más grandote y de aspecto bravío. Al encontrarse ya desnudo a Jacinto, cuyo cuerpo, para nada refinado, contrastaba no obstante con la rudeza del de los otros dos, se fue directo a palparlo. “Así que tú eres el que no se conforma con una sola polla… A ver si cuando acabemos contigo sigues diciendo lo mismo”, iba largando mientras manoseaba a Jacinto por delante y por detrás, “Buen culo sí que tienes”. El primer hombre se rio. “Si estás haciendo que se empalme…”. Porque a Jacinto los groseros sobeos se la empezaban a poner dura. Como se dejaba hacer pasivamente sin emitir ningún sonido, el del pijama le cogió con brusquedad la cara y la acercó a la suya. “No serás mudo ¿verdad?”. Antes de que Jacinto llegara a reaccionar, le apretó los labios y empujó con la lengua para metérsela en la boca. Jacinto se sorprendió, algo asqueado porque era la primera vez que un hombre como aquél lo besaba así, pero se sintió impelido a dar cabida a la punzante lengua y envolverla con la suya. El tío lo soltó. “¡Di algo coño! ¿Te ha gustado el morreo?”. “Sí… Todo lo que me hagáis me gustará”. Jacinto era consciente de que así incitaba a aquellos dos brutos a descargar su lujuria sobre él.

Mientras el recién llegado le daba el tanteo previo a Jacinto, el otro se había ido quedando en cueros. La primera impresión de él que había tenido Jacinto se  reafirmó ante su virilidad exuberante, subrayada por un sexo de gran envergadura que se balanceaba entre los muslos. Ahora fue éste quien echo mano de Jacinto apartando a su colega. “¡Trae y no lo acapares!”. Lo agarró por el cogote para forzarle la cabeza y que le mirara la entrepierna. “¿Qué? ¿Te parece poca cosa?”. “¡No! Me gusta mucho”, respondió Jacinto. “Pues ya verás cuando me la pongas dura”. El otro le arrebató a Jacinto sin contemplaciones. “¡Venga, culo gordo! ¡Búscame la mía!”. Le tiró de un brazo para acercarlo a la bragueta del pijama. Jacinto palpó unos buenos volúmenes. “Quieres verlos ¿eh? Pues quítame el pijama”. Jacinto, cada vez más excitado por la prepotencia del trato de los hombres, se puso a desabrochar la chaqueta. Para deslizarla por los hombros tuvo casi que abrazar el abultado torso, que olía a sudor. El tipo le cogió la cabeza y le encajó la cara en el peludo canalillo entre las tetas. “¡Chúpamelas! A ver si sabes ¡so putón!”. Jacinto no vaciló en sacar la lengua y lamer uno de los picudos pezones. El hombre no tuvo bastante y le apretó la cabeza. “¡Amórrate y mama!”. Jacinto sorbió y notó en la boca los ásperos pelos que cubrían la teta. “¡Sí, venga, la otra!”. Le cambió la posición y Jacinto repitió la operación. El hombre se dirigió a su compañero. “Tiene vicio la putilla… Me ha puesto burro”. Pero enseguida instó a Jacinto: “¡Quítame ya lo de abajo y podrás mamar a gusto, zorra!”. Jacinto sintió una sacudida de humillación al oír cómo lo feminizaban, pero… ¿acaso no se lo merecía al ofrecerse de aquella forma a semejantes hombres?

Sumiso, Jacinto soltó el botón que sujetaba el pantalón  del pijama, que cayó al suelo. Una verga enorme y ya de impresionante dureza se levantaba sobre los huevos medio cubiertos de pelos. Jacinto solo tuvo tiempo de intentar no perder el equilibrio, porque el hombre le estaba presionando con fuerza por los hombros para hacerle caer de rodillas. “¿No te dije que ya me habías puesto burro?  A ver cómo me la comes”. Antes de que Jacinto se animara a meterse en la boca aquella enormidad, el colega, que ya se había empalmado y esgrimía una tranca solo ligeramente menos grande, se le puso también delante. “Aquí tienes las dos, si no te basta con una”. Sentado incómodo sobre los talones, Jacinto llevó primero una mano a cada polla. Ya sabía lo que le tocaba hacer, pero dos a la vez se lo ponía más difícil. Las frotó para ganar tiempo y, al descapullar la del que la tenía más grande, le alarmó una sucia película blanquecina que desprendía un fuerte olor. Optó por empezar chupando la otra, mientras con la mano trataba de quitar algo de aquella porquería. Mamó lo mejor que pudo y, cuando el chupado le sujetó la cabeza para entrarle a fondo, el otro tiró de Jacinto. “¡No lo acapares!”. Se resignó pues a meterse en la boca aquella verga enorme y sucia que le sabía a rayos. Pero se lo había buscado… Este último además tomó el dominio de la situación y le soltó al compañero: “Tú luego te lo follas… Que yo voy muy quemado y  quiero echarle ya la primera descarga”. Controlaba la cabeza de Jacinto, al tiempo  que le avisaba: “No creas que así te libras de que te dé por el culo… Si a ti, mala puta, no te basta con una polla, yo puedo correrme más de una vez”. Enseguida Jacinto recibió en la boca borbotones de leche espesa y agria, que le rebosaba los labios y se le escurría por la barbilla. El hombre lo rechazó ya, con una violencia que hizo tambalear a Jacinto. “¡Uaj! ¡Qué a gusto me he quedao”.

Pero el inquilino del piso, que se había quedado a medias en la mamada de Jacinto, tenía ya prisa. Extendió una mugrienta colchoneta en el suelo e instó a Jacinto: “¡Venga, culo gordo, a cuatro patas!”. Jacinto, que solo tuvo tiempo de pasarse la mano por la barbilla para que no se le quedara pegada la leche, se colocó dócilmente en el centro de la colchoneta como se le pedía. Enseguida sintió que un dedo despiadado del hombre que se había arrodillado detrás le entró por el ojete retorciéndose. Jacinto contuvo su queja para no provocar y deseó que ya fuera la polla lo que le metiera. Pero la clavada que siguió le hizo ver las estrellas, no solo por el tamaño de la verga sino también por la brusquedad empleada. Que se mantuvo en las violentas arremetidas que siguieron y que obligaban a Jacinto a apretar los codos en la colchoneta. “¡Cómo traga la maricona!”, le hirió los oídos, “Me está poniendo negro”.

El otro hombre tampoco se estaba quieto. Se arrodilló también, pero delante de Jacinto, y se puso a golpearle la cabeza con la polla ahora morcillona. Enseguida dijo: “¡Trae esa boca! Que me la vas a alegrar otra vez”. Jacinto tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la cabeza y entonces recibió los pollazos en la cara. Para evitarlos abrió la boca y chupó como pudo, mientras le daban las últimas embestidas por detrás. Que por fin concluyeron en una corrida con fuertes estertores. “¡La hostia, qué polvazo!”. Jacinto quedó con el culo vacío y cayó desplomado soltando la polla que había empezado a endurecerse en su boca. Le entraron escalofríos cuando oyó: “Te lo he dejado bien abierto… Se la vas a poder meter hasta doblada”. La amenaza del que había tragado ya tanta leche se iba a cumplir.

El que estaba de nuevo empalmado tomo posición arrodillado junto a Jacinto. Pero ahora hizo que se pusiera bocarriba. Manejándolo como a un pelele le subió las piernas y encajó los talones sobre sus hombros. Jacinto quedó con medio cuerpo elevado y la barriga cortándole la respiración. La enorme verga del hombretón bailaba entre los muslos de Jacinto y chocaba con su polla encogida. “¿Qué te dije, cacho puta? Doble ración”. Pegó un estirón de Jacinto y se dejó caer sobre su culo levantado. Jacinto creyó que lo abrían en canal. La dilatación que había sufrido antes le sirvió de poco. El ahogo le impedía gritar y todo él se zarandeaba con los meneos de la brutal follada. Y el tipo aún se permitió alardear. Porque, cuando ya estaba a punto, sacó la verga y volvió a ponerla sobre Jacinto. Chorros de leche inundaron su barriga con una risotada. “Creías que no podría correrme otra vez tan seguido ¿eh?”. Las piernas de Jacinto se desplomaron y quedó tendido agotado y con la mente en blanco.

Poco a poco Jacinto fue tomando conciencia de su cuerpo dolorido y ardiendo por dentro. Levantó la vista y dio con los hombres que, ya desfogados, lo miraban sonrientes desde arriba. Uno le dio con el pie. “¡Joder! Parecías traspuesto”. Jacinto respondió con voz débil: “Descansaba”. El otro rio. “Demasiado hombres para ti ¿eh?”. Pero Jacinto, incomprensiblemente para él mismo, se sintió fuerte. “¡No! Es lo que quería”, soltó. El más bruto se burló. “¡Ja! Aún querrás darnos por culo a los dos”. Pero el otro fue más comedido y le tendió una mano: “¡Anda, levántate!”. Jacinto se la cogió y fue poniéndose en pie trabajosamente. El brutote no cejaba sin embargo en sus bromas y dio unos toques con la mano a la polla de Jacinto. “¿Se te ha muerto la minga?”. A Jacinto le salió del alma: “¡No! Y me gustaría correrme”. “Por nosotros no te prives”, dijo divertido el del piso. “Igual pretende que le hagamos la paja”, rio el otro. “Lo haré yo… ¿Puedo?”, pidió Jacinto anhelante. “¡Venga! Que te veamos”, lo animó uno. Jacinto, para no flaquear, apoyó la espalda en la pared y se puso a manosearse la polla. “A lo mejor no sabes… ¡Mira! Se hace así”, siguió su mofa el otro, que se puso a menear ostentosamente su gran verga. Todo ello sin embargo excitaba aún más a Jacinto y, para su propia sorpresa, consiguió ponérsela dura. Ya se frotó ansiosamente y, con lastimeros suspiros, empezó a soltar varios chorros de semen. “¡Eso! Echando lo que te hemos metido antes”, se mofó el que no había parado de sobarse obscenamente. Jacinto se limpió la mano en su barriga, donde ya tenía otra leche secándose entre el vello, mientras recobraba el resuello.

Los dos hombres habían sacado unas cervezas y ofrecieron a Jacinto. Pero éste solo quería salir ya de allí y lo rechazó. “Ya me visto y me voy”. Sin importarle la mugre pegajosa que llevaba encima, empezó a ponerse la ropa de cualquier manera. La gabardina lo taparía todo.  “¡Qué prisas, tío! ¿Es que no te lo has pasado bien?”, se extrañó el del piso. Y se dirigió al otro: “Nosotros sí ¿verdad?”. “¡De puta madre!”. “Yo también”, dijo escuetamente Jacinto. Pero cuando iba a coger la puerta para salir, el más bruto lo retuvo. “¿No nos vas a dar algo por las molestias?”. Jacinto quedó sorprendido. No obstante preguntó: “¿Cómo qué?”. “Con lo que lleves nos conformamos”. Jacinto buscó su cartera y, al abrirla, le saltó a la vista su placa profesional. La miró unos segundos, ocultándola a los otros, con una mezcla de nostalgia e ironía y sacó los billetes que tenía. Los tendió sin decir nada al hombre, que los recogió con brusquedad y soltó: “¡Hala, a tomar el fresco!”. Jacinto salió ya sin mirarlo. Bajó la escalera con las piernas flaqueándole y, al llegar a la calle, no se sentía con fuerzas para seguir andado y pensó en parar un taxi. Pero recordó que se había quedado sin dinero. Hubo pues de continuar su camino renqueando.  

Al entrar en su casa Jacinto se derrumbó en el primer sillón que encontró a mano. Su ropa desencajada y la suciedad que notaba adherida a su cuerpo, unida al dolor y la irritación que aún le ardía, eran testimonio de la realidad que había vivido. Por su mente desfilaron la zafiedad de los dos hombres a los que se había entregado y la  agresividad de sus desahogos sobre él. Todo lo había soportado sin que se planteara siquiera resistirse ni enfrentarse. El interrogante que le surgió fue tremendo: ¿Era porque en realidad lo había disfrutado? ¿Ya no le iban a bastar los lances, después de todo más controlados, del club?




lunes, 12 de marzo de 2018

El comisario reincide (2)

Jacinto, el comisario, tras su prometedora despedida del club, se dirigió hacia la escalera para salir al exterior. Se fijó esta vez en que, junto a los primeros escalones, había una mesita con un manojo de tarjetas. Maquinalmente cogió una y se la metió en un bolsillo de la gabardina. Subió agarrándose al pasamanos y, al traspasar la puerta, emprendió con un andar cansino el camino a su casa.

Nada más llegar, solo se desprendió de la gabardina y se dejó caer en la cama que había quedado deshecha. Se sumió en un profundo sueño y, al despertar al cabo de varias horas, tenía perdida la noción del tiempo. En su cuerpo dolorido sentía sin embargo un extraño vigor y su estado de ánimo era de reconciliación consigo mismo. Esta última experiencia de entregar su cuerpo ya ajado y pesado a los lujuriosos caprichos de hombres desconocidos le había abierto todo un mundo de nuevas sensaciones impensables hacía unos pocos días. Al margen de cualquier otra valoración que, por otra parte, estaba dispuesto a eludir, no tenía otro afán que el de seguir adentrándose en esa vía.

Jacinto resistió un primer impulso de buscar alguna de las botellas desperdigadas por la casa, consciente de que había de incorporarse a las tareas rutinarias que lo aguardaban en la comisaría. Cuando reapareció, nadie cuestionó su sorprendente recuperación de la gripe alegada el día anterior.

Jacinto pasó unos cuantos días en una relativa calma. Hasta que recordó la tarjeta que había cogido al abandonar el club. Tenía un teléfono al que se decidió llamar. Al cabo de varios timbrazos, reconoció la voz del dueño y Jacinto hizo un esfuerzo para darse a conocer. “Soy el que usted llama el comisario… ¿Sabe a quién me refiero?”. “Debes ser al que le da por dejarse caer por aquí de buena mañana”, contestó el dueño con ironía. “La última vez me llevé una tarjeta y como estaba el número…”. “Has hecho muy bien en llamar”, lo cortó el dueño, “¿En qué te puedo servir?”. “¿Recuerda lo que le dije al marcharme?”, preguntó Jacinto haciendo un esfuerzo. “Que te interesa seguir con lo que hacemos aquí ¿No es así?”. “¿Podría ser?”. “¡Naturalmente! Y me complace que lo desees”. El dueño no obstante hizo un planteamiento de la situación que sorprendió a Jacinto. “Pero si, como dijiste, quieres probar nuevas cosas, te conviene conocer otras posibilidades que te podemos ofrecer… En realidad, tú te colaste en el club por lo que podríamos llamar la trastienda, y a unas horas bastante fuera de lo normal. Aun así te acogí y me ocupé personalmente de hacerte conocer algo que en el fondo buscabas… ¿Me sigues?”. “¡Sí, sí! ¿Ya se ha cansado de mí?”, interpretó Jacinto temeroso. “¡No seas cenizo! Al contrario”, replicó el dueño, que continuó su propuesta. “Ahora que, al parecer, ya tienes claro lo que te pide el cuerpo, deberás compartir tus inclinaciones…”. Jacinto estaba aún más desconcertado. “Ya me he perdido”, reconoció. “Es muy sencillo”, prosiguió el dueño, “Se trata de que te incorpores a las actividades comunes del club… Por donde tú has entrado, en ese sórdido callejón, no es el acceso normal. Por lo visto no te has fijado –cosa rara, dada tu perspicacia– en que la verdadera entrada está en la calle de atrás…”. “¿Y qué más da entrar por un lado o por otro?”, se alteró Jacinto. “Ya te salió el ramalazo de policía… ¡Más disciplina te hace falta!”, lo reprendió el dueño. “¡Perdone, perdone!”, pidió un increíblemente dócil Jacinto, “¿Qué tengo que hacer?”. “Si te animas, ven a una hora normal, es decir, por la noche,…y por la puerta principal”, indicó el dueño, “Allí te recibiré y podrás conocer la zona para clientes del club y el ambiente que encontrarás en ella”. “¡Gracias! Así lo haré”, concluyó Jacinto con el corazón palpitante.

A pesar de la firmeza en su despedida, Jacinto quedó sumido en un desconcierto. Habría preferido seguir con sus visitas semiclandestinas, y solo para él.  Pero el dueño del club no parecía dispuesto a ello y su contrapropuesta lo colocaba de nuevo ante una situación que le costaba asimilar. Una cosa era el trato directo con un profesional y otra mezclarse, como uno más, con gente que no le inspiraba demasiada confianza. Aunque, por otra parte, él mismo había pedido probar más cosas y en esto el dueño –al que insospechadamente Jacinto había erigido en gurú de sus inclinaciones más ocultas– podía estarle ofreciendo morbosas oportunidades. Ya que sentía la necesidad de seguir adelante ¿qué iba a perder si se dejaba caer por el club y echaba una ojeada a lo que allí se cocía?

Así que, sin tardar mucho, Jacinto se decidió una noche a presentarse en el club. Sin preocuparse de cambiar su apariencia, ni siquiera prescindió de su característica gabardina. La puerta que anteriormente no había identificado lucía ahora con una luz roja y tenía una mirilla enrejada. Tuvo que pulsar un timbre y, pocos segundos después, alguien se asomó a la mirilla y escrutó a Jacinto. Sin mediar palabra, se abrió la puerta y pudo identificar al colega del dueño que tan enérgicamente lo había tratado en su última visita y que solo llevaba unos shorts de cuero. Éste también reconoció a Jacinto. “¡Vaya, el comisario! ¡Cuánto bueno por aquí!”, exclamó con cierta sorna. Jacinto se limitó a preguntar: “¿Está el jefe?”. “Trato de cliente especial ¿eh?”, dijo el otro, “Ahora lo aviso… Mientras, pasa al vestuario”. Le dio una llave colgada en una pulsera. “Es de la taquilla en que puedes guardar tus cosas”. Cuando Jacinto le dio la espalda para ir a la puerta que le señalaba, todavía le dijo: “Las cuentas las ajustarás con el jefe… Igual nos volvemos a ver más tarde.”.

Tras la puerta que empujó, Jacinto fue a dar a una aséptica sala con taquillas a dos alturas en ambos lados y una banqueta en medio. Se oía una música metálica que lógicamente Jacinto no identificaba. No avanzó más porque, hacia el fondo, un tipo grandote y peludo, ya con el torso desnudo se estaba quitando los pantalones. Miró con curiosidad a Jacinto, quien con su ajada gabardina desde luego resultaba llamativo, y siguió con lo suyo. Jacinto a su vez optó por sentarse en la banqueta y observar, por el rabillo del ojo, que el otro se quedaba tan solo con una prenda que le dejaba el culo al aire. Cuando éste salía por otra puerta, se cruzó con el dueño, que le hizo una afectuosa caricia. Llevaba unos shorts como el colega de la entrada y se dirigió satisfecho hacia Jacinto. “¡Bienvenido una vez más! Celebro que te hayas animado  a seguir mi consejo”. Jacinto aún no sabía si había hecho bien o no y preguntó con tono hosco: “¿Qué hay que hacer aquí?”. El dueño, que sabía bien lo persuasivo que tenía que ser con Jacinto, empezó a situarlo. “Ya te habrán informado a la entrada que has de guardar tu ropa en la taquilla… Es el primer paso para cumplir las reglas del club”. “¿Qué me tengo que poner?”, volvió a preguntar Jacinto. “Lo máximo que se permite es un eslip, o bien un jockstrap, que es lo que llevaba el que has visto antes… No creo que tú tengas algo de eso”. Jacinto pensó en sus calzoncillos blancos, anticuados y que debían estar bien arrugados. “¿Y si no, qué?”. “Entonces, desnudo del todo… No serás el único. Incluso es lo más habitual, como comprobarás. Y añadiría que lo más práctico en tu caso”. “¿Eso por qué?”. “Provocará más interés… Que es lo que buscas ¿no?”. “No sé yo…”. A Jacinto le incomodó que sus deseos ocultos resultaran tan evidentes. “Es lo que dijiste las otras veces…”, le recordó el dueño. Jacinto se quitó al fin la gabardina y siguió con el resto de la ropa. El dueño se dispuso a dejarlo. “Cuando estés listo, pasa por aquella puerta… Me verás en la barra y te enseñaré esto”.

Al quedarse en calzoncillos, Jacinto se detuvo dubitativo ¿Se iba a meter en pelotas entre a saber qué clase de individuos? Pero a eso había venido ¿o no? Y lo de salir en cueros era lo de menos… Así que se los echó abajo de un tirón y metió todo en la taquilla. Cualquier titubeo que aún lo frenara quedó superado por la entrada en el vestuario de otro individuo, muy alto y delgado. Rápidamente se dispuso a traspasar la puerta que daba acceso al club.

Jacinto apenas podía ver nada del entorno por la tenue iluminación rojiza. Pero como ésta se concentraba sobre una barra de bar, pudo captar la figura del dueño que le hacía señas para que se acercara. El bar ocupaba buena parte de la planta baja, por la que avanzó Jacinto con andar vacilante. Empezó a distinguir tiarrones gordos y peludos, cuyos cuerpos desbordaban los pequeños eslips, o bien lucían culos orondos por las traseras de los jockstraps, o simplemente estaban en completa desnudez. También había otro tipo de hombres, delgados o musculados, algunos con unos correajes espectaculares. Charlaban animadamente en grupos o se entregaban a desinhibidos manoseos. Más de uno miró con curiosidad a Jacinto, no tanto porque fuera en cueros como por el despiste que denotaba. Por su parte él empezaba a sentir cierta decepción al no parecerle aquello más que un bar de…esos, solo que se exhibían con poca o ninguna ropa. Por ello, en cuanto estuvo ante el dueño, preguntó: “¿Qué es lo que se hace aquí?”. El otro, sabiendo por dónde iba Jacinto, le dijo: “¡Tranquilo, hombre! Esta zona digamos que es de descanso. Lo característico del local lo encontrarás en la planta de arriba… Luego la conocerás. Pero antes tómate una copa, que invita la casa”. Jacinto agradeció el apoyo que podía darle algo de alcohol, aunque no cejó en su interrogatorio. “¿Hay tipos como yo?”. El dueño repreguntó irónico: “¿Te refieres a tu aspecto o a tus aficiones?”. “Es que parece que desentono aquí”, replicó Jacinto. “Espérate a estar arriba y ya verás…”, le avisó el dueño.

Un tipo cincuentón, alto y fornido, y también desnudo, se les acercó y le soltó al dueño: “¿Hoy tienes un protegido?”. El interpelado explicó: “Es la primera vez que viene, aunque ya ha tenido su marcha ¿verdad?”. Miró a Jacinto que respondió forzado: “Algo de eso”. “Si quieres, te llevo arriba y así te ambientas”, le propuso el otro. Al dueño le vino muy bien. “¡Hala, aprovecha! Te aseguro que vas en buenas manos”. Jacinto acudió internamente a la muletilla a la que se acogía para salir del paso: “Ya que estoy…”. Así que la nueva pareja subió la escalera y Jacinto se encontró en un ambiente solo confusamente intuido. Se detuvo para hacer la vista a la penumbra existente que, sin embargo, enseguida le permitió tener una inicial perspectiva de conjunto. Camastros de distintas alturas, que a Jacinto le recordaron un fumadero de opio, que solo había visto en películas, acogían una variada actividad, sexual en este caso. Todo a la vista, con algún tío que, por las buenas, se incorporaba sobre la marcha. Incluso los que actuaban tras una cortina de flecos se dejaban observar a través de ellos. En los estrechos y sinuosos pasillos había bancos a varios niveles. Los que se sentaban en alto, se ofrecían para que les hicieran mamadas… y era lo que más de uno estaba consiguiendo. Los de abajo, a su vez, buscaban atrapar las pollas que les pasaban por delante. Pero esto era solo el principio, como pudo comprobar Jacinto más adelante.

El acompañante le plantó una mano en el culo para hacerlo avanzar. “¡Venga, hombre, relájate! Aquí haces o dejas que te hagan”. Y en tono didáctico añadió: “Y si, como ha dicho el jefe, lo que te va es la marcha, la vas a tener”. Como anticipo se restregó por detrás de Jacinto. “Tienes un culo que da mucho juego”. Jacinto resopló para tomar fuerzas y escogió un pasillo, seguido por su acompañante. No tardó mucho en notar que lo agarraban de un muslo y tiraban de él. Su inicial gesto de rechazo lo neutralizó el guía tajante: “¿No ves que ése te la quiere chupar? ¡Déjate!”. En sus sesiones de la trastienda, no habían llegado a usar la boca con él y ahora Jacinto veía aceptar lo que le decía su acompañante como parte de un rito que tenía que seguir para llegar a la desconocida forma de entrega que lo aguardaría. Así que dejó que un tipo pequeño y flaco, sentado casi en el suelo, le manoseara primero la polla y luego se la metiera en la boca. “Mama bien ¿eh?”, oyó al de atrás que, mientras, le sobaba lascivamente el culo. Jacinto tenía un bloqueo en el que solo pudo notar que la polla se le estaba endureciendo. Eso, y un dedo que ahora le estaban metiendo por el culo, lo llevó a pedir nervioso: “¿Seguimos?”. El acompañante sacó el dedo y lo sustituyó por una sonora palmada. “¿Quieres cosas más fuertes eh?”. Más adelante, en una cama elevada, dos tíos robustos, invertido el uno sobre el otro se comían las pollas mutuamente. “Algo así podríamos hacer tú y yo”, comentó el acompañante. “Eso de chupar, yo…”, objetó Jacinto. “Aquí no se puede decir ‘de esa agua no beberé’”, replicó el otro riendo.

Llegaron a un espacio más abierto, donde había otro tipo de actividad, con los roles más diferenciados. Había objetos e instrumentos, que a Jacinto no le resultaban extraños por sus visitas a la trastienda, como cadenas, argollas y tablones colgados del techo, una jaula baja de hierro, una gran aspa de madera adosada a la pared… Pero también, desconocidos para él, varios slings que se le representaron como siniestros columpios. En dos de ellos se balanceaban unos tipos gruesos con brazos y piernas por alto, que eran magreados y, al parecer, incluso follados por otros que los rodeaban. El espectáculo que ofrecían impactó tremendamente a Jacinto ¿Sería en algo así donde iría él a parar? La posibilidad le asustaba al ver la forma en que eran tratados los colgados, pero a su vez se preguntaba si no era lo que en realidad deseaba.

Lo sacó de su perplejidad el acompañante quien, como si le leyera la mente, casi lo arrastró hacia un sling que estaba vacío. “¡Échate ahí!”, le ordenó. “¿Para qué?”, preguntó Jacinto tembloroso, aunque resultaba obvia la respuesta. “Voy a jugar contigo… y seguro que no seré yo solo”. Empujó al Jacinto paralizado, que cayó de culo en el asiento de cuero. Luego le hizo tenderse hacia atrás  y le levantó los brazos  hacia los lados para pasarle las muñecas por las correas de sujeción. Pero también las reforzó sobreponiéndoles unas ataduras que impedían que pudiera sacar las manos. Jacinto protestó. “Los otros solo están agarrados”. “Tú no eres de fiar”, dijo tajante el otro, que siguió un procedimiento similar con las piernas para dejarlas abiertas en alto y con los tobillos trabados. Jacinto se dejó hacer ya dócilmente. El sling era tan sofisticado que, mediante sendas manivelas, permitía graduar por separado la altura tanto de la parte de delante como de la de detrás. Esto es lo que hizo el acompañante para dejar el cuerpo de Jacinto al nivel que le convenía. Curiosamente estas maniobras, con el balaceo que las acompañaba, produjeron en Jacinto el efecto de que le polla se le fuera endureciendo. “Ya sabía yo que esto te gustaría”, comentó burlón el acompañante ante la lasciva exhibición que ofrecía Jacinto. A éste le colgaba hacia atrás la cabeza y se estremeció cuando las manos del acompañante tomaron posesión de su entrepierna.

No eran caricias precisamente lo que le daba. Porque al tiempo que le apretaba la polla y la hacía golpear sobre la barriga volcada, le estrujaba los huevos con la otra mano. Y cuanto más extremaba estas sevicias, mayor era la excitación de Jacinto, que se agarraba con fuerza las cadenas de las que colgaba. “Te tenía ganas desde que te vi en el bar… y ahora ya te tengo aquí”, decía el acompañante mientras lo sobaba. “¿Qué me vas a hacer?”, preguntó Jacinto ansioso como si lo de ahora fuera solo un prolegómeno. “Se me ha puesto más dura todavía que le tuya y me estás provocando con el culo abierto”, contestó el otro. En efecto, la postura de Jacinto, con las piernas subidas y separadas, distendía las nalgas y dejaba el ojete inerme. “¡Te voy a follar!”, anunció y, como primera medida, le clavó un dedo con toda la fuerza. Jacinto sacudió el cuerpo ahogando un gemido, aunque ya se preparaba para lo que iba a seguir.

Empezaron a rondar por el sling varios sujetos atraídos por el nuevo espectáculo o tal vez esperando turno. De momento cooperaron sujetando las cadenas mientras el acompañante le metía la polla entera con un certero golpe a Jacinto. Éste no reprimió ya un dolorido sollozo y, de no ser por todo lo que lo frenaba, incluidos los espontáneos que también lo cohibían, habría salido disparado. Aunque no era la primera vez en que era penetrado recientemente, la postura en que ahora era hollado le resultó no menos tremenda. El acompañante bombeaba agarrado a los muslos zamarreando a Jacinto, que acusaba con gemidos cada impacto. “¡Ya no me aguanto! Te voy a llenar de leche”. Con unas embestidas todavía más brutales, el acompañante se fue vaciando hasta que la polla se le escurrió por sí sola hacia fuera. Jacinto sintió el vacío tras haber experimentado un inusitado placer, que llegó a reavivar su excitación. A ella contribuía no solo el hecho de haber sido enculado una vez más, sino, como ya le había ocurrido en la trastienda, las circunstancias de esta nueva forma de estar colgado e inmovilizado, con el morbo añadido de los otros hombres que lo rodeaban expectantes.

No obstante, cuando el acompañante dijo: “Ha sido un gustazo ¡Ahí te quedas!”, Jacinto preguntó angustiado: “¿Me vas a dejar aquí atado?”. Pero el otro replicó con ironía: “Ya ves que no estás solo… Alguien te soltará cuando se hayan cansado de ti”. En efecto, en cuando el acompañante se alejó, los del alrededor se dispusieron a ocuparse de Jacinto. “Mira el gordo, qué bien follado ha quedado”. “Si el tío sigue empalmado…”, oía Jacinto indefenso. “Esto le dará más gusto”, dijo uno que, desde atrás, se puso a estrujarle las tetas y pellizcarle los pezones. Otro se colocó delante y no se limitó a darle varias chupadas a la polla, sino que además se agachó para lamerle la raja. “Voy a limpiarte la leche”. Jacinto soportaba los manejos sobre su cuerpo, temiendo y deseando a la vez que pasaran a mayores.

De pronto se oyó una voz campanuda. “¡Yo a este tío lo conozco!”. Jacinto dirigió la mirada hacia donde procedía la voz, que pertenecía a un tipo fornido y peludo cuyo rostro le sonaba ligeramente. El individuo no tuvo sin embargo el menor reparo en seguir con la identificación. “¡Si es un madero!”, exclamó acercando la cara a la de Jacinto, que le sostuvo la mirada. Luego, para todo el que quisiera oírlo, explicó: “El muy cabrón se empeñó en cargarme los abusos a un niño y me libré porque el chaval reconoció al que le había metido mano… ¡Y mira cómo te encuentro ahora!”. Zamarreó el sling de Jacinto, que se balanceó. “Resulta que a mí solo me gustan los niños como tú”. El brote de airada vergüenza que embargó a Jacinto se manifestó en un envite insólito para él mismo. “Pues fóllame y cállate”. Lo segundo no es que lo fuera a obedecer el hombre, ya que soltó: “Nunca verás que cumpla una orden más a gusto”. Pero en cuanto a lo primero, rodeó a Jacinto y se colocó entre sus piernas. Se fijó entonces en que, pese a todo, Jacinto no había perdido la erección. “Así de caliente estás ¿eh?... Pues voy a vaciarte antes y así me pongo a tono”. Con la expectación de los que habían mantenido el corro en torno al sling, agarró la polla de Jacinto y se puso a frotarla enérgicamente. “Esta paja es mejor que las que te harás tú ¿a que sí?”. Jacinto gimoteaba primero y luego resoplaba. Su leche empezó a desbordar el puño del hombre que, a continuación, se limpió la mano en la barriga de Jacinto.

Éste se recuperaba con la respiración agitada, pero no tuvo apenas tregua. El hombre se irguió y aún se elevó un poco más agarrado a las cadenas laterales para mostrar su verga enorme ya bien dura. “¡Mira lo que te voy a meter!”. Jacinto se esforzó para levantar la cabeza y poder verla. Guardo silencio, pero un morboso deseo lo inundó. La clavada fue de órdago y Jacinto la sintió hasta en el vello que se le erizó, aunque logró ahogar el grito que le estallaba en la garganta. Ardía todo él con las arremetidas brutales que el otro le iba dando y aguardaba ansioso el estallido final. Pero la lujuriosa venganza de su antiguo conocido iba a tener un remate inesperado. De pronto se salió del culo de Jacinto y rápidamente pasó a estar con la polla erguida sobre su cabeza. Pillándolo desprevenido, la apuntó a la boca medio abierta y empujó para metérsela lo más posible. Jacinto agitaba la cabeza pero no lograba soltar la polla. Además no tardó en írsele llenando la boca de leche que se le desbordaba por la comisura de los labios. Cuando el otro sacó la verga al fin, Jacinto no tuvo más remedio que tragar la que se le acumulaba en la garganta para no ahogarse. El hombre se dio por satisfecho y se despidió lleno de ironía. “Ha sido un placer, comisario. Espero que para usted también… Yo al menos no le guardo ya rencor”.

Jacinto quedó colgado del sling en soledad, pues hasta los mirones lo habían abandonado, distraídos ahora con otra cosa. Tenía el cuerpo dolorido, la boca pastosa de leche y hasta la suya propia que se le secaba en la barriga. Sus intentos de liberar las manos y poder bajar del artefacto fueron inútiles. Y en su quietud obligada no pudo menos que repasar mentalmente la vorágine de atropellos que había sufrido desde que se encaramó, o lo encaramaron, allí. Ya contaba con que le llegarían a dar por el culo y eso no lo detuvo. No se llamaba a engaño después de lo experimentado en la trastienda. Pero es que había sido objeto de una vengativa violación, además por partida doble, porque también habían usado su boca... ¡y de qué manera! Él, que poco antes mostrara su rechazo a chupar una polla… Sin embargo, tras asumir el riesgo, había tenido lo que se merecía. No le iba a dar más vueltas y mucho menos echarse para atrás.

Más entonado con esta autoafirmación, a Jacinto se le ocurrió girar la cabeza hacia donde ahora parecía haberse concentrado la actividad. Quedó pasmado al ver que un tío se había tumbado en una especie de bañera y tres o cuatro más se le meaban encima. En vía ya de estar curado de espantos, se dijo con condescendencia que allá cada cual con sus gustos. Pero lo observado iba a tener una penosa repercusión en él. Resultaba que, tras los meneos de que había sido objeto en el sling, solo le faltó el contagio de la micción múltiple para que sus insuficiencias prostáticas le desataran unas irrefrenables ganas de orinar. Angustiado, Jacinto decidió pedir ayuda a uno que estaba cerca. “¡Por favor! Me podrías soltar ya de aquí”. El tipo se lo tomó a pitorreo. “¿Qué? ¿Ya te has cansado de que te follen?”. Jacinto tuvo la debilidad de sincerarse. “Es que necesito orinar con urgencia”. El otro se divirtió chantajeándolo. “Te suelto, si te meas aquí”. “No voy a poder”, lloriqueó Jacinto. “¡Verás como sí!”, lo desafió el bromista. Se puso a cosquillearle los huevos y a sisear. Jacinto ya perdió todo control y empezó a lanzar un potente chorro que, cual surtidor, subía e iba a caer sobre su barriga. Aunque humillado, sintió un gran alivio. El tipo, después de reír a gusto,  al menos cumplió el pacto y por fin desató a Jacinto. Mientras lo hacía comentó jocoso: “Estás como si hubieras pasado por la bañera”.

Jacinto, una vez de pie, hubo de ir con cuidado para recuperar el equilibrio y desentumecerse. Procuró también eludir cualquier encuentro y buscó un lavabo, aunque no fuera ya precisamente para orinar. Se amorró al grifo para enjuagarse la boca y beber con ansia. Luego se limpió la barbilla pegajosa y, empapando varias toallas de papel, se las pasó por la barriga y la entrepierna. Algo más calmado, decidió volver a la planta baja.

En el bar, donde reinaba más animación que antes, Jacinto fue sobre seguro en busca del dueño. Éste lo acogió cordial. “Se te ve sofocado… ¿Cómo te ha ido por arriba?”. En lugar de contestar, Jacinto pidió ansioso: “¡Una cerveza, por favor!”. El dueño se la puso y, directamente del botellín, se bebió más de media. El dueño insistió. “Has estado bastante rato…”. Jacinto ya respondió lacónico: “Ha ido muy bien”. El dueño replicó sin recabar más detalles: “Lo celebro”. Pero aprovechó para señalarle unos formularios que había en un cajetín. “Igual te decides a hacerte socio…”. Jacinto solo dijo: “Luego cogeré uno”. Incidentalmente había cruzado la mirada con alguien que estaba en otro extremo de la barra. No era sino el que había ajustado cuentas con él y que entonces levantó sonriente la copa en señal de saludo. Jacinto, aunque más serio, no dudó en devolvérselo con su botellín ¿Era en agradecimiento…?

Jacinto fue a vestirse ya y luego se dirigió a la salida. Seguía allí el colega  del dueño que también le pregunto, más escueto: “¿Todo bien?”. “Bastante”, contestó Jacinto sin más. Al devolver la llave, el otro dijo: “El jefe me ha advertido de que hoy no te cobre”. “Pues muchas gracias”, replicó Jacinto. Éste se había fijado en que también había unos formularios como los del bar. “Me llevo uno de éstos”. “¡Buena señal!”, exclamó el colega, “A ver si otra vez que vengas no me toca estar aquí y puedo hacerte algo que te guste”. “A ver, a ver…”, admitió Jacinto. Y ya se marchó. “¿Era esto lo suyo?”, se preguntaba. Y concluyó que sí.